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1º LIBRO - Realidad y Ficción





7.
El rubio solitario

«—¡Hola, cariño, ya estoy en casa! —exclamó felizmente, quitándose los zapatos en la entrada y aflojándose la corbata.

—¡Hola, amor mío! ¿¡Qué tal hoy en el trabajo que tanto te gusta hacer!? —preguntó ella acercándose a él desde la cocina, danzando, y abrazándole por el cuello lo besó en los labios, levantando levemente un pie del suelo.

—¡Me han ascendido otra vez, Cleven! ¡Soy el mejor médico de Tokio, incluso más que tu hermano! —dijo él, mientras flores, mariposas, arcoíris y plastilina los envolvían por todas partes—. ¡Vamos a ser más ricos, y así tú podrás seguir viviendo a cuerpo de reina sin estudiar ni trabajar! —añadió, dejando su maletín de 600 mil yenes sobre la mesita del vestíbulo.

—¡Estupendo, amor de mi corazón! ¡Enhorabuena, Raijin! —celebró, sonrojándose como una colegiala.

—¡Eso sí, estoy muerto de hambre! —declaró él, llevándose una mano a la frente y poniendo una postura de estar a punto de desmayarse—. ¿Está la cena preparada, mi capullito?

—¡Claro que sí, mi repomponchín! ¡He hecho tu plato favorito porque tengo mucho tiempo libre haciendo lo que me viene en gana! ¡Vamos, luego te daré un masajito en la espalda mientras te tomas tu cervecita y ves el partidito de béisbol! ¡Tenerte contento es la única responsabilidad que quiero tener, ya que carezco de ilusión por todo lo demás en esta vida, algo que sin duda mi padre me ha contagiado!

—¡Gracias, cariño! ¡Qué bien que nos hayamos casado! ¿¡Qué haría yo sin...!?»


—Acelera el paso, pelmaza —dijo aquella áspera, fría y profunda voz que apartó a Cleven de una patada de sus imaginaciones.

Vaya, con lo bien que iban las cosas en sus fantasías, ¡qué felices y absurdas iban las cosas!, planeando su futuro con él de antemano, hasta que el verdadero Raijin tuvo que hablar con ese desprecio e indiferencia.

—Ah, perdona —sonrió ella, arrimándose a él con las mejillas coloradas—. ¿A dónde vamos?

Él no contestó, para variar, y Cleven frunció los labios, molesta. Era tan seco... Se limitó a seguirlo en silencio. Iban recorriendo una larga avenida paralela al Parque Yoyogi. Cleven pensó que Raijin tenía en mente enseñarle los alrededores del hotel donde iba a instalarse, y cayó en la cuenta de que apenas conocía esa zona, por lo que en el fondo resultaba buena idea que alguien le mostrase ese lugar para situarse. Había tenido mucha suerte, después de todo, de que alguien hubiese cedido a guiarla por las calles, porque se vio desorientada. Sus intenciones tenían doble sentido.

Ella ya tenía asumido que iba con ese chico sólo para estar con él, y no para aprenderse las calles, pero al final resultó necesario cumplir con su falso papel de chica nueva y perdida, porque, realmente, de Shibuya solamente conocía la zona del instituto, del centro comercial y el cruce principal junto a la estación, porque eran las zonas más habituales donde los jóvenes hacían sus planes de ocio. Y se acababa de dar cuenta de que Shibuya tenía mucho más que eso. La ciudad entera tenía mucho más que las zonas populares.

Cleven se dio cuenta de esto cuando Raijin la llevó por unas calles más pequeñas, humildes, por las que ella nunca había ido, y mostraban una nueva cara de Tokio que ella desconocía. Gente más normal, que no vestía tan elegante, trajeada o con estilos propios de tribus urbanas; locales, tiendas y restaurantes más modestos, donde el trato del vendedor con el cliente se percibía más cercano, vecinos conversando junto a las puertas de sus viviendas, o en los bancos de pequeños jardines escondidos…

Sintió una calidez repentina. Nunca antes, al menos no en los últimos años, había apreciado tanto estos pequeños detalles de la ciudad y de la gente. Cuando quedaba con Nakuru y con Raven, sólo tenía atención para ellas o para las tiendas a las que iban a comprar o para la rica comida basura que tomaban por ahí. Cuando estaba sola, solía andar mirando al suelo, o al frente, pero sin fijarse en nada en particular, sin prestar atención a la vida que la rodeaba, sin interés por nada…

No supo por qué, esto le provocó una sensación incómoda, en su interior, consigo misma. Se hizo una pregunta por primera vez, a estas alturas de su vida: ¿Qué tipo de persona soy? ¿De verdad me he convertido en alguien tan indiferente con tantas cosas?

¿Qué había cambiado ahora para hacerse este tipo de preguntas, y para tener estas sensaciones nuevas? ¿Haberse ido de casa? Desde luego, eso había roto un trozo muy grande de lo que llevaban siendo siete años de rutina, luto y falta de ilusión u objetivos. Estar ahora ahí, siguiendo a un todavía desconocido que, por muy guapo que fuera, tenía una forma de ser muy extraña que por alguna razón la atraía tanto, cuando lo normal sería que una actitud así espantaría a cualquiera…

Cleven frunció el ceño. Una parte muy profunda de ella, casi imperceptible, sintió que este día había hecho algo mucho más importante que fugarse de casa, conocer a un amable camarero de ojos dorados y engañar a un rubio arisco y callado para tener una especie de cita con él.

—¿No puedes correr un poco, señorita “no-sé-leer-un-simple-mapa-callejero”? —volvió a llamarle la atención Raijin, mientras se llevaba un cigarrillo a los labios y se lo encendía.

Cleven reaccionó, apurada, y se pegó a sus talones. Estaba todo el rato quedándose atrás. Alzó la vista para mirarlo, pero estaba a sus espaldas y no podía verle la cara.

—Oye, ¿por qué tanta prisa? —le preguntó, empezando a cansarse, y lamentó que no estuviese Yako ahí para llevarle amablemente la mochila, que pesaba ya insoportablemente.

—Cuanto antes acabemos, antes podré irme a casa —contestó sin tapujos.

Pero ella no se ofendió. En otras circunstancias, ese comentario le habría sentado mal. Pero es que ahora pesaba en ella una curiosidad tan grande por él, por su actitud, por las cosas que callaba, por sus posibles secretos, por qué tipo de vida tendría… o por qué demonios una persona así podía haber sido el mejor amigo de Yako desde que eran bebés. Todo un misterio. Y Cleven estaba aquí por ese misterio.

—Dime, a esas otras chicas casualmente jóvenes y casualmente nuevas por aquí, ¿también les has hecho este favor? —le preguntó, acelerando el paso hasta ponerse a su lado y mirarle la cara.

—Antes de que pudiese contestarles, ya me habían metido el número de teléfono en el bolsillo de los pantalones —masculló, con la vista fija al frente, dándole una calada a su cigarrillo. Frío...

«Ahí va» pensó Cleven, desviando la mirada, medio sonriendo. «Así que él se ofende con ese tipo de estrategia descarada… Los chicos de mi clase se volverían locos de alegría si una chica les hiciera eso. Vale, Raijin es cuatro años mayor, supongo que será más maduro que los chicos de mi edad, claro. ¿Será que ese tipo de comportamiento de las mujeres lo siente como una falta de respeto? Me ha parecido así, por cómo lo ha dicho. Guau… ¡es tan maduro…!» le brillaron los ojos con más admiración por él, prendada.

«Debo tener cuidado, entonces. Porque eso significa que a sus ojos puedo parecer muy inmadura con facilidad. O muy buscona. ¡O una loca! Será mejor que empiece a tener respeto por sus límites. Parece ser que él valora la distancia física, no le gusta ni ser pulpo ni que sean pulpos con él. Nada de disimuladas caricias en el brazo sin permiso, nada de acercamientos demasiado descarados, amagos de tocarle un hombro o posar una mano en su espalda… al menos por ahora. Nada de quedarme mirándolo fijamente durante dos minutos enteros como una completa chiflada como estoy haciendo ahora mismo, ¡lo voy a espantar! Dile otra cosa, coméntale algo que sea normal y no incómodo».

—Eh… mmm… ¿Te tiñes el pelo?

De repente Cleven se quedó con una mueca torcida. «¿Qué coño le acabo de preguntar? ¿Le acabo de hacer la pregunta más tonta del mundo? ¡Cleven, ¿eres tonta?! ¡Si hasta tiene la barbita y las cejas rubias, y los vellos de su brazo! ¡Retonta!».

—¿Te lo tiñes tú? —replicó él.

Eso pilló a Cleven por sorpresa.

—Claro que no, ¿por qué pensarías eso? Creo que se puede adivinar a simple vista que soy mestiza.

—¿Y no se te ha ocurrido pensar que yo también?

—¡Oh! ¿De verdad? —se entusiasmó—. ¿Qué otra nacionalidad tienes, aparte de japonés?

Sin embargo, él no respondió. Tan sólo le dio otra calada a su cigarrillo. Cleven suspiró chafada, por un momento había creído que había logrado empezar una conversación con él que durase más de treinta segundos. Pero de pronto, Raijin se paró en medio de la acera y ella casi se chocó con él. Cleven se dio cuenta de que miraba hacia una dirección, y de que se habían parado justo delante de un supermercado muy grande.

—¡Ah! Ya… —entendió ella—. Sí, vale… el súper principal de la zona… Tomo nota, me será muy útil.

Raijin volvió a emprender la marcha. Cleven se percató de que eso era todo lo que él estaba haciendo; de que ese era el único motivo por el que estaba yendo con ella por las calles. Nada más allá de lo prometido, enseñarle la zona de Shibuya y los lugares importantes para alguien que se iba a independizar.

Esto echó las esperanzas de Cleven bastante por tierra. De verdad él no estaba desarrollando ningún interés en ella, de ningún tipo. Solamente la estaba ayudando a rajatabla en lo que ella le había pedido.

Pero no. No se iba a rendir. ¡Apenas llevaba con él media hora! Era demasiado pronto para darlo por perdido.

Se metieron por uno de los accesos al Parque Yoyogi, tras cruzar el puente de piedra que pasaba sobre las vías de tren de la estación de Harajuku. Después de caminar largo rato entre la envolvente naturaleza del parque y sus frondosos árboles hasta llegar a un área de paseos asfaltados junto a varias fuentes y estanques, Cleven se fijó en una zona de columpios un poco más allá, entre unos setos recortados. Reconoció de entre todos los niños pequeños que allí había a los dos que conoció en el instituto, los mellizos Clover y Daisuke. Sonrió contenta, quería saludarlos, o por lo menos a la niña, que era más agradable que su hermano.

—Oye, espera un poco, ¿vale? —le suplicó a Raijin, cortándole el paso—. Será sólo un momentito.

Y echó a correr, adentrándose en el pequeño parque de columpios, con la mochila dando botes en su espalda. Raijin se quedó ahí plantado, algo sorprendido por lo que acababa de pasar. Siguió a Cleven con la mirada. Abrió más los ojos cuando vio a la joven parándose junto a esos dos niños que estaban trepando por un columpio. Raijin se puso tan nervioso que se apartó del camino de un salto y se escondió tras un árbol. Esperó a que la chica volviese, cruzándose de brazos de mala gana.

—¡Hola, Clover! —le sonrió Cleven a la niña, que se encontraba a su misma altura, en lo alto del columpio.

—¡Ah, señora chica mayor! —exclamó la pequeña, iluminándosele la cara—. ¡Hola!

—¿Qué? ¿Pasando la mañana en el parque? —preguntó alegremente, mirando de reojo a Daisuke, el cual estaba al otro lado del columpio, observándola con cara de pocos amigos.

—¡Sí, estamos jugando al pilla-pilla en el columpio, no podemos pisar el suelo! —le dijo entusiasmada—. ¡Hay serpientes!

—Eso, estamos jugando, así que no molestes, cleptómana —le dijo Daisuke, apareciendo al lado de su hermana.

—Qué rico —murmuró Cleven entre dientes, forzando la sonrisa y revolviéndole el pelo, pero el niño se apartó, molesto—. ¿Estáis con vuestro papá o con vuestra mamá?

Los dos hermanos se miraron un momento, pero Clover le volvió a sonreír.

—Estamos con la señora Agatha —le dijo, señalando a una anciana que había sentada en un banco de más allá, charlando con una mujer, seguramente madre de otro de los muchos niños que allí había—. Es la que nos cuida a veces.

«Ah, será la típica yaya que cuida de los niños pequeños» dedujo Cleven.

—Bueno, me voy, que tengo un poco de prisa —les sonrió de nuevo, contenta de haber vuelto a verlos, o al menos a Clover; podría decirse que se había enamorado de esa niña—. Nos vemos otro día.

—¡Adiós! —se despidió Clover enérgicamente, mientras su hermano sacaba la lengua hacia Cleven con burla.

—Clover, ¿qué es una mamá? —le preguntó entonces Daisuke.

—Así es como llaman los otros niños a esas señoras que los cuidan, en vez de llamarlas por sus nombres.

—¿Tenemos que llamar “mamá” a Agatha entonces?

—No… Creo que solamente se llaman así las mejores amigas de los papás.

—Oh, ¿y por qué nuestro papá no tiene una mejor amiga?

—Mm… —Clover miró a su mellizo con pesar—. Papá tenía una. Pero se murió.

—¿Cómo lo sabes? —se sorprendió Daisuke.

—Porque yo a veces la veo y hablo con ella.

—Ussh, un espíritu —comprendió el niño, sintiendo un escalofrío—. No me digas eso, Clover, me dan mucho miedo los espíritus.

—Ella no te daría ningún miedo —le aseguró su hermana, sonriéndole—. Tienes sus mismos ojos.

—¿De verdad?

Cleven se paró en seco en mitad del camino. Raijin había desaparecido. Pero lo encontró dos segundos después escondido detrás de un árbol, lanzando discretas miradas de vez en cuando a la zona de columpios. Cuando quiso darse cuenta, Raijin vio a Cleven observándolo con una ceja muy arqueada. De repente se enderezó y se puso serio, carraspeando.

—¿Qué? —preguntó ella, confusa.

—Nada —murmuró con desgana, volviendo emprender la marcha.

—Es que a esos dos niños los conocí hace poco en el instituto, porque el edificio del Instituto Tomonari y el del Colegio Tomonari están juntos pero separados por una valla y los vi a través de la valla y tal… —le explicó Cleven, pensando que tal vez Raijin se estaba preguntando qué pasaba con esos mellizos—. La niña se llama Clover, y es encantadora... Ay... y tan mona... El otro era su hermano, y no es que sea un angelito, pero también es tan mono… ¿Nunca los has visto por aquí?

Raijin tardó un poco en contestar.

—Alguna vez —murmuró pasivo—. A veces van a la cafetería de Yako.

«Mm... Tengo que ir más a menudo a la cafetería» decidió la joven. Observó a Raijin, que seguía caminando delante de ella, en silencio, indiferente. Cleven suspiró una vez más y se centró en seguirlo. Estaba ya cansada, cargando con la mochila, pero no quiso hacerlo notar ni que eso fuera motivo de terminar ahí el paseo.

Hacía frío, y el cielo estaba nublado, amenazando con nevar en cualquier momento. Tomó nota de que giraron por un camino de la derecha y siguieron recto. No tardó en asomar a lo lejos, por encima de los árboles y de la verja de hierro que limitaba el parque varios altos edificios, y entre ellos había uno que decía, con letras grandes, Hotel Shibuya Excel Tokyu, su hotel. Cayó entonces en algo.

—Por cierto, ¿cómo puedo llamarte?

—De ninguna forma —contestó el chico secamente.

—Ah... —se quedó de piedra—. Ah, muy bien, pues yo tampoco te diré mi nombre.

—Muy bien.

«¡Ough... qué terco es!» pensó rabiosa.

—Te voy a llamar Raijin, igual que hace Yako —declaró, cruzándose de brazos—. ¿Puedo?

—No.

—¡Agh! ¿¡Pero por qué!?

—Porque no.

—¿Y tu verdadero nombre? —insistió, pero recibió silencio e ignorancia como respuesta.

Cleven entornó los ojos con fiereza, decidió no darle más vueltas y fue a lo que iba.

—¿Te importa que vaya un momento al hotel, señor “no-me-toques-ni-me-hables-que-si-no-te-aplasto-con-la-mirada”? Ya que estamos al lado... Y así dejo esta mochila que causa el retraso que tanto te molesta.

—Date prisa.

Cleven soltó un gruñido, pero cuando cruzaron la carretera hacia la acera opuesta, donde se encontraba el hotel, no supo por qué no pudo evitar una sonrisa. Raijin se quedó fuera, esperándola otra vez, a la puerta del edificio, fumándose otro cigarrillo mientras ella hablaba con el recepcionista para conseguir habitación. Una vez le dieron la llave, subió lo más rápido que pudo y, abriendo la puerta de la habitación, lanzó la mochila por doquier y volvió a cerrar. No quería hacerle esperar, pensaba que el chico era capaz de largarse si se impacientaba, así que bajó a todo correr y volvió con él.

Y ahí estaba. Cleven, en el fondo, no lo entendía muy bien. El chico parecía estar sacrificándose para hacerle el favor de enseñarle la zona, y encima con lo borde y antipático que era, ¿por qué se molestaba? ¿Por qué seguía acompañándola en vez de largarse, que era lo que al parecer estaba deseando? Pensó que tal vez Yako lo había hechizado con un conjuro, porque de verdad que no lo entendía. Sin embargo, le dio completamente igual, todavía estaba ahí, y eso era lo que ella quería.

Era nuevo para Cleven conocer a alguien así, la primera vez que conocía a alguien así, y por eso tenía mucha curiosidad por saber más cosas de él. Era tan difícil adivinar en qué pensaba Raijin... Un completo enigma. Aprovecha y no le des más vueltas, se dijo a sí misma, mientras se volvía a abrochar el abrigo y aceleraba la marcha, pues el joven ya se iba calle arriba dejándola atrás otra vez.

Caminaron un largo rato por las calles, por los alrededores del hotel y del Parque Yoyogi. Raijin le mostró, a su silencioso modo, algunos lugares más de interés o de utilidad. Ella procuró fingir que estaba muy atenta tomando nota de eso. Pero se pasó todo el tiempo cavilando, haciéndose preguntas sobre él, creando conjeturas, imaginando misterios o fantasías sobre él.

¿Por qué a ese chico le habían puesto el apodo de “Raijin” sus amigos? Ese era el nombre del Dios del Trueno de la mitología japonesa. No pegaba mucho con él. No tenía pinta de ser letal, cegador y estruendoso. Sólo era un chico callado, impasible y tranquilo, además de tener malas pulgas. También se acordó del apodo de Yako, “Shokubutsu”, que significaba “plantas”. No entendía por qué, pero no le dio importancia.

De repente, cuando subían por una calle llena de pequeños locales de comida, comenzó a oler algo delicioso que le llamó la atención. Corrió calle arriba adelantando a Raijin y se paró a unos metros, en mitad de la calle. La gente que pasaba por ahí la observó con extrañeza al verla olfatear el aire con los ojos cerrados y prestando atención, como un perro. Raijin se detuvo y se la quedó mirando como si fuese un bicho raro. Ese olor...

—¡Oh, sí! —exclamó Cleven, dando una palmada al aire—. ¡Takoyaki, takoyaki! —dijo emocionada y, volviéndose hacia Raijin, se olvidó del respeto del contacto físico y lo cogió de un brazo, y tiró de él—. ¡Vamos, compremos bolitas de pulpo, vamos!

—Acabas de desayunar —susurró con voz áspera, incrédulo.

—¡Da igual! —dijo ella, poniendo todo su empeño por tirar de él, pero no conseguía moverlo ni un milímetro—. ¡Siempre hay espacio para el takoyaki, venga! ¡Yo te invito!

Raijin puso los ojos en blanco y, soltando un suspiro de paciencia, cedió a los tirones de la chica.

—Eres una pelmaza —le dijo con malos humos—. Suéltame.

Cleven obedeció, pero anduvo calle arriba, guiándose por su olfato. Llegaron entonces a una plaza grande abarrotada de gente, lugar de origen del olor a takoyaki. Cleven, con la cara iluminada de alegría, divisó entre la gente, un poco más allá, un puesto ambulante donde un hombre asaba pulpo y preparaba variadas delicias, entre ellas el takoyaki. Corrió a comprar un par de raciones, dejando a su guía atrás, y en pocos segundos ya volvía con él. Le tendió una de las bandejas de plástico, con cuatro takoyaki calentitos y exquisitos. Raijin miró la bandejita, y luego a Cleven, sin decir nada, serio.

—¿Qué pasa? ¿No quieres? —le preguntó Cleven, sorprendida.

—Nunca dije que quisiera.

—¡Ugh! —saltó rabiosa—. ¡Pues vale! ¡Encima que te invito! ¡Me lo comeré yo solita, tú te lo pierdes! —exclamó con enfado, dejando las raciones lejos de su alcance y se lo empezó a comer todo como si hubiese estado semanas sin comer.

Raijin, quieto en el sitio mientras la gente paseaba a sus alrededores, estuvo contemplando inexpresivamente a aquella criatura que engullía el alimento como las serpientes. Cleven ponía cara de gusto cada vez que se metía una bola entera en la boca, estaba disfrutando de una de sus comidas favoritas, por lo que no mostraba señales de educación ni de modales, pese a estar rodeada de gente.

El rubio negó con la cabeza, pensando que ya había visto demasiado y, dando media vuelta, echó a andar de nuevo.

—¡Effpera! —exclamó Cleven al percatarse, tragándose la última bola y corriendo junto a él.

Siguieron andando en completo silencio, adentrándose por una de las muchas calles que partían desde la plaza. Cleven memorizó la plaza para la próxima vez que quisiese comer takoyaki. No tardó en ver que en la calle donde se encontraban estaba la biblioteca pública. Otro sitio importante más al alcance. «¡Vivir en el centro sí que no tiene nada que ver con las afueras!» pensó ilusionada. «No sé por qué a papá se le ocurrió instalarse en las afueras y hacernos vivir ahí, en el barrio más soporífero del mundo donde no hay nada cerca. Ah, sí… ¡porque papá es igual de muermo que nuestro barrio!».

Pensó que si se quedaba a vivir con su tío Brey, y si este vivía en el centro, salir a dar un simple paseo en plena ciudad ya no sería como hacer un viaje, teniendo que planearlo de antemano, coger el tren temprano, estar un tiempo límite y atenta a la hora para coger el tren de vuelta… Salir por la puerta de casa y estar ya mismo pisando plena ciudad era para ella como un lujo, más que vivir en un chalet enorme en las afueras.

Cleven siempre había sentido afinidad por el bullicio, verse rodeada de cosas, de ruido, luces, gente… mucha gente… Para ella, lejos de verlo como un ambiente agobiante, era más bien un ambiente cargado de vida, una energía que fluía continuamente sin descanso por todas partes, y eso a ella le hacía sentirse como… si estuviera en casa. O en el lugar donde debía estar. Por eso, con razón vivir en el barrio de las afueras, tan silencioso y vacío, había ido drenando gota a gota su propia vida interior.

Trató entonces de imaginar cómo sería su vida viviendo con su tío. Se imaginó a este como un hombre de treinta o cuarenta y tantos años, gordo y con barba. A lo mejor estaba casado y resultaba que Cleven tenía primos. Le entusiasmó aquella idea. ¿Y en qué trabajaría?

Pero lo más importante era preguntarse lo más obvio, si realmente la dejaría vivir con él. Si él tenía mujer e hijos, a lo mejor eso lo haría más complicado. Si estaba soltero, a lo mejor prefería seguir viviendo solo. No obstante, ninguna de estas cuestiones preocupó a Cleven ahora, porque, en cualquiera de los casos y de los escenarios, lo que ella realmente quería en el fondo era conocerlo. Sólo esperaba que su tío fuese una persona agradable y simpática, como su madre. Y que él también se sintiera feliz de conocerla.

Cleven aprovechó que pasaron cerca de una librería y se acordó de comprar la guía telefónica, tal como tenía planeado como una de las posibles formas de localizar a su tío, y la metió en su bolso. En cuanto ella y Raijin hubiesen acabado su “cita”, como ella ilusamente quería llamarlo, empezaría a localizar a su tío desde el hotel. Sin embargo, no soportaba la idea de separarse de su guía de barrio. En verdad se lo había pasado bien paseando con él por las calles, pese a que Raijin no era nada divertido ni amistoso, y le gustó cómo había pasado la mañana. No quería que terminase. Su tío podría esperar. Quería estar con Raijin el mayor tiempo posible.


Llegó el mediodía, y esta vez Cleven había conseguido convencer al hombre de hielo para que comiese algo con ella. Aunque le había costado.

—No.

—Venga, no seas así —insistió Cleven cuando se detuvieron en un cruce—. Vamos a comer algo.

—¿Qué te hace pensar que quiero comer contigo? —replicó de mala gana.

—Es lo menos que puedo hacer por haberte molestado en enseñarme la zona. Así que yo invito, y esta vez te lo vas a comer. No me hagas sentir culpable. Venga...

—Que no.

—Vaya… —Cleven fingió una cara apenada—. Pues… cuando vuelva a ir a la cafetería de Yako un día de estos y me pregunte qué tal me fue contigo… tendré que decirle que me siento muy triste y culpable porque no he logrado pagarle el favor a mi amable guía por su noble sacrificio de ayudarme.

Raijin se la quedó mirando sin pestañear, inmóvil. «Me está manipulando descaradamente esta humana. Pero… por otra parte…». El rubio se imaginó, de hecho, la indudable reacción que Yako tendría si Cleven le decía eso, y efectivamente su amigo se iba a poner insoportable reprochándole por qué no había dejado que Cleven lo invitara a comer para que así ella se sintiera tranquila con su deuda saldada y por qué era tan terco con la gente y por qué no intentaba abrirse un poco más a la gente y…

—Comemos y se acabó —dijo Raijin finalmente.

Cleven abrió una sonrisa en su cara tan grande y tan feliz que parecía una demente. Lo arrastró entonces hacia unas mesas que estaban dispuestas al aire libre, en la calle, de un restaurante Fridays.

Sentados uno frente al otro, Raijin mirando a otra parte con desgana, con la cabeza apoyada en una mano y Cleven echándole kétchup a sus patatas, el móvil de la joven comenzó a vibrar por fin. Cleven se sobresaltó y lo sacó del bolsillo por debajo de la mesa, a la vez que se metía en la boca un par de patatas. Vio que se trataba de Raven.

Era de esperar que alguna de sus amigas la llamase tarde o temprano, seguramente para quedar. Sin embargo, Cleven decidió no coger la llamada, pues ello conllevaría explicarle dónde estaba y lo que estaba haciendo, lo de sus planes de vivir con su tío. Ella prefería hablarlo con ella y con Nakuru personalmente, a solas, y no por teléfono, mucho menos delante de Raijin. Confiaba en que ninguna de las dos llamase a su casa. Cleven ya les había dicho que siempre la llamasen al móvil, así que se tranquilizó, sabiendo que a su casa no iban a llamar.

Colgó la llamada de Raven, dándole la señal de que ahora no podía hablar, y volvió con su comida. Vio que Raijin no había tocado su plato, seguía mirando la lejanía, con la cabeza apoyada en la mano.

—¿Me vas a decir que no tienes hambre? —preguntó Cleven, frunciendo el ceño—. Venga ya, deja de ser así.

Raijin le lanzó una mirada cansada y, dejando caer la mano sobre la mesa e incorporándose en su silla, comenzó a comer en silencio, sin entusiasmo alguno. Cleven quiso sacarle conversación, y esperó que no le costase demasiado esfuerzo.

No obstante, de pronto vieron a un niño pequeño junto a su mesa, que los miraba con inocencia. Había muchos niños pequeños en la terraza, algunos comiendo con sus padres y otros jugando en un recinto infantil cerca de allí. Pero ese niño, que no debía tener más de cuatro años, se había parado al lado de ellos y los miraba sin razón alguna, con un moco colgando. A Cleven le hizo gracia esa cara tan inocente y boba, por eso le sonrió y lo saludó con la mano alegremente. El niño también sonrió, pero cuando miró a Raijin, este le dirigió una mirada ultracongelante y terrorífica, o al menos así es como el pobre muchacho la interpretó, porque además le pareció ver por un instante que uno de sus ojos brilló de una luz amarilla.

Eso fue bastante como para que el pequeño saliese corriendo muerto de miedo y llorando, volviendo a la mesa donde estaban sus padres.

—¿Pero qué...? —se enfadó Cleven—. ¡Qué cruel! ¿¡Por qué lo has asustado!?

—Se ha asustado él solo.

—¡No me extraña! Si lo miras como si lo fueras a morder. ¿Por qué no has sido más suave con él?

—No me gustan los niños —siguió comiendo tranquilamente.

—¿Por qué? ¿Porque suelen ser alegres y eso choca con tu naturaleza?

—Porque no hacen más que dar gritos, romper y mancharlo todo.

—Jo, entonces tú no vas a tener hijos nunca. Pobres de ellos, si los llegas a tener —bufó, volviendo con su hamburguesa—. Bueno, ¿tienes hermanos? —preguntó cambiando de tema.

Él no contestó.

—¿Vives solo?

Él no contestó.

—¿Te has criado aquí toda la vida?

Silencio.

—¡Venga ya, échame una mano!

—¿Qué es lo que pretendes? —saltó él.

—Sólo intento entablar una conversación contigo.

—Pues yo no, así que déjame comer en paz.

Cleven dio un largo suspiro, abatida. «Joder, es como un crío». Era imposible, ese chico era lo más antisocial que había conocido. No comprendía cómo Yako podía ser su mejor amigo, eran totalmente opuestos. Dio por hecho que Raijin no debía de caerle bien a la gente. Pero ¿por qué? ¿Por qué era así? ¿Era porque había nacido así, con problemas para socializar? ¿O era algo que él hacía a propósito para alejar a la gente de él? Si este fuera el caso, ¿por qué lo hacía? ¿Escondía algo? ¿¡Cuál era el motivo!?

Cleven no paraba de hacerse estas preguntas. Lejos de estar disgustada, o espantada, o de querer alejarse de él, sentía todo lo contrario: estaba aún más ansiosa por acercarse más y descubrir más sobre él. Quizá ya no sólo se trataba de una simple atracción física. Había algo más que empujaba a una vieja Cleven interior a insistir con esta persona. Era como si una parte muy antigua de ella estuviera intentando descubrir algo más que el nombre, los gustos y las aficiones de un chico guapo. Algo más grande estaba detrás de los silencios y la indiferencia de ese chico.


* * * *


—¡Volved aquí! ¡Gamberros! ¡Que me he quedado con vuestras caras!

Tres chicos se reían a carcajadas mientras corrían por la calle, perseguidos por un hombre que llevaba una especie de delantal con el nombre de su tienda escrito, y a juzgar por lo roja que tenía la cara y por las dos venas de su frente, estaba realmente colérico. Además, sostenía en una mano un palo de madera que agitaba en el aire peligrosamente. Sin embargo, los tres jóvenes le llevaban ventaja, aunque el dependiente no tenía pinta de rendirse tan pronto.

Drasik, con sus pelos de loco, miró hacia atrás para asegurarse de que debían seguir huyendo. Al ver al pobre hombre corriendo por las calles a pocos metros tras ellos, intentando esquivar a los sorprendidos peatones, soltó otra carcajada de diversión.

—¡Drasik, como no nos escondamos en algún lugar, acabará por zurrarnos! —le avisó uno de los dos amigos que iban con él, cada vez más preocupado, porque el dependiente no presentaba síntomas de cansancio.

—Este humano ha desayunado bien esta mañana —murmuró Drasik para sí mismo, sonriendo socarronamente—. ¡Ya sé, seguidme por aquí!

Dio un giro por una calle y sus dos amigos lo siguieron. El dependiente tardó poco en aparecer tras ellos de nuevo, doblando la esquina que habían doblado ellos, soltando juramentos.

Drasik, de pronto, se quedó un momento sin aliento al ver a lo lejos a una pareja peculiar comiendo en la terraza del Fridays. Perplejo se quedó, pero las amenazas del dependiente volvieron a llegar a sus oídos y se vio obligado a seguir corriendo. Unos minutos después, sonrió con triunfo al divisar ya a pocos metros el lugar en donde pretendía ocultarse de su perseguidor. Los otros dos chicos, uno con pinta punk y el otro con pinta de skater, vieron a su amigo meterse en una cafetería y lo imitaron.

Al pasar por la puerta, Drasik casi atropella a un joven.

—¡Eh! ¿¡Pero qué...!? —exclamó Yako, alzando una bandeja con tazas que se tambalearon peligrosamente cuando Drasik pasó al galope seguido de los otros dos, y se metieron por la puerta de la cocina detrás de la barra.

Los clientes que allí había, tomándose unos sándwiches de almuerzo, vieron la escena con sorpresa, pero Yako, comenzando a entender la situación, dio un suspiro de desasosiego.

—¡Sam! —lo llamó, y este, por ahí cerca entre las mesas, asintió con la cabeza y se dirigió a la puerta que daba a la calle, donde justo en ese momento iba a entrar el dependiente colérico.

—Déjame entrar, muchacho —jadeó el hombre, recorriendo con la mirada el interior del local, buscando a sus presas.

—Sólo si viene a tomar algo —terció Sam tan tranquilo, impidiéndole el paso y fijándose en el palo de madera que llevaba el visitante—. No queremos problemas.

—Sé que están aquí, sé que han entrado aquí esos hijos del demonio —masculló el hombre rechinando los dientes—. Déjame pasar, chaval, o...

—¿O qué?

El hombre hizo un gesto irritado, e intentó ver el rostro de Sam, pero era difícil, porque seguía cubierto por la capucha de la sudadera y la braga de nieve. No iba a permitir que un criajo le impidiese pasar. No obstante, para su sorpresa, Sam le puso lenta, delicada y suavemente una mano en el hombro, sereno.

—No queremos problemas —repitió susurrante, vocalizando lentamente cada palabra.

El dependiente no pudo moverse, se había puesto tenso, a la vez que dos gotas de sudor resbalaban por su cara. Miró con nerviosismo al joven, que seguía teniendo la mano sobre su hombro como si fuesen amigos. Por un instante, le pareció ver un par de colmillos asomando entre los labios del chico y un muy sutil brillo de color verde oscuro en uno de sus ojos. Ante tan extraño muchacho, el dependiente, tragando saliva, ya no se atrevió a insistir más.

—Sí, vale... —murmuró, dando media vuelta, y se marchó con su garrote.

Una vez lo perdió de vista, Sam se dirigió a la cocina, donde encontró a Yako, a MJ y a tres chavales que se reían apoyados contra una de las encimeras.

—... y cuando se nos cayó sin querer la estantería de las especias… —reía el punk—. Vaya desastre...

—Ya lo vi sacar su garrote y salimos pitando, vaya un paleto —rio a su vez el otro chico con aspecto de skater.

Yako, MJ y Sam estaban ahí, frente a ellos, de brazos cruzados, viéndolos celebrar su faena con cara de mosqueo.

—¡Hey! —exclamó Drasik, acercándose a Sam cuando se percató de su presencia, y le dio unas palmaditas en la espalda—. ¡Gracias por espantarlo! ¡Aquí se habría formado una masacre! —rio.

—Aún puede formarse —susurró Sam, mirándolo a la cara fijamente, y Drasik, captando la indirecta, se separó de él con cautelosa inocencia.

—Me voy a seguir trabajando —declaró MJ, harta de las risotadas—. Siempre igual. No aguanto a estos tres, y menos al de los pelos de loco —le dirigió una mirada furtiva a Drasik y salió de la cocina, dejando a los cinco solos.

—Ya es la segunda vez en una semana —les reprochó Yako, poniéndose serio por primera vez en mucho tiempo—. ¿Creéis que os voy a dejar camuflaros aquí siempre que os persiga la poli o un dependiente furioso?

—Bueno, nosotros nos vamos —dijeron los dos amigos de Drasik, sonriendo inocentemente y saliendo de la cocina con premura, escapándose de la conversación.

—Serán cobardes... —musitó Drasik, negando con la cabeza.

—Tú —le sobresaltó Yako, entornando sus ojos dorados—. En mi local no quiero problemas. Mis clientes más habituales ya me han llamado la atención varias veces por este tipo de alborotos que traes, y no creo que Sam vuelva a molestarse en salvarte el pellejo.

—Si por mí fuera, le arrancaba la cabeza ahora mismo —masculló Sam.

—Vamos, ¡sólo nos estábamos divirtiendo! —se defendió Drasik—. Tus clientes son unos quejicas.

—Mis clientes son buenos humanos inocentes —impugnó Yako, apuntándolo con un dedo muy severo—. Y mi cafetería ha de ser un lugar donde los humanos se sientan seguros, a salvo y tranquilos. Donde no tengan que preocuparse o asustarse de nada. Voy a tener que prohibirte la entrada hasta que te comportes mejor.

—Vamos, vamos... —los tranquilizó Drasik, sonriente, poniéndose entre los dos y pasando los brazos sobre sus hombros—. Somos amigos de toda la vida, no me vais a hacer este feo, Sammy, Yako... Llevamos mucho tiempo inactivos, debéis comprender que me aburro. ¡Ah! —saltó, poniéndose serio—. A no ser que vosotros hayáis participado últimamente en algún caso y no me hayáis informado.

—No, Drasik —suspiró Yako—. Todo ha estado tranquilo, afortunadamente.

Drasik se separó de ellos y se sentó sobre la encimera.

—Sí, debes de tener razón, Yako, porque he visto a Raijin almorzando tan tranquilo con una chica de mi clase en el restaurante Fridays.

—Ah, ¿esa chica es de tu clase? —se sorprendió Yako—. Pobrecilla...

—Eh, eh, que todavía no le he hecho nada —replicó Drasik, ofendido.

—¿Todavía? —murmuró Sam, desviando la mirada.

—Es realmente sorprendente —continuó Drasik, reflexivo—. ¿Qué hace Raijin con una chica como ella? Es más, ¿qué hace Raijin con un humano si no se entiende bien con ellos? No, no... Es más, ¿qué coño hace Raijin con alguien?

—Tal vez ya iba siendo hora de que alguien lo distrajera de sus pensamientos —contestó Yako—. Raijin lleva ya mucho tiempo centrándose únicamente en vigilar la ciudad, siempre tengo que acabar empujándolo a tomarse un descanso. La única relación que tiene últimamente con los humanos es solamente cuando les está salvando la vida. Por una vez está conociendo a alguien que no está en peligro.

—Pobre pelirroja —resopló Drasik, divertido—. No sé qué pretende esa princesa con Raijin, pero lo va a tener difícil para sacarle una conversación normal. Además, ella no es para nada del tipo de Raijin, me sorprende que haya llegado a sentarse a comer con ella. No se habrá vuelto loco, ¿verdad? Esto es muy raro.

—Creo que el parecido que tiene la chica con cierta persona le ha hecho cambiar de idea —opinó Yako.

—¿Con quién? —se extrañó Drasik.

—Nada, olvídalo.

—Bueno, pues uno que se larga, estoy famélico —declaró Drasik, saltando de la repisa y miró a Sam—. Oye, en serio, ¿no te mueres de calor? ¿O es que el verme te pone cara de perro?

Sam hizo ademán de echársele encima por la provocación, que además era una indirecta, pero Drasik corrió hacia la puerta, riéndose, y se fue.

—¿Esa pelirroja, Cleven, es la chica que vino contigo esta mañana? —le preguntó Sam a Yako.

—Sí —sonrió.

Sam fue a preguntarle si ese nombre no le resultaba vagamente familiar del pasado, pero como ni él estaba completamente seguro, pasó del tema y volvió al trabajo, pues se oía la voz de Kain y de MJ pidiendo un poco de ayuda para atender las mesas.


* * * *


Cleven y el Míster Universo antisocial seguían sentados en la mesa del restaurante, terminando de tomar el postre. Para ella tomar postre siempre era obligatorio porque era una tragona de campeonato de comida insana, y justo allí servían unos vasos enormes de grasiento batido de chocolate con trozos de helado y de galletas y de caramelo y de bizcocho… una bomba calórica.

De hecho, Raijin estaba espeluznado, observándola comer todo eso, cucharada sopera a cucharada sopera. Él solamente se estaba tomando un té. A Cleven le había resultado curioso. Durante la comida, se había fijado en que Raijin tenía unas costumbres muy japonesas, gestos tradicionales. A pesar de estar comiendo comida occidental, usaba y colocaba los cubiertos al terminar similar a si estuviera usando palillos. Y sostenía su taza de té apoyando la base sobre una mano con la palma hacia arriba y con la otra abrazando el lateral de la taza, en lugar de cogerla por el asa.

La verdad es que a Cleven, ese tipo de comportamiento japonés tradicional le recordaba mucho a su hermano mayor. Él también tenía esos modales, influidos por su madre y por su abuelo materno. Por el contrario, Cleven y Yenkis habían adoptado maneras más occidentales, influidos por su padre.

Habiéndose resignado a no obtener una conversación normal con él, Cleven había optado por contarle ella misma cosas suyas, como cosas del instituto, o su opinión sobre en cuáles de los cincuenta sitios que conocía hacían el mejor takoyaki y por qué. Raijin, todo el rato callado, al menos la había estado mirando a la cara mientras le hablaba, a pesar de que cuando parpadeaba, lo hacía tan lentamente que parecía que iba a caerse dormido en cualquier momento.

Aun así. Cleven decidió intentarlo una vez más, sonsacarle alguna conversación. Quería saber más cosas sobre él, y pensaba que después de ese largo rato que habían compartido, él estaría un poco más dispuesto.

—¿Sabes? Ahora mismo estoy un poquito sorprendida —dijo ella.

Raijin levantó la vista de su taza con cara confusa.

—En toda la comida no has vuelto a decir ningún comentario sobre acabar ya con esto y largarte. En una hora entera no has mostrado signos de prisa o de querer marcharte de una vez.

—La gente no suele saber… —dijo él—… lo extremadamente importante que es para la salud comer con calma. Comer mientras piensas en problemas, deberes o responsabilidades, cosas que estresan o te generan malas emociones, afecta al correcto funcionamiento del aparato digestivo. Y el aparato digestivo es fundamental para la salud física y mental.

—¿Mental?

—El intestino tiene una cierta conexión con las neuronas cerebrales —tomó un sorbo de su té, cerrando los ojos, sereno—. No me puedo permitir ningún malestar en mi salud.

—¡Pero si fumas tabaco!

—Eso no me afecta. Y me refiero a mi salud mental. Debo mantener el estrés alejado.

Cleven estaba anonadada. Le maravilló oírle hablar sobre temas de salud. Es más, le emocionó mucho oírlo hablar, es decir, más de una frase seguida. «Qué listo es… Debe de ser el mejor alumno de la facultad de Medicina, ¡seguro!» pensó. «Un momento, ¿cómo que no le afecta fumar tabaco? Eso afecta a todo el mundo».

—¿Significa eso que, en cuanto te termines tu té, abandonarás esta calma y retomarás tus ansias de antes de acabar de ayudarme y marcharte? —sonrió Cleven con ironía.

—Así es.

La joven se quedó boquiabierta ante esa respuesta. Vio que sí, que Raijin seguía manteniéndose en sus trece. Pasar la mañana con ella no había cambiado nada. Todo esto seguía siendo para él un favor que cumplir y nada más. Obviamente, esto decepcionó a Cleven. Pero no demasiado, porque, por una parte, ya se había acostumbrado a esa fría y cruda sinceridad suya.

—¿De verdad estás deseando irte? —le preguntó ella con cierto tono desilusionado.

—No tiene nada que ver con desear. Pelmaza —gruñó él—. Sino con el deber. Tengo muchas cosas que hacer. Responsabilidades, asuntos que atender. No todos tenemos absoluto tiempo libre los fines de semana.

—La verdad es que realmente parece que duermes muy poco —observó ella, apoyando la barbilla en una mano—. Es como si algo… no te dejara descansar bien. Y no recientemente, sino… —Cleven entornó los ojos, escudriñando los de él, pensativa, analizadora, percibiendo algo—… como desde hace muchos años.

Por primera vez en esa mañana, Raijin miró sorprendido a Cleven. ¿Qué narices sabía ella? ¿Cómo había notado algo así? Eso era suponer mucho de la vida de alguien que no le había dicho ni una sola información sobre sí mismo.

—Me gustaría pensar que toda esta mañana conmigo haya podido servirte para desconectar un poco de tus obligaciones y preocupaciones y relajarte por primera vez en mucho tiempo —añadió Cleven—. Pero sé que no es así.

Raijin empezó a sentirse un poco incómodo. Esta humana se había pasado toda la mañana hablando de completas estupideces típicas de chicas de su edad. Y ahora estaba empezando a decir cosas como si ya lo llevara conociendo una semana, en lugar de medio día. ¿Cómo era capaz ella de adivinar estos pequeños detalles de alguien que apenas decía una palabra y apenas mostraba una emoción?

—No te veo una persona nada feliz —se extrañó ella—. ¿Por qué es eso?

—¿Tú qué sabes? —replicó él.

—Si lo único de lo que eres capaz de disfrutar con paz mental, sin estar estresado o enfadado todo el tiempo, es de la hora de la comida y nada más… es que la vida no te está ofreciendo nada más que te merezca la pena. Es como si ya no te importara nada…

—Cuidado —le advirtió de repente Raijin.

Su tono sonó un poco alterado. Esto sorprendió a Cleven. No entendió por qué ese simple comentario había hecho saltar algo dentro de él.

—No hables de lo que no sabes —concluyó el chico.

—Sabría algo, si me contases algo… —insistió ella.

—¿Qué demonios pasa contigo? —interrumpió él, esta vez su tono sonó más fuerte y severo, llegando a sobrecogerla—. ¿Quién te crees que eres? ¿Vas por ahí preguntándole cosas personales a los desconocidos, metiéndote en su vida privada?

—¿No sabes cómo las personas normales se hacen amigas?

—Que yo sepa, estabas buscando a alguien que te ayudara con una tarea muy concreta. No un amigo. A no ser que estuvieras mintiendo —la miró con ojos desconfiados.

—A veces te haces amigo de gente inesperada simplemente por pasar un rato con ella. Yako es totalmente así.

—Yako está hecho de otra pasta. Yo no soy como él.

—Tú no eres como nadie —le corrigió ella.

Aquellas palabras parecieron afectar a Raijin de una manera especial. Cleven lo vio en su rostro. Era la emoción más intensa que le había visto expresar en toda la mañana, y eso la sorprendió e intrigó mucho. Hasta que se dio cuenta de que sí, le había impactado, pero en un lugar muy frágil. Porque el chico dejó su taza vacía sobre la mesa sin más y se levantó de la silla para marcharse, echándose su mochila de libros al hombro.

—¡Espera! —lo agarró Cleven de la manga de la chaqueta—. Pero eso no es nada malo. No lo decía para ofenderte. Al contrario.

—Es suficiente —se soltó de ella y se fue alejando.

—Perdóname —Cleven se levantó de la silla de un salto, pero se quedó ahí quieta. Raijin también se paró, pero no se giró—. Claramente valoras mucho tu privacidad, y yo he intentado sonsacártela, invadiéndote a preguntas quizá… demasiado personales. Me he precipitado y me he pasado de metomentodo… pero… —se agarró de las manos, nerviosa—… es que… por un momento te he mirado y… he presentido que cargas con un gran problema… y… he sentido la necesidad de intentar ayudarte.

Raijin permaneció ahí quieto a pocos metros, sin decir nada. La verdad es que no sabía qué decir. O qué pensar. Esta chica le estaba confundiendo mucho. Su comportamiento era un poco extraño, algo diferente al del resto de humanos en general. ¿Intentaba ayudarlo porque había sentido en él, como por arte de magia, el peso de un problema que no le dejaba descansar, o dormir, o ser un poco más feliz? ¿Pero a ella qué le importaba? Si ni siquiera lo conocía. Y ese tipo de problema lo tenían miles de personas, no era nada del otro mundo. ¿Qué le pasaba a esa tarada con esa molesta insistencia?

El rubio podía detectar que ella lo decía con sinceridad. Quizá, de verdad era una humana amable. Un poco pelmaza y charlatana, pero con buena intención, a pesar de que se había pasado un poco de la raya con las preguntas y las especulaciones sobre él.

Sin embargo, no importaba, de nada servía. Esta pobre humana inocente no tenía ni idea de nada y obviamente sus capacidades estaban bien lejos de solucionar un problema como el que él padecía. De hecho, era peligroso para ella meterse en esos asuntos. Él había cumplido su parte, la había ayudado porque era su trabajo, y ella se lo había pagado con un almuerzo gratis. Ya está.

Dio un paso para irse de una vez por todas, pero esa pelirroja de repente apareció delante de él otra vez con esa sonrisa de loca y de boba, dándole un susto de muerte.

—Bueno, bueno, ¡tranquilo! No me mires así, como si me fueras a partir con un rayo —le dijo ella alegremente—. Al menos, déjame despedirme, ¿no?

Había acabado la “cita”, ella lo tenía asumido, pero no quería que acabara de esa forma tan dramática. Y por encima de todo, Cleven no podía dejar al descubierto lo que sentía, tenía que aparentar normalidad, naturalidad, que no se notara que estaba babeando por él. No debía parecer una chica desesperada por estar con él, así que cogió aire. Tenía que hacerlo, tenía que despedirse, debía hacerlo.

—Te agradezco muchísimo que hayas dedicado parte de tu tiempo conmigo —le dijo, inclinándose educadamente—. Me has ayudado mucho. La verdad es que, si hubiese estado sola, me habría costado conocer bien la zona. Siento las molestias, y… —vaciló nerviosa; quería dejarle una cosa clara—. Espero que... volvamos a vernos. Lo he pasado bien.

Silencio. Cleven lo miraba profundamente, sonrojada, sintiendo ese vértigo en el estómago, pensando que de verdad ese era el hombre de sus sueños. Él, en cambio, la miraba inexpresivamente. Ni una sonrisa, ni un asentimiento, ni nada. Raijin desvió la mirada, se apartó de Cleven y siguió su camino. La joven se quedó algo aturdida por aquella reacción, y lo siguió con los ojos, decepcionada.

«Vaya un soso» se lamentó. «Ni siquiera un “adiós”, o un “hasta luego”. Nada. Absolutamente nada». Sintió que había estado perdiendo el tiempo intentando hacerse con ese chico. Era tan inalcanzable... una utopía de pies a cabeza. Pero no podía olvidarlo, no iba a permitir que esa fuese la última vez que se viesen. No iba a rendirse tan fácilmente.

Decidió que a esas horas no tenía que hacer nada mejor que irse al hotel e intentar localizar el número de su tío con la guía telefónica. Si no lo conseguía, mañana lunes intentaría buscar esa información sobre su estancia en el Tomonari, cruzando los dedos por que aún tuvieran los datos de su registro como antiguo alumno en la base de datos. Tenía que encontrarle lo antes posible, eso estaba claro.









7.
El rubio solitario

«—¡Hola, cariño, ya estoy en casa! —exclamó felizmente, quitándose los zapatos en la entrada y aflojándose la corbata.

—¡Hola, amor mío! ¿¡Qué tal hoy en el trabajo que tanto te gusta hacer!? —preguntó ella acercándose a él desde la cocina, danzando, y abrazándole por el cuello lo besó en los labios, levantando levemente un pie del suelo.

—¡Me han ascendido otra vez, Cleven! ¡Soy el mejor médico de Tokio, incluso más que tu hermano! —dijo él, mientras flores, mariposas, arcoíris y plastilina los envolvían por todas partes—. ¡Vamos a ser más ricos, y así tú podrás seguir viviendo a cuerpo de reina sin estudiar ni trabajar! —añadió, dejando su maletín de 600 mil yenes sobre la mesita del vestíbulo.

—¡Estupendo, amor de mi corazón! ¡Enhorabuena, Raijin! —celebró, sonrojándose como una colegiala.

—¡Eso sí, estoy muerto de hambre! —declaró él, llevándose una mano a la frente y poniendo una postura de estar a punto de desmayarse—. ¿Está la cena preparada, mi capullito?

—¡Claro que sí, mi repomponchín! ¡He hecho tu plato favorito porque tengo mucho tiempo libre haciendo lo que me viene en gana! ¡Vamos, luego te daré un masajito en la espalda mientras te tomas tu cervecita y ves el partidito de béisbol! ¡Tenerte contento es la única responsabilidad que quiero tener, ya que carezco de ilusión por todo lo demás en esta vida, algo que sin duda mi padre me ha contagiado!

—¡Gracias, cariño! ¡Qué bien que nos hayamos casado! ¿¡Qué haría yo sin...!?»


—Acelera el paso, pelmaza —dijo aquella áspera, fría y profunda voz que apartó a Cleven de una patada de sus imaginaciones.

Vaya, con lo bien que iban las cosas en sus fantasías, ¡qué felices y absurdas iban las cosas!, planeando su futuro con él de antemano, hasta que el verdadero Raijin tuvo que hablar con ese desprecio e indiferencia.

—Ah, perdona —sonrió ella, arrimándose a él con las mejillas coloradas—. ¿A dónde vamos?

Él no contestó, para variar, y Cleven frunció los labios, molesta. Era tan seco... Se limitó a seguirlo en silencio. Iban recorriendo una larga avenida paralela al Parque Yoyogi. Cleven pensó que Raijin tenía en mente enseñarle los alrededores del hotel donde iba a instalarse, y cayó en la cuenta de que apenas conocía esa zona, por lo que en el fondo resultaba buena idea que alguien le mostrase ese lugar para situarse. Había tenido mucha suerte, después de todo, de que alguien hubiese cedido a guiarla por las calles, porque se vio desorientada. Sus intenciones tenían doble sentido.

Ella ya tenía asumido que iba con ese chico sólo para estar con él, y no para aprenderse las calles, pero al final resultó necesario cumplir con su falso papel de chica nueva y perdida, porque, realmente, de Shibuya solamente conocía la zona del instituto, del centro comercial y el cruce principal junto a la estación, porque eran las zonas más habituales donde los jóvenes hacían sus planes de ocio. Y se acababa de dar cuenta de que Shibuya tenía mucho más que eso. La ciudad entera tenía mucho más que las zonas populares.

Cleven se dio cuenta de esto cuando Raijin la llevó por unas calles más pequeñas, humildes, por las que ella nunca había ido, y mostraban una nueva cara de Tokio que ella desconocía. Gente más normal, que no vestía tan elegante, trajeada o con estilos propios de tribus urbanas; locales, tiendas y restaurantes más modestos, donde el trato del vendedor con el cliente se percibía más cercano, vecinos conversando junto a las puertas de sus viviendas, o en los bancos de pequeños jardines escondidos…

Sintió una calidez repentina. Nunca antes, al menos no en los últimos años, había apreciado tanto estos pequeños detalles de la ciudad y de la gente. Cuando quedaba con Nakuru y con Raven, sólo tenía atención para ellas o para las tiendas a las que iban a comprar o para la rica comida basura que tomaban por ahí. Cuando estaba sola, solía andar mirando al suelo, o al frente, pero sin fijarse en nada en particular, sin prestar atención a la vida que la rodeaba, sin interés por nada…

No supo por qué, esto le provocó una sensación incómoda, en su interior, consigo misma. Se hizo una pregunta por primera vez, a estas alturas de su vida: ¿Qué tipo de persona soy? ¿De verdad me he convertido en alguien tan indiferente con tantas cosas?

¿Qué había cambiado ahora para hacerse este tipo de preguntas, y para tener estas sensaciones nuevas? ¿Haberse ido de casa? Desde luego, eso había roto un trozo muy grande de lo que llevaban siendo siete años de rutina, luto y falta de ilusión u objetivos. Estar ahora ahí, siguiendo a un todavía desconocido que, por muy guapo que fuera, tenía una forma de ser muy extraña que por alguna razón la atraía tanto, cuando lo normal sería que una actitud así espantaría a cualquiera…

Cleven frunció el ceño. Una parte muy profunda de ella, casi imperceptible, sintió que este día había hecho algo mucho más importante que fugarse de casa, conocer a un amable camarero de ojos dorados y engañar a un rubio arisco y callado para tener una especie de cita con él.

—¿No puedes correr un poco, señorita “no-sé-leer-un-simple-mapa-callejero”? —volvió a llamarle la atención Raijin, mientras se llevaba un cigarrillo a los labios y se lo encendía.

Cleven reaccionó, apurada, y se pegó a sus talones. Estaba todo el rato quedándose atrás. Alzó la vista para mirarlo, pero estaba a sus espaldas y no podía verle la cara.

—Oye, ¿por qué tanta prisa? —le preguntó, empezando a cansarse, y lamentó que no estuviese Yako ahí para llevarle amablemente la mochila, que pesaba ya insoportablemente.

—Cuanto antes acabemos, antes podré irme a casa —contestó sin tapujos.

Pero ella no se ofendió. En otras circunstancias, ese comentario le habría sentado mal. Pero es que ahora pesaba en ella una curiosidad tan grande por él, por su actitud, por las cosas que callaba, por sus posibles secretos, por qué tipo de vida tendría… o por qué demonios una persona así podía haber sido el mejor amigo de Yako desde que eran bebés. Todo un misterio. Y Cleven estaba aquí por ese misterio.

—Dime, a esas otras chicas casualmente jóvenes y casualmente nuevas por aquí, ¿también les has hecho este favor? —le preguntó, acelerando el paso hasta ponerse a su lado y mirarle la cara.

—Antes de que pudiese contestarles, ya me habían metido el número de teléfono en el bolsillo de los pantalones —masculló, con la vista fija al frente, dándole una calada a su cigarrillo. Frío...

«Ahí va» pensó Cleven, desviando la mirada, medio sonriendo. «Así que él se ofende con ese tipo de estrategia descarada… Los chicos de mi clase se volverían locos de alegría si una chica les hiciera eso. Vale, Raijin es cuatro años mayor, supongo que será más maduro que los chicos de mi edad, claro. ¿Será que ese tipo de comportamiento de las mujeres lo siente como una falta de respeto? Me ha parecido así, por cómo lo ha dicho. Guau… ¡es tan maduro…!» le brillaron los ojos con más admiración por él, prendada.

«Debo tener cuidado, entonces. Porque eso significa que a sus ojos puedo parecer muy inmadura con facilidad. O muy buscona. ¡O una loca! Será mejor que empiece a tener respeto por sus límites. Parece ser que él valora la distancia física, no le gusta ni ser pulpo ni que sean pulpos con él. Nada de disimuladas caricias en el brazo sin permiso, nada de acercamientos demasiado descarados, amagos de tocarle un hombro o posar una mano en su espalda… al menos por ahora. Nada de quedarme mirándolo fijamente durante dos minutos enteros como una completa chiflada como estoy haciendo ahora mismo, ¡lo voy a espantar! Dile otra cosa, coméntale algo que sea normal y no incómodo».

—Eh… mmm… ¿Te tiñes el pelo?

De repente Cleven se quedó con una mueca torcida. «¿Qué coño le acabo de preguntar? ¿Le acabo de hacer la pregunta más tonta del mundo? ¡Cleven, ¿eres tonta?! ¡Si hasta tiene la barbita y las cejas rubias, y los vellos de su brazo! ¡Retonta!».

—¿Te lo tiñes tú? —replicó él.

Eso pilló a Cleven por sorpresa.

—Claro que no, ¿por qué pensarías eso? Creo que se puede adivinar a simple vista que soy mestiza.

—¿Y no se te ha ocurrido pensar que yo también?

—¡Oh! ¿De verdad? —se entusiasmó—. ¿Qué otra nacionalidad tienes, aparte de japonés?

Sin embargo, él no respondió. Tan sólo le dio otra calada a su cigarrillo. Cleven suspiró chafada, por un momento había creído que había logrado empezar una conversación con él que durase más de treinta segundos. Pero de pronto, Raijin se paró en medio de la acera y ella casi se chocó con él. Cleven se dio cuenta de que miraba hacia una dirección, y de que se habían parado justo delante de un supermercado muy grande.

—¡Ah! Ya… —entendió ella—. Sí, vale… el súper principal de la zona… Tomo nota, me será muy útil.

Raijin volvió a emprender la marcha. Cleven se percató de que eso era todo lo que él estaba haciendo; de que ese era el único motivo por el que estaba yendo con ella por las calles. Nada más allá de lo prometido, enseñarle la zona de Shibuya y los lugares importantes para alguien que se iba a independizar.

Esto echó las esperanzas de Cleven bastante por tierra. De verdad él no estaba desarrollando ningún interés en ella, de ningún tipo. Solamente la estaba ayudando a rajatabla en lo que ella le había pedido.

Pero no. No se iba a rendir. ¡Apenas llevaba con él media hora! Era demasiado pronto para darlo por perdido.

Se metieron por uno de los accesos al Parque Yoyogi, tras cruzar el puente de piedra que pasaba sobre las vías de tren de la estación de Harajuku. Después de caminar largo rato entre la envolvente naturaleza del parque y sus frondosos árboles hasta llegar a un área de paseos asfaltados junto a varias fuentes y estanques, Cleven se fijó en una zona de columpios un poco más allá, entre unos setos recortados. Reconoció de entre todos los niños pequeños que allí había a los dos que conoció en el instituto, los mellizos Clover y Daisuke. Sonrió contenta, quería saludarlos, o por lo menos a la niña, que era más agradable que su hermano.

—Oye, espera un poco, ¿vale? —le suplicó a Raijin, cortándole el paso—. Será sólo un momentito.

Y echó a correr, adentrándose en el pequeño parque de columpios, con la mochila dando botes en su espalda. Raijin se quedó ahí plantado, algo sorprendido por lo que acababa de pasar. Siguió a Cleven con la mirada. Abrió más los ojos cuando vio a la joven parándose junto a esos dos niños que estaban trepando por un columpio. Raijin se puso tan nervioso que se apartó del camino de un salto y se escondió tras un árbol. Esperó a que la chica volviese, cruzándose de brazos de mala gana.

—¡Hola, Clover! —le sonrió Cleven a la niña, que se encontraba a su misma altura, en lo alto del columpio.

—¡Ah, señora chica mayor! —exclamó la pequeña, iluminándosele la cara—. ¡Hola!

—¿Qué? ¿Pasando la mañana en el parque? —preguntó alegremente, mirando de reojo a Daisuke, el cual estaba al otro lado del columpio, observándola con cara de pocos amigos.

—¡Sí, estamos jugando al pilla-pilla en el columpio, no podemos pisar el suelo! —le dijo entusiasmada—. ¡Hay serpientes!

—Eso, estamos jugando, así que no molestes, cleptómana —le dijo Daisuke, apareciendo al lado de su hermana.

—Qué rico —murmuró Cleven entre dientes, forzando la sonrisa y revolviéndole el pelo, pero el niño se apartó, molesto—. ¿Estáis con vuestro papá o con vuestra mamá?

Los dos hermanos se miraron un momento, pero Clover le volvió a sonreír.

—Estamos con la señora Agatha —le dijo, señalando a una anciana que había sentada en un banco de más allá, charlando con una mujer, seguramente madre de otro de los muchos niños que allí había—. Es la que nos cuida a veces.

«Ah, será la típica yaya que cuida de los niños pequeños» dedujo Cleven.

—Bueno, me voy, que tengo un poco de prisa —les sonrió de nuevo, contenta de haber vuelto a verlos, o al menos a Clover; podría decirse que se había enamorado de esa niña—. Nos vemos otro día.

—¡Adiós! —se despidió Clover enérgicamente, mientras su hermano sacaba la lengua hacia Cleven con burla.

—Clover, ¿qué es una mamá? —le preguntó entonces Daisuke.

—Así es como llaman los otros niños a esas señoras que los cuidan, en vez de llamarlas por sus nombres.

—¿Tenemos que llamar “mamá” a Agatha entonces?

—No… Creo que solamente se llaman así las mejores amigas de los papás.

—Oh, ¿y por qué nuestro papá no tiene una mejor amiga?

—Mm… —Clover miró a su mellizo con pesar—. Papá tenía una. Pero se murió.

—¿Cómo lo sabes? —se sorprendió Daisuke.

—Porque yo a veces la veo y hablo con ella.

—Ussh, un espíritu —comprendió el niño, sintiendo un escalofrío—. No me digas eso, Clover, me dan mucho miedo los espíritus.

—Ella no te daría ningún miedo —le aseguró su hermana, sonriéndole—. Tienes sus mismos ojos.

—¿De verdad?

Cleven se paró en seco en mitad del camino. Raijin había desaparecido. Pero lo encontró dos segundos después escondido detrás de un árbol, lanzando discretas miradas de vez en cuando a la zona de columpios. Cuando quiso darse cuenta, Raijin vio a Cleven observándolo con una ceja muy arqueada. De repente se enderezó y se puso serio, carraspeando.

—¿Qué? —preguntó ella, confusa.

—Nada —murmuró con desgana, volviendo emprender la marcha.

—Es que a esos dos niños los conocí hace poco en el instituto, porque el edificio del Instituto Tomonari y el del Colegio Tomonari están juntos pero separados por una valla y los vi a través de la valla y tal… —le explicó Cleven, pensando que tal vez Raijin se estaba preguntando qué pasaba con esos mellizos—. La niña se llama Clover, y es encantadora... Ay... y tan mona... El otro era su hermano, y no es que sea un angelito, pero también es tan mono… ¿Nunca los has visto por aquí?

Raijin tardó un poco en contestar.

—Alguna vez —murmuró pasivo—. A veces van a la cafetería de Yako.

«Mm... Tengo que ir más a menudo a la cafetería» decidió la joven. Observó a Raijin, que seguía caminando delante de ella, en silencio, indiferente. Cleven suspiró una vez más y se centró en seguirlo. Estaba ya cansada, cargando con la mochila, pero no quiso hacerlo notar ni que eso fuera motivo de terminar ahí el paseo.

Hacía frío, y el cielo estaba nublado, amenazando con nevar en cualquier momento. Tomó nota de que giraron por un camino de la derecha y siguieron recto. No tardó en asomar a lo lejos, por encima de los árboles y de la verja de hierro que limitaba el parque varios altos edificios, y entre ellos había uno que decía, con letras grandes, Hotel Shibuya Excel Tokyu, su hotel. Cayó entonces en algo.

—Por cierto, ¿cómo puedo llamarte?

—De ninguna forma —contestó el chico secamente.

—Ah... —se quedó de piedra—. Ah, muy bien, pues yo tampoco te diré mi nombre.

—Muy bien.

«¡Ough... qué terco es!» pensó rabiosa.

—Te voy a llamar Raijin, igual que hace Yako —declaró, cruzándose de brazos—. ¿Puedo?

—No.

—¡Agh! ¿¡Pero por qué!?

—Porque no.

—¿Y tu verdadero nombre? —insistió, pero recibió silencio e ignorancia como respuesta.

Cleven entornó los ojos con fiereza, decidió no darle más vueltas y fue a lo que iba.

—¿Te importa que vaya un momento al hotel, señor “no-me-toques-ni-me-hables-que-si-no-te-aplasto-con-la-mirada”? Ya que estamos al lado... Y así dejo esta mochila que causa el retraso que tanto te molesta.

—Date prisa.

Cleven soltó un gruñido, pero cuando cruzaron la carretera hacia la acera opuesta, donde se encontraba el hotel, no supo por qué no pudo evitar una sonrisa. Raijin se quedó fuera, esperándola otra vez, a la puerta del edificio, fumándose otro cigarrillo mientras ella hablaba con el recepcionista para conseguir habitación. Una vez le dieron la llave, subió lo más rápido que pudo y, abriendo la puerta de la habitación, lanzó la mochila por doquier y volvió a cerrar. No quería hacerle esperar, pensaba que el chico era capaz de largarse si se impacientaba, así que bajó a todo correr y volvió con él.

Y ahí estaba. Cleven, en el fondo, no lo entendía muy bien. El chico parecía estar sacrificándose para hacerle el favor de enseñarle la zona, y encima con lo borde y antipático que era, ¿por qué se molestaba? ¿Por qué seguía acompañándola en vez de largarse, que era lo que al parecer estaba deseando? Pensó que tal vez Yako lo había hechizado con un conjuro, porque de verdad que no lo entendía. Sin embargo, le dio completamente igual, todavía estaba ahí, y eso era lo que ella quería.

Era nuevo para Cleven conocer a alguien así, la primera vez que conocía a alguien así, y por eso tenía mucha curiosidad por saber más cosas de él. Era tan difícil adivinar en qué pensaba Raijin... Un completo enigma. Aprovecha y no le des más vueltas, se dijo a sí misma, mientras se volvía a abrochar el abrigo y aceleraba la marcha, pues el joven ya se iba calle arriba dejándola atrás otra vez.

Caminaron un largo rato por las calles, por los alrededores del hotel y del Parque Yoyogi. Raijin le mostró, a su silencioso modo, algunos lugares más de interés o de utilidad. Ella procuró fingir que estaba muy atenta tomando nota de eso. Pero se pasó todo el tiempo cavilando, haciéndose preguntas sobre él, creando conjeturas, imaginando misterios o fantasías sobre él.

¿Por qué a ese chico le habían puesto el apodo de “Raijin” sus amigos? Ese era el nombre del Dios del Trueno de la mitología japonesa. No pegaba mucho con él. No tenía pinta de ser letal, cegador y estruendoso. Sólo era un chico callado, impasible y tranquilo, además de tener malas pulgas. También se acordó del apodo de Yako, “Shokubutsu”, que significaba “plantas”. No entendía por qué, pero no le dio importancia.

De repente, cuando subían por una calle llena de pequeños locales de comida, comenzó a oler algo delicioso que le llamó la atención. Corrió calle arriba adelantando a Raijin y se paró a unos metros, en mitad de la calle. La gente que pasaba por ahí la observó con extrañeza al verla olfatear el aire con los ojos cerrados y prestando atención, como un perro. Raijin se detuvo y se la quedó mirando como si fuese un bicho raro. Ese olor...

—¡Oh, sí! —exclamó Cleven, dando una palmada al aire—. ¡Takoyaki, takoyaki! —dijo emocionada y, volviéndose hacia Raijin, se olvidó del respeto del contacto físico y lo cogió de un brazo, y tiró de él—. ¡Vamos, compremos bolitas de pulpo, vamos!

—Acabas de desayunar —susurró con voz áspera, incrédulo.

—¡Da igual! —dijo ella, poniendo todo su empeño por tirar de él, pero no conseguía moverlo ni un milímetro—. ¡Siempre hay espacio para el takoyaki, venga! ¡Yo te invito!

Raijin puso los ojos en blanco y, soltando un suspiro de paciencia, cedió a los tirones de la chica.

—Eres una pelmaza —le dijo con malos humos—. Suéltame.

Cleven obedeció, pero anduvo calle arriba, guiándose por su olfato. Llegaron entonces a una plaza grande abarrotada de gente, lugar de origen del olor a takoyaki. Cleven, con la cara iluminada de alegría, divisó entre la gente, un poco más allá, un puesto ambulante donde un hombre asaba pulpo y preparaba variadas delicias, entre ellas el takoyaki. Corrió a comprar un par de raciones, dejando a su guía atrás, y en pocos segundos ya volvía con él. Le tendió una de las bandejas de plástico, con cuatro takoyaki calentitos y exquisitos. Raijin miró la bandejita, y luego a Cleven, sin decir nada, serio.

—¿Qué pasa? ¿No quieres? —le preguntó Cleven, sorprendida.

—Nunca dije que quisiera.

—¡Ugh! —saltó rabiosa—. ¡Pues vale! ¡Encima que te invito! ¡Me lo comeré yo solita, tú te lo pierdes! —exclamó con enfado, dejando las raciones lejos de su alcance y se lo empezó a comer todo como si hubiese estado semanas sin comer.

Raijin, quieto en el sitio mientras la gente paseaba a sus alrededores, estuvo contemplando inexpresivamente a aquella criatura que engullía el alimento como las serpientes. Cleven ponía cara de gusto cada vez que se metía una bola entera en la boca, estaba disfrutando de una de sus comidas favoritas, por lo que no mostraba señales de educación ni de modales, pese a estar rodeada de gente.

El rubio negó con la cabeza, pensando que ya había visto demasiado y, dando media vuelta, echó a andar de nuevo.

—¡Effpera! —exclamó Cleven al percatarse, tragándose la última bola y corriendo junto a él.

Siguieron andando en completo silencio, adentrándose por una de las muchas calles que partían desde la plaza. Cleven memorizó la plaza para la próxima vez que quisiese comer takoyaki. No tardó en ver que en la calle donde se encontraban estaba la biblioteca pública. Otro sitio importante más al alcance. «¡Vivir en el centro sí que no tiene nada que ver con las afueras!» pensó ilusionada. «No sé por qué a papá se le ocurrió instalarse en las afueras y hacernos vivir ahí, en el barrio más soporífero del mundo donde no hay nada cerca. Ah, sí… ¡porque papá es igual de muermo que nuestro barrio!».

Pensó que si se quedaba a vivir con su tío Brey, y si este vivía en el centro, salir a dar un simple paseo en plena ciudad ya no sería como hacer un viaje, teniendo que planearlo de antemano, coger el tren temprano, estar un tiempo límite y atenta a la hora para coger el tren de vuelta… Salir por la puerta de casa y estar ya mismo pisando plena ciudad era para ella como un lujo, más que vivir en un chalet enorme en las afueras.

Cleven siempre había sentido afinidad por el bullicio, verse rodeada de cosas, de ruido, luces, gente… mucha gente… Para ella, lejos de verlo como un ambiente agobiante, era más bien un ambiente cargado de vida, una energía que fluía continuamente sin descanso por todas partes, y eso a ella le hacía sentirse como… si estuviera en casa. O en el lugar donde debía estar. Por eso, con razón vivir en el barrio de las afueras, tan silencioso y vacío, había ido drenando gota a gota su propia vida interior.

Trató entonces de imaginar cómo sería su vida viviendo con su tío. Se imaginó a este como un hombre de treinta o cuarenta y tantos años, gordo y con barba. A lo mejor estaba casado y resultaba que Cleven tenía primos. Le entusiasmó aquella idea. ¿Y en qué trabajaría?

Pero lo más importante era preguntarse lo más obvio, si realmente la dejaría vivir con él. Si él tenía mujer e hijos, a lo mejor eso lo haría más complicado. Si estaba soltero, a lo mejor prefería seguir viviendo solo. No obstante, ninguna de estas cuestiones preocupó a Cleven ahora, porque, en cualquiera de los casos y de los escenarios, lo que ella realmente quería en el fondo era conocerlo. Sólo esperaba que su tío fuese una persona agradable y simpática, como su madre. Y que él también se sintiera feliz de conocerla.

Cleven aprovechó que pasaron cerca de una librería y se acordó de comprar la guía telefónica, tal como tenía planeado como una de las posibles formas de localizar a su tío, y la metió en su bolso. En cuanto ella y Raijin hubiesen acabado su “cita”, como ella ilusamente quería llamarlo, empezaría a localizar a su tío desde el hotel. Sin embargo, no soportaba la idea de separarse de su guía de barrio. En verdad se lo había pasado bien paseando con él por las calles, pese a que Raijin no era nada divertido ni amistoso, y le gustó cómo había pasado la mañana. No quería que terminase. Su tío podría esperar. Quería estar con Raijin el mayor tiempo posible.


Llegó el mediodía, y esta vez Cleven había conseguido convencer al hombre de hielo para que comiese algo con ella. Aunque le había costado.

—No.

—Venga, no seas así —insistió Cleven cuando se detuvieron en un cruce—. Vamos a comer algo.

—¿Qué te hace pensar que quiero comer contigo? —replicó de mala gana.

—Es lo menos que puedo hacer por haberte molestado en enseñarme la zona. Así que yo invito, y esta vez te lo vas a comer. No me hagas sentir culpable. Venga...

—Que no.

—Vaya… —Cleven fingió una cara apenada—. Pues… cuando vuelva a ir a la cafetería de Yako un día de estos y me pregunte qué tal me fue contigo… tendré que decirle que me siento muy triste y culpable porque no he logrado pagarle el favor a mi amable guía por su noble sacrificio de ayudarme.

Raijin se la quedó mirando sin pestañear, inmóvil. «Me está manipulando descaradamente esta humana. Pero… por otra parte…». El rubio se imaginó, de hecho, la indudable reacción que Yako tendría si Cleven le decía eso, y efectivamente su amigo se iba a poner insoportable reprochándole por qué no había dejado que Cleven lo invitara a comer para que así ella se sintiera tranquila con su deuda saldada y por qué era tan terco con la gente y por qué no intentaba abrirse un poco más a la gente y…

—Comemos y se acabó —dijo Raijin finalmente.

Cleven abrió una sonrisa en su cara tan grande y tan feliz que parecía una demente. Lo arrastró entonces hacia unas mesas que estaban dispuestas al aire libre, en la calle, de un restaurante Fridays.

Sentados uno frente al otro, Raijin mirando a otra parte con desgana, con la cabeza apoyada en una mano y Cleven echándole kétchup a sus patatas, el móvil de la joven comenzó a vibrar por fin. Cleven se sobresaltó y lo sacó del bolsillo por debajo de la mesa, a la vez que se metía en la boca un par de patatas. Vio que se trataba de Raven.

Era de esperar que alguna de sus amigas la llamase tarde o temprano, seguramente para quedar. Sin embargo, Cleven decidió no coger la llamada, pues ello conllevaría explicarle dónde estaba y lo que estaba haciendo, lo de sus planes de vivir con su tío. Ella prefería hablarlo con ella y con Nakuru personalmente, a solas, y no por teléfono, mucho menos delante de Raijin. Confiaba en que ninguna de las dos llamase a su casa. Cleven ya les había dicho que siempre la llamasen al móvil, así que se tranquilizó, sabiendo que a su casa no iban a llamar.

Colgó la llamada de Raven, dándole la señal de que ahora no podía hablar, y volvió con su comida. Vio que Raijin no había tocado su plato, seguía mirando la lejanía, con la cabeza apoyada en la mano.

—¿Me vas a decir que no tienes hambre? —preguntó Cleven, frunciendo el ceño—. Venga ya, deja de ser así.

Raijin le lanzó una mirada cansada y, dejando caer la mano sobre la mesa e incorporándose en su silla, comenzó a comer en silencio, sin entusiasmo alguno. Cleven quiso sacarle conversación, y esperó que no le costase demasiado esfuerzo.

No obstante, de pronto vieron a un niño pequeño junto a su mesa, que los miraba con inocencia. Había muchos niños pequeños en la terraza, algunos comiendo con sus padres y otros jugando en un recinto infantil cerca de allí. Pero ese niño, que no debía tener más de cuatro años, se había parado al lado de ellos y los miraba sin razón alguna, con un moco colgando. A Cleven le hizo gracia esa cara tan inocente y boba, por eso le sonrió y lo saludó con la mano alegremente. El niño también sonrió, pero cuando miró a Raijin, este le dirigió una mirada ultracongelante y terrorífica, o al menos así es como el pobre muchacho la interpretó, porque además le pareció ver por un instante que uno de sus ojos brilló de una luz amarilla.

Eso fue bastante como para que el pequeño saliese corriendo muerto de miedo y llorando, volviendo a la mesa donde estaban sus padres.

—¿Pero qué...? —se enfadó Cleven—. ¡Qué cruel! ¿¡Por qué lo has asustado!?

—Se ha asustado él solo.

—¡No me extraña! Si lo miras como si lo fueras a morder. ¿Por qué no has sido más suave con él?

—No me gustan los niños —siguió comiendo tranquilamente.

—¿Por qué? ¿Porque suelen ser alegres y eso choca con tu naturaleza?

—Porque no hacen más que dar gritos, romper y mancharlo todo.

—Jo, entonces tú no vas a tener hijos nunca. Pobres de ellos, si los llegas a tener —bufó, volviendo con su hamburguesa—. Bueno, ¿tienes hermanos? —preguntó cambiando de tema.

Él no contestó.

—¿Vives solo?

Él no contestó.

—¿Te has criado aquí toda la vida?

Silencio.

—¡Venga ya, échame una mano!

—¿Qué es lo que pretendes? —saltó él.

—Sólo intento entablar una conversación contigo.

—Pues yo no, así que déjame comer en paz.

Cleven dio un largo suspiro, abatida. «Joder, es como un crío». Era imposible, ese chico era lo más antisocial que había conocido. No comprendía cómo Yako podía ser su mejor amigo, eran totalmente opuestos. Dio por hecho que Raijin no debía de caerle bien a la gente. Pero ¿por qué? ¿Por qué era así? ¿Era porque había nacido así, con problemas para socializar? ¿O era algo que él hacía a propósito para alejar a la gente de él? Si este fuera el caso, ¿por qué lo hacía? ¿Escondía algo? ¿¡Cuál era el motivo!?

Cleven no paraba de hacerse estas preguntas. Lejos de estar disgustada, o espantada, o de querer alejarse de él, sentía todo lo contrario: estaba aún más ansiosa por acercarse más y descubrir más sobre él. Quizá ya no sólo se trataba de una simple atracción física. Había algo más que empujaba a una vieja Cleven interior a insistir con esta persona. Era como si una parte muy antigua de ella estuviera intentando descubrir algo más que el nombre, los gustos y las aficiones de un chico guapo. Algo más grande estaba detrás de los silencios y la indiferencia de ese chico.


* * * *


—¡Volved aquí! ¡Gamberros! ¡Que me he quedado con vuestras caras!

Tres chicos se reían a carcajadas mientras corrían por la calle, perseguidos por un hombre que llevaba una especie de delantal con el nombre de su tienda escrito, y a juzgar por lo roja que tenía la cara y por las dos venas de su frente, estaba realmente colérico. Además, sostenía en una mano un palo de madera que agitaba en el aire peligrosamente. Sin embargo, los tres jóvenes le llevaban ventaja, aunque el dependiente no tenía pinta de rendirse tan pronto.

Drasik, con sus pelos de loco, miró hacia atrás para asegurarse de que debían seguir huyendo. Al ver al pobre hombre corriendo por las calles a pocos metros tras ellos, intentando esquivar a los sorprendidos peatones, soltó otra carcajada de diversión.

—¡Drasik, como no nos escondamos en algún lugar, acabará por zurrarnos! —le avisó uno de los dos amigos que iban con él, cada vez más preocupado, porque el dependiente no presentaba síntomas de cansancio.

—Este humano ha desayunado bien esta mañana —murmuró Drasik para sí mismo, sonriendo socarronamente—. ¡Ya sé, seguidme por aquí!

Dio un giro por una calle y sus dos amigos lo siguieron. El dependiente tardó poco en aparecer tras ellos de nuevo, doblando la esquina que habían doblado ellos, soltando juramentos.

Drasik, de pronto, se quedó un momento sin aliento al ver a lo lejos a una pareja peculiar comiendo en la terraza del Fridays. Perplejo se quedó, pero las amenazas del dependiente volvieron a llegar a sus oídos y se vio obligado a seguir corriendo. Unos minutos después, sonrió con triunfo al divisar ya a pocos metros el lugar en donde pretendía ocultarse de su perseguidor. Los otros dos chicos, uno con pinta punk y el otro con pinta de skater, vieron a su amigo meterse en una cafetería y lo imitaron.

Al pasar por la puerta, Drasik casi atropella a un joven.

—¡Eh! ¿¡Pero qué...!? —exclamó Yako, alzando una bandeja con tazas que se tambalearon peligrosamente cuando Drasik pasó al galope seguido de los otros dos, y se metieron por la puerta de la cocina detrás de la barra.

Los clientes que allí había, tomándose unos sándwiches de almuerzo, vieron la escena con sorpresa, pero Yako, comenzando a entender la situación, dio un suspiro de desasosiego.

—¡Sam! —lo llamó, y este, por ahí cerca entre las mesas, asintió con la cabeza y se dirigió a la puerta que daba a la calle, donde justo en ese momento iba a entrar el dependiente colérico.

—Déjame entrar, muchacho —jadeó el hombre, recorriendo con la mirada el interior del local, buscando a sus presas.

—Sólo si viene a tomar algo —terció Sam tan tranquilo, impidiéndole el paso y fijándose en el palo de madera que llevaba el visitante—. No queremos problemas.

—Sé que están aquí, sé que han entrado aquí esos hijos del demonio —masculló el hombre rechinando los dientes—. Déjame pasar, chaval, o...

—¿O qué?

El hombre hizo un gesto irritado, e intentó ver el rostro de Sam, pero era difícil, porque seguía cubierto por la capucha de la sudadera y la braga de nieve. No iba a permitir que un criajo le impidiese pasar. No obstante, para su sorpresa, Sam le puso lenta, delicada y suavemente una mano en el hombro, sereno.

—No queremos problemas —repitió susurrante, vocalizando lentamente cada palabra.

El dependiente no pudo moverse, se había puesto tenso, a la vez que dos gotas de sudor resbalaban por su cara. Miró con nerviosismo al joven, que seguía teniendo la mano sobre su hombro como si fuesen amigos. Por un instante, le pareció ver un par de colmillos asomando entre los labios del chico y un muy sutil brillo de color verde oscuro en uno de sus ojos. Ante tan extraño muchacho, el dependiente, tragando saliva, ya no se atrevió a insistir más.

—Sí, vale... —murmuró, dando media vuelta, y se marchó con su garrote.

Una vez lo perdió de vista, Sam se dirigió a la cocina, donde encontró a Yako, a MJ y a tres chavales que se reían apoyados contra una de las encimeras.

—... y cuando se nos cayó sin querer la estantería de las especias… —reía el punk—. Vaya desastre...

—Ya lo vi sacar su garrote y salimos pitando, vaya un paleto —rio a su vez el otro chico con aspecto de skater.

Yako, MJ y Sam estaban ahí, frente a ellos, de brazos cruzados, viéndolos celebrar su faena con cara de mosqueo.

—¡Hey! —exclamó Drasik, acercándose a Sam cuando se percató de su presencia, y le dio unas palmaditas en la espalda—. ¡Gracias por espantarlo! ¡Aquí se habría formado una masacre! —rio.

—Aún puede formarse —susurró Sam, mirándolo a la cara fijamente, y Drasik, captando la indirecta, se separó de él con cautelosa inocencia.

—Me voy a seguir trabajando —declaró MJ, harta de las risotadas—. Siempre igual. No aguanto a estos tres, y menos al de los pelos de loco —le dirigió una mirada furtiva a Drasik y salió de la cocina, dejando a los cinco solos.

—Ya es la segunda vez en una semana —les reprochó Yako, poniéndose serio por primera vez en mucho tiempo—. ¿Creéis que os voy a dejar camuflaros aquí siempre que os persiga la poli o un dependiente furioso?

—Bueno, nosotros nos vamos —dijeron los dos amigos de Drasik, sonriendo inocentemente y saliendo de la cocina con premura, escapándose de la conversación.

—Serán cobardes... —musitó Drasik, negando con la cabeza.

—Tú —le sobresaltó Yako, entornando sus ojos dorados—. En mi local no quiero problemas. Mis clientes más habituales ya me han llamado la atención varias veces por este tipo de alborotos que traes, y no creo que Sam vuelva a molestarse en salvarte el pellejo.

—Si por mí fuera, le arrancaba la cabeza ahora mismo —masculló Sam.

—Vamos, ¡sólo nos estábamos divirtiendo! —se defendió Drasik—. Tus clientes son unos quejicas.

—Mis clientes son buenos humanos inocentes —impugnó Yako, apuntándolo con un dedo muy severo—. Y mi cafetería ha de ser un lugar donde los humanos se sientan seguros, a salvo y tranquilos. Donde no tengan que preocuparse o asustarse de nada. Voy a tener que prohibirte la entrada hasta que te comportes mejor.

—Vamos, vamos... —los tranquilizó Drasik, sonriente, poniéndose entre los dos y pasando los brazos sobre sus hombros—. Somos amigos de toda la vida, no me vais a hacer este feo, Sammy, Yako... Llevamos mucho tiempo inactivos, debéis comprender que me aburro. ¡Ah! —saltó, poniéndose serio—. A no ser que vosotros hayáis participado últimamente en algún caso y no me hayáis informado.

—No, Drasik —suspiró Yako—. Todo ha estado tranquilo, afortunadamente.

Drasik se separó de ellos y se sentó sobre la encimera.

—Sí, debes de tener razón, Yako, porque he visto a Raijin almorzando tan tranquilo con una chica de mi clase en el restaurante Fridays.

—Ah, ¿esa chica es de tu clase? —se sorprendió Yako—. Pobrecilla...

—Eh, eh, que todavía no le he hecho nada —replicó Drasik, ofendido.

—¿Todavía? —murmuró Sam, desviando la mirada.

—Es realmente sorprendente —continuó Drasik, reflexivo—. ¿Qué hace Raijin con una chica como ella? Es más, ¿qué hace Raijin con un humano si no se entiende bien con ellos? No, no... Es más, ¿qué coño hace Raijin con alguien?

—Tal vez ya iba siendo hora de que alguien lo distrajera de sus pensamientos —contestó Yako—. Raijin lleva ya mucho tiempo centrándose únicamente en vigilar la ciudad, siempre tengo que acabar empujándolo a tomarse un descanso. La única relación que tiene últimamente con los humanos es solamente cuando les está salvando la vida. Por una vez está conociendo a alguien que no está en peligro.

—Pobre pelirroja —resopló Drasik, divertido—. No sé qué pretende esa princesa con Raijin, pero lo va a tener difícil para sacarle una conversación normal. Además, ella no es para nada del tipo de Raijin, me sorprende que haya llegado a sentarse a comer con ella. No se habrá vuelto loco, ¿verdad? Esto es muy raro.

—Creo que el parecido que tiene la chica con cierta persona le ha hecho cambiar de idea —opinó Yako.

—¿Con quién? —se extrañó Drasik.

—Nada, olvídalo.

—Bueno, pues uno que se larga, estoy famélico —declaró Drasik, saltando de la repisa y miró a Sam—. Oye, en serio, ¿no te mueres de calor? ¿O es que el verme te pone cara de perro?

Sam hizo ademán de echársele encima por la provocación, que además era una indirecta, pero Drasik corrió hacia la puerta, riéndose, y se fue.

—¿Esa pelirroja, Cleven, es la chica que vino contigo esta mañana? —le preguntó Sam a Yako.

—Sí —sonrió.

Sam fue a preguntarle si ese nombre no le resultaba vagamente familiar del pasado, pero como ni él estaba completamente seguro, pasó del tema y volvió al trabajo, pues se oía la voz de Kain y de MJ pidiendo un poco de ayuda para atender las mesas.


* * * *


Cleven y el Míster Universo antisocial seguían sentados en la mesa del restaurante, terminando de tomar el postre. Para ella tomar postre siempre era obligatorio porque era una tragona de campeonato de comida insana, y justo allí servían unos vasos enormes de grasiento batido de chocolate con trozos de helado y de galletas y de caramelo y de bizcocho… una bomba calórica.

De hecho, Raijin estaba espeluznado, observándola comer todo eso, cucharada sopera a cucharada sopera. Él solamente se estaba tomando un té. A Cleven le había resultado curioso. Durante la comida, se había fijado en que Raijin tenía unas costumbres muy japonesas, gestos tradicionales. A pesar de estar comiendo comida occidental, usaba y colocaba los cubiertos al terminar similar a si estuviera usando palillos. Y sostenía su taza de té apoyando la base sobre una mano con la palma hacia arriba y con la otra abrazando el lateral de la taza, en lugar de cogerla por el asa.

La verdad es que a Cleven, ese tipo de comportamiento japonés tradicional le recordaba mucho a su hermano mayor. Él también tenía esos modales, influidos por su madre y por su abuelo materno. Por el contrario, Cleven y Yenkis habían adoptado maneras más occidentales, influidos por su padre.

Habiéndose resignado a no obtener una conversación normal con él, Cleven había optado por contarle ella misma cosas suyas, como cosas del instituto, o su opinión sobre en cuáles de los cincuenta sitios que conocía hacían el mejor takoyaki y por qué. Raijin, todo el rato callado, al menos la había estado mirando a la cara mientras le hablaba, a pesar de que cuando parpadeaba, lo hacía tan lentamente que parecía que iba a caerse dormido en cualquier momento.

Aun así. Cleven decidió intentarlo una vez más, sonsacarle alguna conversación. Quería saber más cosas sobre él, y pensaba que después de ese largo rato que habían compartido, él estaría un poco más dispuesto.

—¿Sabes? Ahora mismo estoy un poquito sorprendida —dijo ella.

Raijin levantó la vista de su taza con cara confusa.

—En toda la comida no has vuelto a decir ningún comentario sobre acabar ya con esto y largarte. En una hora entera no has mostrado signos de prisa o de querer marcharte de una vez.

—La gente no suele saber… —dijo él—… lo extremadamente importante que es para la salud comer con calma. Comer mientras piensas en problemas, deberes o responsabilidades, cosas que estresan o te generan malas emociones, afecta al correcto funcionamiento del aparato digestivo. Y el aparato digestivo es fundamental para la salud física y mental.

—¿Mental?

—El intestino tiene una cierta conexión con las neuronas cerebrales —tomó un sorbo de su té, cerrando los ojos, sereno—. No me puedo permitir ningún malestar en mi salud.

—¡Pero si fumas tabaco!

—Eso no me afecta. Y me refiero a mi salud mental. Debo mantener el estrés alejado.

Cleven estaba anonadada. Le maravilló oírle hablar sobre temas de salud. Es más, le emocionó mucho oírlo hablar, es decir, más de una frase seguida. «Qué listo es… Debe de ser el mejor alumno de la facultad de Medicina, ¡seguro!» pensó. «Un momento, ¿cómo que no le afecta fumar tabaco? Eso afecta a todo el mundo».

—¿Significa eso que, en cuanto te termines tu té, abandonarás esta calma y retomarás tus ansias de antes de acabar de ayudarme y marcharte? —sonrió Cleven con ironía.

—Así es.

La joven se quedó boquiabierta ante esa respuesta. Vio que sí, que Raijin seguía manteniéndose en sus trece. Pasar la mañana con ella no había cambiado nada. Todo esto seguía siendo para él un favor que cumplir y nada más. Obviamente, esto decepcionó a Cleven. Pero no demasiado, porque, por una parte, ya se había acostumbrado a esa fría y cruda sinceridad suya.

—¿De verdad estás deseando irte? —le preguntó ella con cierto tono desilusionado.

—No tiene nada que ver con desear. Pelmaza —gruñó él—. Sino con el deber. Tengo muchas cosas que hacer. Responsabilidades, asuntos que atender. No todos tenemos absoluto tiempo libre los fines de semana.

—La verdad es que realmente parece que duermes muy poco —observó ella, apoyando la barbilla en una mano—. Es como si algo… no te dejara descansar bien. Y no recientemente, sino… —Cleven entornó los ojos, escudriñando los de él, pensativa, analizadora, percibiendo algo—… como desde hace muchos años.

Por primera vez en esa mañana, Raijin miró sorprendido a Cleven. ¿Qué narices sabía ella? ¿Cómo había notado algo así? Eso era suponer mucho de la vida de alguien que no le había dicho ni una sola información sobre sí mismo.

—Me gustaría pensar que toda esta mañana conmigo haya podido servirte para desconectar un poco de tus obligaciones y preocupaciones y relajarte por primera vez en mucho tiempo —añadió Cleven—. Pero sé que no es así.

Raijin empezó a sentirse un poco incómodo. Esta humana se había pasado toda la mañana hablando de completas estupideces típicas de chicas de su edad. Y ahora estaba empezando a decir cosas como si ya lo llevara conociendo una semana, en lugar de medio día. ¿Cómo era capaz ella de adivinar estos pequeños detalles de alguien que apenas decía una palabra y apenas mostraba una emoción?

—No te veo una persona nada feliz —se extrañó ella—. ¿Por qué es eso?

—¿Tú qué sabes? —replicó él.

—Si lo único de lo que eres capaz de disfrutar con paz mental, sin estar estresado o enfadado todo el tiempo, es de la hora de la comida y nada más… es que la vida no te está ofreciendo nada más que te merezca la pena. Es como si ya no te importara nada…

—Cuidado —le advirtió de repente Raijin.

Su tono sonó un poco alterado. Esto sorprendió a Cleven. No entendió por qué ese simple comentario había hecho saltar algo dentro de él.

—No hables de lo que no sabes —concluyó el chico.

—Sabría algo, si me contases algo… —insistió ella.

—¿Qué demonios pasa contigo? —interrumpió él, esta vez su tono sonó más fuerte y severo, llegando a sobrecogerla—. ¿Quién te crees que eres? ¿Vas por ahí preguntándole cosas personales a los desconocidos, metiéndote en su vida privada?

—¿No sabes cómo las personas normales se hacen amigas?

—Que yo sepa, estabas buscando a alguien que te ayudara con una tarea muy concreta. No un amigo. A no ser que estuvieras mintiendo —la miró con ojos desconfiados.

—A veces te haces amigo de gente inesperada simplemente por pasar un rato con ella. Yako es totalmente así.

—Yako está hecho de otra pasta. Yo no soy como él.

—Tú no eres como nadie —le corrigió ella.

Aquellas palabras parecieron afectar a Raijin de una manera especial. Cleven lo vio en su rostro. Era la emoción más intensa que le había visto expresar en toda la mañana, y eso la sorprendió e intrigó mucho. Hasta que se dio cuenta de que sí, le había impactado, pero en un lugar muy frágil. Porque el chico dejó su taza vacía sobre la mesa sin más y se levantó de la silla para marcharse, echándose su mochila de libros al hombro.

—¡Espera! —lo agarró Cleven de la manga de la chaqueta—. Pero eso no es nada malo. No lo decía para ofenderte. Al contrario.

—Es suficiente —se soltó de ella y se fue alejando.

—Perdóname —Cleven se levantó de la silla de un salto, pero se quedó ahí quieta. Raijin también se paró, pero no se giró—. Claramente valoras mucho tu privacidad, y yo he intentado sonsacártela, invadiéndote a preguntas quizá… demasiado personales. Me he precipitado y me he pasado de metomentodo… pero… —se agarró de las manos, nerviosa—… es que… por un momento te he mirado y… he presentido que cargas con un gran problema… y… he sentido la necesidad de intentar ayudarte.

Raijin permaneció ahí quieto a pocos metros, sin decir nada. La verdad es que no sabía qué decir. O qué pensar. Esta chica le estaba confundiendo mucho. Su comportamiento era un poco extraño, algo diferente al del resto de humanos en general. ¿Intentaba ayudarlo porque había sentido en él, como por arte de magia, el peso de un problema que no le dejaba descansar, o dormir, o ser un poco más feliz? ¿Pero a ella qué le importaba? Si ni siquiera lo conocía. Y ese tipo de problema lo tenían miles de personas, no era nada del otro mundo. ¿Qué le pasaba a esa tarada con esa molesta insistencia?

El rubio podía detectar que ella lo decía con sinceridad. Quizá, de verdad era una humana amable. Un poco pelmaza y charlatana, pero con buena intención, a pesar de que se había pasado un poco de la raya con las preguntas y las especulaciones sobre él.

Sin embargo, no importaba, de nada servía. Esta pobre humana inocente no tenía ni idea de nada y obviamente sus capacidades estaban bien lejos de solucionar un problema como el que él padecía. De hecho, era peligroso para ella meterse en esos asuntos. Él había cumplido su parte, la había ayudado porque era su trabajo, y ella se lo había pagado con un almuerzo gratis. Ya está.

Dio un paso para irse de una vez por todas, pero esa pelirroja de repente apareció delante de él otra vez con esa sonrisa de loca y de boba, dándole un susto de muerte.

—Bueno, bueno, ¡tranquilo! No me mires así, como si me fueras a partir con un rayo —le dijo ella alegremente—. Al menos, déjame despedirme, ¿no?

Había acabado la “cita”, ella lo tenía asumido, pero no quería que acabara de esa forma tan dramática. Y por encima de todo, Cleven no podía dejar al descubierto lo que sentía, tenía que aparentar normalidad, naturalidad, que no se notara que estaba babeando por él. No debía parecer una chica desesperada por estar con él, así que cogió aire. Tenía que hacerlo, tenía que despedirse, debía hacerlo.

—Te agradezco muchísimo que hayas dedicado parte de tu tiempo conmigo —le dijo, inclinándose educadamente—. Me has ayudado mucho. La verdad es que, si hubiese estado sola, me habría costado conocer bien la zona. Siento las molestias, y… —vaciló nerviosa; quería dejarle una cosa clara—. Espero que... volvamos a vernos. Lo he pasado bien.

Silencio. Cleven lo miraba profundamente, sonrojada, sintiendo ese vértigo en el estómago, pensando que de verdad ese era el hombre de sus sueños. Él, en cambio, la miraba inexpresivamente. Ni una sonrisa, ni un asentimiento, ni nada. Raijin desvió la mirada, se apartó de Cleven y siguió su camino. La joven se quedó algo aturdida por aquella reacción, y lo siguió con los ojos, decepcionada.

«Vaya un soso» se lamentó. «Ni siquiera un “adiós”, o un “hasta luego”. Nada. Absolutamente nada». Sintió que había estado perdiendo el tiempo intentando hacerse con ese chico. Era tan inalcanzable... una utopía de pies a cabeza. Pero no podía olvidarlo, no iba a permitir que esa fuese la última vez que se viesen. No iba a rendirse tan fácilmente.

Decidió que a esas horas no tenía que hacer nada mejor que irse al hotel e intentar localizar el número de su tío con la guía telefónica. Si no lo conseguía, mañana lunes intentaría buscar esa información sobre su estancia en el Tomonari, cruzando los dedos por que aún tuvieran los datos de su registro como antiguo alumno en la base de datos. Tenía que encontrarle lo antes posible, eso estaba claro.





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