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1º LIBRO - Realidad y Ficción





4.
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Poco antes del mediodía, Hana se encontraba en su despacho de la empresa de Hoteitsuba, una estancia amplia y luminosa, decorada con muebles modernos y paredes blancas con llamativos carteles de publicidad artísticos o pinturas. Sentada frente a su ordenador, trabajaba en unos artículos publicitarios, al mismo tiempo frente al ventanal que ocupaba una pared entera con sus cristaleras, dejando ver los altos edificios de enfrente y el cielo, ya que a ella le gustaba trabajar de cara a ese paisaje. La estancia estaba completamente en silencio, sólo se oía el ruido de la gente de la empresa que pasaba por los pasillos realizando sus quehaceres.

Pese a estar tecleando sin parar, segura de sus palabras y con la mirada fija en la pantalla, usando sus gafas para ver de cerca, se sentía más distraída de lo normal. Había algo que rondaba por su cabeza y que la inquietaba.

Era una mujer de 30 años, no muy alta, pero atractiva, vivaz y con carácter, dueña de sí misma. Pero no siempre lo había sido. Hana había hecho un cambio radical en sí misma y en su vida desde que conoció a Neuval hace tres años. Antes de eso, su mayor deseo en la vida era conseguir el siguiente chute de heroína, o saltar a las vías del tren... hasta que alguien que la entendía perfectamente la atrapó a tiempo. Su pelo castaño estaba recogido en un elegante peinado moderno, y tenía los ojos del mismo color del café. No llevaba pendientes en las orejas, pero sí que tenía numerosos agujeros en ellas, de un tiempo pasado. Además, tenía una pequeña cicatriz en la frente, ya antigua y casi invisible, de una de las muchas peleas con navajas que tuvo de adolescente. Eso ya era agua pasada. Ahora, era mujer trabajadora, responsable y feliz.

Suspiró. Acababa de terminar un artículo, y ahora debía empezar otro. Sin más, sin tomarse descanso alguno, se movió a un lado con su silla hacia el extremo de la mesa, donde reposaban dos contundentes montones de informes que sus compañeros le había dejado ahí.

El primero contenía los informes que trataban de la producción de hace tiempo y de la que se seguía haciendo publicidad; los del segundo, trataban en su mayoría de prototipos sobre nuevos aparatos tecnológicos que iban a ponerse en venta en unos meses. Estos eran los que más supervisaba Neuval antes de ser entregados a Hana para sus artículos. Ella no comprendía muy bien por qué él tenía tanto afán en supervisar este tipo de informes, pero no era asunto suyo, por lo que fue a coger uno del primer montón para continuar.

Sin embargo, cuando fue a coger la carpeta que tenía a la vista, se fijó en algo que la dejó algo intrigada. Todas las capetas eran de color rojo, pero había una, en el segundo montón de los prototipos, negra. Nunca había visto una negra, así que la cogió para ver de qué se trataba, pensando que a lo mejor uno de sus compañeros se había confundido.

La abrió y, con cara de sorpresa, no vio el nombre del autor de aquel informe. Buscó entre las hojas, pero no estaba escrito por ninguna parte. Curiosa, echó un vistazo al tema. En cada hoja siempre había algún dibujo esquematizado o algún que otro croquis sobre lo que parecían ser diversos y pequeños aparatitos, realmente extraños. Era una especie de chip, pero no supo adivinar de qué, pues las explicaciones de los dibujos estaban escritas en kanji, solo que se leían de otra forma.

«Debe de estar escrito en chino, entonces» adivinó. Pensó que debía de haber algún error, aunque aquello le intrigaba considerablemente. Siguió ojeando, las descripciones de dichos chips o lo que fuese eran inmensas, por lo que decidió fijarse en los dibujos técnicos, frunciendo el ceño. «¿Sabrá Neuval algo acerca de esto? Tal vez debería ir a preguntarle».

Estaba tan sumergida en aquello que no se percató de que alguien había entrado por la puerta, de espaldas a ella, y se acercaba con sigilo como un felino procurando no ser oído.

—¡Hanaaa! —gritó una voz rugiente.

Cuando Hana se dio la vuelta y vio a ese viejo loco a cinco centímetros de su cara con pose de tigre, chilló de tal manera que retumbó el despacho, pegando tal brinco en la silla que la carpeta negra salió volando hasta caer en un rincón de la sala, y dándole a la mesa tal patada que el ordenador amenazó con volcarse.

Pálida, con una mano en el pecho y recuperando el aliento, le clavó una mirada asesina al viejo, el cual se había quedado petrificado del miedo ante semejante grito de ella.

—¡Serás idiota, infantil, cretino…! —estalló Hana con enfado, agitando los puños—. ¡Estás completamente loco, Kei Lian Lao! ¿¡Cómo se te ocurre asustarme de esa manera!? ¡Te he dicho mil veces que llames a la puerta! ¡Siempre me haces rabiar, para ya!

—Perdón... —murmuró el viejo Lao, agazapado en un rincón del despacho como un pobre perro callejero, mirando con profundo miedo a esa mujer.

—¿¡Qué haces!? ¡Levanta de ahí! ¡No te hagas la víctima ahora, casi me da un infarto! —decía mientras se giraba hacia su mesa para reordenar los papeles—. ¡Maldita sea, ya eres mayorcito, pareces un niño de ocho años! ¿¡Es que...!?

Se calló porque de repente el viejo Lao apareció justo a su lado, mirándola muy de cerca con esos ojos negros, sonriendo tranquilo.

—¿Un niño de ocho años? —repitió Lao—. Querida, ojalá hubiese nacido en el país de Nunca Jamás.

La mujer suspiró con cansancio, intentando calmarse, y volvió a recomponerse sobre su silla, pasando de él. Lao era así, imprevisible, extravagante, incomprensible e infantil. Al menos, delante de la gente de confianza y la familia, porque cuando estaba ante personajes importantes de trabajo, se transformaba en un hombre muy serio y sofisticado. Hana pensaba que Lao se había escapado de alguna casa de locos. Aunque lo intentó varias veces, no conseguía entender la forma de ser de aquel viejo. Ya bien mostraba una seriedad temible, ya bien estaba dando saltos de alegría.

Tampoco entendía cómo alguien de su edad podía tener tanta energía. Él tenía 67 años y a Hana le parecía que tenía muchos menos, tanto por su aspecto como por su actitud. Lao era demasiado extraño para ella, por lo que se limitaba a tener paciencia con él como vía de escape. Siempre se había preguntado cómo Neuval podía soportarlo, pero es que Lao sólo era así de pueril con ella, le gustaba chinchar a sus nueras.

Vio que Lao dejaba un par de carpetas rojas, una en cada tipo de montón, a su lado, en la mesa.

—Estos pueden esperar, déjalos para el mes que viene —le sonrió Lao simpáticamente—. Son del Departamento de Cooperación Industrial.

—Vale, ahora déjame trabajar —replicó, aún molesta por el susto.

—Que tengas un buen díaaa... —le dijo Lao con voz cantarina, y desapareció del despacho tras cerrar la puerta.

Hana volvió a suspirar, y se recostó sobre el respaldo de la silla, haciendo una pausa para recuperar la armonía. Se quedó pensando, por alguna razón, en el comentario de Lao sobre el país de Nunca Jamás. Siempre decía cosas por el estilo cuando le mencionaba lo de que era un crío o que ya tenía edad para comportarse. Nunca le había preguntado, pero había intuido que Lao le tenía fobia a la idea de envejecer, y pensó entonces que por eso se comportaba de esa manera. Todo el mundo envejece, es lo más normal del mundo, pensaba Hana, concluyendo que jamás comprendería a aquel viejo.

De pronto se acordó de la carpeta negra. Es verdad, la estaba investigando. Cayó entonces en la cuenta. «Vaya, debería haber aprovechado para preguntarle a Lao qué era eso» pensó. Lao era chino, pese a haber vivido en Tokio gran parte de su vida. Había nacido y se había criado en Hong Kong, y sabía hablar muchos idiomas. Por eso debería haberle preguntado sobre aquel informe. También podría preguntarle a Neuval, pues él también hablaba muchos idiomas. Para ser exactos, Neuval hablaba unos 18 idiomas. Pero se podría decir que el francés y el chino eran sus lenguas maternas.

Hana se levantó de la silla de un salto y recorrió con la mirada todo el despacho, buscando la carpeta, sin recordar a dónde había ido a parar cuando salió volando de sus manos en el momento del susto. Buscó y rebuscó, pero no estaba en ninguna parte.

Se quedó quieta un momento.

—Lao... —murmuró, entornando los ojos con gran escama—. ¡La ha cogido él!


* * * *


—¿Cómo habrás ido a parar al despacho de Hana? —se preguntó Lao, caminando por los pasillos de la planta general, cruzándose de vez en cuando con algún compañero, pero su atención estaba centrada en la carpeta.

Mientras andaba, la abrió para revisar su interior y se sintió aliviado de comprobar que no faltaba nada.

—Anda, te estaba buscando.

Lao reprimió un grito de sorpresa, parándose de golpe. Neuval estaba justo delante de él, con su aire sereno de siempre. Casi automáticamente, Lao escondió la carpeta negra a sus espaldas en un segundo, sonriéndole a su jefe como si fuera el ser más inocente del mundo.

—Me halaga saber que alguien reclama mi grata persona —dijo, pretendiendo no parecer nervioso.

—¿Qué me estás escondiendo ahí? —preguntó Neuval, inclinándose un poco e intentando ver tras su espalda, pero Lao se giró para evitarlo.

—Vale, me has pillado —resopló con cara de culpabilidad—. Es el Playboy. Por favor, no me hagas enseñártelo.

Neuval se lo quedó mirando con una mueca desencajada por un momento, estupefacto por la respuesta y extrañado por la actitud evasiva del viejo. Sabía de sobra que era una mentira como una casa, ya conocía a Lao, por lo que sacudió la cabeza para volver a la realidad y lo miró con detenimiento.

—En serio, Lao, ¿qué tienes ahí? —volvió a preguntar—. Sabes que a mí no puedes ocultarme nada, y si es algo ilegal, debería saberlo antes de volver a tener aquí a la maldita policía husmeando en mis laboratorios porque vas perdiendo por ahí cosas que no deberían ver.

—Oh, por favor, jefe —rio, negando con la cabeza, mientras intentaba huir por el pasillo con cuidado de que su espalda no estuviese al alcance de los ojos de Neuval, disimulando descaradamente—. Oh, cómo me ofende esta desconfianza…

Neuval no despegaba de él una mirada suspicaz y a la vez aburrida de semejante mal disimulo.

—¿Pero cómo puedes desconfiar de mí? —seguía lamentando el viejo—. Soy el hombre que te crio cuando no eras más que un niño de 10 años. Oh, ¡qué desilusión! Mi propio hijo cuestionando mi honor... ¿En qué habré fallado? Me conoces muy bien.

—Sí, y por eso desconfío y te pregunto qué me escondes —replicó Neuval, cruzándose de brazos, sin inmutarse de que Lao se estaba escapando poco a poco—. Y por favor, baja la voz, no quiero que la gente se entere de que fui criado por ti. Arruinaría mi imagen.

—¡Eh, qué cruel eres! —exclamó Lao completamente ofendido, sin darse cuenta de que había sacado las manos de detrás de la espalda.

—¡Ajá! —saltó Neuval, señalando lo que sostenía en una de ellas.

Lao giró la cabeza de manera que casi se parte el cuello y descubrió que sin querer había sacado a la luz el pastel. Miró por un momento a Neuval, con un nudo en la garganta, y enseguida esbozó una gran sonrisa.

—Adiós. —El viejo echó a correr por el pasillo a toda pastilla.

—L... ¡Lao! —exclamó Neuval, contrariado, pero ya lo había perdido de vista.

Hizo ademán de ir tras él, pero alguien lo llamó por detrás. Era uno de sus empleados.

—Disculpe, señor Vernoux, pero la reunión con la empresa de Shanghái está a punto de empezar —le recordó; vio que su jefe seguía mirando a la lejanía, sin saber qué hacer—. ¿Señor?

Neuval suspiró con paciencia y se fue con el empleado hacia la sala donde se celebraba dicha reunión con pocas ganas.


* * * *


Lao entró en su despacho y cerró bien la puerta. Él también debía participar en aquella reunión, pero le importaba un comino. Siempre se escaqueaba. Se acercó a uno de los cuadros de la pared y lo apartó de ella como si de una portilla se tratara.

Tras el cuadro se ocultaba una caja fuerte no muy grande y, después de darle unos giros a la rueda y pulsar varios códigos de seguridad en el panel que había al lado, la abrió. Dentro no había gran cosa. Sólo algo de dinero, extraños objetos y dos espectaculares pistolas diseñadas y construidas por él mismo. Guardó la carpeta negra ahí dentro y volvió a cerrarlo todo. Enseguida se fue a sentar a su mesa.

Sobre ella, aparte de haber montones de papeles desordenados, informes por acabar, un ordenador de última tecnología y un par de tazas de chocolate vacías, había tres marcos de fotos. En una de las fotos había tres jóvenes, sus nietos: una chica mayor, de rasgos delicados y bellos abrazando a dos chicos más pequeños que ella, gemelos, solo que uno sonreía y el otro se mostraba serio.

En otra foto, sólo había una mujer china de mediana edad, su exmujer, que tenía el pelo cano y largo y rostro afable. Sin embargo, sonreía con tanta dulzura y tenía una mirada tan profunda que Lao, contemplándola en aquel momento, sintió una gran nostalgia. Pese a que la estaba viendo en la foto, sabía que esa mujer ahora se encontraba muy lejos de él, no físicamente, sino fuera de su alcance en todos los sentidos.

Finalmente se fijó en la tercera foto. En ella había un hombre joven, moreno, alto y fortachón como él, sentado sobre la barandilla del porche de una casa y mirando hacia otro lugar, con una expresión llena de paz, de felicidad... Al viejo Lao se le encogió el corazón al ver a ese hombre joven en ese estado feliz. Era su hijo biológico, el cual murió hace diez años.

Decidió dejar de mirar a esas personas a las que tanto quería para hacer lo que en verdad había venido a hacer en su despacho, encerrado y solo. Fue a coger el teléfono, pero no el que tenía en la mesa, sino que sacó un móvil de la cajonera, bajo la mesa, y marcó un número por quinta vez desde que quedó anoche con Neuval en el Yoho Pub.

Se había pasado casi toda la noche y gran parte de la mañana intentando localizarlo, pero no contestaba nadie. Por lo que, esta vez, decidió llamar a la casa de esa persona, no con muchas esperanzas, pues pensaba que a esas horas esa persona seguiría en la universidad.

Tras unos eternos pitidos, por fin oyó una voz al otro lado.

—“¿Mmgh...?”

Lao frunció el ceño y se quedó en silencio unos momentos, algo sorprendido.

—Hola, Guardián, deberías estar en la universidad —dijo con tono de reproche—. Y a juzgar por ese “mmgh” adivino que has estado toda la mañana pegado a las sábanas.

—“¿Lao?” —preguntó con somnolencia—. “Joder. ¿Qué pasa?”

—Me decepciona oírte tan tranquilo —dijo seriamente—. ¿Tienes a todos nuestros compañeros bajo vigilancia? Porque creo que se te ha escapado uno.

El chico se incorporó un poco sobre la cama y trató de despejarse para poder prestar atención.

—“¿Quién?”

—Mi nieto está desaparecido, esperaba que tú supieras más detalles.

—“¿Qué?” —se sorprendió.

—Como no te veo muy en la onda te contaré lo que sé —le dijo con enfado, pues no le había agradado nada el descuido del chico, y le contó toda la conversación que había tenido con Neuval la noche anterior, sacando todo tipo de conclusiones.

Hubo un largo silencio cuando acabó de hablar, y supo que el chico estaba cavilando.

—“La MRS” —comentó de repente.

—¿Cómo dices? —saltó Lao.

—“Kyo me comentó hace unos días que había visto a algunos miembros de la MRS por la zona de su instituto, varias veces, y que le daba la sensación de que lo vigilaban a él desde la lejanía. Me dijo que no estaba totalmente seguro y que no le diera importancia, que ya se encargaría él, pero...”

—Estupendo, así que esa panda de idiotas ha vuelto a la carga —masculló—. ¿Qué buscan? ¿Qué quieren robarnos?

—“Bueno, he estado oyendo rumores de otras RS… Dicen que la MRS andaba últimamente espiando mucho. La Líder de la CRS le comentó hace poco a su Guardián y su Guardián me comentó a mí que parecían estar intentando averiguar dónde tienen su pergamino. Pero al parecer perdieron interés un tiempo. Y ahora…”

—Y ahora tienen interés en el nuestro —comprendió Lao al fin, y se frotó los ojos con cansancio y fastidio—. Estupendo. Por eso van detrás de Kyo.

—“Es la razón más probable por ahora. Lo que no me explico es cómo han averiguado que nuestro pergamino ya estaba en manos de nuestro novato. Lo pusimos a cargo de Kyo como su primera tarea de responsabilidad, como hemos hecho todos en nuestro primer mes de servicio, y se supone que sólo consiste en salvaguardarlo…”

—Y en apenas sus primeros días Kyo de repente se ve obligado a proteger el pergamino de toda una RS enemiga —suspiró Lao.

—“Él lo escondía en su casa, si no ha dado señales de vida por ahí quiere decir que lo ha cogido y se ha largado con él para no poner en peligro a nadie.”

—Maldita sea... —masculló, apoyando la cabeza en una mano, abatido—. Ahora lo que hay que saber es dónde está Kyo y el dichoso pergamino. Y si la MRS sigue en su busca o ya lo han atrapado. Los miembros de la MRS son tan idiotas que no han pensado siquiera que tarde o temprano nos enteraríamos de la situación.

—“No los subestimes tan rápido. De algún modo han descubierto quién de nosotros lo tenía apenas una semana después de hacer la rotación. Y teniendo en cuenta que la MRS no vive en Tokio, sino en Yokohama.”

—¿Un espía? —preguntó Lao, alzando la mirada.

—“Puede” —afirmó el rubio—. “Déjalo en mis manos y en las de los demás.”

—Bien.

—“Oye, Lao...” —dijo el rubio antes de que colgara—. “Lo siento. He estado tan liado con...”

—No te preocupes, lo entiendo perfectamente —dijo con media sonrisa—. Sé que tienes una vida muy ajetreada ahora. Lo único que me importa es no tener que enterarme de que han hecho sufrir a otro miembro de mi propia familia, así que mientras Kyo permanezca con vida y salga inmune, nada de lo que haya pasado o vaya a pasar me importará lo más mínimo. Menos mal que las RS tienen prohibido matarse. Mantenme informando.

—“Bien” —asintió, y seguidamente colgó.

Lao depositó el móvil lentamente sobre la mesa. Ahora lo único que tenía que hacer era esperar nuevas noticias, nada más. Él no tenía tanta libertad como para ocuparse del caso, su profesión requería tanta responsabilidad que apenas tenía tiempo para él mismo. Y tampoco podía arriesgarse, pues el Gobierno lo tenía desde hace años en una lista de sospechosos, y si participaba en el caso de su nieto, podía llamar la atención del actual jefe de policía, quien no tenía ni un solo pelo de tonto.

Sólo rezó por que todo saliera bien, y agradeció que fuera la MRS y no otra la que estuviese detrás de todo esto, pues la consideraba un peligro de poca monta.


* * * *


Llegó el mediodía y en el instituto ya habían acabado las clases de la mañana. El edificio fue vaciándose, los alumnos se iban a sus casas a comer, o bien, a causa de vivir lejos, se iban a algún otro sitio, como Cleven. Normalmente se iba a la misma cafetería del instituto, pero aquella vez había quedado con Kaoru para comer por la calle, según habían acordado en uno de los cambios de clase. Generalmente acordaban sus citas durante el recreo, pero al parecer Kaoru tuvo otra de sus reuniones con el equipo de fútbol en aquel momento.

Cleven pensó que su novio tenía últimamente más reuniones de esas de lo normal. La verdad es que le extrañaba mucho, y durante las clases que quedaban después del recreo estuvo dándole vueltas.

Ahí parada, en la puerta del edificio, esperando, se sintió un poco mal consigo misma, creyendo que ya estaba empezando a desconfiar. La desconfianza, gran causa del fracaso de las relaciones. Trató de no pensar más en eso.

Sus dos amigas habían ido a comer a casa, por lo que ella estaba sola, y cada vez más sola, pues ya casi se había ido todo el mundo. No veía a Kaoru por ninguna parte, estaba tardando demasiado en aparecer y no respondía a los mensajes. Decidió, viendo que era la única alma en la zona, ir a buscarlo por las zonas donde solían encontrarse en sus citas. Tal vez se le había olvidado, pensó, o bien había tenido algún inconveniente.

Mientras caminaba por las calles, fue a llamarlo directamente al móvil. Sin embargo, por alguna extraña razón, su cabeza le aconsejaba que no lo llamase todavía. Pura intuición femenina. ¿Por qué? Ciertamente, Cleven, a pesar de haberse sentido segura y cómoda con su relación con Kaoru, no había oído hablar muy bien de él en el instituto desde que empezó a salir con él. Los rumores habían salido de la boca de los amigos y amigas más cercanos a Cleven, nada más, porque tal vez sólo fueran ellos los que se daban cuenta de las cosas que hacía Kaoru y nos les parecía bien. Rumores muy vagos, incoherentes.

Algunos amigos de Cleven, o más bien simples compañeros de clase que le tenían cierto cariño, le habían mandado indirectas, demostrando la desconfianza que Kaoru les infundía desde que se dio a conocer la noticia de su relación con Cleven.

—Vernoux, no sé qué haces con ese —le dijo un chico de su clase, riendo, en uno de los cambios de clase de la semana pasada—. No es de tu tipo, y mira que te conozco poco.

—Es verdad —afirmó otra chica, sentada sobre el pupitre del otro—. Ese chico no es más que un mujeriego. No digo que se dedique a engañar a todas, es más, no lo sé. Pero de verdad, yo de ese no me fío.

—Pero si ahora estamos estupendamente —hubo replicado Cleven, sin comprender.

—Nunca afirmes algo así, Vernoux, hasta que conozcas por completo a ese al que ya llamas novio, apenas lleváis tiempo juntos —le sonrió el chico—. No puedes tener ni la más remota idea de cómo va tu relación si apenas habéis empezado, todavía quedan cosas por descubrir de esa persona con la que sales.

—Vaya, ahí te he visto filosófico, tío —le rio la otra chica, dándole palmaditas en el hombro.

—Sí yo sé mucho de esto —presumió.

—Sí, claro...

Y Cleven se alejó de ellos cuando el profesor que les tocaba entró por la puerta, quedándose toda esa hora pensando.

Era cierto, se decía mientras seguía caminando por las calles en dirección al centro Shibuya, que desde que salía con Kaoru había visto cómo las demás chicas la miraban mal y se acercaban con descaro a su chico delante de sus narices a tirarle los tejos, con un disimulo pésimo. Y él les seguía la corriente de buena manera. Cleven se sentía mal al presenciar esos momentos, y Kaoru, dándose cuenta, le aseguraba que ella era única para él, que no tenía por qué sentirse celosa.

¿Celos? Se preguntó Cleven entonces. «¿Estoy molesta por los celos, o más bien por la poca consideración que muestra Kaoru delante de mí?» se preguntó. Sí, ella estaba segura de que no era por celos, sino más bien por la actitud de Kaoru. Tenía una forma de comportarse que a veces Cleven no sabía si le gustaba o no esa faceta. Era muy presumido, por ser muy popular en el instituto, por cuidar con esmero su aspecto, dándole quizás demasiada importancia, incluso porque él sabía que todo el mundo conocía su fama entre las chicas y no se cortaba un pelo en alardear de sus éxitos delante de Cleven.

Para ella, todo aquello no lo consideraba una verdadera muestra de confianza y amor. Kaoru le había dicho que ella era lo que más quería, que era suya, la mejor, irremplazable. Sin embargo, sus palabras no coincidían con sus actos. No, para nada. Y Cleven empezó a reflexionar, mientras entraba ya en el centro de Shibuya, que era verdad que se veía menos con él, que apenas sabía qué hacía cuando no estaba con ella, que de repente desaparecía y luego venía con alguna burda excusa. «Él me ha dicho que me quiere, que soy especial para él» se dijo, intentando convencerse a sí misma.

Cleven siempre había sido esa clase de persona que creía en las palabras de los demás, siempre pensaba que no puede existir nadie tan vil como para mentir en algo así, por lo que siguió adelante, segura, esperando encontrarse con Kaoru por allí tarde o temprano, esperándola con una sonrisa.


* * * *


Tarareando, la anciana Agatha aceleró un poco el paso, consciente de que se había retrasado. La gente que pasaba por su lado volvía la cabeza hacia ella con sorpresa al percatarse de que la anciana iba con los ojos cerrados, y se paraban, estupefactos, para ver cómo esta se movía por las calles como si tal cosa, esquivando los obstáculos. No obstante, iba lenta, aunque recta, con el caminar propio de una dama inglesa, apoyándose en su bastón negro.

Si tuviera reloj, podría ver que aún tenía tiempo para que los dos niños que la esperaban en el colegio no la recibiesen con quejas por su tardanza. Pero ella no necesitaba reloj. De todas formas, no podía verlo. Cuando fue a cruzar por el paso de cebra, con el semáforo rojo para los peatones, llegó a sus oídos la conversación que estaba teniendo una señora por su teléfono móvil. Era una mujer vestida con elegante falda y chaqueta de trabajo, y llevaba en una mano un maletín moderno con cierre de seguridad.

—… no hace falta que retrase la reunión, estoy de camino… Es muy importante, sí… Es el nuevo itinerario de vigilancia e investigación callejera que ha establecido el propio Hatori Nonomiya, por lo que será impuesto para toda la policía de cada distrito… Sí, al parecer el jefe Nonomiya quiere intensificar la actividad policial con el objetivo de dar con más de lo que él califica como “criminales especiales”… Efectivamente, llevo una copia del nuevo itinerario en mi maletín, se me ha encargado presentarlo en la reunión…

Agatha puso una mueca pensativa y recelosa. Claramente, esa señora trabajaba en el Gobierno, probablemente con el ministerio que controlaba a la policía, y a la anciana no le gustó oír eso de ese “nuevo itinerario de vigilancia e investigación”. Sabía bien que Hatori Nonomiya, jefe de la Policía de Tokio, tenía por objetivo prioritario perseguir la actividad secreta de los iris y, con suerte, cazar alguno algún día. Precisamente, “criminales especiales” era la forma que Hatori tenía de referirse a los iris cuando tenía que ocultar la propia palabra iris delante de algunos miembros del Gobierno, pues no todos conocían la existencia de los iris y era algo que Hatori debía tratar con confidencialidad, por orden del ministro de Interior, Takeshi Nonomiya, responsable de todos los cuerpos de seguridad y militares del país, quien además era su padre.

Agatha pensó que sería realmente necesario hacerse con ese itinerario para así dárselo a conocer a los iris de Tokio y pudieran aumentar la precaución para no ser descubiertos por los agentes de Hatori cuando estuvieran haciendo alguna actividad iris. Aunque no podía ver, ella sabía de sobra que estas personas del Gobierno siempre utilizaban carteras o maletines con cierre de seguridad.

Así que, sin más dilación, la anciana chocó contra la señora lo más brusca que pudo. Esta se sobresaltó y estuvo a punto de caer al suelo, pero al final lo que se le cayó fueron el móvil y el maletín.

—¡Oh, cuánto lo siento! —exclamó Agatha, exageradamente avergonzada y apurada, llevándose unas manos temblorosas a la cara—. ¡Oh, Dios mío, perdóneme…!

La señora trajeada, todavía aturdida por el impacto, recuperó la compostura con mucho enfado al descubrir su teléfono y su maletín en el suelo. Al móvil no le había pasado nada, pero lo que le preocupaba era el maletín. A veces, a causa de un golpe fuerte, los cierres de seguridad podían quedarse atascados, y si ocurriera este caso, la señora tendría que irse de inmediato a una cerrajería a arreglarlo, porque no podía presentarse en la reunión con un maletín que contenía la información más importante y que no se podía abrir.

Justo cuando fue a gritarle furiosa a Agatha, la señora se dio cuenta de la discapacidad de la anciana y se quedó algo cohibida.

—Ah... No... No es culpa suya, no se preocupe.

—Sí es culpa mía, señora mía —volvió a excusarse Agatha, haciendo que le temblaba la voz e inclinándose ante ella varias veces como muestra de perdón—. Debo ir con más cuidado, no sé adónde iré a parar un día de estos. Perdone a esta pobre, ciega y miserable anciana, señora mía.

—Le digo que no pasa nada —replicó, empezando a impacientarse.

La mujer trajeada, entonces, se agachó para recuperar su móvil y, sobre todo, comprobar el estado del maletín. Para eso, tuvo que ver si podía abrirlo, justo como Agatha pretendía. Se puso a girar las tres pequeñas ruedas enumeradas para poner el código numérico correcto, y cuando la anciana oyó el sonido del cierre abriéndose, sonrió astuta… y chasqueó los dedos.

De pronto, todo se quedó quieto. Todo. Los coches parados en la carretera, toda la gente de las calles como estatuas, los pájaros estáticos en el aire, y hasta el propio aire. El silencio en todo el mundo fue absoluto, pero sólo iba a ser por unos segundos, segundos que Agatha aprovechó para agacharse junto al maletín abierto, palpar su contenido hasta dar con la única carpeta con hojas que había, sacar su teléfono móvil y fotografiar rápidamente todas esas hojas, intuyendo la posición y el enfoque.

Cuando terminó, lo dejó todo tal y como estaba y volvió a su sitio de antes, recuperando la postura corporal que tenía y la cara de pena y disgusto. Dio una palmada, y el tiempo congelado volvió a su movimiento normal.

La señora del traje, aliviada de ver que todo estaba bien con su maletín, volvió a cerrarlo con un suspiro impaciente y cruzó la carretera cuando el semáforo ya se puso en verde, sin mediar más palabra con la anciana, la cual volvió a sonreír con malicia, pensando en lo fácil que siempre era.

Siguió su camino. Antes de llegar a la puerta del colegio, tenía que pasar por la del instituto, que estaba al lado, y mientras se acercaba, oyó una voz familiar. Se detuvo a pocos metros de la puerta del instituto y se apoyó contra el tronco de uno de los árboles de la acera, serena, escuchando con atención.

—¿Qué tienes en contra mía? —decía una joven mujer con voz chillona, portando una carpeta entre los brazos, y a juzgar por cómo vestía debía de ser una profesora del instituto—. Te lo pongo todo en bandeja y no haces más que evitarme.

—No tengo nada en contra suya, señorita Nozawa —se excusaba el joven que tenía delante—. Es solo que no tengo tiempo pa...

—Sólo te pido que comamos juntos —interrumpió, como solía hacer—. ¿Es que no te gusto?

—No es eso.

—Es porque soy mayor que tú, ¿verdad?

—No, no —se apuró—. Eso no me importa, es que... De verdad, no estoy interesado.

—¡Ogh! —exclamó indignada—. Ya sabía yo que no debí haberme fijado en un crío de 26 años como tú, soy mucha mujer para ti.

El hombre se quedó con la palabra en la boca, medio sonriendo.

—¡Sí! —saltó—. Es eso, no tengo lo que hay que tener para salir contigo.

—Ya lo intuía. —Sacudió la melena castaña con elegancia—. Tú te lo pierdes. Adiós.

Y con un giro propio de una modelo en una pasarela, se fue calle arriba, con la cabeza bien alta y desprendiendo orgullo por todas partes.

El hombre joven la vio marcharse y por fin pudo relajarse, soltando un largo suspiro de alivio. A esa profesora, de Informática, la conocía desde que empezó a trabajar en el instituto, o sea, hace unas dos semanas. Y desde entonces no había podido quitársela de encima, pues cada dos por tres esta lo arrinconaba en los solitarios pasillos y se le insinuaba con indirectas muy directas, sin cortase un pelo en arrimarse a él y tocarle suavemente el torso, además de ponerle morritos. Y el pobre no era capaz de decirle que le dejara en paz, por lo que la mujer tuvo tiempo para hacerse ilusiones, con lo presumida y creída que era, y con el carácter que tenía... le daba hasta miedo.

—Vaya una pesada —murmuró el hombre, sintiéndose liberado.

¡Pom!

—¡Ah! —exclamó al notar un insoportable dolor en la cabeza y se volvió como el rayo, aturdido, y entonces vio ahí a la anciana Agatha, con su bastón en alto y desafiante—. ¡Pero...!

¡Pom! Otra vez, la anciana le dio con el bastón, y el joven se cubrió la cabeza, temeroso.

—¿Cómo se te ocurre romperle el corazón así a una mujer? —le reprochó la anciana—. Desgraciado, más que desgraciado, que no tienes corazón.

—¿Lo has espiado? —preguntó perplejo, sin atreverse a descubrirse la cabeza—. ¿¡Qué corazón ni qué bollocks!? Esa no tiene corazón, ¡sino lujuria!

¡Pom!

—No me repliques, niño.

—¡Vale, para, basta de golpearme, que me dejas sin neuronas! —exclamó, conteniendo las lágrimas por el dolor, dando un paso atrás.

—¡Neuronas es lo que te hace falta, Denzel! You, bloody fool! ¡Mira que desaprovechar esa oportunidad...! —le regañó la anciana—. ¿A cuántas mujeres más vas a rechazar? Estoy empezando a pensar que sigues llevando la alianza en tu dedo para espantarlas.

—Para espantarlas nada mejor que tú, maltrata-nietos —le espetó con rabia, asegurándose de que tenía bien sujetas sus extrañas gafas negras sobre la nariz—. ¿Acaso has venido para volver a meterte en mi vida privada?

¡Pom!

—Tú no tienes vida privada, niño, y es lo que deberías tener ya.

—Serás cruel… —gruñó, ahora más dolido por el comentario que por el golpe.

—Tú y yo estamos condenados a buscar la felicidad varias veces, zoquete, a ver si te enteras de una vez —insistió ella, señalándose con el bastón, amenazante—. Eres un taimu, te guste o no. Deja de vivir en el pasado, hazle caso por una vez en tu vida a tu pobre abuela.

Denzel se quedó mirándola, sin atreverse a replicar, pero no porque el bastón seguía en alto, sino porque no quería hablar del tema. Bajó la mirada, incómodo, y la anciana se dio cuenta. ¡Pom!

—¡Ah! ¿¡Y ahora por qué me das!? —dijo, apretando los dientes, harto.

—Porque no sé de ti desde hace un mes, Denzel, ¿dónde te has metido todo ese tiempo, eh?

—Eso no es asunto tuyo, Agatha —contestó molesto—. Ahora si no te importa tengo que irme...

—No me llames "Agatha", te he dicho que quiero que me llames “abuela”.

—¡Si ni siquiera eres mi abuela! —replicó Denzel—. ¡Eres mi tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatarabuela!

—Ya que no te he encontrado por ahí, estaba esperando localizarte para advertirte y recordarte que dentro de un mes es mi cumpleaños.

—Oh... —a Denzel se le quedó una cara de espanto—. Mierda...

—Sí —asintió Agatha—. Y ya sabes lo que eso significa. Durante tres semanas estaré alimentándome, así que solamente estarás tú disponible para cumplir los recados de Alvion.

—Mierda... —repitió Denzel.

—Sí. Así que no puedes escaquearte. Te lo volveré a recordar otro día, por si acaso —concluyó Agatha con firmeza.

Denzel suspiró con desasosiego, pasándose una mano por el pelo.

—¿Cuántos cumples ya?

—Creo que ya ando por los 765 años... No... —se corrigió—. Voy por 767. ¿Pero desde cuándo te importa?

—Bueno, ¿es que no puedo preguntar? —protestó Denzel—. Qué arisca te pones...

—Toma, anda —le interrumpió la anciana, y le tendió su teléfono móvil. Denzel lo cogió y miró a su abuela sin entender—. Hay 23 fotos recientes que le acabo de hacer a un informe muy importante de una empleada del Gobierno...

—¿Por eso se ha parado el tiempo hace un rato? —protestó de nuevo—. Podrías avisar. Estaba conversando con unos compañeros de trabajo y me he quedado como un idiota hablando delante de sus estatuas.

—Pásalas a tu teléfono, tú que puedes ver lo harás más rápido —le ignoró—. Encárgate tú de enviarles esta información a todos los Líderes de las RS, o a sus Guardianes.

—Ya, claro... —refunfuñó Denzel, enviándose las fotos del móvil de Agatha al suyo lo más rápido que pudo para quitárselo de encima cuanto antes—. Siete siglos y no te cansas de ser tan mandona...

—Y tú con casi cuatro siglos te cansas demasiado pronto de las cosas —replicó ella.

—Sólo de ti —replicó de vuelta—. Vete a martirizar a otro, que tengo prisa.

Dio media vuelta y se marchó calle abajo, frotándose la cabeza para intentar aliviar el dolor que aún sentía por los bastonazos. La anciana sonrió, negando con la cabeza. Sólo se sobresaltó un poco cuando notó un leve tirón en su larga trenza de su cabello blanco, y se volvió, aún con los ojos cerrados.

—Por tu culpa me muero de hambre, señora Agatha —le reprochó la voz de un niño rubio y con cara de malas pulgas—. Llegas tarde otra vez.

—Sí —afirmó la niña que había a su lado, cruzándose de brazos.

—Oh, Clover, Daisuke, perdonadme. He tenido unos contratiempos. Vamos. Para compensaros, os llevaré a comer al Happy Burger.

—¡Bien! —saltaron los dos con ojos brillantes.

—Pero a vuestro papá ni una palabra. Me matará si se entera de que he vuelto a llevaros a comer comida basura.


* * * *


Mientras tanto, en la ciudad de Yokohama, vecina de Tokio pero más al sur, un hombre de cabello anaranjado y entrecano salió de un bonito rascacielos, sobre cuya puerta principal rezaba con letras plateadas el nombre de Hoteitsuba, la empresa de Neuval. Era una de las muchas sucursales que tenía por el mundo.

El hombre, elegantemente trajeado bajo su gabardina gris, bien afeitado pero el pelo lleno de remolinos, revisaba en su tableta unos informes de programación funcional mientras salía a las calles de regreso a casa. Sin apenas mirar el camino, llegó al barrio donde tenía su piso y automáticamente sacó las llaves y abrió la verja que rodeaba la urbanización, sin siquiera levantar la vista de su tableta. Al llegar a la sombra de los soportales, decorados con bonitas plantas y columnas, detuvo el paso en seco. Alzó la vista, alerta, recorriendo sólo con sus pupilas su alrededor. Guardó su tableta en la cartera.

—¿Quién anda ahí?

Fue entonces cuando oyó un ruido a pocos metros de él y vio salir a alguien de detrás de una columna. Era un chico joven, y no tenía buen aspecto. Las ropas estaban algo desgarradas y su cara presentaba pequeños rasguños. Apoyándose contra la columna e intentando coger aliento, lo miró exasperado. El hombre pelirrojo se quedó observándolo con interés, apenas estaba sorprendido.

—Vaya, vaya. Pero si es Kyosuke Lao. El nieto de Kei Lian Lao —sonrió entonces.

—Xaviero Massimiliano, hace mucho tiempo —se esforzó por saludar el chico.

—Cómo has crecido. ¿Cómo me has encontrado?

—Ahora tengo acceso a ese tipo de información —contestó jadeante.

—Ya veo. Entonces es cierto, te has convertido en iris oficialmente.

El pelirrojo se acercó a él un par de pasos nada más y metió las manos en los bolsillos, esperando tranquilamente a escuchar el motivo de aquella visita. Ni siquiera pareció darle importancia al deplorable aspecto del muchacho, pues, a decir verdad, estaba acostumbrado a ver cosas así.

—Señor Massimiliano… Me preguntaba... si podría hacerme un pequeño favor y dejarme usar uno de sus… recursos especiales…

Tras decir eso, Kyo cerró los ojos y perdió el conocimiento, exento ya de energías. Fue a caer al suelo, pero Xaviero lo sujetó con un solo brazo, indiferente.

—Para eso estoy, muchacho —suspiró para sí.









4.
Contactos

Poco antes del mediodía, Hana se encontraba en su despacho de la empresa de Hoteitsuba, una estancia amplia y luminosa, decorada con muebles modernos y paredes blancas con llamativos carteles de publicidad artísticos o pinturas. Sentada frente a su ordenador, trabajaba en unos artículos publicitarios, al mismo tiempo frente al ventanal que ocupaba una pared entera con sus cristaleras, dejando ver los altos edificios de enfrente y el cielo, ya que a ella le gustaba trabajar de cara a ese paisaje. La estancia estaba completamente en silencio, sólo se oía el ruido de la gente de la empresa que pasaba por los pasillos realizando sus quehaceres.

Pese a estar tecleando sin parar, segura de sus palabras y con la mirada fija en la pantalla, usando sus gafas para ver de cerca, se sentía más distraída de lo normal. Había algo que rondaba por su cabeza y que la inquietaba.

Era una mujer de 30 años, no muy alta, pero atractiva, vivaz y con carácter, dueña de sí misma. Pero no siempre lo había sido. Hana había hecho un cambio radical en sí misma y en su vida desde que conoció a Neuval hace tres años. Antes de eso, su mayor deseo en la vida era conseguir el siguiente chute de heroína, o saltar a las vías del tren... hasta que alguien que la entendía perfectamente la atrapó a tiempo. Su pelo castaño estaba recogido en un elegante peinado moderno, y tenía los ojos del mismo color del café. No llevaba pendientes en las orejas, pero sí que tenía numerosos agujeros en ellas, de un tiempo pasado. Además, tenía una pequeña cicatriz en la frente, ya antigua y casi invisible, de una de las muchas peleas con navajas que tuvo de adolescente. Eso ya era agua pasada. Ahora, era mujer trabajadora, responsable y feliz.

Suspiró. Acababa de terminar un artículo, y ahora debía empezar otro. Sin más, sin tomarse descanso alguno, se movió a un lado con su silla hacia el extremo de la mesa, donde reposaban dos contundentes montones de informes que sus compañeros le había dejado ahí.

El primero contenía los informes que trataban de la producción de hace tiempo y de la que se seguía haciendo publicidad; los del segundo, trataban en su mayoría de prototipos sobre nuevos aparatos tecnológicos que iban a ponerse en venta en unos meses. Estos eran los que más supervisaba Neuval antes de ser entregados a Hana para sus artículos. Ella no comprendía muy bien por qué él tenía tanto afán en supervisar este tipo de informes, pero no era asunto suyo, por lo que fue a coger uno del primer montón para continuar.

Sin embargo, cuando fue a coger la carpeta que tenía a la vista, se fijó en algo que la dejó algo intrigada. Todas las capetas eran de color rojo, pero había una, en el segundo montón de los prototipos, negra. Nunca había visto una negra, así que la cogió para ver de qué se trataba, pensando que a lo mejor uno de sus compañeros se había confundido.

La abrió y, con cara de sorpresa, no vio el nombre del autor de aquel informe. Buscó entre las hojas, pero no estaba escrito por ninguna parte. Curiosa, echó un vistazo al tema. En cada hoja siempre había algún dibujo esquematizado o algún que otro croquis sobre lo que parecían ser diversos y pequeños aparatitos, realmente extraños. Era una especie de chip, pero no supo adivinar de qué, pues las explicaciones de los dibujos estaban escritas en kanji, solo que se leían de otra forma.

«Debe de estar escrito en chino, entonces» adivinó. Pensó que debía de haber algún error, aunque aquello le intrigaba considerablemente. Siguió ojeando, las descripciones de dichos chips o lo que fuese eran inmensas, por lo que decidió fijarse en los dibujos técnicos, frunciendo el ceño. «¿Sabrá Neuval algo acerca de esto? Tal vez debería ir a preguntarle».

Estaba tan sumergida en aquello que no se percató de que alguien había entrado por la puerta, de espaldas a ella, y se acercaba con sigilo como un felino procurando no ser oído.

—¡Hanaaa! —gritó una voz rugiente.

Cuando Hana se dio la vuelta y vio a ese viejo loco a cinco centímetros de su cara con pose de tigre, chilló de tal manera que retumbó el despacho, pegando tal brinco en la silla que la carpeta negra salió volando hasta caer en un rincón de la sala, y dándole a la mesa tal patada que el ordenador amenazó con volcarse.

Pálida, con una mano en el pecho y recuperando el aliento, le clavó una mirada asesina al viejo, el cual se había quedado petrificado del miedo ante semejante grito de ella.

—¡Serás idiota, infantil, cretino…! —estalló Hana con enfado, agitando los puños—. ¡Estás completamente loco, Kei Lian Lao! ¿¡Cómo se te ocurre asustarme de esa manera!? ¡Te he dicho mil veces que llames a la puerta! ¡Siempre me haces rabiar, para ya!

—Perdón... —murmuró el viejo Lao, agazapado en un rincón del despacho como un pobre perro callejero, mirando con profundo miedo a esa mujer.

—¿¡Qué haces!? ¡Levanta de ahí! ¡No te hagas la víctima ahora, casi me da un infarto! —decía mientras se giraba hacia su mesa para reordenar los papeles—. ¡Maldita sea, ya eres mayorcito, pareces un niño de ocho años! ¿¡Es que...!?

Se calló porque de repente el viejo Lao apareció justo a su lado, mirándola muy de cerca con esos ojos negros, sonriendo tranquilo.

—¿Un niño de ocho años? —repitió Lao—. Querida, ojalá hubiese nacido en el país de Nunca Jamás.

La mujer suspiró con cansancio, intentando calmarse, y volvió a recomponerse sobre su silla, pasando de él. Lao era así, imprevisible, extravagante, incomprensible e infantil. Al menos, delante de la gente de confianza y la familia, porque cuando estaba ante personajes importantes de trabajo, se transformaba en un hombre muy serio y sofisticado. Hana pensaba que Lao se había escapado de alguna casa de locos. Aunque lo intentó varias veces, no conseguía entender la forma de ser de aquel viejo. Ya bien mostraba una seriedad temible, ya bien estaba dando saltos de alegría.

Tampoco entendía cómo alguien de su edad podía tener tanta energía. Él tenía 67 años y a Hana le parecía que tenía muchos menos, tanto por su aspecto como por su actitud. Lao era demasiado extraño para ella, por lo que se limitaba a tener paciencia con él como vía de escape. Siempre se había preguntado cómo Neuval podía soportarlo, pero es que Lao sólo era así de pueril con ella, le gustaba chinchar a sus nueras.

Vio que Lao dejaba un par de carpetas rojas, una en cada tipo de montón, a su lado, en la mesa.

—Estos pueden esperar, déjalos para el mes que viene —le sonrió Lao simpáticamente—. Son del Departamento de Cooperación Industrial.

—Vale, ahora déjame trabajar —replicó, aún molesta por el susto.

—Que tengas un buen díaaa... —le dijo Lao con voz cantarina, y desapareció del despacho tras cerrar la puerta.

Hana volvió a suspirar, y se recostó sobre el respaldo de la silla, haciendo una pausa para recuperar la armonía. Se quedó pensando, por alguna razón, en el comentario de Lao sobre el país de Nunca Jamás. Siempre decía cosas por el estilo cuando le mencionaba lo de que era un crío o que ya tenía edad para comportarse. Nunca le había preguntado, pero había intuido que Lao le tenía fobia a la idea de envejecer, y pensó entonces que por eso se comportaba de esa manera. Todo el mundo envejece, es lo más normal del mundo, pensaba Hana, concluyendo que jamás comprendería a aquel viejo.

De pronto se acordó de la carpeta negra. Es verdad, la estaba investigando. Cayó entonces en la cuenta. «Vaya, debería haber aprovechado para preguntarle a Lao qué era eso» pensó. Lao era chino, pese a haber vivido en Tokio gran parte de su vida. Había nacido y se había criado en Hong Kong, y sabía hablar muchos idiomas. Por eso debería haberle preguntado sobre aquel informe. También podría preguntarle a Neuval, pues él también hablaba muchos idiomas. Para ser exactos, Neuval hablaba unos 18 idiomas. Pero se podría decir que el francés y el chino eran sus lenguas maternas.

Hana se levantó de la silla de un salto y recorrió con la mirada todo el despacho, buscando la carpeta, sin recordar a dónde había ido a parar cuando salió volando de sus manos en el momento del susto. Buscó y rebuscó, pero no estaba en ninguna parte.

Se quedó quieta un momento.

—Lao... —murmuró, entornando los ojos con gran escama—. ¡La ha cogido él!


* * * *


—¿Cómo habrás ido a parar al despacho de Hana? —se preguntó Lao, caminando por los pasillos de la planta general, cruzándose de vez en cuando con algún compañero, pero su atención estaba centrada en la carpeta.

Mientras andaba, la abrió para revisar su interior y se sintió aliviado de comprobar que no faltaba nada.

—Anda, te estaba buscando.

Lao reprimió un grito de sorpresa, parándose de golpe. Neuval estaba justo delante de él, con su aire sereno de siempre. Casi automáticamente, Lao escondió la carpeta negra a sus espaldas en un segundo, sonriéndole a su jefe como si fuera el ser más inocente del mundo.

—Me halaga saber que alguien reclama mi grata persona —dijo, pretendiendo no parecer nervioso.

—¿Qué me estás escondiendo ahí? —preguntó Neuval, inclinándose un poco e intentando ver tras su espalda, pero Lao se giró para evitarlo.

—Vale, me has pillado —resopló con cara de culpabilidad—. Es el Playboy. Por favor, no me hagas enseñártelo.

Neuval se lo quedó mirando con una mueca desencajada por un momento, estupefacto por la respuesta y extrañado por la actitud evasiva del viejo. Sabía de sobra que era una mentira como una casa, ya conocía a Lao, por lo que sacudió la cabeza para volver a la realidad y lo miró con detenimiento.

—En serio, Lao, ¿qué tienes ahí? —volvió a preguntar—. Sabes que a mí no puedes ocultarme nada, y si es algo ilegal, debería saberlo antes de volver a tener aquí a la maldita policía husmeando en mis laboratorios porque vas perdiendo por ahí cosas que no deberían ver.

—Oh, por favor, jefe —rio, negando con la cabeza, mientras intentaba huir por el pasillo con cuidado de que su espalda no estuviese al alcance de los ojos de Neuval, disimulando descaradamente—. Oh, cómo me ofende esta desconfianza…

Neuval no despegaba de él una mirada suspicaz y a la vez aburrida de semejante mal disimulo.

—¿Pero cómo puedes desconfiar de mí? —seguía lamentando el viejo—. Soy el hombre que te crio cuando no eras más que un niño de 10 años. Oh, ¡qué desilusión! Mi propio hijo cuestionando mi honor... ¿En qué habré fallado? Me conoces muy bien.

—Sí, y por eso desconfío y te pregunto qué me escondes —replicó Neuval, cruzándose de brazos, sin inmutarse de que Lao se estaba escapando poco a poco—. Y por favor, baja la voz, no quiero que la gente se entere de que fui criado por ti. Arruinaría mi imagen.

—¡Eh, qué cruel eres! —exclamó Lao completamente ofendido, sin darse cuenta de que había sacado las manos de detrás de la espalda.

—¡Ajá! —saltó Neuval, señalando lo que sostenía en una de ellas.

Lao giró la cabeza de manera que casi se parte el cuello y descubrió que sin querer había sacado a la luz el pastel. Miró por un momento a Neuval, con un nudo en la garganta, y enseguida esbozó una gran sonrisa.

—Adiós. —El viejo echó a correr por el pasillo a toda pastilla.

—L... ¡Lao! —exclamó Neuval, contrariado, pero ya lo había perdido de vista.

Hizo ademán de ir tras él, pero alguien lo llamó por detrás. Era uno de sus empleados.

—Disculpe, señor Vernoux, pero la reunión con la empresa de Shanghái está a punto de empezar —le recordó; vio que su jefe seguía mirando a la lejanía, sin saber qué hacer—. ¿Señor?

Neuval suspiró con paciencia y se fue con el empleado hacia la sala donde se celebraba dicha reunión con pocas ganas.


* * * *


Lao entró en su despacho y cerró bien la puerta. Él también debía participar en aquella reunión, pero le importaba un comino. Siempre se escaqueaba. Se acercó a uno de los cuadros de la pared y lo apartó de ella como si de una portilla se tratara.

Tras el cuadro se ocultaba una caja fuerte no muy grande y, después de darle unos giros a la rueda y pulsar varios códigos de seguridad en el panel que había al lado, la abrió. Dentro no había gran cosa. Sólo algo de dinero, extraños objetos y dos espectaculares pistolas diseñadas y construidas por él mismo. Guardó la carpeta negra ahí dentro y volvió a cerrarlo todo. Enseguida se fue a sentar a su mesa.

Sobre ella, aparte de haber montones de papeles desordenados, informes por acabar, un ordenador de última tecnología y un par de tazas de chocolate vacías, había tres marcos de fotos. En una de las fotos había tres jóvenes, sus nietos: una chica mayor, de rasgos delicados y bellos abrazando a dos chicos más pequeños que ella, gemelos, solo que uno sonreía y el otro se mostraba serio.

En otra foto, sólo había una mujer china de mediana edad, su exmujer, que tenía el pelo cano y largo y rostro afable. Sin embargo, sonreía con tanta dulzura y tenía una mirada tan profunda que Lao, contemplándola en aquel momento, sintió una gran nostalgia. Pese a que la estaba viendo en la foto, sabía que esa mujer ahora se encontraba muy lejos de él, no físicamente, sino fuera de su alcance en todos los sentidos.

Finalmente se fijó en la tercera foto. En ella había un hombre joven, moreno, alto y fortachón como él, sentado sobre la barandilla del porche de una casa y mirando hacia otro lugar, con una expresión llena de paz, de felicidad... Al viejo Lao se le encogió el corazón al ver a ese hombre joven en ese estado feliz. Era su hijo biológico, el cual murió hace diez años.

Decidió dejar de mirar a esas personas a las que tanto quería para hacer lo que en verdad había venido a hacer en su despacho, encerrado y solo. Fue a coger el teléfono, pero no el que tenía en la mesa, sino que sacó un móvil de la cajonera, bajo la mesa, y marcó un número por quinta vez desde que quedó anoche con Neuval en el Yoho Pub.

Se había pasado casi toda la noche y gran parte de la mañana intentando localizarlo, pero no contestaba nadie. Por lo que, esta vez, decidió llamar a la casa de esa persona, no con muchas esperanzas, pues pensaba que a esas horas esa persona seguiría en la universidad.

Tras unos eternos pitidos, por fin oyó una voz al otro lado.

—“¿Mmgh...?”

Lao frunció el ceño y se quedó en silencio unos momentos, algo sorprendido.

—Hola, Guardián, deberías estar en la universidad —dijo con tono de reproche—. Y a juzgar por ese “mmgh” adivino que has estado toda la mañana pegado a las sábanas.

—“¿Lao?” —preguntó con somnolencia—. “Joder. ¿Qué pasa?”

—Me decepciona oírte tan tranquilo —dijo seriamente—. ¿Tienes a todos nuestros compañeros bajo vigilancia? Porque creo que se te ha escapado uno.

El chico se incorporó un poco sobre la cama y trató de despejarse para poder prestar atención.

—“¿Quién?”

—Mi nieto está desaparecido, esperaba que tú supieras más detalles.

—“¿Qué?” —se sorprendió.

—Como no te veo muy en la onda te contaré lo que sé —le dijo con enfado, pues no le había agradado nada el descuido del chico, y le contó toda la conversación que había tenido con Neuval la noche anterior, sacando todo tipo de conclusiones.

Hubo un largo silencio cuando acabó de hablar, y supo que el chico estaba cavilando.

—“La MRS” —comentó de repente.

—¿Cómo dices? —saltó Lao.

—“Kyo me comentó hace unos días que había visto a algunos miembros de la MRS por la zona de su instituto, varias veces, y que le daba la sensación de que lo vigilaban a él desde la lejanía. Me dijo que no estaba totalmente seguro y que no le diera importancia, que ya se encargaría él, pero...”

—Estupendo, así que esa panda de idiotas ha vuelto a la carga —masculló—. ¿Qué buscan? ¿Qué quieren robarnos?

—“Bueno, he estado oyendo rumores de otras RS… Dicen que la MRS andaba últimamente espiando mucho. La Líder de la CRS le comentó hace poco a su Guardián y su Guardián me comentó a mí que parecían estar intentando averiguar dónde tienen su pergamino. Pero al parecer perdieron interés un tiempo. Y ahora…”

—Y ahora tienen interés en el nuestro —comprendió Lao al fin, y se frotó los ojos con cansancio y fastidio—. Estupendo. Por eso van detrás de Kyo.

—“Es la razón más probable por ahora. Lo que no me explico es cómo han averiguado que nuestro pergamino ya estaba en manos de nuestro novato. Lo pusimos a cargo de Kyo como su primera tarea de responsabilidad, como hemos hecho todos en nuestro primer mes de servicio, y se supone que sólo consiste en salvaguardarlo…”

—Y en apenas sus primeros días Kyo de repente se ve obligado a proteger el pergamino de toda una RS enemiga —suspiró Lao.

—“Él lo escondía en su casa, si no ha dado señales de vida por ahí quiere decir que lo ha cogido y se ha largado con él para no poner en peligro a nadie.”

—Maldita sea... —masculló, apoyando la cabeza en una mano, abatido—. Ahora lo que hay que saber es dónde está Kyo y el dichoso pergamino. Y si la MRS sigue en su busca o ya lo han atrapado. Los miembros de la MRS son tan idiotas que no han pensado siquiera que tarde o temprano nos enteraríamos de la situación.

—“No los subestimes tan rápido. De algún modo han descubierto quién de nosotros lo tenía apenas una semana después de hacer la rotación. Y teniendo en cuenta que la MRS no vive en Tokio, sino en Yokohama.”

—¿Un espía? —preguntó Lao, alzando la mirada.

—“Puede” —afirmó el rubio—. “Déjalo en mis manos y en las de los demás.”

—Bien.

—“Oye, Lao...” —dijo el rubio antes de que colgara—. “Lo siento. He estado tan liado con...”

—No te preocupes, lo entiendo perfectamente —dijo con media sonrisa—. Sé que tienes una vida muy ajetreada ahora. Lo único que me importa es no tener que enterarme de que han hecho sufrir a otro miembro de mi propia familia, así que mientras Kyo permanezca con vida y salga inmune, nada de lo que haya pasado o vaya a pasar me importará lo más mínimo. Menos mal que las RS tienen prohibido matarse. Mantenme informando.

—“Bien” —asintió, y seguidamente colgó.

Lao depositó el móvil lentamente sobre la mesa. Ahora lo único que tenía que hacer era esperar nuevas noticias, nada más. Él no tenía tanta libertad como para ocuparse del caso, su profesión requería tanta responsabilidad que apenas tenía tiempo para él mismo. Y tampoco podía arriesgarse, pues el Gobierno lo tenía desde hace años en una lista de sospechosos, y si participaba en el caso de su nieto, podía llamar la atención del actual jefe de policía, quien no tenía ni un solo pelo de tonto.

Sólo rezó por que todo saliera bien, y agradeció que fuera la MRS y no otra la que estuviese detrás de todo esto, pues la consideraba un peligro de poca monta.


* * * *


Llegó el mediodía y en el instituto ya habían acabado las clases de la mañana. El edificio fue vaciándose, los alumnos se iban a sus casas a comer, o bien, a causa de vivir lejos, se iban a algún otro sitio, como Cleven. Normalmente se iba a la misma cafetería del instituto, pero aquella vez había quedado con Kaoru para comer por la calle, según habían acordado en uno de los cambios de clase. Generalmente acordaban sus citas durante el recreo, pero al parecer Kaoru tuvo otra de sus reuniones con el equipo de fútbol en aquel momento.

Cleven pensó que su novio tenía últimamente más reuniones de esas de lo normal. La verdad es que le extrañaba mucho, y durante las clases que quedaban después del recreo estuvo dándole vueltas.

Ahí parada, en la puerta del edificio, esperando, se sintió un poco mal consigo misma, creyendo que ya estaba empezando a desconfiar. La desconfianza, gran causa del fracaso de las relaciones. Trató de no pensar más en eso.

Sus dos amigas habían ido a comer a casa, por lo que ella estaba sola, y cada vez más sola, pues ya casi se había ido todo el mundo. No veía a Kaoru por ninguna parte, estaba tardando demasiado en aparecer y no respondía a los mensajes. Decidió, viendo que era la única alma en la zona, ir a buscarlo por las zonas donde solían encontrarse en sus citas. Tal vez se le había olvidado, pensó, o bien había tenido algún inconveniente.

Mientras caminaba por las calles, fue a llamarlo directamente al móvil. Sin embargo, por alguna extraña razón, su cabeza le aconsejaba que no lo llamase todavía. Pura intuición femenina. ¿Por qué? Ciertamente, Cleven, a pesar de haberse sentido segura y cómoda con su relación con Kaoru, no había oído hablar muy bien de él en el instituto desde que empezó a salir con él. Los rumores habían salido de la boca de los amigos y amigas más cercanos a Cleven, nada más, porque tal vez sólo fueran ellos los que se daban cuenta de las cosas que hacía Kaoru y nos les parecía bien. Rumores muy vagos, incoherentes.

Algunos amigos de Cleven, o más bien simples compañeros de clase que le tenían cierto cariño, le habían mandado indirectas, demostrando la desconfianza que Kaoru les infundía desde que se dio a conocer la noticia de su relación con Cleven.

—Vernoux, no sé qué haces con ese —le dijo un chico de su clase, riendo, en uno de los cambios de clase de la semana pasada—. No es de tu tipo, y mira que te conozco poco.

—Es verdad —afirmó otra chica, sentada sobre el pupitre del otro—. Ese chico no es más que un mujeriego. No digo que se dedique a engañar a todas, es más, no lo sé. Pero de verdad, yo de ese no me fío.

—Pero si ahora estamos estupendamente —hubo replicado Cleven, sin comprender.

—Nunca afirmes algo así, Vernoux, hasta que conozcas por completo a ese al que ya llamas novio, apenas lleváis tiempo juntos —le sonrió el chico—. No puedes tener ni la más remota idea de cómo va tu relación si apenas habéis empezado, todavía quedan cosas por descubrir de esa persona con la que sales.

—Vaya, ahí te he visto filosófico, tío —le rio la otra chica, dándole palmaditas en el hombro.

—Sí yo sé mucho de esto —presumió.

—Sí, claro...

Y Cleven se alejó de ellos cuando el profesor que les tocaba entró por la puerta, quedándose toda esa hora pensando.

Era cierto, se decía mientras seguía caminando por las calles en dirección al centro Shibuya, que desde que salía con Kaoru había visto cómo las demás chicas la miraban mal y se acercaban con descaro a su chico delante de sus narices a tirarle los tejos, con un disimulo pésimo. Y él les seguía la corriente de buena manera. Cleven se sentía mal al presenciar esos momentos, y Kaoru, dándose cuenta, le aseguraba que ella era única para él, que no tenía por qué sentirse celosa.

¿Celos? Se preguntó Cleven entonces. «¿Estoy molesta por los celos, o más bien por la poca consideración que muestra Kaoru delante de mí?» se preguntó. Sí, ella estaba segura de que no era por celos, sino más bien por la actitud de Kaoru. Tenía una forma de comportarse que a veces Cleven no sabía si le gustaba o no esa faceta. Era muy presumido, por ser muy popular en el instituto, por cuidar con esmero su aspecto, dándole quizás demasiada importancia, incluso porque él sabía que todo el mundo conocía su fama entre las chicas y no se cortaba un pelo en alardear de sus éxitos delante de Cleven.

Para ella, todo aquello no lo consideraba una verdadera muestra de confianza y amor. Kaoru le había dicho que ella era lo que más quería, que era suya, la mejor, irremplazable. Sin embargo, sus palabras no coincidían con sus actos. No, para nada. Y Cleven empezó a reflexionar, mientras entraba ya en el centro de Shibuya, que era verdad que se veía menos con él, que apenas sabía qué hacía cuando no estaba con ella, que de repente desaparecía y luego venía con alguna burda excusa. «Él me ha dicho que me quiere, que soy especial para él» se dijo, intentando convencerse a sí misma.

Cleven siempre había sido esa clase de persona que creía en las palabras de los demás, siempre pensaba que no puede existir nadie tan vil como para mentir en algo así, por lo que siguió adelante, segura, esperando encontrarse con Kaoru por allí tarde o temprano, esperándola con una sonrisa.


* * * *


Tarareando, la anciana Agatha aceleró un poco el paso, consciente de que se había retrasado. La gente que pasaba por su lado volvía la cabeza hacia ella con sorpresa al percatarse de que la anciana iba con los ojos cerrados, y se paraban, estupefactos, para ver cómo esta se movía por las calles como si tal cosa, esquivando los obstáculos. No obstante, iba lenta, aunque recta, con el caminar propio de una dama inglesa, apoyándose en su bastón negro.

Si tuviera reloj, podría ver que aún tenía tiempo para que los dos niños que la esperaban en el colegio no la recibiesen con quejas por su tardanza. Pero ella no necesitaba reloj. De todas formas, no podía verlo. Cuando fue a cruzar por el paso de cebra, con el semáforo rojo para los peatones, llegó a sus oídos la conversación que estaba teniendo una señora por su teléfono móvil. Era una mujer vestida con elegante falda y chaqueta de trabajo, y llevaba en una mano un maletín moderno con cierre de seguridad.

—… no hace falta que retrase la reunión, estoy de camino… Es muy importante, sí… Es el nuevo itinerario de vigilancia e investigación callejera que ha establecido el propio Hatori Nonomiya, por lo que será impuesto para toda la policía de cada distrito… Sí, al parecer el jefe Nonomiya quiere intensificar la actividad policial con el objetivo de dar con más de lo que él califica como “criminales especiales”… Efectivamente, llevo una copia del nuevo itinerario en mi maletín, se me ha encargado presentarlo en la reunión…

Agatha puso una mueca pensativa y recelosa. Claramente, esa señora trabajaba en el Gobierno, probablemente con el ministerio que controlaba a la policía, y a la anciana no le gustó oír eso de ese “nuevo itinerario de vigilancia e investigación”. Sabía bien que Hatori Nonomiya, jefe de la Policía de Tokio, tenía por objetivo prioritario perseguir la actividad secreta de los iris y, con suerte, cazar alguno algún día. Precisamente, “criminales especiales” era la forma que Hatori tenía de referirse a los iris cuando tenía que ocultar la propia palabra iris delante de algunos miembros del Gobierno, pues no todos conocían la existencia de los iris y era algo que Hatori debía tratar con confidencialidad, por orden del ministro de Interior, Takeshi Nonomiya, responsable de todos los cuerpos de seguridad y militares del país, quien además era su padre.

Agatha pensó que sería realmente necesario hacerse con ese itinerario para así dárselo a conocer a los iris de Tokio y pudieran aumentar la precaución para no ser descubiertos por los agentes de Hatori cuando estuvieran haciendo alguna actividad iris. Aunque no podía ver, ella sabía de sobra que estas personas del Gobierno siempre utilizaban carteras o maletines con cierre de seguridad.

Así que, sin más dilación, la anciana chocó contra la señora lo más brusca que pudo. Esta se sobresaltó y estuvo a punto de caer al suelo, pero al final lo que se le cayó fueron el móvil y el maletín.

—¡Oh, cuánto lo siento! —exclamó Agatha, exageradamente avergonzada y apurada, llevándose unas manos temblorosas a la cara—. ¡Oh, Dios mío, perdóneme…!

La señora trajeada, todavía aturdida por el impacto, recuperó la compostura con mucho enfado al descubrir su teléfono y su maletín en el suelo. Al móvil no le había pasado nada, pero lo que le preocupaba era el maletín. A veces, a causa de un golpe fuerte, los cierres de seguridad podían quedarse atascados, y si ocurriera este caso, la señora tendría que irse de inmediato a una cerrajería a arreglarlo, porque no podía presentarse en la reunión con un maletín que contenía la información más importante y que no se podía abrir.

Justo cuando fue a gritarle furiosa a Agatha, la señora se dio cuenta de la discapacidad de la anciana y se quedó algo cohibida.

—Ah... No... No es culpa suya, no se preocupe.

—Sí es culpa mía, señora mía —volvió a excusarse Agatha, haciendo que le temblaba la voz e inclinándose ante ella varias veces como muestra de perdón—. Debo ir con más cuidado, no sé adónde iré a parar un día de estos. Perdone a esta pobre, ciega y miserable anciana, señora mía.

—Le digo que no pasa nada —replicó, empezando a impacientarse.

La mujer trajeada, entonces, se agachó para recuperar su móvil y, sobre todo, comprobar el estado del maletín. Para eso, tuvo que ver si podía abrirlo, justo como Agatha pretendía. Se puso a girar las tres pequeñas ruedas enumeradas para poner el código numérico correcto, y cuando la anciana oyó el sonido del cierre abriéndose, sonrió astuta… y chasqueó los dedos.

De pronto, todo se quedó quieto. Todo. Los coches parados en la carretera, toda la gente de las calles como estatuas, los pájaros estáticos en el aire, y hasta el propio aire. El silencio en todo el mundo fue absoluto, pero sólo iba a ser por unos segundos, segundos que Agatha aprovechó para agacharse junto al maletín abierto, palpar su contenido hasta dar con la única carpeta con hojas que había, sacar su teléfono móvil y fotografiar rápidamente todas esas hojas, intuyendo la posición y el enfoque.

Cuando terminó, lo dejó todo tal y como estaba y volvió a su sitio de antes, recuperando la postura corporal que tenía y la cara de pena y disgusto. Dio una palmada, y el tiempo congelado volvió a su movimiento normal.

La señora del traje, aliviada de ver que todo estaba bien con su maletín, volvió a cerrarlo con un suspiro impaciente y cruzó la carretera cuando el semáforo ya se puso en verde, sin mediar más palabra con la anciana, la cual volvió a sonreír con malicia, pensando en lo fácil que siempre era.

Siguió su camino. Antes de llegar a la puerta del colegio, tenía que pasar por la del instituto, que estaba al lado, y mientras se acercaba, oyó una voz familiar. Se detuvo a pocos metros de la puerta del instituto y se apoyó contra el tronco de uno de los árboles de la acera, serena, escuchando con atención.

—¿Qué tienes en contra mía? —decía una joven mujer con voz chillona, portando una carpeta entre los brazos, y a juzgar por cómo vestía debía de ser una profesora del instituto—. Te lo pongo todo en bandeja y no haces más que evitarme.

—No tengo nada en contra suya, señorita Nozawa —se excusaba el joven que tenía delante—. Es solo que no tengo tiempo pa...

—Sólo te pido que comamos juntos —interrumpió, como solía hacer—. ¿Es que no te gusto?

—No es eso.

—Es porque soy mayor que tú, ¿verdad?

—No, no —se apuró—. Eso no me importa, es que... De verdad, no estoy interesado.

—¡Ogh! —exclamó indignada—. Ya sabía yo que no debí haberme fijado en un crío de 26 años como tú, soy mucha mujer para ti.

El hombre se quedó con la palabra en la boca, medio sonriendo.

—¡Sí! —saltó—. Es eso, no tengo lo que hay que tener para salir contigo.

—Ya lo intuía. —Sacudió la melena castaña con elegancia—. Tú te lo pierdes. Adiós.

Y con un giro propio de una modelo en una pasarela, se fue calle arriba, con la cabeza bien alta y desprendiendo orgullo por todas partes.

El hombre joven la vio marcharse y por fin pudo relajarse, soltando un largo suspiro de alivio. A esa profesora, de Informática, la conocía desde que empezó a trabajar en el instituto, o sea, hace unas dos semanas. Y desde entonces no había podido quitársela de encima, pues cada dos por tres esta lo arrinconaba en los solitarios pasillos y se le insinuaba con indirectas muy directas, sin cortase un pelo en arrimarse a él y tocarle suavemente el torso, además de ponerle morritos. Y el pobre no era capaz de decirle que le dejara en paz, por lo que la mujer tuvo tiempo para hacerse ilusiones, con lo presumida y creída que era, y con el carácter que tenía... le daba hasta miedo.

—Vaya una pesada —murmuró el hombre, sintiéndose liberado.

¡Pom!

—¡Ah! —exclamó al notar un insoportable dolor en la cabeza y se volvió como el rayo, aturdido, y entonces vio ahí a la anciana Agatha, con su bastón en alto y desafiante—. ¡Pero...!

¡Pom! Otra vez, la anciana le dio con el bastón, y el joven se cubrió la cabeza, temeroso.

—¿Cómo se te ocurre romperle el corazón así a una mujer? —le reprochó la anciana—. Desgraciado, más que desgraciado, que no tienes corazón.

—¿Lo has espiado? —preguntó perplejo, sin atreverse a descubrirse la cabeza—. ¿¡Qué corazón ni qué bollocks!? Esa no tiene corazón, ¡sino lujuria!

¡Pom!

—No me repliques, niño.

—¡Vale, para, basta de golpearme, que me dejas sin neuronas! —exclamó, conteniendo las lágrimas por el dolor, dando un paso atrás.

—¡Neuronas es lo que te hace falta, Denzel! You, bloody fool! ¡Mira que desaprovechar esa oportunidad...! —le regañó la anciana—. ¿A cuántas mujeres más vas a rechazar? Estoy empezando a pensar que sigues llevando la alianza en tu dedo para espantarlas.

—Para espantarlas nada mejor que tú, maltrata-nietos —le espetó con rabia, asegurándose de que tenía bien sujetas sus extrañas gafas negras sobre la nariz—. ¿Acaso has venido para volver a meterte en mi vida privada?

¡Pom!

—Tú no tienes vida privada, niño, y es lo que deberías tener ya.

—Serás cruel… —gruñó, ahora más dolido por el comentario que por el golpe.

—Tú y yo estamos condenados a buscar la felicidad varias veces, zoquete, a ver si te enteras de una vez —insistió ella, señalándose con el bastón, amenazante—. Eres un taimu, te guste o no. Deja de vivir en el pasado, hazle caso por una vez en tu vida a tu pobre abuela.

Denzel se quedó mirándola, sin atreverse a replicar, pero no porque el bastón seguía en alto, sino porque no quería hablar del tema. Bajó la mirada, incómodo, y la anciana se dio cuenta. ¡Pom!

—¡Ah! ¿¡Y ahora por qué me das!? —dijo, apretando los dientes, harto.

—Porque no sé de ti desde hace un mes, Denzel, ¿dónde te has metido todo ese tiempo, eh?

—Eso no es asunto tuyo, Agatha —contestó molesto—. Ahora si no te importa tengo que irme...

—No me llames "Agatha", te he dicho que quiero que me llames “abuela”.

—¡Si ni siquiera eres mi abuela! —replicó Denzel—. ¡Eres mi tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatarabuela!

—Ya que no te he encontrado por ahí, estaba esperando localizarte para advertirte y recordarte que dentro de un mes es mi cumpleaños.

—Oh... —a Denzel se le quedó una cara de espanto—. Mierda...

—Sí —asintió Agatha—. Y ya sabes lo que eso significa. Durante tres semanas estaré alimentándome, así que solamente estarás tú disponible para cumplir los recados de Alvion.

—Mierda... —repitió Denzel.

—Sí. Así que no puedes escaquearte. Te lo volveré a recordar otro día, por si acaso —concluyó Agatha con firmeza.

Denzel suspiró con desasosiego, pasándose una mano por el pelo.

—¿Cuántos cumples ya?

—Creo que ya ando por los 765 años... No... —se corrigió—. Voy por 767. ¿Pero desde cuándo te importa?

—Bueno, ¿es que no puedo preguntar? —protestó Denzel—. Qué arisca te pones...

—Toma, anda —le interrumpió la anciana, y le tendió su teléfono móvil. Denzel lo cogió y miró a su abuela sin entender—. Hay 23 fotos recientes que le acabo de hacer a un informe muy importante de una empleada del Gobierno...

—¿Por eso se ha parado el tiempo hace un rato? —protestó de nuevo—. Podrías avisar. Estaba conversando con unos compañeros de trabajo y me he quedado como un idiota hablando delante de sus estatuas.

—Pásalas a tu teléfono, tú que puedes ver lo harás más rápido —le ignoró—. Encárgate tú de enviarles esta información a todos los Líderes de las RS, o a sus Guardianes.

—Ya, claro... —refunfuñó Denzel, enviándose las fotos del móvil de Agatha al suyo lo más rápido que pudo para quitárselo de encima cuanto antes—. Siete siglos y no te cansas de ser tan mandona...

—Y tú con casi cuatro siglos te cansas demasiado pronto de las cosas —replicó ella.

—Sólo de ti —replicó de vuelta—. Vete a martirizar a otro, que tengo prisa.

Dio media vuelta y se marchó calle abajo, frotándose la cabeza para intentar aliviar el dolor que aún sentía por los bastonazos. La anciana sonrió, negando con la cabeza. Sólo se sobresaltó un poco cuando notó un leve tirón en su larga trenza de su cabello blanco, y se volvió, aún con los ojos cerrados.

—Por tu culpa me muero de hambre, señora Agatha —le reprochó la voz de un niño rubio y con cara de malas pulgas—. Llegas tarde otra vez.

—Sí —afirmó la niña que había a su lado, cruzándose de brazos.

—Oh, Clover, Daisuke, perdonadme. He tenido unos contratiempos. Vamos. Para compensaros, os llevaré a comer al Happy Burger.

—¡Bien! —saltaron los dos con ojos brillantes.

—Pero a vuestro papá ni una palabra. Me matará si se entera de que he vuelto a llevaros a comer comida basura.


* * * *


Mientras tanto, en la ciudad de Yokohama, vecina de Tokio pero más al sur, un hombre de cabello anaranjado y entrecano salió de un bonito rascacielos, sobre cuya puerta principal rezaba con letras plateadas el nombre de Hoteitsuba, la empresa de Neuval. Era una de las muchas sucursales que tenía por el mundo.

El hombre, elegantemente trajeado bajo su gabardina gris, bien afeitado pero el pelo lleno de remolinos, revisaba en su tableta unos informes de programación funcional mientras salía a las calles de regreso a casa. Sin apenas mirar el camino, llegó al barrio donde tenía su piso y automáticamente sacó las llaves y abrió la verja que rodeaba la urbanización, sin siquiera levantar la vista de su tableta. Al llegar a la sombra de los soportales, decorados con bonitas plantas y columnas, detuvo el paso en seco. Alzó la vista, alerta, recorriendo sólo con sus pupilas su alrededor. Guardó su tableta en la cartera.

—¿Quién anda ahí?

Fue entonces cuando oyó un ruido a pocos metros de él y vio salir a alguien de detrás de una columna. Era un chico joven, y no tenía buen aspecto. Las ropas estaban algo desgarradas y su cara presentaba pequeños rasguños. Apoyándose contra la columna e intentando coger aliento, lo miró exasperado. El hombre pelirrojo se quedó observándolo con interés, apenas estaba sorprendido.

—Vaya, vaya. Pero si es Kyosuke Lao. El nieto de Kei Lian Lao —sonrió entonces.

—Xaviero Massimiliano, hace mucho tiempo —se esforzó por saludar el chico.

—Cómo has crecido. ¿Cómo me has encontrado?

—Ahora tengo acceso a ese tipo de información —contestó jadeante.

—Ya veo. Entonces es cierto, te has convertido en iris oficialmente.

El pelirrojo se acercó a él un par de pasos nada más y metió las manos en los bolsillos, esperando tranquilamente a escuchar el motivo de aquella visita. Ni siquiera pareció darle importancia al deplorable aspecto del muchacho, pues, a decir verdad, estaba acostumbrado a ver cosas así.

—Señor Massimiliano… Me preguntaba... si podría hacerme un pequeño favor y dejarme usar uno de sus… recursos especiales…

Tras decir eso, Kyo cerró los ojos y perdió el conocimiento, exento ya de energías. Fue a caer al suelo, pero Xaviero lo sujetó con un solo brazo, indiferente.

—Para eso estoy, muchacho —suspiró para sí.





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