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1º LIBRO - Realidad y Ficción





9.
¿Pesadillas o recuerdos?

«Le escocía la garganta por el frío, le dolían las piernas, pero no dejó de correr lo más rápido que podía. Deseaba ser mayor para poder correr más rápido, pero sus piernas todavía eran demasiado cortas, y ella, demasiado pequeña para que la tuvieran en cuenta, pero no para comprender lo que estaba pasando.

A su alrededor no había más que grandes tuberías que se entrelazaban en las paredes y en el techo. Había pequeñas luces de emergencia predispuestas en el frío suelo metálico, pues aquel lugar se había quedado sin corriente eléctrica. No obstante, la oscuridad de ese lugar no la atemorizaba, sino el hecho de no poder avisar al Líder a tiempo.

Lo buscó por todas partes, envuelta en un laberinto de tuberías y cables, en los subterráneos de un grandioso edificio en algún lugar recóndito. Sus pasos hacían eco por los pasillos, y más allá se oían leves explosiones y voces de gente que ella conocía. Sentía que se ahogaba, pero no debía detenerse, no tenía tiempo. Finalmente, llegó a una salida que daba a un extenso descampado llano y arenoso, rodeado al otro lado por un denso bosque ya oscuro en el anochecer. En él luchaban muchas personas, entre escombros y vehículos, algunos volcados.

Se paró para decidir por dónde debía ir. Aquel lugar era demasiado grande, era un complejo industrial en medio de un campo, lleno de naves, almacenes, grúas, maquinaria… Se guio por las voces que oía más allá, cerca de otro edificio más pequeño, y corrió hacia él. Podía ver destellos fugaces en la lejanía, incluso se oían disparos. Pero ella siguió su camino, exasperada. Notó cómo la tierra tembló por toda la zona durante un instante. Era cegada de vez en cuando por ráfagas de rayos que emanaban del oscuro cielo y caían sobre un mismo lugar. Vio incluso algunos árboles alargando y moviendo sus ramas por sí solos.

Se adentró por las callejuelas que formaban las casetas de almacenes de la zona, esquivando cajas de madera, escombros y un par de cuerpos inertes... Se paró en seco. Retrocedió y se acercó a esos cuerpos. Eran dos hombres. Uno de ellos era uno de los enemigos, estaba ensangrentado y con los ojos abiertos y vacíos. El otro lo reconoció como uno de los combatientes de su bando. Sin mostrar el más mínimo miedo u horror, la niña comprobó que el cuerpo de este aliado seguía templado, pero ya no respiraba ni latía. Acababa de morir. Aun así, la niña posó la mano en su frente y cerró los ojos un momento. Al cabo de unos segundos, la pequeña abrió los ojos de nuevo y se marchó corriendo de ahí para seguir con su búsqueda urgente. El silencio de esa callejuela se vio cortado por un fuerte respingo. Aquel hombre aliado abrió los ojos, despertando con susto.

La niña acabó llegando hasta otro descampado donde peleaban otras tantas personas. Los disparos sonaban cerca, y los rayos, y las bolas de fuego… ella podía ser alcanzada por cualquier ataque humano o inhumano, pero su determinación estaba por encima de su propia seguridad. Se cobijó junto a unos contenedores al comienzo del descampado y buscó rápidamente con la mirada. Pero ninguno de los que estaban luchando ahí era a quien buscaba. El Líder no estaba en esa parte.

Sólo cuando sintió una extraña brisa en el aire, le dio un vuelco el corazón y, atenta como un felino, miró hacia el cielo. Vio cómo más allá, escombros, cajas, hojas y polvo se desprendían del suelo, moviéndose en círculos cada vez más grandes, alzándose a decenas de metros sobre las cabezas de todos los combatientes, que no se inmutaban.

El terrorífico tornado, arrastrando todo cuanto había en su camino, sin acercarse a ninguna persona y haciendo temblar la propia atmósfera por la fuerza que contenía, se dirigía hacia el otro lado de los almacenes que la niña tenía a su derecha.

Tras ver la primera pista que podía conducirle hacia el hombre que buscaba, corrió para allá sin dudar, manteniéndose al borde del descampado, ajena a la batalla. Mientras tanto, contempló cómo el tornado hacía violentos virajes al otro lado del almacén más derruido que había, produciendo estruendos, acompañados por gritos de horror.

Después de correr por otra callejuela, salió hacia la zona donde había sucumbido el tornado. Allí había otra batalla aparte, formada por cuatro hombres. Dos de ellos eran del bando enemigo. Los otros dos, ella los conocía. Uno era más viejo, de pelo cano, grandote y muy musculoso, y el otro, algo más joven, era también fuerte, más esbelto, de cabello marrón claro y despeinado por el viento. Este era el Líder, y la niña sonrió por haberlo encontrado al fin. Estaban luchando, cada uno con un oponente. Uno de los enemigos se alejó de la zona para coger ventaja, y enseguida el hombre más viejo fue tras él, dejando solos a los otros dos.

La niña se puso a llamar al Líder desde la distancia, resguardada entre unos escombros, a pesar de que él estaba evidentemente ocupado. Ella sólo tenía en mente avisarle de que uno de su compañeros había sido capturado, ella sólo quería que el Líder fuese a salvar a este compañero en peligro cuanto antes. Su angustia no la dejaba ver la realidad de lo que estaba pasando ante sus ojos. La lucha entre él y el otro hombre enemigo era cada vez más brutal.

Lo llamó y lo llamó, y no lo entendía, porque estaba gritando lo suficientemente alto como para que la oyese, pero el Líder no la escuchaba, a diferencia del enemigo, el cual sí llegó a mirar a la pequeña durante un instante, para luego volver al ataque, disparando al otro con su metralleta sin parar porque su oponente esquivaba las balas todo el tiempo con una velocidad inhumana. «El hombre enemigo me oye perfectamente, pero ¿por qué él no?» se preguntaba la niña.

Se le empañaron los ojos de lágrimas, ya se había estado conteniendo demasiado por la angustia. Él no la escuchaba, sólo tenía oídos y ojos para su enemigo, el cual estaba cada vez más débil y sus movimientos se entorpecían por momentos.

La pequeña vio cómo el hombre enemigo se desplomaba en el suelo, exhausto, sin fuerzas y sin munición. Vio su mirada, temblando de furia, pero también de miedo, a medida que su contrincante se acercaba a él paso a paso, lentamente, todavía lleno de fuerzas y sin rasguño alguno. La pequeña únicamente podía intuir que algo horrible iba a pasar. Observó al Líder, aquel hombre a quien tanto adoraba, acercándose hacia su indefenso contrincante.

«No...» pensó ella. No sabía por qué estaba tan nerviosa, no podía saber lo que iba a pasar, pero sentía que debía cerrar los ojos y taparse los oídos. Sin embargo, no podía moverse por la tensión. Sólo podía mirar... y escuchar.

—¡Maldito seas! —exclamó el enemigo, arrastrándose por el suelo, haciendo un vano intento de alejarse del otro—. ¿¡Qué coño eres!?

—Soy tu verdugo, miserable criminal —contestó el Líder, con una voz fría, pero con una sonrisa maliciosa.

—Hijo de perra... —rugió el enemigo—. ¡No puedes matarme! ¡Lo tienes prohibido! ¡No soy un condenado de la lista de Alvion!

La niña escuchó aquello con horror. ¿Sería verdad? Entonces, ¿qué pretendía el Líder? ¿Había perdido el control de sí mismo? Ella lo vio agacharse de cuclillas frente al otro. La pequeña no podía verle la cara porque estaba de espaldas, por lo que no podía ver la terrible sonrisa que tenía en ese momento.

—No me gustan... las normas... —susurró el Líder, y agarró la mandíbula del enemigo para obligarle a mirarlo a sus ojos plateados—. Ni los humanos...

La pequeña no pudo creer que aquellas palabras saliesen de la boca de ese hombre. No era él. No era el que ella conocía. Algo iba mal.

Hubo un tenso silencio en la zona. La niña, expectante, no supo la razón por la que la cara del enemigo expresó el triple de terror. Parecía que se había quedado sin voz, sin aliento, contemplando los escalofriantes ojos de su contrincante sin parpadear.

—Tú no eres humano... —sollozó el enemigo—. Ni tampoco un iris de esos... ¡Eres algo peor! ¡No eres de este mundo! ¡Demonio!

El Líder siguió sonriendo con calma mientras soltaba suavemente la cara del enemigo. Y sucedió algo en un instante. El brazo derecho del enemigo se desprendió de su cuerpo como si un cuchillo invisible lo hubiese cortado de una estacada, salpicando sangre por todas partes. El enemigo gritó de dolor, un alarido que a la pequeña le heló la sangre, pero, en el siguiente instante, el otro brazo sufrió lo mismo, acompañado por otro alarido. La niña no podía parpadear, ni respirar, ni moverse. El Líder seguía de cuclillas frente al mutilado, observándolo, quieto como una estatua. Su ojo izquierdo brillaba de una luz blanca.

De pronto, el enemigo soltó un alarido aún más estremecedor, al sentir cómo el aire a su alrededor se hacía insoportablemente pesado, notando cómo la fuerte presión atmosférica se concentraba en él, hasta que... su cabeza reventó como si de un globo de agua se tratara, y todo quedó en silencio. El Líder se quedó mirando los restos de ese criminal con una sonrisa satisfecha, con algunas salpicaduras de sangre manchando su cara.

El grito de una nueva voz rompió el silencio de la zona de nuevo. El Líder se sorprendió y se puso en pie de un salto, alarmado. Se giró sobre sus talones, y el mundo se le vino encima al descubrir allá a la pequeña junto a unos escombros, la cual temblaba de horror con lágrimas en los ojos.

—¡Cleven! —exclamó—. ¿¡Qué estás haciendo aquí!?

No se podía decir quién de los dos estaba más sobrecogido. «Me ha visto, ¡lo ha visto!» pensó el hombre, disgustado. «¿Cómo ha llegado aquí? ¡Joder!». Antes de dar un paso hacia la niña, apareció junto a él el compañero que antes había estado luchando a su lado, dando a entender que también había acabado con su oponente. El viejo apenas se percató de la actual situación, pues se acercó rápidamente a su Líder.

—Tienen a uno de los nuestros capturado en el edificio principal, se trata de Sui-chan —le informó el viejo—. Sui-chan está en peligro, hay que ir a por él.

El otro le respondió con una mirada de silencio y tensión. Si la pequeña no estuviese tan asustada en ese momento, se habría sentido aliviada al ver que alguien ya le había dado al Líder el mensaje que ella iba a transmitirle en un principio. Él fue a coger a la pequeña en brazos, pero cuando ella vio que se le acercaba, se alejó unos pasos.

—¡No te acerques! ¡No! —chilló muerta de miedo.

—¡Cleven! ¿Qué te ocurre? ¡Soy yo! —insistió el hombre, sorprendido por la reacción de la pequeña, volviendo a caminar hacia ella.

—¡Aaah! —chilló de nuevo, cerrando los ojos con fuerza y cubriéndose la cabeza con los brazos—. ¡No! ¡No eres tú! ¡No eres tú! ¡No te acerques!

Dominada por el miedo y un reciente trastorno por lo que había presenciado, comenzó a marearse. No le llegaba oxígeno al cerebro, se le nublaba la vista. Sentía que el corazón le iba a estallar de un momento a otro, hasta que finalmente se desplomó sobre el suelo, desmayándose. El Líder corrió a cogerla en brazos. La estrechó contra él con fuerza, afligido, mientras se maldecía a sí mismo por no haberse dado cuenta antes de que la pequeña estaba ahí.

El viejo, observando la situación, además de ver los desagradables restos del hombre enemigo, comprendió al instante lo que había pasado. Se acercó a su compañero, poniéndole una mano en el hombro, contemplando a la pequeña con tristeza.

—Tendrás que borrarle la memoria de esto —le comentó el viejo—. Otra vez.

El otro se quedó en silencio unos segundos.

—Hah... hahah... —empezó reírse el Líder, y miró a su compañero con unos ojos desquiciados—. Hahahah... ¿Has visto lo que le he hecho a ese idiota? Ha explotado como una sandía... hahah... —su sonrisa se hizo más larga y siniestra, pero el viejo de repente lo agarró de los hombros.

—¡Neuval! —le gritó con enfado, zarandeándolo con fuerza—. ¡Contrólate! ¡Vuelve en ti!

—¡No me digas lo que debo hacer! —le rugió con una repentina furia—. ¡Nadie me da órdenes!

El viejo le pegó una bofetada. El otro se quedó callado y sorprendido.

—¡Vuelve en ti! —le repitió—. Recuerda quién eres. Recuérdalo, Neu, una vez más.

El otro giró la cabeza lentamente hasta volver a mirar al viejo a los ojos. Seguía con una cara de sorpresa, y sobre todo desorientada. Parpadeó un par de veces, confuso.

—¿Papá? —le preguntó.

—Gracias a Dios —suspiró el viejo Lao con gran alivio—. Vamos, céntrate. Tenemos que seguir, Sui-chan corre peligro. Y tienes que arreglar esto —murmuró con tristeza, mirando a la niña que el otro sujetaba en sus brazos.

Neuval también miró a la niña, y la abrazó con más fuerza, lleno de rabia. No podía creer que ella se hubiese asustado tanto cuando intentó acercarse a ella. Era lo peor que le podía pasar, que ella le tuviera miedo. Pero no había tiempo que perder, la batalla continuaba más allá.

—Lao... Ve con los demás a echarles una mano —murmuró con una voz abatida—. Yo iré a por Sui-chan.

El viejo asintió y desapareció del lugar en una fracción de segundo.»


Cleven se despertó de golpe dando un bote en la cama, con los ojos desorbitados de susto, y se cayó al suelo. Se quedó ahí tendida para recuperar el aliento. Estaba sudando, y sus ojos también estaban húmedos. Apoyó la cabeza en una mano y cerró los ojos.

Había vuelto a tener esa pesadilla, después de tanto tiempo. Ya casi se había acostumbrado a ella, a excepción de que cada vez que se despertaba sentía un extraño malestar por dentro. No sabía de qué iba todo aquello. Recordaba que en esa pesadilla estaba ella cuando era pequeña, y todo lo demás, pero no sabía el porqué de todo aquello, qué podría significar. Lo que no recordaba era el rostro de todas esas personas que de alguna manera ella conocía, ahora los veía borrosos y sus nombres se habían esfumado, por lo que no sabía quiénes eran todos ellos.

Siempre había pensado que esa pesadilla era fruto de una película de terror que vio hace tiempo y que la dejó muerta de miedo, por lo que se metió en la ducha con tranquilidad. «Sólo es una pesadilla» se dijo, «Pero ¿por qué sigue sintiéndose tan real? Creía que cuanto más tiempo pasara, más difuminada se sentiría… pero creo que cada vez se hace más nítida… palpable…».

Sólo había un detalle que no la dejaba tranquila. La pesadilla había vuelto a avanzar. Antes, cuando comenzaba a tenerla, solamente veía las escenas del principio, pero a medida que pasaba el tiempo, la pesadilla tenía nuevas escenas, ligadas con las anteriores, como si estuviera reproduciendo una película. Esta vez, lo nuevo que había visto era el momento en que ese extraño hombre se acercaba a ella y ella le gritaba que se alejase. Después que se desmayaba y que el hombre la cogía en brazos. Esa escena era nueva para ella, pero como no quería pensar más en ello, puesto que le resultaba una pesadilla absurda, se centró en el mundo real.

Cuando salió de la ducha, trató de incorporarse en el lugar y en el tiempo en el que estaba. Era lunes por la mañana, y estaba en la habitación del hotel. Hasta eso llegaba. Solo que cuando se adentró de nuevo en la habitación, envuelta en la toalla, miró la hora en el reloj sobre la mesilla de noche.

C’est pas vraiiii ! —gritó con los pelos de punta—. ¡Qué tarde eees!

A esas horas ya debía de estar en el instituto. Cinco minutos después, ya estaba corriendo por las calles de la ciudad como una atleta, con su mochila al hombro. Hubo varias personas que pasaban por ahí que la miraron con desaprobación y otras con una sonrisa.

No sabía qué clase estarían dando ahora sus compañeros, sólo esperó que no fuera Matemáticas, pues el profesor de esta asignatura no era muy tolerante con la impuntualidad. Se quedó horrorizada al imaginarse a sí misma recibiendo la bronca del profesor de Matemáticas delante de todos sus compañeros, además de ser consciente de no llevar encima un paraguas, ya que el hombre escupía cuando gritaba.

Corrió por los vacíos pasillos del instituto, todo el mundo estaba en las aulas. Empezó a rezar por que el profesor que tenía ahora fuese uno comprensivo y no le pusiese un retraso en la lista, porque, si ya estaba creando un mal expediente con sus malas notas desde que comenzó la secundaria superior el año pasado, este tipo de faltas lo empeoraba.

Cuando la puerta del aula se abrió, todo el mundo se quedó mirando a Cleven, quien en ese momento estaba tirada en el suelo de la entrada, jadeando, suplicando por su vida. Todos la observaron con sorpresa, unos riéndose y otros comentando la escena con el de al lado. La clase se llenó de barullo, y la mayoría volvió con lo suyo como si nada. Raven y Nakuru fueron las únicas que seguían mirándola con sorpresa, además, Drasik se había levantado de su silla unos centímetros para verla mejor, curioso y sonriendo.

Cleven, ajena a todo esto, sintió la gloria del cielo descendiendo sobre ella al ver a Denzel sentado en la mesa del profesor. «¡Sí! ¡Es Denzel, el más bueno de todos! ¡Me he librado del retraso!».

—¡Uy, retraso! —exclamó Denzel, apuntando rápidamente en la lista de asistencia.

Cleven se quedó de piedra pómez, con una mano alzada hacia él.

—¡Nooo! —exclamó, dirigiéndose a él velozmente—. Oye, por favor, es que he tenido una mala noche, no me pongas ese retraso…

—¿Y jugarme el empleo? —sonrió Denzel—. Si el director se entera de eso, me va a pegar. Créeme, he visto en su cajón secreto unos cuantos garrotes con el nombre de varias personas escrito, y no quiero ver uno con el mío.

—Profesor, de verdad, esto ha sido un accidente. ¿Cambiaría las cosas si te digo que estoy dispuesta a seguir tus consejos del otro día?

Denzel la miró a través de sus gafas negras, con una tierna sonrisa.

—No.

—¡Agh! —exclamó desolada, con una flecha clavada en su alma.

Rendida, se sentó en su sitio. Enseguida sintió la presencia de Raven a su lado y los ojos de Nakuru, que se sentaba delante, puestos en ella.

—¿Qué hiciste ayer? —le preguntó Nakuru.

—Sí, te estuve llamando —añadió Raven.

—Ah, eso… —recordó Cleven—. Por favor, esperad a que llegue el recreo, os lo contaré todo.

Sus dos amigas asintieron, conformes, y volvieron con sus ejercicios. Cleven fue a hacer lo mismo, sacando su libro de la mochila, pero sintió un par de ojos sobre ella. Mosqueada, levantó la vista poco a poco, hasta cruzarse con esos espectaculares ojos azules con franjas anaranjadas.

—¿Tú qué miras? —le espetó a Drasik, el cual estaba dado la vuelta sobre su silla.

—La belleza franco-japonesa que irradiáis, princesa —dijo él haciendo una reverencia.

«¿¡Pero este de qué va!?» pensó Cleven, irritada.

—¿A qué viene eso de “franco-japonesa”, pirado?

—Lo siento, Cleven —intervino Nakuru, dándose la vuelta hacia ella—. Pero es que se ha puesto muy pesado y me ha estado preguntando todo acerca de ti y le he contado algunas cositas, como que eres mitad francesa, un cuarto japonesa y un cuarto rusa, y tal…

—¡Madre mía, Nakuru, ¿también le has dicho mi grupo sanguíneo?!

—Le he dejado claro que eres una chica muy difícil y que no te gustan los babosos.

—Suerte que no soy ningún baboso —sonrió Drasik felizmente, apoyando el codo en la mesa de Cleven para apoyar la barbilla en la mano, y levantó las cejitas varias veces.

—Se te ve a la legua que eres todo un caballero —gruñó Cleven, pinchándole el codo con la punta de un lápiz como si estuviera apartando un animal muerto de su mesa.

—Lo soy si tú quieres que lo sea, princesa —insistió Drasik—. Yo me adapto a las necesidades de los demás. Soy como el agua. Si una chica quiere que sea baboso con ella, lo seré. Y si una chica quiere que sea un caballero con ella, seré su más fiel caballero.

—Tú no tienes mucha dignidad, ¿no? —le espetó.

—Soy feliz haciendo felices a las chicas. Todo lo que ellas me pidan.

—¿Y por qué de tres veces que te he pedido que me dejes en paz estás haciendo lo contrario?

—Tu boca pide una cosa, pero tus ojos piden otra muy diferente —susurró Drasik con un tono más seductor.

Esta vez Cleven no supo qué decir, se quedó bloqueada. Se le sonrojaron un poco las mejillas, avergonzada, pero no sabía por qué era, si por cómo él la miraba, o por el tono de su voz, o porque quizá él tenía un poquito de razón y la había descubierto… «¿¡Qué!?» pensó para sí misma, «¡Ni hablar, ni razón ni mejillones en vinagre! ¡Creo que tanto mis ojos como mi boca le están diciendo muy claramente que se vaya a freír espárragos! ¿Quién se ha creído? Esa frase se la ha sacado de algún dorama o de alguna película cursi… ¡Se creerá muy guapo! ¡Pero es un baboso!».

De repente Cleven descubrió a Raven a su lado llorando de la risa a escondidas, tapándose la boca con los brazos, sobre su mesa.

—¿¡Y tú de qué te ríes!? —gruñó Cleven en voz baja.

—Raven lo entiende —dijo Drasik.

—¿Vacilar de esta forma es algo común para vosotros los estadounidenses o qué?

—No, solamente es algo común en la gente relajada y con sentido del humor.

—¿¡Me estás llamando ogro!?

—Me hablas como uno —sonrió Drasik—. Pero eres un ogro muy hermoso.

Cleven ya estaba rechinando los dientes, no podía más con él. «¿¡Cómo hace este chico con pelos de loco para irritarme tan deprisa!?» se dijo con rabia. Nakuru estaba intentando hacer sus ejercicios en su cuaderno, negando pacientemente con la cabeza, ajena.

—Que me dejes en paz de una vez —le dijo Cleven—. ¿Por qué no te vas a acosar a otra, pervertido?

—¡Ah, me ha llamado pervertido! —exclamó Drasik, llevándose una mano hacia el pecho, dolido.

—¡Tú, el pervertido! —se oyó la voz de Denzel, sobresaltando a los cuatro; el resto de la clase miró a Drasik con risas—. Ya que eres tan amigo de Kyosuke Lao, ¿podrías decirme qué le pasa? Hoy tampoco ha venido a clase.

—Ah —se sorprendió Drasik, sentándose bien—. Sí, esto... Kyo tiene un resfriado.

Tanto Drasik como Nakuru pudieron notar cómo Denzel los observaba a través de sus gafas, con una expresión seria, durante unos segundos. Sólo cuando vio que Nakuru le hizo un discreto gesto con las manos, comprendió que en otro momento más adecuado iban a decirle la verdad, así que volvió con lo suyo tranquilamente.

Tenían la hora de la clase de Física para hacer ejercicios de repaso, en lo que nadie se empeñó mucho, ya que en la clase seguía habiendo barullo, unos hablando con otros y levantándose de vez en cuando de sus sitios para acercarse a charlar con un compañero. A Denzel no le importaba aquello, él confiaba en que sus alumnos fuesen conscientes de que dentro de poco tenían un examen, y en sus manos estaba si querían aprobarlo o no.

Y Cleven no era una excepción –porque era pésima en esa asignatura–, pues se pasó casi toda la hora pensando, sin saber por qué, en ese chico con el que se encontró el otro día en el metro, Kyosuke. Hoy no había venido, y se preguntó si era verdad que era cosa de un resfriado, pues recordaba a esas personas con capucha que lo perseguían.

Al oír que Drasik era muy amigo de él, casi se le pasó por la mente preguntarle por Kyosuke, pero no. En su cabeza, “odiar a Drasik” era igual a “no a acercarse a Drasik”. Sin embargo, sí le llamó la atención el apellido del chico. Lao. Le resultaba familiar. «¿Dónde lo he oído antes?» se preguntó.


* * * *


Mientras tanto, en otro punto de la ciudad...

—... junto con los hidrocarburos y los demás elementos que he mencionado antes, se obtendrá la sustancia requerida para la mezcla química que os piden en la página... —comentaba el viejo profesor dibujando en la enorme pizarra un complicado esquema de moléculas.

Los alumnos de la facultad de Medicina, sentados en sus pupitres escalonados, apuntaban aplicadamente todo lo que oían, en silencio. Todos aquellos jóvenes mostraban una postura disciplinada y atenta, llena de respeto. Las aulas de la universidad podían abarcar más de cuarenta personas, lo que para un profesor resultaría difícil controlar las malas conductas, no obstante, con aquel profesor nadie se atrevía a hacer nada que pudiera mosquearle.

Nadie excepto un alumno, sentado en una fila del fondo, tendido sobre la mesa y durmiendo profundamente. Las dos personas que estaban a ambos lados del chico lo miraban con inquietud, no por el hecho de que si lo pillaba el profesor podían correr peligro de ser golpeados por una tiza mortal, sino porque hasta durmiendo ese chico emitía un frío aterrador. Les daba miedo, pues ya lo conocían estando despierto, y tenían mucho cuidado de no despertarlo, por si acaso.

Sin embargo, el profesor no pasó eso por alto. Detuvo su charla y le clavó una mirada fiera al joven durmiente. Rechinando los dientes, el viejo se dirigió hacia su mesa y sacó de un cajón una cajita de madera donde había un puñado de tizas gordas. Eran las tizas de lanzamiento. Los alumnos, al ver lo que iba a pasar, se mostraron nerviosos, preguntándose quién iba a ser la víctima por tercera vez en aquella clase de dos horas con ese profesor. Sí, ya había hecho uso de las tizas de lanzamiento dos veces en esa mañana, hacia la misma persona, y dadas las expectativas, la tercera vez tenía el mismo objetivo.

El viejo y menudo profesor se puso en el centro y, apuntando con presteza, lanzó la gorda tiza blanca hacia el joven durmiente, la cual le dio en toda la cabeza. Todos comenzaron a temblar al ver de quién volvía a tratarse, y aún más cuando lo vieron levantar la cabeza lentamente de la mesa, desprendiendo un aura siniestra con la tiza que le había atacado en una mano.

—¡Usted, el rubio! —exclamó el profesor con reproche, apuntándolo con el dedo—. ¡Ya es la tercera vez que le tengo que llamar la atención de esta manera! ¡Aquí no se viene a dormir, joven!

El rubio, que en efecto era Raijin, tenía los ojos clavados en el hombre desde lo alto del aula, y el codo apoyado sobre la mesa, jugueteando con la tiza entre sus dedos. Sólo eso bastaba para que sus compañeros de clase se estremecieran, aunque el profesor permanecía autoritario.

—¡Váyase ahora mismo al despacho de la orientadora! —le ordenó—. ¡Demonios, que ya no está usted en el parvulario! ¡Debería darle vergüenza que tenga que castigarle como si esto fuera el instituto! ¡Vaya ahora mismo!

Raijin, como toda respuesta, apretujó la tiza hasta hacerla polvo en un segundo, y el compañero que tenía al lado se alejó de él unos centímetros, temeroso. Acto seguido se levantó de su sitio, bajó las escaleras y salió del aula después de seguir sintiendo la mirada de desaprobación del profesor.

¿Al despacho de la orientadora? Ay... ¿Cuántas veces lo habían enviado allí desde que empezó la universidad? Esta universidad era así de estricta, pero porque era la más prestigiosa del país y se encargaba de formar a jóvenes impecables en su profesión y también en la conducta ejemplar como ciudadanos modelo. Raijin, a pesar de tener unos modales japoneses perfectos, tenía claros problemas de conducta cuando la falta de sueño lo superaba, que era a menudo. Pero si seguía siendo alumno de esta universidad, era por su extraordinario expediente. Sus notas siempre eran las máximas.

Por eso, podía andar tranquilo y permitirse algunas libertades, como no ir al despacho de la orientadora y, en lugar de eso, salirse a los jardines exteriores que rodeaban el edificio principal, sentarse bajo la sombra de un árbol y echarse a dormir ahí.

Estaba demasiado cansado. Siempre estaba cansado. Tenía muchas responsabilidades, pero él estaba totalmente comprometido con ellas, y no sólo por decisión, sino que también lo tenía en la sangre, en el alma. Porque él había nacido diferente, y por muy duro que fuera cumplir con el deber, para él sería mucho más duro no cumplir con el deber.


* * * *


Por fin, el timbre sonó por todo el edificio, indicando el comienzo de la hora de descanso en el instituto. Al poco tiempo, Cleven, Nakuru y Raven ya se habían reunido en los bancos de la zona arbolada, donde estaba la valla que limitaba con el recinto del colegio. Nakuru debía irse la segunda media hora hacia otra reunión que tenía con los del periódico, y Raven también tenía una reunión con su club de moda.

Por ello, Cleven aprovechó la primera media hora para contarles un resumen de lo que había estado haciendo: lo de que se había ido de casa, lo de que estaba buscando a su tío con el que pensaba irse a vivir, y sobre todo...

—No os lo podéis imaginar, es un chico guapísimo, pero, desgraciadamente, nada simpático ni hablador. Tengo unas ganas de volver a verlo, aunque sólo fuese para llamarme “pelmaza” otra vez...

—Oh, ¿pero cómo es? ¿Qué aspecto tiene? ¿Cómo se llama? —preguntó Raven, intrigada.

Sin embargo, Nakuru era la que no estaba escuchando esta historia. Estaba más preocupada por otra cosa que había escuchado.

—Cleven, no sé si ha sido una buena idea eso de irte de casa —le comentó, antes de que respondiera a las preguntas de Raven.

—Comprendo que pienses eso, pero no entiendes lo importante que es para mí...

—No se trata de eso —la interrumpió, con cara apenada—. No le puedes hacer eso a tu padre.

—Nak, por favor —discrepó—. En cuanto este asunto esté solucionado, se le pasará. Ya conoces a mi padre.

—Sí... Ya lo conozco... —murmuró Nakuru, desviando la mirada—. Por cierto —volvió a alzar la vista hacia su amiga—, ¿a qué tío dices que estás buscando? ¿Tienes alguno?

—Es el hermano de mi madre, Brey Saehara.

Tras oír eso, Nakuru no dijo nada, ni siquiera se movió. Ni pestañeó. Dejó de respirar por unos segundos.

—Vaya, no sabía que tenías un tío, y menos en esta ciudad —comentó Raven, entusiasmada.

—Yo no lo conozco. De hecho, no sé de él nada más que su nombre. Pero tengo que encontrarlo cuanto antes, necesito conocerlo… me muero de ganas…

Las dos chicas comenzaron a charlar sobre todo este asunto, ilusionadas. Desde luego, a Raven le parecía emocionante lo que Cleven estaba haciendo, a excepción de Nakuru, que seguía ahí, junto a ellas, en silencio, contemplado a Cleven con una mirada preocupada e inquieta. Se preguntó si debía decirle algo o dejar las cosas como estaban. No sabía qué hacer, se sentía responsable de algo...

—Nakuru —la despertó Cleven de sus pensamientos—, y Raven, por favor, ni una palabra de esto a nadie.

—Prometido —saltó Raven al instante, alzando la palma de la mano.

Cleven miró a Nakuru de nuevo, esperando una respuesta.

—Yo... —titubeó—. No quiero que me metas en esto, Cleven.

—Tranquila, no os voy a involucrar en nada, lo único que tienes que hacer es no decírselo a nadie, nada más —le sonrió—. Pero prométemelo.

Hubo una pausa larga. Nakuru estaba contra la espada y la pared, sabía que lo que iba a hacer era lo incorrecto, una irresponsabilidad, un acto irracional, algo que iba en contra de ser iris. Pero no podía defraudar a su mejor amiga, a la que veía tan feliz en ese momento.

—Te lo prometo.

Llegó el momento en que Raven y Nakuru tuvieron que dejar sola a Cleven para asistir a sus respectivas reuniones. Ella todavía no estaba en ninguna actividad extraescolar o club porque los entrenamientos de natación tardaban un poco en comenzar, que era a lo que ella quería apuntarse.

Decidió que era el mejor momento para investigar sobre la supuesta estancia de su tío en el Tomonari como alumno. Iba a ser pan comido, porque la verdad es que no era la primera vez que Cleven se colaba en los ordenadores de Secretaría para intentar ver su propio expediente o las preguntas de un futuro examen…

No es que ella hubiese heredado la suprema habilidad de su madre de manejar o hackear ordenadores, de hecho, Cleven no tenía mucha idea de informática, sólo lo normal. Lo que había heredado era la poca vergüenza y las ideas malignas de su padre. Y los ordenadores de Secretaría eran realmente fáciles de acceder. Ponían poca vigilancia, sobre todo a esta hora, la del café, porque sabían que nadie en su sano juicio se le ocurriría meterse ahí sin permiso. Pero claro, cuando Cleven se obcecaba con un capricho, su sano juicio se iba de vacaciones.

Se abrochó bien el abrigo. Hacía un buen día soleado, pero hacía mucho frío. Se dio prisa por cruzar la zona arbolada para dirigirse a la parte trasera del edificio del instituto, para meterse por una de las puertas del conserje, donde atajaría hasta la Secretaría sin ser vista.

Sin embargo, vio algo que le llamó la atención. Un poco más allá, sobre una alta rama de uno de los árboles, había un chico tumbado sobre ella. Cleven entornó los ojos, curiosa. Parecía estar dormido. Llevaba el uniforme del instituto, pero no lo reconocía como alguien de su clase, ni de su curso. Parecía un poco mayor, por lo que dedujo que podría ser de tercer año.

Se sobresaltó un poco cuando el chico giró levemente la cabeza hacia ella, como si la hubiese detectado a distancia. Cleven se sintió algo inquieta al darse cuenta de que la estaba mirando. Al parecer, no estaba durmiendo, sólo descansando. La joven se hizo la tonta y siguió andando, pero como seguía curiosa, iba echando pequeños vistazos hacia arriba, hacia él, sin prestar atención por donde pisaba… y acabó metiendo el pie en un agujero enorme que había en el suelo.

—¡Juaah!

Vio de antemano la torta que se iba a dar, y cerró los ojos con fuerza. No obstante, sintió cómo alguien la agarraba del brazo y tiraba de ella para alejarla del hoyo del suelo. Cleven notó el tirón y por puro instinto se agarró fuertemente a la camisa de ese alguien, aún con los ojos cerrados. Cuando notó que estaba a salvo, con los pies en tierra firme, abrió los ojos, y tuvo que levantar un poco la cabeza para verle la cara.

Se sonrojó un poco. Era el chico de antes, el que estaba tumbado sobre la rama de un árbol hace unos segundos. ¿Cómo podía haber ido hasta ella en tan poco tiempo? Cleven seguía anonadada observándolo, todavía agarrada a su camisa. No era sólo por su aspecto, era por su mirada. El chico tenía un rostro exótico, de piel algo oscura, nariz ancha y labios carnosos. Tenía el pelo rubio oscuro, muy rapado por los laterales, y bastante largo por arriba, cayendo liso por su nuca y hacia su espalda, con algunas finas trenzas entrelazadas.

La mirada de sus ojos de color café era lo que embelesaba a Cleven. Tenía una expresión serena, casi majestuosa. Como la de un ave grande y rapaz.

—¡Ah, lo siento! —dijo apurada, separándose de él, muerta de vergüenza—. Qué susto. Gracias. No sé qué ha pasado…

—Están arreglando una tubería —le dijo el chico con una voz suave y profunda, señalando el gran agujero junto a ellos, algo hondo, donde asomaba una tubería grande con la que Cleven seguramente se habría dado un morrazo.

—Caray, ¿no deberían poner un cartel o una valla o algo?

—Se supone que ningún alumno debería estar caminado por aquí —entornó los ojos con suspicacia.

—O durmiendo sobre la rama de un árbol —le devolvió Cleven la indirecta, pero riendo, de forma amigable.

El chico se quedó callado unos segundos.

—Yo no digo nada si tú no dices nada.

—Hecho —contestó Cleven—. Oye… me suena tu voz de algo. ¿De qué curso eres?

—Tercero —contestó, inclinado levemente la cabeza como señal de extrañeza por la pregunta.

—¿Eres nuevo en este instituto?

—No —respondió, empezando a estar confuso por aquellas preguntas—. ¿Te pasa algo, Cleven?

—¿Eh? —se sorprendió—. ¿Cómo sabes mi nombre?

—Yako te presentó ayer —dijo como si fuera evidente.

—¿Conoces a Yako? —se sorprendió aún más.

El chico ya no contestó, no sabía de qué iba Cleven, y se la quedó mirando con una ceja levantada.

—¿Es que... tú y yo nos conocemos? —preguntó la joven, extrañada.

—Un poco.

—¿Eres amigo de Yako?

—Trabajo en su cafetería... —le dijo con un tono sutil y mirándola fijamente, todo como si fuera obvio.

Cleven se quedó reflexiva, sin apartar la vista de él, estudiándolo. La voz ya le resultaba familiar, pero las dudas acabaron cuando vio que el chico tenía puestos unos guantes negros que ella ya había visto. Pegó un respingo con sorpresa, tapándose la boca y con los ojos como platos, alejándose de él un paso.

—Aaah, ¡no me digas que tú eres...! ¿¡Tú eres Samuel!?

—Puedes llamarme Sam.

Él entendió entonces por qué ella no lo había reconocido antes. Era la primera vez que ella le veía la cara, porque ayer en la cafetería iba muy tapado y abrigado. Cleven volvió a recorrerlo con la mirada, asociando el aspecto de ese chico con el Sam que ella se había imaginado. Jamás se habría esperado que Sam fuese así. En principio, creía que por venir de África su piel sería muy oscura, pero era más bien canela. Y su pelo era claro, y liso.

—No eres negro —declaró Cleven, señalándolo con el dedo, sin salir de su sorpresa.

Sam puso una mueca un poco impactada por el comentario tan repentino, pero volvió a serenarse y empezó a mirarse a sí mismo, descubriéndose los brazos como si estuviera comprobando algo.

—Vaya, juraría que ayer sí lo era —contestó con un sarcasmo bien disimulado.

—¡Ah! Perdona… —se disculpó al percatarse de su poca decencia—. Madre mía… Es que… te imaginaba como el estereotipo africano, después de saber que eres de Uganda…

—Tranquila —sonrió calmado—. Es normal. Mi aspecto es minoritario.

Cleven notó que se le aceleraba el corazón. Durante ese rato, Sam se había mostrado muy serio, esta pequeña sonrisa suya fue inesperada. Casi había creído que su personalidad se parecía mucho a la de Raijin por su forma de hablar, su tono serio y su expresión regia, pero no era como él. Era un chico muy formal, pero también mostraba gestos de amabilidad. «Resulta que Sam no es un tipo tan raro, como me dijo Yako» pensó Cleven.

De pronto, ambos miraron a un lado al oír unos pasos acercándose. Era un profesor, el de Matemáticas, el señor Ishiguro, que además era el nuevo jefe de estudios del instituto de ese año. Dedicaba el tiempo en el que no daba clase, desde que comenzó el curso, a vigilar a los alumnos con esa mirada escrupulosa suya, buscando la más mínima excusa para reprochar a los jóvenes sus malas conductas, tanto como ordenarles que se metieran la camisa en los pantalones, llevasen los zapatos limpios o bien corrigiesen su lenguaje y gestos.

Cleven se preguntó por qué iba derecho a ellos, y se sorprendió al ver que el hombre tenía una fiera mirada clavada en Sam. La joven dirigió la vista hacia este, el cual había recuperado esa serena expresión en la cara, imperturbable.

—¡Usted, joven! —dijo el señor Ishiguro, poniéndose frente a él con los brazos en jarra y con esa mirada de inquisidor—. ¡Señorito Samuel S-... Sena...! Esto... —no tenía ni idea de cómo se decía su apellido.

—Ssewanyana —respondió Sam pacientemente.

—Lo que sea. Esta es la tercera vez desde que comenzó el curso que tengo que llamarle la atención por su aspecto. Le dije que se cortara el pelo como los demás chicos. Debe seguir las normas de este centro de educación como todos.

«Por lo menos no nos está echando la bronca por estar en esta zona…» pensó Cleven, sin atreverse a decirlo en voz alta.

—Mañana quiero verlo sin esa cresta de mechones largos, parece usted un hippie —concluyó el hombre.

Cleven miró a Sam, a ver cómo respondía, pero este seguía mirando al profesor con esa aura sosegada, hasta que, cerrando los ojos un momento, reflexivo, volvió a mirarlo con el doble de seriedad. Ishiguro llegó a estremecerse un poco al ver esos ojos penetrantes sobre él, efecto que Sam siempre causaba cuando se ponía así.

—Señor —murmuró, poniendo un tono grave de melodrama—. Sería una blasfemia cortarme este pelo.

—¿Eh? —se sorprendió el hombre.

Cleven arqueó una ceja, intrigada. «¿Una blasfemia?».

—Verá, señor —prosiguió Sam—. Esto es porque en mi tribu, el espíritu guerrero Ukrad-Ne ha sido el protector de mi gente durante milenios, un importantísimo símbolo para nosotros que representa la virilidad de los hombres al cumplir una cierta edad. Antes de pasar a formar parte del mundo de los espíritus, fue un grandioso rey proveniente del Reino de Carashu, a los pies la gran montaña Kilimanjaro, destacado por su larga melena, donde se decía que encerraba su fuerza...

—¿Eh? —repitió Ishiguro.

—... y tras la batalla contra los espíritus Ikuza, Mazhue y Goa, él quedó como único superviviente, pues su reino fue arrasado por las fuerzas del otro mundo, impidiendo la entrada a todo mortal. Fue cuando viajó a lo que hoy se conoce como Uganda y fundó un nuevo reino, esperando el momento adecuado para vengarse. Pero pasaron los años, y antes de su muerte le pidió a su hijo Ukrod-Un que llevara a cabo su venganza...

—Espere... —intentó intervenir el hombre, empezando a asustarse—. ¿De qué me está hablando?

—... tuvo que entrenarse durante varios años, dejándose como recuerdo de su padre el cabello largo desde la frente hasta la nuca, donde esperaba que su padre le transmitiera su fuerza. Fue entonces cuando, al cumplir los 15 años, viajó hacia el antiguo reino de su padre, pasando la línea que separaba el mundo mortal y el de los espíritus...

—Oiga, no hace falta que...

—... pero al dar el primer paso hacia la frontera, cuentan que el espíritu Goa fue el primero en enfrentarse a él, pero fue derrotado. Después se enfrentó a Mazhue, y lo derrotó. Finalmente, Ikuza, que estuvo observando los errores de sus hermanos, descubrió la fuente de la fuerza de Ukrod-Un y durante la lucha, consiguió cortarle el pelo, tras lo cual Ukrod-Un murió, aunque se dice que se llevó con él su pelo cortado al mundo de los espíritus, donde, reuniéndose con su padre, se enfrentaron al gran Ikuza...

—Oiga, ten... tengo que irme... —declaró el señor Ishiguro, con lágrimas en los ojos y dando media vuelta para largarse de allí lo antes posible.

Sin embargo, Sam lo detuvo, poniéndole una mano en el hombro, e incluso Cleven se estremeció al ver la soberana expresión en sus ojos.

—Profesor. Aún no le he contado la historia de Carashu.

—¡Está bien, está bien, puede dejarse el pelo largo, no hace falta que se lo corte! ¡Pero déjeme en paz! —exclamó el hombre, muerto de miedo, y se marchó de allí a toda prisa.

Cleven, que tenía la boca abierta de par en par, estupefacta, miró a Sam. Este dio un leve suspiro, mientras se metía las manos en los bolsillos con una tranquilidad increíble.

—Esto... —vaciló Cleven, algo nerviosa—. ¿Es verdad eso del espíritu guerrero que tenía la fuerza en su pelo y que es el símbolo de virilidad en tu tribu? ¿Y que por eso no puedes cortarte el pelo?

Sam bajó la vista hacia ella. A la joven le latía el corazón con fuerza, maravillada con la historia.

—Es la historia más idiota que se me ha ocurrido —contestó el chico, impasible.

Cleven cayó al suelo con una flecha clavada en el alma.

—¿¡Me estás diciendo que te has inventado toda esa historia ahora mismo para deshacerte de Ishiguro!?

—Sep.

Ahora sí que estaba segura. «¡Qué chico más raro!» pensó. No obstante, admiró a Sam por cómo había desarrollado una técnica para asustar al mismísimo Ishiguro, consiguiendo además el permiso de dejarse el pelo como estaba. «Este chico es superlisto».

—Vaya —rio Cleven—. Incluso casi llego a creerme eso de que procedes de una tribu...

—Eso es verdad —terció.

—Ah —se quedó de piedra—. ¿Cómo...?

—Soy mestizo.

—¿Mestizo?

—Como casi todos los alumnos de este centro. Mi madre es blanca, y mi padre negro. Mi madre es de ascendencia inglesa, nació en una de las colonias británicas que se implantaron en Uganda hace unos siglos. Mi padre nació en la tribu indígena de Kikun.

—Oooh... —se asombró—. No tenía ni idea de que...

Antes de que pudiese acabar la frase, un pájaro de plumas negras azuladas y de pico color ocre se posó de pronto sobre el hombro de Sam. Cleven lo miró, sobresaltada, pero Sam, en cambio, ladeó levemente la cabeza hacia el ave y se quedó un momento en sumo silencio, mientras el pájaro emitía unos pequeños graznidos, como si le estuviera susurrando a la oreja. Movía la cabeza rápidamente hacia todas direcciones, como hacían todos los pájaros, y pegaba pequeños saltitos abriendo las alas brevemente.

«¿Qué está pasando?» se preguntó Cleven, «Un pájaro se le ha posado en el hombro…». A los pocos segundos, Sam volvió a levantar la cabeza y el pájaro salió volando hasta perderse de vista junto con una densa bandada formada por los suyos que sobrevoló el instituto en un abrir y cerrar de ojos.

—Disculpa, tengo que irme —le dijo Sam.

—Ah, vale —contestó Cleven, sin salir del todo de la confusión—. Ya nos veremos.

Sam respondió con una inclinación de la cabeza y se marchó, dirigiéndose hacia el edificio. «Qué cosas más raras pasan por aquí...» se dijo Cleven, frunciendo el ceño. «¡Ah, sí! El tío Brey» recordó que tenía una pequeña misión que cumplir antes de que acabara el recreo, y después de asegurarse de que no había nadie más por los alrededores, se coló por una puerta trasera del edificio.









9.
¿Pesadillas o recuerdos?

«Le escocía la garganta por el frío, le dolían las piernas, pero no dejó de correr lo más rápido que podía. Deseaba ser mayor para poder correr más rápido, pero sus piernas todavía eran demasiado cortas, y ella, demasiado pequeña para que la tuvieran en cuenta, pero no para comprender lo que estaba pasando.

A su alrededor no había más que grandes tuberías que se entrelazaban en las paredes y en el techo. Había pequeñas luces de emergencia predispuestas en el frío suelo metálico, pues aquel lugar se había quedado sin corriente eléctrica. No obstante, la oscuridad de ese lugar no la atemorizaba, sino el hecho de no poder avisar al Líder a tiempo.

Lo buscó por todas partes, envuelta en un laberinto de tuberías y cables, en los subterráneos de un grandioso edificio en algún lugar recóndito. Sus pasos hacían eco por los pasillos, y más allá se oían leves explosiones y voces de gente que ella conocía. Sentía que se ahogaba, pero no debía detenerse, no tenía tiempo. Finalmente, llegó a una salida que daba a un extenso descampado llano y arenoso, rodeado al otro lado por un denso bosque ya oscuro en el anochecer. En él luchaban muchas personas, entre escombros y vehículos, algunos volcados.

Se paró para decidir por dónde debía ir. Aquel lugar era demasiado grande, era un complejo industrial en medio de un campo, lleno de naves, almacenes, grúas, maquinaria… Se guio por las voces que oía más allá, cerca de otro edificio más pequeño, y corrió hacia él. Podía ver destellos fugaces en la lejanía, incluso se oían disparos. Pero ella siguió su camino, exasperada. Notó cómo la tierra tembló por toda la zona durante un instante. Era cegada de vez en cuando por ráfagas de rayos que emanaban del oscuro cielo y caían sobre un mismo lugar. Vio incluso algunos árboles alargando y moviendo sus ramas por sí solos.

Se adentró por las callejuelas que formaban las casetas de almacenes de la zona, esquivando cajas de madera, escombros y un par de cuerpos inertes... Se paró en seco. Retrocedió y se acercó a esos cuerpos. Eran dos hombres. Uno de ellos era uno de los enemigos, estaba ensangrentado y con los ojos abiertos y vacíos. El otro lo reconoció como uno de los combatientes de su bando. Sin mostrar el más mínimo miedo u horror, la niña comprobó que el cuerpo de este aliado seguía templado, pero ya no respiraba ni latía. Acababa de morir. Aun así, la niña posó la mano en su frente y cerró los ojos un momento. Al cabo de unos segundos, la pequeña abrió los ojos de nuevo y se marchó corriendo de ahí para seguir con su búsqueda urgente. El silencio de esa callejuela se vio cortado por un fuerte respingo. Aquel hombre aliado abrió los ojos, despertando con susto.

La niña acabó llegando hasta otro descampado donde peleaban otras tantas personas. Los disparos sonaban cerca, y los rayos, y las bolas de fuego… ella podía ser alcanzada por cualquier ataque humano o inhumano, pero su determinación estaba por encima de su propia seguridad. Se cobijó junto a unos contenedores al comienzo del descampado y buscó rápidamente con la mirada. Pero ninguno de los que estaban luchando ahí era a quien buscaba. El Líder no estaba en esa parte.

Sólo cuando sintió una extraña brisa en el aire, le dio un vuelco el corazón y, atenta como un felino, miró hacia el cielo. Vio cómo más allá, escombros, cajas, hojas y polvo se desprendían del suelo, moviéndose en círculos cada vez más grandes, alzándose a decenas de metros sobre las cabezas de todos los combatientes, que no se inmutaban.

El terrorífico tornado, arrastrando todo cuanto había en su camino, sin acercarse a ninguna persona y haciendo temblar la propia atmósfera por la fuerza que contenía, se dirigía hacia el otro lado de los almacenes que la niña tenía a su derecha.

Tras ver la primera pista que podía conducirle hacia el hombre que buscaba, corrió para allá sin dudar, manteniéndose al borde del descampado, ajena a la batalla. Mientras tanto, contempló cómo el tornado hacía violentos virajes al otro lado del almacén más derruido que había, produciendo estruendos, acompañados por gritos de horror.

Después de correr por otra callejuela, salió hacia la zona donde había sucumbido el tornado. Allí había otra batalla aparte, formada por cuatro hombres. Dos de ellos eran del bando enemigo. Los otros dos, ella los conocía. Uno era más viejo, de pelo cano, grandote y muy musculoso, y el otro, algo más joven, era también fuerte, más esbelto, de cabello marrón claro y despeinado por el viento. Este era el Líder, y la niña sonrió por haberlo encontrado al fin. Estaban luchando, cada uno con un oponente. Uno de los enemigos se alejó de la zona para coger ventaja, y enseguida el hombre más viejo fue tras él, dejando solos a los otros dos.

La niña se puso a llamar al Líder desde la distancia, resguardada entre unos escombros, a pesar de que él estaba evidentemente ocupado. Ella sólo tenía en mente avisarle de que uno de su compañeros había sido capturado, ella sólo quería que el Líder fuese a salvar a este compañero en peligro cuanto antes. Su angustia no la dejaba ver la realidad de lo que estaba pasando ante sus ojos. La lucha entre él y el otro hombre enemigo era cada vez más brutal.

Lo llamó y lo llamó, y no lo entendía, porque estaba gritando lo suficientemente alto como para que la oyese, pero el Líder no la escuchaba, a diferencia del enemigo, el cual sí llegó a mirar a la pequeña durante un instante, para luego volver al ataque, disparando al otro con su metralleta sin parar porque su oponente esquivaba las balas todo el tiempo con una velocidad inhumana. «El hombre enemigo me oye perfectamente, pero ¿por qué él no?» se preguntaba la niña.

Se le empañaron los ojos de lágrimas, ya se había estado conteniendo demasiado por la angustia. Él no la escuchaba, sólo tenía oídos y ojos para su enemigo, el cual estaba cada vez más débil y sus movimientos se entorpecían por momentos.

La pequeña vio cómo el hombre enemigo se desplomaba en el suelo, exhausto, sin fuerzas y sin munición. Vio su mirada, temblando de furia, pero también de miedo, a medida que su contrincante se acercaba a él paso a paso, lentamente, todavía lleno de fuerzas y sin rasguño alguno. La pequeña únicamente podía intuir que algo horrible iba a pasar. Observó al Líder, aquel hombre a quien tanto adoraba, acercándose hacia su indefenso contrincante.

«No...» pensó ella. No sabía por qué estaba tan nerviosa, no podía saber lo que iba a pasar, pero sentía que debía cerrar los ojos y taparse los oídos. Sin embargo, no podía moverse por la tensión. Sólo podía mirar... y escuchar.

—¡Maldito seas! —exclamó el enemigo, arrastrándose por el suelo, haciendo un vano intento de alejarse del otro—. ¿¡Qué coño eres!?

—Soy tu verdugo, miserable criminal —contestó el Líder, con una voz fría, pero con una sonrisa maliciosa.

—Hijo de perra... —rugió el enemigo—. ¡No puedes matarme! ¡Lo tienes prohibido! ¡No soy un condenado de la lista de Alvion!

La niña escuchó aquello con horror. ¿Sería verdad? Entonces, ¿qué pretendía el Líder? ¿Había perdido el control de sí mismo? Ella lo vio agacharse de cuclillas frente al otro. La pequeña no podía verle la cara porque estaba de espaldas, por lo que no podía ver la terrible sonrisa que tenía en ese momento.

—No me gustan... las normas... —susurró el Líder, y agarró la mandíbula del enemigo para obligarle a mirarlo a sus ojos plateados—. Ni los humanos...

La pequeña no pudo creer que aquellas palabras saliesen de la boca de ese hombre. No era él. No era el que ella conocía. Algo iba mal.

Hubo un tenso silencio en la zona. La niña, expectante, no supo la razón por la que la cara del enemigo expresó el triple de terror. Parecía que se había quedado sin voz, sin aliento, contemplando los escalofriantes ojos de su contrincante sin parpadear.

—Tú no eres humano... —sollozó el enemigo—. Ni tampoco un iris de esos... ¡Eres algo peor! ¡No eres de este mundo! ¡Demonio!

El Líder siguió sonriendo con calma mientras soltaba suavemente la cara del enemigo. Y sucedió algo en un instante. El brazo derecho del enemigo se desprendió de su cuerpo como si un cuchillo invisible lo hubiese cortado de una estacada, salpicando sangre por todas partes. El enemigo gritó de dolor, un alarido que a la pequeña le heló la sangre, pero, en el siguiente instante, el otro brazo sufrió lo mismo, acompañado por otro alarido. La niña no podía parpadear, ni respirar, ni moverse. El Líder seguía de cuclillas frente al mutilado, observándolo, quieto como una estatua. Su ojo izquierdo brillaba de una luz blanca.

De pronto, el enemigo soltó un alarido aún más estremecedor, al sentir cómo el aire a su alrededor se hacía insoportablemente pesado, notando cómo la fuerte presión atmosférica se concentraba en él, hasta que... su cabeza reventó como si de un globo de agua se tratara, y todo quedó en silencio. El Líder se quedó mirando los restos de ese criminal con una sonrisa satisfecha, con algunas salpicaduras de sangre manchando su cara.

El grito de una nueva voz rompió el silencio de la zona de nuevo. El Líder se sorprendió y se puso en pie de un salto, alarmado. Se giró sobre sus talones, y el mundo se le vino encima al descubrir allá a la pequeña junto a unos escombros, la cual temblaba de horror con lágrimas en los ojos.

—¡Cleven! —exclamó—. ¿¡Qué estás haciendo aquí!?

No se podía decir quién de los dos estaba más sobrecogido. «Me ha visto, ¡lo ha visto!» pensó el hombre, disgustado. «¿Cómo ha llegado aquí? ¡Joder!». Antes de dar un paso hacia la niña, apareció junto a él el compañero que antes había estado luchando a su lado, dando a entender que también había acabado con su oponente. El viejo apenas se percató de la actual situación, pues se acercó rápidamente a su Líder.

—Tienen a uno de los nuestros capturado en el edificio principal, se trata de Sui-chan —le informó el viejo—. Sui-chan está en peligro, hay que ir a por él.

El otro le respondió con una mirada de silencio y tensión. Si la pequeña no estuviese tan asustada en ese momento, se habría sentido aliviada al ver que alguien ya le había dado al Líder el mensaje que ella iba a transmitirle en un principio. Él fue a coger a la pequeña en brazos, pero cuando ella vio que se le acercaba, se alejó unos pasos.

—¡No te acerques! ¡No! —chilló muerta de miedo.

—¡Cleven! ¿Qué te ocurre? ¡Soy yo! —insistió el hombre, sorprendido por la reacción de la pequeña, volviendo a caminar hacia ella.

—¡Aaah! —chilló de nuevo, cerrando los ojos con fuerza y cubriéndose la cabeza con los brazos—. ¡No! ¡No eres tú! ¡No eres tú! ¡No te acerques!

Dominada por el miedo y un reciente trastorno por lo que había presenciado, comenzó a marearse. No le llegaba oxígeno al cerebro, se le nublaba la vista. Sentía que el corazón le iba a estallar de un momento a otro, hasta que finalmente se desplomó sobre el suelo, desmayándose. El Líder corrió a cogerla en brazos. La estrechó contra él con fuerza, afligido, mientras se maldecía a sí mismo por no haberse dado cuenta antes de que la pequeña estaba ahí.

El viejo, observando la situación, además de ver los desagradables restos del hombre enemigo, comprendió al instante lo que había pasado. Se acercó a su compañero, poniéndole una mano en el hombro, contemplando a la pequeña con tristeza.

—Tendrás que borrarle la memoria de esto —le comentó el viejo—. Otra vez.

El otro se quedó en silencio unos segundos.

—Hah... hahah... —empezó reírse el Líder, y miró a su compañero con unos ojos desquiciados—. Hahahah... ¿Has visto lo que le he hecho a ese idiota? Ha explotado como una sandía... hahah... —su sonrisa se hizo más larga y siniestra, pero el viejo de repente lo agarró de los hombros.

—¡Neuval! —le gritó con enfado, zarandeándolo con fuerza—. ¡Contrólate! ¡Vuelve en ti!

—¡No me digas lo que debo hacer! —le rugió con una repentina furia—. ¡Nadie me da órdenes!

El viejo le pegó una bofetada. El otro se quedó callado y sorprendido.

—¡Vuelve en ti! —le repitió—. Recuerda quién eres. Recuérdalo, Neu, una vez más.

El otro giró la cabeza lentamente hasta volver a mirar al viejo a los ojos. Seguía con una cara de sorpresa, y sobre todo desorientada. Parpadeó un par de veces, confuso.

—¿Papá? —le preguntó.

—Gracias a Dios —suspiró el viejo Lao con gran alivio—. Vamos, céntrate. Tenemos que seguir, Sui-chan corre peligro. Y tienes que arreglar esto —murmuró con tristeza, mirando a la niña que el otro sujetaba en sus brazos.

Neuval también miró a la niña, y la abrazó con más fuerza, lleno de rabia. No podía creer que ella se hubiese asustado tanto cuando intentó acercarse a ella. Era lo peor que le podía pasar, que ella le tuviera miedo. Pero no había tiempo que perder, la batalla continuaba más allá.

—Lao... Ve con los demás a echarles una mano —murmuró con una voz abatida—. Yo iré a por Sui-chan.

El viejo asintió y desapareció del lugar en una fracción de segundo.»


Cleven se despertó de golpe dando un bote en la cama, con los ojos desorbitados de susto, y se cayó al suelo. Se quedó ahí tendida para recuperar el aliento. Estaba sudando, y sus ojos también estaban húmedos. Apoyó la cabeza en una mano y cerró los ojos.

Había vuelto a tener esa pesadilla, después de tanto tiempo. Ya casi se había acostumbrado a ella, a excepción de que cada vez que se despertaba sentía un extraño malestar por dentro. No sabía de qué iba todo aquello. Recordaba que en esa pesadilla estaba ella cuando era pequeña, y todo lo demás, pero no sabía el porqué de todo aquello, qué podría significar. Lo que no recordaba era el rostro de todas esas personas que de alguna manera ella conocía, ahora los veía borrosos y sus nombres se habían esfumado, por lo que no sabía quiénes eran todos ellos.

Siempre había pensado que esa pesadilla era fruto de una película de terror que vio hace tiempo y que la dejó muerta de miedo, por lo que se metió en la ducha con tranquilidad. «Sólo es una pesadilla» se dijo, «Pero ¿por qué sigue sintiéndose tan real? Creía que cuanto más tiempo pasara, más difuminada se sentiría… pero creo que cada vez se hace más nítida… palpable…».

Sólo había un detalle que no la dejaba tranquila. La pesadilla había vuelto a avanzar. Antes, cuando comenzaba a tenerla, solamente veía las escenas del principio, pero a medida que pasaba el tiempo, la pesadilla tenía nuevas escenas, ligadas con las anteriores, como si estuviera reproduciendo una película. Esta vez, lo nuevo que había visto era el momento en que ese extraño hombre se acercaba a ella y ella le gritaba que se alejase. Después que se desmayaba y que el hombre la cogía en brazos. Esa escena era nueva para ella, pero como no quería pensar más en ello, puesto que le resultaba una pesadilla absurda, se centró en el mundo real.

Cuando salió de la ducha, trató de incorporarse en el lugar y en el tiempo en el que estaba. Era lunes por la mañana, y estaba en la habitación del hotel. Hasta eso llegaba. Solo que cuando se adentró de nuevo en la habitación, envuelta en la toalla, miró la hora en el reloj sobre la mesilla de noche.

C’est pas vraiiii ! —gritó con los pelos de punta—. ¡Qué tarde eees!

A esas horas ya debía de estar en el instituto. Cinco minutos después, ya estaba corriendo por las calles de la ciudad como una atleta, con su mochila al hombro. Hubo varias personas que pasaban por ahí que la miraron con desaprobación y otras con una sonrisa.

No sabía qué clase estarían dando ahora sus compañeros, sólo esperó que no fuera Matemáticas, pues el profesor de esta asignatura no era muy tolerante con la impuntualidad. Se quedó horrorizada al imaginarse a sí misma recibiendo la bronca del profesor de Matemáticas delante de todos sus compañeros, además de ser consciente de no llevar encima un paraguas, ya que el hombre escupía cuando gritaba.

Corrió por los vacíos pasillos del instituto, todo el mundo estaba en las aulas. Empezó a rezar por que el profesor que tenía ahora fuese uno comprensivo y no le pusiese un retraso en la lista, porque, si ya estaba creando un mal expediente con sus malas notas desde que comenzó la secundaria superior el año pasado, este tipo de faltas lo empeoraba.

Cuando la puerta del aula se abrió, todo el mundo se quedó mirando a Cleven, quien en ese momento estaba tirada en el suelo de la entrada, jadeando, suplicando por su vida. Todos la observaron con sorpresa, unos riéndose y otros comentando la escena con el de al lado. La clase se llenó de barullo, y la mayoría volvió con lo suyo como si nada. Raven y Nakuru fueron las únicas que seguían mirándola con sorpresa, además, Drasik se había levantado de su silla unos centímetros para verla mejor, curioso y sonriendo.

Cleven, ajena a todo esto, sintió la gloria del cielo descendiendo sobre ella al ver a Denzel sentado en la mesa del profesor. «¡Sí! ¡Es Denzel, el más bueno de todos! ¡Me he librado del retraso!».

—¡Uy, retraso! —exclamó Denzel, apuntando rápidamente en la lista de asistencia.

Cleven se quedó de piedra pómez, con una mano alzada hacia él.

—¡Nooo! —exclamó, dirigiéndose a él velozmente—. Oye, por favor, es que he tenido una mala noche, no me pongas ese retraso…

—¿Y jugarme el empleo? —sonrió Denzel—. Si el director se entera de eso, me va a pegar. Créeme, he visto en su cajón secreto unos cuantos garrotes con el nombre de varias personas escrito, y no quiero ver uno con el mío.

—Profesor, de verdad, esto ha sido un accidente. ¿Cambiaría las cosas si te digo que estoy dispuesta a seguir tus consejos del otro día?

Denzel la miró a través de sus gafas negras, con una tierna sonrisa.

—No.

—¡Agh! —exclamó desolada, con una flecha clavada en su alma.

Rendida, se sentó en su sitio. Enseguida sintió la presencia de Raven a su lado y los ojos de Nakuru, que se sentaba delante, puestos en ella.

—¿Qué hiciste ayer? —le preguntó Nakuru.

—Sí, te estuve llamando —añadió Raven.

—Ah, eso… —recordó Cleven—. Por favor, esperad a que llegue el recreo, os lo contaré todo.

Sus dos amigas asintieron, conformes, y volvieron con sus ejercicios. Cleven fue a hacer lo mismo, sacando su libro de la mochila, pero sintió un par de ojos sobre ella. Mosqueada, levantó la vista poco a poco, hasta cruzarse con esos espectaculares ojos azules con franjas anaranjadas.

—¿Tú qué miras? —le espetó a Drasik, el cual estaba dado la vuelta sobre su silla.

—La belleza franco-japonesa que irradiáis, princesa —dijo él haciendo una reverencia.

«¿¡Pero este de qué va!?» pensó Cleven, irritada.

—¿A qué viene eso de “franco-japonesa”, pirado?

—Lo siento, Cleven —intervino Nakuru, dándose la vuelta hacia ella—. Pero es que se ha puesto muy pesado y me ha estado preguntando todo acerca de ti y le he contado algunas cositas, como que eres mitad francesa, un cuarto japonesa y un cuarto rusa, y tal…

—¡Madre mía, Nakuru, ¿también le has dicho mi grupo sanguíneo?!

—Le he dejado claro que eres una chica muy difícil y que no te gustan los babosos.

—Suerte que no soy ningún baboso —sonrió Drasik felizmente, apoyando el codo en la mesa de Cleven para apoyar la barbilla en la mano, y levantó las cejitas varias veces.

—Se te ve a la legua que eres todo un caballero —gruñó Cleven, pinchándole el codo con la punta de un lápiz como si estuviera apartando un animal muerto de su mesa.

—Lo soy si tú quieres que lo sea, princesa —insistió Drasik—. Yo me adapto a las necesidades de los demás. Soy como el agua. Si una chica quiere que sea baboso con ella, lo seré. Y si una chica quiere que sea un caballero con ella, seré su más fiel caballero.

—Tú no tienes mucha dignidad, ¿no? —le espetó.

—Soy feliz haciendo felices a las chicas. Todo lo que ellas me pidan.

—¿Y por qué de tres veces que te he pedido que me dejes en paz estás haciendo lo contrario?

—Tu boca pide una cosa, pero tus ojos piden otra muy diferente —susurró Drasik con un tono más seductor.

Esta vez Cleven no supo qué decir, se quedó bloqueada. Se le sonrojaron un poco las mejillas, avergonzada, pero no sabía por qué era, si por cómo él la miraba, o por el tono de su voz, o porque quizá él tenía un poquito de razón y la había descubierto… «¿¡Qué!?» pensó para sí misma, «¡Ni hablar, ni razón ni mejillones en vinagre! ¡Creo que tanto mis ojos como mi boca le están diciendo muy claramente que se vaya a freír espárragos! ¿Quién se ha creído? Esa frase se la ha sacado de algún dorama o de alguna película cursi… ¡Se creerá muy guapo! ¡Pero es un baboso!».

De repente Cleven descubrió a Raven a su lado llorando de la risa a escondidas, tapándose la boca con los brazos, sobre su mesa.

—¿¡Y tú de qué te ríes!? —gruñó Cleven en voz baja.

—Raven lo entiende —dijo Drasik.

—¿Vacilar de esta forma es algo común para vosotros los estadounidenses o qué?

—No, solamente es algo común en la gente relajada y con sentido del humor.

—¿¡Me estás llamando ogro!?

—Me hablas como uno —sonrió Drasik—. Pero eres un ogro muy hermoso.

Cleven ya estaba rechinando los dientes, no podía más con él. «¿¡Cómo hace este chico con pelos de loco para irritarme tan deprisa!?» se dijo con rabia. Nakuru estaba intentando hacer sus ejercicios en su cuaderno, negando pacientemente con la cabeza, ajena.

—Que me dejes en paz de una vez —le dijo Cleven—. ¿Por qué no te vas a acosar a otra, pervertido?

—¡Ah, me ha llamado pervertido! —exclamó Drasik, llevándose una mano hacia el pecho, dolido.

—¡Tú, el pervertido! —se oyó la voz de Denzel, sobresaltando a los cuatro; el resto de la clase miró a Drasik con risas—. Ya que eres tan amigo de Kyosuke Lao, ¿podrías decirme qué le pasa? Hoy tampoco ha venido a clase.

—Ah —se sorprendió Drasik, sentándose bien—. Sí, esto... Kyo tiene un resfriado.

Tanto Drasik como Nakuru pudieron notar cómo Denzel los observaba a través de sus gafas, con una expresión seria, durante unos segundos. Sólo cuando vio que Nakuru le hizo un discreto gesto con las manos, comprendió que en otro momento más adecuado iban a decirle la verdad, así que volvió con lo suyo tranquilamente.

Tenían la hora de la clase de Física para hacer ejercicios de repaso, en lo que nadie se empeñó mucho, ya que en la clase seguía habiendo barullo, unos hablando con otros y levantándose de vez en cuando de sus sitios para acercarse a charlar con un compañero. A Denzel no le importaba aquello, él confiaba en que sus alumnos fuesen conscientes de que dentro de poco tenían un examen, y en sus manos estaba si querían aprobarlo o no.

Y Cleven no era una excepción –porque era pésima en esa asignatura–, pues se pasó casi toda la hora pensando, sin saber por qué, en ese chico con el que se encontró el otro día en el metro, Kyosuke. Hoy no había venido, y se preguntó si era verdad que era cosa de un resfriado, pues recordaba a esas personas con capucha que lo perseguían.

Al oír que Drasik era muy amigo de él, casi se le pasó por la mente preguntarle por Kyosuke, pero no. En su cabeza, “odiar a Drasik” era igual a “no a acercarse a Drasik”. Sin embargo, sí le llamó la atención el apellido del chico. Lao. Le resultaba familiar. «¿Dónde lo he oído antes?» se preguntó.


* * * *


Mientras tanto, en otro punto de la ciudad...

—... junto con los hidrocarburos y los demás elementos que he mencionado antes, se obtendrá la sustancia requerida para la mezcla química que os piden en la página... —comentaba el viejo profesor dibujando en la enorme pizarra un complicado esquema de moléculas.

Los alumnos de la facultad de Medicina, sentados en sus pupitres escalonados, apuntaban aplicadamente todo lo que oían, en silencio. Todos aquellos jóvenes mostraban una postura disciplinada y atenta, llena de respeto. Las aulas de la universidad podían abarcar más de cuarenta personas, lo que para un profesor resultaría difícil controlar las malas conductas, no obstante, con aquel profesor nadie se atrevía a hacer nada que pudiera mosquearle.

Nadie excepto un alumno, sentado en una fila del fondo, tendido sobre la mesa y durmiendo profundamente. Las dos personas que estaban a ambos lados del chico lo miraban con inquietud, no por el hecho de que si lo pillaba el profesor podían correr peligro de ser golpeados por una tiza mortal, sino porque hasta durmiendo ese chico emitía un frío aterrador. Les daba miedo, pues ya lo conocían estando despierto, y tenían mucho cuidado de no despertarlo, por si acaso.

Sin embargo, el profesor no pasó eso por alto. Detuvo su charla y le clavó una mirada fiera al joven durmiente. Rechinando los dientes, el viejo se dirigió hacia su mesa y sacó de un cajón una cajita de madera donde había un puñado de tizas gordas. Eran las tizas de lanzamiento. Los alumnos, al ver lo que iba a pasar, se mostraron nerviosos, preguntándose quién iba a ser la víctima por tercera vez en aquella clase de dos horas con ese profesor. Sí, ya había hecho uso de las tizas de lanzamiento dos veces en esa mañana, hacia la misma persona, y dadas las expectativas, la tercera vez tenía el mismo objetivo.

El viejo y menudo profesor se puso en el centro y, apuntando con presteza, lanzó la gorda tiza blanca hacia el joven durmiente, la cual le dio en toda la cabeza. Todos comenzaron a temblar al ver de quién volvía a tratarse, y aún más cuando lo vieron levantar la cabeza lentamente de la mesa, desprendiendo un aura siniestra con la tiza que le había atacado en una mano.

—¡Usted, el rubio! —exclamó el profesor con reproche, apuntándolo con el dedo—. ¡Ya es la tercera vez que le tengo que llamar la atención de esta manera! ¡Aquí no se viene a dormir, joven!

El rubio, que en efecto era Raijin, tenía los ojos clavados en el hombre desde lo alto del aula, y el codo apoyado sobre la mesa, jugueteando con la tiza entre sus dedos. Sólo eso bastaba para que sus compañeros de clase se estremecieran, aunque el profesor permanecía autoritario.

—¡Váyase ahora mismo al despacho de la orientadora! —le ordenó—. ¡Demonios, que ya no está usted en el parvulario! ¡Debería darle vergüenza que tenga que castigarle como si esto fuera el instituto! ¡Vaya ahora mismo!

Raijin, como toda respuesta, apretujó la tiza hasta hacerla polvo en un segundo, y el compañero que tenía al lado se alejó de él unos centímetros, temeroso. Acto seguido se levantó de su sitio, bajó las escaleras y salió del aula después de seguir sintiendo la mirada de desaprobación del profesor.

¿Al despacho de la orientadora? Ay... ¿Cuántas veces lo habían enviado allí desde que empezó la universidad? Esta universidad era así de estricta, pero porque era la más prestigiosa del país y se encargaba de formar a jóvenes impecables en su profesión y también en la conducta ejemplar como ciudadanos modelo. Raijin, a pesar de tener unos modales japoneses perfectos, tenía claros problemas de conducta cuando la falta de sueño lo superaba, que era a menudo. Pero si seguía siendo alumno de esta universidad, era por su extraordinario expediente. Sus notas siempre eran las máximas.

Por eso, podía andar tranquilo y permitirse algunas libertades, como no ir al despacho de la orientadora y, en lugar de eso, salirse a los jardines exteriores que rodeaban el edificio principal, sentarse bajo la sombra de un árbol y echarse a dormir ahí.

Estaba demasiado cansado. Siempre estaba cansado. Tenía muchas responsabilidades, pero él estaba totalmente comprometido con ellas, y no sólo por decisión, sino que también lo tenía en la sangre, en el alma. Porque él había nacido diferente, y por muy duro que fuera cumplir con el deber, para él sería mucho más duro no cumplir con el deber.


* * * *


Por fin, el timbre sonó por todo el edificio, indicando el comienzo de la hora de descanso en el instituto. Al poco tiempo, Cleven, Nakuru y Raven ya se habían reunido en los bancos de la zona arbolada, donde estaba la valla que limitaba con el recinto del colegio. Nakuru debía irse la segunda media hora hacia otra reunión que tenía con los del periódico, y Raven también tenía una reunión con su club de moda.

Por ello, Cleven aprovechó la primera media hora para contarles un resumen de lo que había estado haciendo: lo de que se había ido de casa, lo de que estaba buscando a su tío con el que pensaba irse a vivir, y sobre todo...

—No os lo podéis imaginar, es un chico guapísimo, pero, desgraciadamente, nada simpático ni hablador. Tengo unas ganas de volver a verlo, aunque sólo fuese para llamarme “pelmaza” otra vez...

—Oh, ¿pero cómo es? ¿Qué aspecto tiene? ¿Cómo se llama? —preguntó Raven, intrigada.

Sin embargo, Nakuru era la que no estaba escuchando esta historia. Estaba más preocupada por otra cosa que había escuchado.

—Cleven, no sé si ha sido una buena idea eso de irte de casa —le comentó, antes de que respondiera a las preguntas de Raven.

—Comprendo que pienses eso, pero no entiendes lo importante que es para mí...

—No se trata de eso —la interrumpió, con cara apenada—. No le puedes hacer eso a tu padre.

—Nak, por favor —discrepó—. En cuanto este asunto esté solucionado, se le pasará. Ya conoces a mi padre.

—Sí... Ya lo conozco... —murmuró Nakuru, desviando la mirada—. Por cierto —volvió a alzar la vista hacia su amiga—, ¿a qué tío dices que estás buscando? ¿Tienes alguno?

—Es el hermano de mi madre, Brey Saehara.

Tras oír eso, Nakuru no dijo nada, ni siquiera se movió. Ni pestañeó. Dejó de respirar por unos segundos.

—Vaya, no sabía que tenías un tío, y menos en esta ciudad —comentó Raven, entusiasmada.

—Yo no lo conozco. De hecho, no sé de él nada más que su nombre. Pero tengo que encontrarlo cuanto antes, necesito conocerlo… me muero de ganas…

Las dos chicas comenzaron a charlar sobre todo este asunto, ilusionadas. Desde luego, a Raven le parecía emocionante lo que Cleven estaba haciendo, a excepción de Nakuru, que seguía ahí, junto a ellas, en silencio, contemplado a Cleven con una mirada preocupada e inquieta. Se preguntó si debía decirle algo o dejar las cosas como estaban. No sabía qué hacer, se sentía responsable de algo...

—Nakuru —la despertó Cleven de sus pensamientos—, y Raven, por favor, ni una palabra de esto a nadie.

—Prometido —saltó Raven al instante, alzando la palma de la mano.

Cleven miró a Nakuru de nuevo, esperando una respuesta.

—Yo... —titubeó—. No quiero que me metas en esto, Cleven.

—Tranquila, no os voy a involucrar en nada, lo único que tienes que hacer es no decírselo a nadie, nada más —le sonrió—. Pero prométemelo.

Hubo una pausa larga. Nakuru estaba contra la espada y la pared, sabía que lo que iba a hacer era lo incorrecto, una irresponsabilidad, un acto irracional, algo que iba en contra de ser iris. Pero no podía defraudar a su mejor amiga, a la que veía tan feliz en ese momento.

—Te lo prometo.

Llegó el momento en que Raven y Nakuru tuvieron que dejar sola a Cleven para asistir a sus respectivas reuniones. Ella todavía no estaba en ninguna actividad extraescolar o club porque los entrenamientos de natación tardaban un poco en comenzar, que era a lo que ella quería apuntarse.

Decidió que era el mejor momento para investigar sobre la supuesta estancia de su tío en el Tomonari como alumno. Iba a ser pan comido, porque la verdad es que no era la primera vez que Cleven se colaba en los ordenadores de Secretaría para intentar ver su propio expediente o las preguntas de un futuro examen…

No es que ella hubiese heredado la suprema habilidad de su madre de manejar o hackear ordenadores, de hecho, Cleven no tenía mucha idea de informática, sólo lo normal. Lo que había heredado era la poca vergüenza y las ideas malignas de su padre. Y los ordenadores de Secretaría eran realmente fáciles de acceder. Ponían poca vigilancia, sobre todo a esta hora, la del café, porque sabían que nadie en su sano juicio se le ocurriría meterse ahí sin permiso. Pero claro, cuando Cleven se obcecaba con un capricho, su sano juicio se iba de vacaciones.

Se abrochó bien el abrigo. Hacía un buen día soleado, pero hacía mucho frío. Se dio prisa por cruzar la zona arbolada para dirigirse a la parte trasera del edificio del instituto, para meterse por una de las puertas del conserje, donde atajaría hasta la Secretaría sin ser vista.

Sin embargo, vio algo que le llamó la atención. Un poco más allá, sobre una alta rama de uno de los árboles, había un chico tumbado sobre ella. Cleven entornó los ojos, curiosa. Parecía estar dormido. Llevaba el uniforme del instituto, pero no lo reconocía como alguien de su clase, ni de su curso. Parecía un poco mayor, por lo que dedujo que podría ser de tercer año.

Se sobresaltó un poco cuando el chico giró levemente la cabeza hacia ella, como si la hubiese detectado a distancia. Cleven se sintió algo inquieta al darse cuenta de que la estaba mirando. Al parecer, no estaba durmiendo, sólo descansando. La joven se hizo la tonta y siguió andando, pero como seguía curiosa, iba echando pequeños vistazos hacia arriba, hacia él, sin prestar atención por donde pisaba… y acabó metiendo el pie en un agujero enorme que había en el suelo.

—¡Juaah!

Vio de antemano la torta que se iba a dar, y cerró los ojos con fuerza. No obstante, sintió cómo alguien la agarraba del brazo y tiraba de ella para alejarla del hoyo del suelo. Cleven notó el tirón y por puro instinto se agarró fuertemente a la camisa de ese alguien, aún con los ojos cerrados. Cuando notó que estaba a salvo, con los pies en tierra firme, abrió los ojos, y tuvo que levantar un poco la cabeza para verle la cara.

Se sonrojó un poco. Era el chico de antes, el que estaba tumbado sobre la rama de un árbol hace unos segundos. ¿Cómo podía haber ido hasta ella en tan poco tiempo? Cleven seguía anonadada observándolo, todavía agarrada a su camisa. No era sólo por su aspecto, era por su mirada. El chico tenía un rostro exótico, de piel algo oscura, nariz ancha y labios carnosos. Tenía el pelo rubio oscuro, muy rapado por los laterales, y bastante largo por arriba, cayendo liso por su nuca y hacia su espalda, con algunas finas trenzas entrelazadas.

La mirada de sus ojos de color café era lo que embelesaba a Cleven. Tenía una expresión serena, casi majestuosa. Como la de un ave grande y rapaz.

—¡Ah, lo siento! —dijo apurada, separándose de él, muerta de vergüenza—. Qué susto. Gracias. No sé qué ha pasado…

—Están arreglando una tubería —le dijo el chico con una voz suave y profunda, señalando el gran agujero junto a ellos, algo hondo, donde asomaba una tubería grande con la que Cleven seguramente se habría dado un morrazo.

—Caray, ¿no deberían poner un cartel o una valla o algo?

—Se supone que ningún alumno debería estar caminado por aquí —entornó los ojos con suspicacia.

—O durmiendo sobre la rama de un árbol —le devolvió Cleven la indirecta, pero riendo, de forma amigable.

El chico se quedó callado unos segundos.

—Yo no digo nada si tú no dices nada.

—Hecho —contestó Cleven—. Oye… me suena tu voz de algo. ¿De qué curso eres?

—Tercero —contestó, inclinado levemente la cabeza como señal de extrañeza por la pregunta.

—¿Eres nuevo en este instituto?

—No —respondió, empezando a estar confuso por aquellas preguntas—. ¿Te pasa algo, Cleven?

—¿Eh? —se sorprendió—. ¿Cómo sabes mi nombre?

—Yako te presentó ayer —dijo como si fuera evidente.

—¿Conoces a Yako? —se sorprendió aún más.

El chico ya no contestó, no sabía de qué iba Cleven, y se la quedó mirando con una ceja levantada.

—¿Es que... tú y yo nos conocemos? —preguntó la joven, extrañada.

—Un poco.

—¿Eres amigo de Yako?

—Trabajo en su cafetería... —le dijo con un tono sutil y mirándola fijamente, todo como si fuera obvio.

Cleven se quedó reflexiva, sin apartar la vista de él, estudiándolo. La voz ya le resultaba familiar, pero las dudas acabaron cuando vio que el chico tenía puestos unos guantes negros que ella ya había visto. Pegó un respingo con sorpresa, tapándose la boca y con los ojos como platos, alejándose de él un paso.

—Aaah, ¡no me digas que tú eres...! ¿¡Tú eres Samuel!?

—Puedes llamarme Sam.

Él entendió entonces por qué ella no lo había reconocido antes. Era la primera vez que ella le veía la cara, porque ayer en la cafetería iba muy tapado y abrigado. Cleven volvió a recorrerlo con la mirada, asociando el aspecto de ese chico con el Sam que ella se había imaginado. Jamás se habría esperado que Sam fuese así. En principio, creía que por venir de África su piel sería muy oscura, pero era más bien canela. Y su pelo era claro, y liso.

—No eres negro —declaró Cleven, señalándolo con el dedo, sin salir de su sorpresa.

Sam puso una mueca un poco impactada por el comentario tan repentino, pero volvió a serenarse y empezó a mirarse a sí mismo, descubriéndose los brazos como si estuviera comprobando algo.

—Vaya, juraría que ayer sí lo era —contestó con un sarcasmo bien disimulado.

—¡Ah! Perdona… —se disculpó al percatarse de su poca decencia—. Madre mía… Es que… te imaginaba como el estereotipo africano, después de saber que eres de Uganda…

—Tranquila —sonrió calmado—. Es normal. Mi aspecto es minoritario.

Cleven notó que se le aceleraba el corazón. Durante ese rato, Sam se había mostrado muy serio, esta pequeña sonrisa suya fue inesperada. Casi había creído que su personalidad se parecía mucho a la de Raijin por su forma de hablar, su tono serio y su expresión regia, pero no era como él. Era un chico muy formal, pero también mostraba gestos de amabilidad. «Resulta que Sam no es un tipo tan raro, como me dijo Yako» pensó Cleven.

De pronto, ambos miraron a un lado al oír unos pasos acercándose. Era un profesor, el de Matemáticas, el señor Ishiguro, que además era el nuevo jefe de estudios del instituto de ese año. Dedicaba el tiempo en el que no daba clase, desde que comenzó el curso, a vigilar a los alumnos con esa mirada escrupulosa suya, buscando la más mínima excusa para reprochar a los jóvenes sus malas conductas, tanto como ordenarles que se metieran la camisa en los pantalones, llevasen los zapatos limpios o bien corrigiesen su lenguaje y gestos.

Cleven se preguntó por qué iba derecho a ellos, y se sorprendió al ver que el hombre tenía una fiera mirada clavada en Sam. La joven dirigió la vista hacia este, el cual había recuperado esa serena expresión en la cara, imperturbable.

—¡Usted, joven! —dijo el señor Ishiguro, poniéndose frente a él con los brazos en jarra y con esa mirada de inquisidor—. ¡Señorito Samuel S-... Sena...! Esto... —no tenía ni idea de cómo se decía su apellido.

—Ssewanyana —respondió Sam pacientemente.

—Lo que sea. Esta es la tercera vez desde que comenzó el curso que tengo que llamarle la atención por su aspecto. Le dije que se cortara el pelo como los demás chicos. Debe seguir las normas de este centro de educación como todos.

«Por lo menos no nos está echando la bronca por estar en esta zona…» pensó Cleven, sin atreverse a decirlo en voz alta.

—Mañana quiero verlo sin esa cresta de mechones largos, parece usted un hippie —concluyó el hombre.

Cleven miró a Sam, a ver cómo respondía, pero este seguía mirando al profesor con esa aura sosegada, hasta que, cerrando los ojos un momento, reflexivo, volvió a mirarlo con el doble de seriedad. Ishiguro llegó a estremecerse un poco al ver esos ojos penetrantes sobre él, efecto que Sam siempre causaba cuando se ponía así.

—Señor —murmuró, poniendo un tono grave de melodrama—. Sería una blasfemia cortarme este pelo.

—¿Eh? —se sorprendió el hombre.

Cleven arqueó una ceja, intrigada. «¿Una blasfemia?».

—Verá, señor —prosiguió Sam—. Esto es porque en mi tribu, el espíritu guerrero Ukrad-Ne ha sido el protector de mi gente durante milenios, un importantísimo símbolo para nosotros que representa la virilidad de los hombres al cumplir una cierta edad. Antes de pasar a formar parte del mundo de los espíritus, fue un grandioso rey proveniente del Reino de Carashu, a los pies la gran montaña Kilimanjaro, destacado por su larga melena, donde se decía que encerraba su fuerza...

—¿Eh? —repitió Ishiguro.

—... y tras la batalla contra los espíritus Ikuza, Mazhue y Goa, él quedó como único superviviente, pues su reino fue arrasado por las fuerzas del otro mundo, impidiendo la entrada a todo mortal. Fue cuando viajó a lo que hoy se conoce como Uganda y fundó un nuevo reino, esperando el momento adecuado para vengarse. Pero pasaron los años, y antes de su muerte le pidió a su hijo Ukrod-Un que llevara a cabo su venganza...

—Espere... —intentó intervenir el hombre, empezando a asustarse—. ¿De qué me está hablando?

—... tuvo que entrenarse durante varios años, dejándose como recuerdo de su padre el cabello largo desde la frente hasta la nuca, donde esperaba que su padre le transmitiera su fuerza. Fue entonces cuando, al cumplir los 15 años, viajó hacia el antiguo reino de su padre, pasando la línea que separaba el mundo mortal y el de los espíritus...

—Oiga, no hace falta que...

—... pero al dar el primer paso hacia la frontera, cuentan que el espíritu Goa fue el primero en enfrentarse a él, pero fue derrotado. Después se enfrentó a Mazhue, y lo derrotó. Finalmente, Ikuza, que estuvo observando los errores de sus hermanos, descubrió la fuente de la fuerza de Ukrod-Un y durante la lucha, consiguió cortarle el pelo, tras lo cual Ukrod-Un murió, aunque se dice que se llevó con él su pelo cortado al mundo de los espíritus, donde, reuniéndose con su padre, se enfrentaron al gran Ikuza...

—Oiga, ten... tengo que irme... —declaró el señor Ishiguro, con lágrimas en los ojos y dando media vuelta para largarse de allí lo antes posible.

Sin embargo, Sam lo detuvo, poniéndole una mano en el hombro, e incluso Cleven se estremeció al ver la soberana expresión en sus ojos.

—Profesor. Aún no le he contado la historia de Carashu.

—¡Está bien, está bien, puede dejarse el pelo largo, no hace falta que se lo corte! ¡Pero déjeme en paz! —exclamó el hombre, muerto de miedo, y se marchó de allí a toda prisa.

Cleven, que tenía la boca abierta de par en par, estupefacta, miró a Sam. Este dio un leve suspiro, mientras se metía las manos en los bolsillos con una tranquilidad increíble.

—Esto... —vaciló Cleven, algo nerviosa—. ¿Es verdad eso del espíritu guerrero que tenía la fuerza en su pelo y que es el símbolo de virilidad en tu tribu? ¿Y que por eso no puedes cortarte el pelo?

Sam bajó la vista hacia ella. A la joven le latía el corazón con fuerza, maravillada con la historia.

—Es la historia más idiota que se me ha ocurrido —contestó el chico, impasible.

Cleven cayó al suelo con una flecha clavada en el alma.

—¿¡Me estás diciendo que te has inventado toda esa historia ahora mismo para deshacerte de Ishiguro!?

—Sep.

Ahora sí que estaba segura. «¡Qué chico más raro!» pensó. No obstante, admiró a Sam por cómo había desarrollado una técnica para asustar al mismísimo Ishiguro, consiguiendo además el permiso de dejarse el pelo como estaba. «Este chico es superlisto».

—Vaya —rio Cleven—. Incluso casi llego a creerme eso de que procedes de una tribu...

—Eso es verdad —terció.

—Ah —se quedó de piedra—. ¿Cómo...?

—Soy mestizo.

—¿Mestizo?

—Como casi todos los alumnos de este centro. Mi madre es blanca, y mi padre negro. Mi madre es de ascendencia inglesa, nació en una de las colonias británicas que se implantaron en Uganda hace unos siglos. Mi padre nació en la tribu indígena de Kikun.

—Oooh... —se asombró—. No tenía ni idea de que...

Antes de que pudiese acabar la frase, un pájaro de plumas negras azuladas y de pico color ocre se posó de pronto sobre el hombro de Sam. Cleven lo miró, sobresaltada, pero Sam, en cambio, ladeó levemente la cabeza hacia el ave y se quedó un momento en sumo silencio, mientras el pájaro emitía unos pequeños graznidos, como si le estuviera susurrando a la oreja. Movía la cabeza rápidamente hacia todas direcciones, como hacían todos los pájaros, y pegaba pequeños saltitos abriendo las alas brevemente.

«¿Qué está pasando?» se preguntó Cleven, «Un pájaro se le ha posado en el hombro…». A los pocos segundos, Sam volvió a levantar la cabeza y el pájaro salió volando hasta perderse de vista junto con una densa bandada formada por los suyos que sobrevoló el instituto en un abrir y cerrar de ojos.

—Disculpa, tengo que irme —le dijo Sam.

—Ah, vale —contestó Cleven, sin salir del todo de la confusión—. Ya nos veremos.

Sam respondió con una inclinación de la cabeza y se marchó, dirigiéndose hacia el edificio. «Qué cosas más raras pasan por aquí...» se dijo Cleven, frunciendo el ceño. «¡Ah, sí! El tío Brey» recordó que tenía una pequeña misión que cumplir antes de que acabara el recreo, y después de asegurarse de que no había nadie más por los alrededores, se coló por una puerta trasera del edificio.





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