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1º LIBRO - Realidad y Ficción





30.
El pasado de papá (4/5)

«Ya había caído la noche en Hong Kong, eran casi las diez y había comenzado a llover un poco, pero era por la gradual llegada de un monzón, por lo que el tiempo iba a empeorar. Por eso, a pesar de que le dijo que iría a verlo mañana de nuevo, Lao se preocupó por el niño del callejón y decidió acercarse esa noche para traerle más ropa de abrigo, un impermeable, un palé de madera sobre el que sentarse para no tocar el suelo mojado y una lona que pudiera colocar como techo en su rincón de los cartones; todo esto, en caso de que el niño siguiera negándose a irse o a pasar la noche en otro sitio.

También, el muchacho podría haber decidido por sí mismo buscarse otro rincón más resguardado de la ciudad al ver que comenzaba a llover, pero como Lao le había rogado que no abandonara el callejón por sí solo, no sabía si el niño de verdad cumpliría ese ruego a rajatabla y estaba dispuesto a quedarse en el callejón aunque fuera bajo la lluvia.

Solamente quería asegurarse de que estaba bien y ver cómo iba a pasar la noche, nada más. Pero no venía solo. Junto a Lao caminaba otro hombre joven, de veintitantos. Era occidental, su cabello era negro y corto pero tenía tres mechones blancos, y vestía con ropa casual, como Lao, con chaqueta y bufanda. A pesar de que iba todo el tiempo con los ojos cerrados, caminaba con seguridad, como si sus otros cuatro sentidos detectasen los obstáculos sin problema, tras siglos de práctica, claro. En una mano sujetaba el palé de madera, haciéndole el favor a Lao de llevarlo él, y en la otra un paraguas con el que cubría a ambos, mientras Lao tenía las manos ocupadas con la lona y la bolsa con ropa de abrigo.

—De verdad, gracias por venir, Denzel —le decía Lao—. Podía cargar yo con todas estas cosas sin problema, pero no habría podido tener suficientes manos para hacer lo más importante, que es protegerme de la lluvia con un paraguas.

—Sé que los iris de tu tipo lo pasan muy mal bajo la lluvia, y te recuerdo que ayudar a los iris es mi trabajo.

—Ayudarme a no mojarme y a llevar estas cosas no es tu trabajo, es un favor que no has podido resistirte a hacerme porque eres una buena persona y punto —sonrió socarrón.

—También porque me saca del aburrimiento —se encogió de hombros—. Además, me puede la curiosidad sobre ese niño del que me has hablado.

—Te dije que podías venir mañana a conocerlo, cuando no lloviera y a la luz del día.

—Kei Lian. Soy inglés y soy ciego, me da igual la lluvia y la luz del día. ¿Y dices que ha estado siete meses con el iris sin que Alvion lo haya detectado?

—¿Ha pasado alguna vez antes, con Alvion o algún otro Zou, que no hayan podido captar el nacimiento de un iris?

—Sí… bueno, los Zou no siempre detectan el nacimiento de un iris al momento —le explicó el taimu—. Unas veces los detectan al momento, sobre todo a los más cercanos geográficamente, y al resto pueden tardar en detectarlos a veces unas horas, unos días, unas semanas… incluso un mes ocurrió alguna vez. Pero siete meses… es mucho tiempo, sin precedentes.

—¿Alguna idea de cuál podría ser la causa? —quiso saber Lao.

—Depende. ¿Este niño tiene más rarezas?

—Hum… Define “rarezas” para los iris —le pidió Lao.

—Manifestaciones energéticas fuera lo común, comportamientos fuera de lo común, historia de conversión fuera de lo común…

—Veamos —caviló Lao—. Manifestaciones energéticas no he notado ninguna. Comportamientos fuera de lo común… estar demasiado cuerdo para los meses que lleva siendo un iris sin tratar —aseveró—. A veces, en situaciones de estrés, tiene las típicas convulsiones o tics raros como señal de que su mente le da fogonazos, pero son muy leves y breves comparadas con las que sufrimos comúnmente los iris antes del entrenamiento. Historia de origen fuera de lo común… supongo que algo debe de afectarle el hecho de que atacó a su creador después de presenciar la injusticia, y ha estado siete meses sin saber si lo dejó muerto o si lo dejó con vida.

—Caray… —no pudo ocultar su sorpresa, y se paró en mitad de la calle, con sus ojos cerrados apuntando al suelo, meditabundo. Lao lo miró expectante—. No haber sucumbido a la locura después de siete meses portando un iris sin tratar ya dice mucho de él. Tiene una energía mental poderosa. Pero, si bien esta no se manifiesta visiblemente, sí que parece tener un efecto, como impedirle o dificultarle a un Zou el poder detectarla, como si la mente protegiera por sí sola a su dueño de ser detectado.

Volvieron a emprender la marcha.

—Ahora, la causa de tener una energía mental tan poderosa… No sé… Si él supiera con seguridad que sí llegó a matar a su creador y, por tanto, que cumplió su venganza nada más convertirse, eso en teoría podría haber subsanado gran parte del trauma de su iris y hacerlo un iris más sano y cuerdo a pesar de no haber recibido entrenamiento. Si, por el contrario, él supiera con certeza que no llegó a matarlo, debería tener el mismo caso que el resto de iris en general, tener una ferviente sed de venganza, ira, rabia, locura. Pero me dices que él no sabe si su creador está vivo o muerto. Luego, hay una incertidumbre, y la incertidumbre debería hacer aún más inestable su energía mental. Y no lo está.

—Y… ¿podría tener algo que ver tener mucha inteligencia?

—¿De cuánta inteligencia estamos hablando?

—Como la de un Zou.

Denzel volvió a detenerse y apuntó con su cabeza hacia Lao, con las cejas levantadas.

—Kei Lian. No hay nadie tan inteligente como un Zou. Ni siquiera los taimu, y nos acercamos.

—Lo sé, pero… no sé cómo explicarlo. Leerse cientos de páginas en cuestión de pocos minutos, resolver rompecabezas de lógica avanzada y de matemáticas en cuestión de segundos, hablar varios idiomas aprendidos sobre la marcha durante pocas semanas… idear y crear cosas a nivel de ingeniería…

—Bueno, una persona puede ser superdotada, muchas lo son.

—No sé… Es diferente —insistió Lao, sin saber cómo explicarlo—. Tiene algo más. No sé por qué, pero es que me recuerda un poco a Yeilang.

—¿A Yeilang? El hijo de Alvion apenas tiene 6 años.

—Pero Yeilang también lee libros a una velocidad inhumana, y entiende sobre Química, energía e idiomas a un nivel superior.

—Dudo que un niño francés de 10 años que ha emergido de una vida mediocre y que te has encontrado vagabundeando por este país tenga una inteligencia equiparable a la de un Zou de 6 años. Mi inteligencia sí que se equipara a la del pequeño Yeilang, y soy un medio humano de 358 años.

—¡Hah! Es por eso que deberías conocerlo en persona antes de hablar —se rio Lao con un bufido—. Ya verás a qué me refiero. Cuando hables con él y estés con él un tiempo, notarás algo especial y…

En ese momento habían entrado en el callejón, y lo primero que hizo que Lao cortara su frase fue divisar sobre los cartones donde el niño solía dormir, detrás del contenedor de basura, sus cuadernos de kanjis chinos y de francés, abiertos por la mitad y mojándose y estropeándose con la llovizna. Además, no había ningún gato.

—¿Qué pasa? —preguntó Denzel.

—¿Neuval? —lo llamó Lao, adentrándose en el callejón con aire desconfiado, mirando analizadoramente todos los rincones—. He traído cosas para protegerte de la lluvia. Y a un amigo. ¿Estás aquí?

Cuando Lao llegó hasta donde los cartones y vio que no había rastro del niño, ni siquiera bajo el montón de maderas y papeles de periódico, se quedó muy callado, tan callado que Denzel oyó el ruido de los engranajes de su mente y se acercó hasta él, volviendo a cubrirlo con el paraguas.

—Se ha ido a cobijar a otro sitio. Ya lo habías previsto.

—No… —murmuró Lao.

—A ver, iris. ¿Qué no encaja? —comprendió Denzel que Lao estaba viendo cosas que no le cuadraban.

—Ha dejado aquí abandonados mis cuadernos de apuntes de francés y kanjis chinos. Se los presté porque quería estudiarlos. Y los ha dejado aquí en el suelo abiertos. Se están mojando.

—¿Y? Se le habrá olvidado o no ha tenido cuidado.

—Eso es lo que no encaja. Cuando a Neuval le das algo, cualquier cosa, ya sea prestada o regalada, la trata como si fuera un tesoro. Para él, hacerle un obsequio tiene un gran valor y lo recibe con un gran agradecimiento. Él no descuidaría nada de lo que le he dado o prestado.

—Es una suposición muy grande para los pocos días que has estado conociéndolo.

—Es una observación certera para la cantidad de años de experiencia que tengo como iris.

—Bueno, también es verdad. Pero esto no nos indica lo que nos interesa, que es saber dónde está el niño.

—Para eso, primero hay que empezar por preguntarse por qué no está —inquirió Lao, y generó dos grandes bolas de fuego en sus manos para iluminar mucho mejor el callejón y observar con detalle cualquier rastro—. Y sé que la lluvia no es la razón. Para mí, los cuadernos aquí abandonados de esta forma es una señal de que la razón es otra y de que apunta a una urgencia.

—Le ha podido asustar algo y habrá salido corriendo.

Lao emitió una especie de murmullo inconforme tras esa posibilidad mencionada por el taimu. Era una idea bastante probable, que Neuval se hubiese alarmado por algo y hubiese salido por sí mismo del callejón a toda prisa y se hubiese resguardado en cualquier otro rincón de la ciudad. Pero entonces, Lao localizó el otro detalle que no encajaba. Vio aquel melocotón tirado en el suelo, cerca de la pared de cemento del fondo del callejón. Se acercó hasta allí y se agachó donde esta fruta, observándola. Tenía un lateral totalmente aplastado, con la pulpa hecha papilla.

—Huelo a melocotón por aquí —comentó Denzel, poniéndose a su lado.

—Es uno de los melocotones que le di esta mañana para que los merendara mientras estudiaba. Son los que Hideki suele traerme desde Japón. Muy dulces y blandos. Este melocotón está bastante espachurrado por un lado, y el otro lado está intacto, así que no ha sido pisado. Es el tipo de daño resultado por un fuerte impacto. No ha podido caérsele al suelo, pues para que se aplaste la mitad de esta manera, ha debido de caer por lo menos de 8 o 10 metros de altura. Aquí no hay nada a esa altura sobre lo que él haya podido subirse y desde donde se le haya caído el melocotón.

—Vale. Lo ha lanzado él. ¿Y qué?

—¿Y a dónde, y por qué? —le corrigió Lao. Estaba tan centrado en seguir la pista de lo sucedido que ya se le habían mojado sus cabellos negros y goteaban por su cara, y por eso comenzó a envolverle una pequeña capa de vapor, porque las gotas en contacto con su piel se evaporaban—. No lo ha lanzado contra las paredes laterales del callejón, no hay distancia suficiente entre ambas para un lanzamiento tan abierto. Así que lo ha lanzado contra la pared del fondo. Tiene fuerza suficiente, y al menos desde una distancia de entre 6 y 10 metros, puede causar este daño en el melocotón. Ha podido lanzarlo… —volvió a erguirse y miró hacia atrás—… desde su sitio de los cartones, donde estaba estudiando.

—¿Probando su fuerza? ¿Jugando simplemente con la comida? ¿Arrebato de ira espontáneo, como sería de esperar de su iris sin tratar?

—No, nada de eso —aseguró Lao—. Si antes te dije que él valora los objetos obsequiados como un tesoro, con la comida es aún más estricto. Él jamás desperdiciaría una miga de comida, aunque ya haya comido hasta llenarse y aunque tenga a mano suficiente de ella. Está acostumbrado a regirse por el principio de “nunca se sabe”, por lo que siempre es muy previsor con estas cosas. Incluso se come los corazones de las manzanas hasta no dejar ni el tallo. Por no hablar de que cuando se comió el otro melocotón esta mañana, realmente parecía ser el mayor de los manjares para él. Desperdiciar este melocotón de esta manera lo ha tenido que hacer por una razón de peso. No obstante… —se frotó la barbilla, dándole vueltas sin parar—… no puedo descartar tu idea del arrebato de ira espontáneo, sería poco profesional por mi parte no creer que su iris haya podido al fin darle un brote de descontrol, a pesar de la admiración que siento por él por el control que ha estado manteniendo hasta ahora.

—¿Cómo descartarás entonces la hipótesis del arrebato espontáneo? —lo ayudó Denzel, sonriendo astuto.

—Encontrando una razón lógica por la que él haya lanzado el melocotón. Si no hay una razón lógica, quedará la razón ilógica, es decir, el arrebato de locura sin razón.

De repente Lao se puso a escudriñar la pared de cemento del fondo del callejón con sus dos esferas de fuego sobre las manos.

—¿Qué te dice esa pared? —se extrañó Denzel.

—Miles de cosas. Si pudieras verla, alucinarías. Aquí el niño ha estado garabateando sus ideas y pensamientos derivados de los rompecabezas que le presté. Dibujos, cálculos, ecuaciones, anotaciones…

—Vale, eso es interesante —reconoció el taimu—. El niño, que jamás desperdiciaría una miga de pan, lanza su manjar favorito contra una pared llena de palabras y dibujos y desaparece misteriosamente.

Denzel esperó, pues, a que Lao terminase de escudriñar la pared centímetro a centímetro para averiguar en qué punto exacto había impactado el melocotón, buscando restos de pulpa en su superficie porosa.

—Un Dobutsu ya lo habría encontrado en dos segundos —suspiró el taimu.

—Bueno, pues yo soy un Ka y no tengo el fino olfato de un Dobutsu y no hay ningún Dobutsu ahora por aquí —refunfuñó Lao, molesto, pero no por el comentario de Denzel, sino por sentirse cada vez más preocupado por Neuval—. ¿No es irónico que un taimu sea impaciente?

—¿Y que un iris de nivel ejemplar esté perdiendo la calma tan pronto? —replicó el inglés, sonriendo tranquilamente—. Este asunto es especialmente personal para ti, ¿verdad, niño? Tu preocupación es más emocional que profesional.

—Mi trabajo es proteger a iris y a humanos inocentes, sobre todo si son niños. Así que, no poder cumplir con mi deber es motivo de preocupación y vergüenza para mí.

—Te has encariñado con él —concluyó Denzel.

Lao no dijo nada, siguió revisando la parte baja de la pared tras terminar con la parte alta.

—Comentaba lo del Dobutsu para aconsejarte —siguió diciéndole Denzel.

—¿Aconsejarme qué?

—Que llames a tu equipo.

—¿Que llame a la SRS aquí? No creo que sea necesaria tanta… ¡Ah! ¡Aquí! —exclamó de pronto, encontrando unos pequeños trozos de melocotón pegados a una parte de la pared—. Ha impactado aquí.

—¿Palabra, dibujo o en blanco?

Lao tardó en contestar. Se irguió de nuevo y dio unos pasos atrás para verlo mejor. Los restos de melocotón estaban justo donde Neuval había rayado con la piedra la palabra en francés abduction. En ciencia, el concepto de abducción era un concepto de lo más simple, es como se le llama al movimiento de una parte de un objeto o de una extremidad del cuerpo cuando se separa del eje principal del mismo. Neuval lo había empleado para explicar el movimiento de una de las piezas de su versión avanzada del cubo de Rubik. Pero, al mismo tiempo, en el campo del lenguaje, la palabra “abducción” era un sinónimo de “secuestro”.

Lao apretó los puños con tanta fuerza que se le hincharon las venas. Estaba muy quieto y callado. Denzel sintió su tensión y se acercó a él, y le puso una mano en el hombro.

—Llama a tu RS —le sugirió con calma una vez más.

—¿Tú sabías…?

—Me lo olía. Y tú también.

Lao estaba haciendo un esfuerzo tan grande por contener su ira y tenía la mandíbula tan apretada que la nube de vapor a su alrededor aumentó de tamaño, al aumentar el calor ardiente de su cuerpo y evaporar las gotas de la llovizna antes de que lo alcanzaran.

No perdió ni un segundo y se levantó el jersey y la camiseta, destapando el tatuaje que tenía en el costado izquierdo. Colocó una mano sobre su tatuaje y emitió varios impulsos de energía, como si fuera código morse. A falta de teléfonos cerca, y de teléfonos móviles, que en esa fecha no existían, los iris tenían el tatuaje para comunicarse sensorialmente con los miembros de su RS a distancias internacionales.

Si Denzel le había sugerido convocar a su RS, cuya mayoría de miembros vivían en Tokio, es que también estaba dispuesto a hacerle el favor de traerlos él mismo mediante el teletransporte, ya que, de no disponer del poder taimu, Lao tendría que esperar al menos una hora hasta que sus compañeros llegasen en un jet. Por eso, Lao les había transmitido el mensaje de reunirse todos en un punto en concreto de Tokio, un punto de referencia que en estos casos servía para que un taimu pudiera teletransportar a una RS entera cuando era necesario. Ahora, Lao tenía que esperar unos minutos hasta que su Líder, su Segunda u otro de sus compañeros le avisara de que ya estaban todos reunidos en ese punto.

—Gracias —murmuró Lao, cabizbajo.

—No me cuesta nada echaros una mano. Pero tienes que hacerme un favor a cambio. Tienes que intentar tranquilizarte —le advirtió Denzel, notando a distancia la rabia contenida del Ka.

—Es que sé quiénes han sido…

—Y eso ya es una ventaja.

—Llevo un mes entero siguiéndoles la pista por mi cuenta… Traficantes de niños… Hace una semana ya desaparecieron tres niños de la lista de víctimas potenciales que realicé. Le dije a Neuval que no saliera solo de este callejón hasta que yo me encargara de limpiar esta ciudad de esa escoria… y lo han atrapado justo aquí, mientras estudiaba…

—Y gracias a él, tú ahora sabes esto, sabes lo que le ha pasado. El niño ha sido muy listo dejándote este mensaje. Lo ha dejado para ti porque sabía que tú entenderías esta escena.

—Le he fallado…

—Kei Lian…

—¡Tenía que evitar que pasara! ¡Debí regirme más por la razón y menos por mis sentimientos, debí sacarlo de este callejón a la fuerza el primer día aunque él se resistiera, y llevarlo directamente al Monte Zou, donde habría estado a salvo y habrían empezado a tratar su iris! —gritaba con rabia, tapándose la cara con las manos.

—Kei Lian, déjate de lamentos. Sabes perfectamente que lo rescatarás. Por fin tienes una prueba de que ellos han estado físicamente en este lugar, y de que el niño ha sido secuestrado en este lugar, lo que significa que por fin tienes la garantía de que las personas que andas buscando han dejado aquí un rastro de olor. Vuestro Dobutsu podrá seguir el rastro desde este punto de partida. Ahora es una misión de lo más fácil.

—En el tiempo que tardemos en rescatarlo, incluso si son pocas horas, ya le han podido hacer cosas horribles… No quiero ni imaginarlo… Podría haberle pasado a mi propio hijo Sai… podría haberle pasado a… —no terminó la frase.

—¿A tu hermano? ¿A ti mismo? —adivinó Denzel—. Todo aquel que no es taimu está obligado a mirar siempre hacia delante, Kei Lian. No hacia el pasado o hacia pasados alternativos.

—¿Tú cómo lo aguantas, Denzel? —lo miró fijamente—. Fuiste tú quien me encontró a mí en un callejón cuando era niño… llorando sobre el cuerpo ensangrentado y sin vida de mi hermano… Te rompí la nariz de un puñetazo cuando intentaste cogerme en brazos y separarme de él. ¿Cuántas veces has tenido que recoger a iris en lugares terribles y en situaciones terribles? Y no me digas que ser ciego te salva de ver escenas horribles y así no puedes recordar las imágenes en tu mente, pues sé que no hace falta tener ojos videntes para sufrir las cosas malas que haya o sucedan delante de ti.

Denzel se quedó un momento en silencio. Cerró el paraguas y lo apoyó en el suelo, con las dos manos sobre el mango con postura elegante. Con el calor que Lao emitía alrededor de ellos, las gotas de lluvia ya no les caía. El taimu abrió un poco sus ojos tenebrosos y apuntó hacia donde estaba él.

—Mi trabajo no es fácil —asintió el inglés—. Sobre todo cuando un niño te parte la nariz mientras intentas ayudarlo —añadió, frotándose la nariz, y Lao lo miró con una mueca de disculpa una vez más, después haberse disculpado ya muchas veces años atrás—. Pero tampoco el tuyo es fácil, ni el de Alvion, ni el de nadie. No importa lo sobrehumano o inhumano que seas, en este mundo nada es fácil y, por si fuera poco, hemos sido creados para aguantarlo muy mal.

»Nos cuesta ser fuertes constantemente. Sufrimos mucho tanto por una nariz rota como por ver o experimentar continuas injusticias atroces a nuestro alrededor. Y algunos dicen que, de tantas veces, o con el tiempo, uno puede acabar acostumbrándose. Pero quien dice haberse acostumbrado a los horrores de esta vida, no es porque ese alguien de verdad se haya acostumbrado, es porque ese alguien ya está roto.

»Tú jamás aspires a acostumbrarte a estos males, Kei Lian, jamás desees dejar de sentir y de sufrir. Es lo que te mantiene inconforme, y lo que te mantiene inconforme te mantiene activo y de una pieza. Neuval será salvado… porque tú sufres por él.

Lao se quedó en silencio. Denzel había vivido demasiado tiempo en este mundo. Cuando las personas normales con su corta esperanza de vida se la pasaban entera deseando hacerse inmunes al dolor por las cosas malas que saben que sufrirán inevitablemente, Denzel pasó por ese mismo deseo una vez porque hubo un periodo de su vida en que él llegó a romperse en mil pedazos, pero con el paso de más años y décadas… se dio cuenta de que le daba más miedo dejar de sentir dolor que el propio dolor.

—Por eso, yo sigo haciendo mi trabajo, y lo seguiré haciendo una y otra vez —concluyó el taimu—. No porque no sufra al hacerlo, sino todo contrario. La única forma de paliar el dolor no es obligándote a dejar de sentirlo, sino combatiéndolo haciendo algo bueno. ¿Quieres dejar de sentirte tan mal? Deja de lamentarte por cosas que ya pasaron, o que nunca pasaron, o que aún no han pasado, y actúa en el tiempo presente. Rescata a ese niño. No hay más.

A Lao siempre le había asombrado la capacidad de Denzel de adelantarse a las cosas. Obviamente, quien había vivido mucho tiempo, podría decirse que ya había aprendido un patrón de comportamiento que década tras década o siglo tras siglo seguía repitiéndose en las personas, y por eso, para Denzel, a veces era muy fácil predecir lo que alguien iba a decir, o lo que iba a hacer o lo que necesitaba oír.

Lao fue a decirle algo, pero entonces sintió por fin aquel impulso energético en el tatuaje de su costado, y como le pilló desprevenido, emitió una leve exclamación. Al oírla, Denzel la supo entender y no tardó ni un segundo en desaparecer del callejón, dejando a Lao con la palabra en la boca. Cuando se vio ahí solo, miró una vez más el muro lleno de rayajos y garabatos de ideas increíbles. Suspiró. Qué pequeña mente más maravillosa, pensaba Lao. Se acercó al cartón junto al contenedor y recogió los cuadernos, poniéndolos en un rincón protegidos de la lluvia. Seguro que Neuval querría seguir estudiándolos cuando lo trajera de vuelta.

Tres segundos después, se produjo un pequeño destello silencioso en el callejón. Lao miró hacia atrás, hacia el fondo, y vio varias sombras, acompañadas por unas pequeñas luces de colores en la oscuridad. Denzel estaba junto a ellas.

—Gracias por venir —les dijo Lao, hablándoles en japonés—. Siento haberos llamado con tan poca antelación.

—¿Y perdernos la oportunidad de masacrar a toda una organización de trata y corrupción de menores? —sonrió una mujer rubia de ojos verdes, agarrada del brazo de un hombre de largo cabello rojo oscuro, ojos azules y gafas.

—Creía que ibas a esperar a que Alvion descartara su posible extensión internacional y te diera luz verde para atacarlos —dijo el pelirrojo de las gafas—. Pero ha ocurrido algo… por lo que no quieres esperar más tiempo —adivinó, y echó un vistazo a esos cartones y a una sudadera pequeña ahí en el rincón—. Se han llevado a tu chico —comprendió.

—¿El niño iris solitario del que nos hablaste antes de ayer por teléfono? —preguntó la rubia, dando un respingo—. Oh, no, pobre criatura.

—Kei Lian, ¿por qué te tomas este rapto como algo personal y urgente y no los raptos de los otros niños de días atrás? —le preguntó otra mujer de los allí presentes, su compañera Dobutsu—. Es raro en ti precipitarte. Alvion te dijo que primero había que descartar si este grupo criminal tiene extensión internacional. Sabes que si la tiene y tú atacas a los que están en Hong Kong, alertarás a sus posibles cooperadores y se esconderán en otros países, y la trata de niños continuará en otros lugares.

—No puedo esperar más, descubrir los secuestros de los otros niños durante este mes y no hacer nada ya ha sido bastante tortura —dijo Lao—. Megumi, por favor —cogió de los cartones la sudadera que el otro día le dio a Neuval—, encuentra su rastro. Juro que si este grupo criminal tiene más colaboradores en otros lugares del mundo, los encontraré a todos y los eliminaré. Pero esos niños nos necesitan ¡ya!

La Dobutsu suspiró y miró a su Líder, el pelirrojo con gafas, buscando su autorización, y este asintió con la cabeza. Entonces, la Dobutsu se acercó a Lao, le cogió la prenda y la olfateó en profundidad. Ni siquiera la lluvia era un impedimento para una Dobutsu de muy alto nivel para percibir la dirección que el olor de Neuval había tomado.

—Qué ganas tengo de retorcer cabezas… —sonrió la mujer rubia junto al pelirrojo, crujiéndose los nudillos, y le salieron varias espinas verdes en el dorso de los brazos y de la mandíbula, como las de un rosal.

—Emiliya, cariño, no te excedas mucho, que todavía no hay Condenados asignados —le pidió el pelirrojo.

—Oh, Hideki, amor mío, no te preocupes por mí —le acarició la mejilla—. Si Alvion se enfada, te echaré la culpa a ti.

—¿¡Eh!?

—¡En marcha! —exclamó la Dobutsu allá en la salida del callejón, llamándolos a todos, y la SRS se puso en movimiento.


* * * *


En la nave de las celdas de cristal, entraron más hombres y mujeres con uniformes iguales, simples monos grises, y empezaron a sacar a los niños de las celdas, mientras las empleadas de cocina de antes recogían las bandejas vacías y se las llevaban en sus carros. Neuval tuvo que volver a fingir, así que actuó como los demás niños, como si estuviera atolondrado. Un hombre lo agarró de la mano y se lo llevó andando junto con los demás a otra parte.

Los condujeron a todos por otros pasillos. Neuval recordaba, del mapa que había memorizado, que se dirigían al ala este. Por el camino se estuvo fijando en cosas. Ya no eran los pasillos blancos de aquella zona de limpieza y lavado de antes, ahora iban sobre una fina moqueta roja sobre la que era más agradable caminar, con las paredes de estampados decorativos y lamparitas de diseño estrafalario, y macetas con plantas. Si la otra zona parecía una clínica, esta parecía un hotel.

Cruzaron una puerta de doble hoja y entraron en una sala enorme, llena de tocadores repletos de utensilios de belleza, de maquillaje, lacas, perfumes, espejos, sillas, percheros con ropas de todo tipo…

Allí estaba ya la jefa, dando indicaciones a esas personas conforme iban sentando a los niños delante de un tocador cada uno. Cuando llegó hasta el hombre que se ocupaba de Neuval, su conversación con él fue más larga, mientras no paraban de mirarlo y de señalarle la cara, el pelo, los brazos… El empleado asintió con una inclinación respetuosa y la jefa se marchó de allí.

En el momento en que ese tipo lo sentó en el taburete delante de su tocador y Neuval se miró a sí mismo en el espejo, su reflejo no paró, durante la media hora que duró eso, de devolverle una mirada de puro hartazgo. Ya fue difícil estarse quieto mientras ese hombre y una mujer más le intentaban hacer tres peinados diferentes que él veía tan ridículos que ya estaba sufriendo vergüenza de sí mismo. Al final, le trenzaron el pelo en ambos laterales de la cabeza, pasando sobre las orejas y cayendo hacia atrás, y por arriba se lo dejaron peinado hacia atrás, de modo que todo el cabello le caía por la espalda, dejándole la cara bien descubierta.

Eso era aceptable comparado con el hecho de ponerle tres diminutas piedras brillantes pegadas sobre cada pómulo, que brillaban como diamantitos blancos, haciendo juego con sus ojos. Vio a la mujer cogiendo un rímel, pero después de quedarse absorta mirando su cara por un rato, lo volvió a guardar porque determinó que no hacía falta resaltarle las pestañas más de lo que ya las tenía naturalmente. Vio al hombre cogiendo unos polvos para la cara, pero, igualmente, tras observarlo absorto y pensativo, se dio cuenta de que tampoco le hacía falta eso. Ya lo veían hermoso así, con ese peinado sofisticado y esas piedritas brillantes en los pómulos.

Neuval le transmitió con la mirada a su propio reflejo en el espejo sus ganas de pegarse un tiro.

Le colgaron en el cuello un collar exótico, que era una cuerda negra con unas pocas piedras rojas, unos abalorios metálicos y en el centro colgaba un colmillo de león, probablemente de mentira, pero daba el pego. En los brazos le pusieron unos brazaletes de madera justo por debajo de los hombros, y en las muñecas unas pulseras más, del mismo estilo que las que le pusieron en los tobillos. Por último, le encajaron un par de plumas blancas y largas en una de las trenzas a un lado de su cabeza, por detrás de la oreja.

Estaba tan cabreado y cansado de fingir ser una Barbie que ya apenas prestó atención a lo que ocurrió después. Cuando todos los niños ya estaban arreglados, se los llevaron esta vez con mucha prisa y nervios por otra puerta y se pararon en un largo pasillo negro iluminado con lámparas rojas. Neuval recobró la atención cuando oyó tras la puerta al final de ese pasillo una voz que sonaba ampliada y con un poco de eco. Era la voz del tipo hortera, hablando por un micrófono.

Neuval adivinó que lo que había allá era un escenario, y que el hortera estaba hablando ante un público. Los nervios volvieron a dejarle atemorizado porque eso significaba que los iban a usar para algún tipo de espectáculo. Suficientes cosas horribles había visto por el mundo como para pensar en las peores situaciones. Se preguntó si los iban a sacar en el escenario o en algún tipo de arena y los harían pelear entre ellos hasta la muerte. O si los sacarían en un ruedo y los expondrían ante algún animal salvaje. O si los soltarían en un campo y tendrían que correr mientras unos adultos los cazaban con escopetas. O si los exhibirían y subastarían como muñecos de colección…

Neuval apartó la mano de golpe cuando notó que alguien tras él se la agarraba y estuvo a punto de darse la vuelta y matarlo. Estaba tan asustado y alerta que cualquier cosa le hacía saltar. Se frenó a tiempo al descubrir que se trataba de Song, que estaba justo detrás de él. La niña lo miraba tímida, con la mano medio alzada, pero luego le sonrió.

—Song… —susurró Neuval con sorpresa, recuperando el aliento.

Ella abrió aún más su sonrisa al oírle pronunciar su nombre. No le dijo nada porque sabía que no la iba a entender, tan sólo se quedó observándolo a los ojos. Neuval no lo sabía, pero en ese momento le brillaba un poco el ojo izquierdo con esa leve luz gris, y Song la estaba mirando como si le pareciera un hermoso fenómeno.

Yuánlái ni shì yigè zhenzhèng de tian shi.

Neuval no entendió esa frase, pero ella lo sabía y le daba igual. Ella parecía sentirse feliz sólo con tenerle ahí cerca. Neuval se sintió un poco mal por haber apartado antes la mano de forma tan brusca. Miró hacia una de las manos de Song y pensó en agarrarla para transmitirle que no pasaría nada, que él la protegería. Pero le daba mucha vergüenza agarrarle la mano a una niña, así que la miró a los ojos.

—Escaparemos todos de aquí —le dijo—. Os sacaré de aquí.

Ella se encogió de hombros, indicando que no sabía lo que decía, pero seguía sonriendo. Neuval se sonrojó un poco, la verdad es que Song parecía otra, ahora que llevaba el pelo arreglado, estaba limpia y la habían maquillado ligeramente. Le habían dejado el pelo suelto, largo y brillante, decorado con dos horquillas de grandes flores blancas con motas rojas, y velos de colores suaves cayendo por su espalda y su cadera. Todos seguían llevando aquel mismo traje azul y blanco de seda, pero a cada niño lo habían adornado con añadidos.

De repente la voz del tipo hortera sonó más alta en el micrófono, y Neuval y Song vieron a uno de los adultos llevándose a una de las niñas al otro lado de la puerta. El resto de niños seguía padeciendo los efectos de los sedantes de la cena y estaban demasiado dóciles para ofrecer resistencia. Después de cuatro minutos y medio, la voz del hortera exclamó otro nombre, y otro adulto sacó a otro niño por la puerta del fondo. Tras unos minutos, otro. Y luego otro.

Neuval estaba respirando cada vez más deprisa. Al que llamaban “el triste Li” ya lo habían sacado. Tras poco más de media hora, sólo quedaban los hermanos Pim y Gon, Song y Neuval en el pasillo. Los hermanos fueron los siguientes, que los sacaron a los dos juntos. Neuval no podía apartar la mirada de la puerta. Era como mirar directamente hacia un agujero negro, desconocido, aterrador. No sabía lo que pasaría cuando lo atravesase. Casi no se dio cuenta cuando el adulto que custodiaba a Song, tras él, lo adelantó y pasó de largo con la niña. Neuval dio un sobresalto y exclamó su nombre, e intentó agarrar su mano, pero no la alcanzó, y el hombre que lo acompañaba a él lo obligó a estarse quieto.

Antes de cruzar la puerta, Song volvió la cabeza y lo miró una última vez. Sus ojos negros temblaban de miedo. Quizá fuera fruto del estrés y la angustia, pero por un segundo, Neuval vio en ella el rostro de Monique, la misma expresión asustada y triste que se quedó fijada en su cara justo después de morir. Esto provocó en él un insoportable impulso de correr hasta Song, agarrarla de un brazo y salir corriendo con ella lejos de allí. Algo que no logró hacer con su hermana.

Este terrible dolor de querer hacer algo y no poder hacerlo, de tener delante algo malo y no hacer nada, de permitir a estos monstruos seguir viviendo, hizo que el iris de Neuval perdiera mucha de la poca estabilidad que tenía. Esos fogonazos volvieron a aparecer en su mente. Estaba mareándose, le dolía la cabeza y también todas las venas del cuerpo, como si una gran presión le estuviera aplastando. Lo que no percibió es que el adulto que estaba junto a él también comenzó a sentir un fuerte dolor de cabeza y a sentir algo de asfixia.

No obstante, al fin Paku pronunció ese nombre con el que Neuval lo oyó llamarlo antes, Duò luò tian shi. Su escolta hizo un esfuerzo por reponerse y arrastró a Neuval hacia el final del pasillo. Nada más cruzar la puerta, el niño recibió de golpe las cegadoras luces de unos focos en el techo. El hombre lo colocó en el centro de un escenario. Como seguía mareado y desorientado, no se movió de ahí, tan sólo trató de ver qué le rodeaba, pero apenas podía ver algo con tanta luz invadiendo sus ojos.

Por eso, se sobresaltó cuando escuchó una sonora exclamación de asombro de un centenar de voces frente a él, y seguido de eso, se formó un ruidoso barullo. Frente al escenario había bastante gente, gente estrafalaria. Había muchos hombres y algunas mujeres, todos vestidos de gala, y todos ocultando sus caras detrás de diversas caretas carnavalescas o de animales.

Cuando Neuval consiguió adaptar la visión, descubrió a esa cantidad de gente frente a él sentada en butacas, en lo que parecía una sala de teatro. Le asustó ver a todos con esas máscaras.

Antes no se había oído mucho al público, pero ahora sus voces inundaban toda la sala, y muchos no paraban de señalar a Neuval. Algunos se habían puesto de pie para verlo mejor. Pero el chico notó que, aparte de él, la mayoría de esas personas también estaban mirando y señalado discretamente hacia un hombre en particular. Este hombre se encontraba sentado en primera fila, y era el que más destacaba. Era obeso, y si los botones de su elegante chaqueta negra estaban resistiendo esos pascales sobre su barriga, era porque eran de oro, así como los hilos con los que estaban cosidos. Sus mocasines, igualmente, tenían las puntas de oro, y la careta que llevaba era la de un Hotei sonriente, también de oro.

Neuval podía notar con fuerza los ojos de ese corpulento hombre, detrás de la careta, recorriéndolo de arriba abajo con una perturbadora admiración. Le recorrieron escalofríos. Empezó a sentirse mal, presentía algo horrible aproximándose. Dio un paso atrás, pero de pronto Paku apareció a su izquierda y notó cómo lo agarraba del pescuezo bajo el cabello con mucha fuerza, sujetándolo bien para que no se moviera, mientras que con la otra mano sujetaba el micrófono y en la cara una disimulada sonrisa de dientes torcidos.

—Por favor, damas y caballeros, por favor, guarden silencio —le pedía Paku al público amablemente—. Comprendo la exaltación, créanme. Sí. Efectivamente, habíamos dejado esta sorpresa para el final. No se van a creer que este muchacho de exótica belleza occidental se encontraba malviviendo en un sucio callejón de la ciudad. El pobrecito, comiendo de la basura, bebiendo de los charcos, pasando frío por las noches. Nadie lo ayudaba. Hasta que yo lo encontré. Le tendí mi mano y él aceptó. Y lo traje aquí para darle un futuro, una vida, y un dueño que le dé el amor que merece.

Varias personas del público emitieron una exclamación conmovida y aplaudieron.

—¿Qué les parece nuestro Ángel Caído? Está sano. Es fuerte. ¡Miren qué ojos, como perlas en el mar, como lunas llenas en la noche! No les engañaré. No es un chico fácil. Cuando te clava su mirada de lobo siberiano, te presenta un reto: “Acércate, y verás si muerdo”. Sabe darte esa emoción, esa sensación de riesgo. Y miren su precioso cabello natural, del color de las hojas de otoño. Su piel, clarita, pero no pálida, tersa como un melocotón… ¡Ah! No sabe hablar nuestro idioma. Por lo que su dueño tendrá que comunicarse con él de otras formas más primitivas, heheheh, no sé si me entien-…

—¡Cien mil dólares! —exclamó de repente una mujer del público, interrumpiendo a Paku.

—Señoras y señores, la puja comenzaba desde ochenta mil… —sonrió Paku.

—¡Muchos sabemos que algunos aquí ya iban a sobrepasar esa cifra! ¡Vayamos al grano! —impugnó aquella mujer.

—¡Ciento diez! —gritó otro hombre.

—¡Ciento veinticinco! —dijo otro.

—Se… señores, si vamos con un poco de orden… —trató de calmar Paku, pero sólo era por mantener los modales, pues nada podía emocionarle más que todos esos gritos de números y números, cada vez más altos.

Se formó un alboroto en la sala. La obsesión con el niño de ojos grises se volvió enfermiza. Pero entonces… el hombre corpulento de la primera fila se empezó a levantar de su butaca especial de doble espacio. Le costó un poco, pero cuando finalmente se puso en pie, toda la sala se quedó en silencio. Los demás compradores, que habían comenzado a pelearse por apoderarse del último niño, nada más ver a ese tipo en pie, de pronto desistieron de inmediato, con gestos de fastidio, susurros de protesta, y volvieron a sus sitios, dando su oportunidad por perdida. Era como si ya supiesen lo que eso significaba.

El hombre de la careta del Hotei de oro caminó hacia los escalones a un lado del escenario y los subió. Paku, todavía junto a Neuval, agarrándolo de la nuca, lo esperaba con una sonrisa y una emoción contenida. Neuval vio a ese tipo enorme acercándose a él con pasos pesados y lentos. Se puso nervioso, pero Paku le clavó las uñas en el cuello como advertencia y lo obligó a mirar hacia el obeso para que este pudiera contemplarlo mejor.

El tipo se detuvo. Observó al niño. En toda la sala seguía reinando el silencio, hasta que Paku, algo impaciente, habló:

—Como siempre, es un honor tenerlo de nuevo aquí, en nuestra humilde exposición, Hombre Dorado —dijo mediante el micrófono, y acto seguido lo acercó al rostro del tipo obeso—. Estamos ahora en doscientos mil. ¿Quiere decir algo al respecto?

El Hombre Dorado se quedó unos segundos en silencio mientras Paku seguía sosteniendo el micrófono frente a su careta. Neuval alcanzó a ver sus ojos negros a través de los agujeros de esta. No parpadeaban, y no paraban de mirarlo, con una grotesca y aterradora lascivia. Se oyó al tipo coger aire…

—¡No es justo, Hombre Dorado! —gritó de repente un hombre del público, flaco y larguirucho, de pelo entrecano despeinado asomando alrededor de su careta de búho—. ¡Siempre te quedas con lo mejor!

—S… Señor Orlov, por favor… —intentó apaciguar Paku, sin borrar esa falsa sonrisa amable.

—¡Deberíais poner a este de alquiler, Paku, no en venta! —insistió aquel—. ¡Todos tenemos derecho a jugar con un muñeco como él! ¡Habla con tu madre!

—¡Es verdad! —exclamaron más personas del público—. ¡Ponedlo disponible para turnos de alquiler!

La sala se llenó de voces otra vez. Pero estas se silenciaron una vez más cuando el Hombre Dorado se inclinó hacia el micrófono.

—Trescientos mil —dijo sin más.

Neuval no se esperaba esa voz. Su voz sonaba suave y algo aguda. Entonaba con una extraña delicadeza o timidez. Era como oír a un hombre intentando imitar la voz de un niño.

Otra vez la sala se llenó de gritos de fastidio. El resto del público lo dio definitivamente por perdido, pero muchos de los compradores se quedaron conformes con sus nuevas adquisiciones anteriormente presentadas. Nadie esperó oír algunas palabras de cierre de la presentación porque todos ya sabían que ese era el final de la subasta, y se fueron levantando de sus butacas y saliendo por la puerta principal de la sala. Al parecer, la mayoría eran clientes habituales.

—¡Gracias! ¡Gracias por su participación, señoras y señores, una vez más! —se apresuró a decir Paku por el micrófono—. ¡Les recordamos a los afortunados que han logrado hacerse con nuestros productos de esta noche que sus nuevos juguetes los esperan dócilmente en sus suites asignadas, todo preparado a su gusto! ¡Disfruten!

Neuval estaba temblando en medio del escenario. No sabía a dónde se había ido su templanza, su astucia y su hostilidad, pero su habitual fuerza mental le había abandonado y sólo sentía el cuerpo helado y temblores. Su iris desentrenado ya lo había dejado confuso, o con emociones dispares, o completamente anulado e impotente otras veces, pero esta vez le costó más que nunca evitarlo y recuperar la entereza. Ciertamente se había hecho más difícil en los últimos meses. Sea lo que sea que tuviera en la mente, esa energía nueva, ni blanca ni negra, sino caótica y gris, le estaba pasando factura y haciéndole sentir y desear al mismo tiempo cosas muy contrarias, hasta el punto de paralizarlo.

Le tembló aún más el cuerpo cuando el Hombre Dorado agarró uno de sus brazos y se lo fue llevando hacia la salida de la sala. Le apretaba con demasiada fuerza y le estaba haciendo daño. Y además le sudaban las manos. Neuval estaba tan asqueado como atemorizado. En un impulso inconsciente y totalmente instintivo, aprovechó esa mano sudorosa para soltarse de ella de un tirón, y logró liberarse justo cuando salieron por la puerta. Acto seguido, echó a correr por aquel pasillo.

—¡No se preocupe, Hombre Dorado! —se apuró Paku, bajando del escenario de un salto—. ¡Ya dije que este niño se hacía el difícil, ¿no?! ¡Hehehe…! ¿No lo hace aún más adorable? —le dijo al pasar por su lado, y siguió corriendo como un descosido detrás del niño—. ¡Se lo traigo enseguida, señor!

El Hombre Dorado se quedó ahí en la puerta de la sala, quieto y en silencio.

—Adorable… —murmuró con su vocecilla aguda.

Neuval no tenía intención de huir de aquel lugar. Seguía teniendo metido en la cabeza el indudable deber de sacar a los demás niños. Y además, no tenía las llaves que abrían las puertas principales que comunicaban las diferentes alas de ese complejo hasta la salida al exterior. Necesitaba coger algo con lo que poder protegerse, por lo que regresó a la sala de lavado donde antes ocultó la navaja. Tuvo suerte, al menos, de que no había nadie por esa zona y de hallarla justo donde la escondió en la pequeña sala de lavado, además del imperdible y de las cerillas.

Volvió a engancharse la navaja plegable bajo el pelo. Si se la guardaba entre la ropa, había más probabilidades de que sus captores la descubriesen si le volvían a agarrar o a tocar. Las cerillas y el imperdible sí que tuvo que ocultarlos en la ropa, por lo que los metió en su calcetín de estilo tabi.

Como una de las plumas blancas que le habían colocado en su peinado se le había caído en uno de los pasillos antes de llegar a la habitación de lavado, Paku no tardó en seguirle el rastro y en encontrarlo ahí, agachado en el rincón entre una pared y una estantería metálica llena de toallas dobladas. Venía hecho una furia, enseñando sus feos dientes apretados, y los puños. Para cuando Neuval terminó de ocultar la última cerilla en el calcetín y darse la vuelta, el hortera ya llegó hasta él y no le dio tiempo a evadirlo.

Lo agarró del pelo con tanta fuerza que el niño sintió que le partía el cuello. Paku no estaba para más tonterías. Lanzó a Neuval contra la pared. El golpe fue espantoso, Neuval gritó con dolor cuando cayó al suelo. Pero esto no era desconocido para él. Se aguantó el dolor y las lágrimas, tenía que ser fuerte, se dijo.

—¿¡Te creías que esconderte ahí, agachadito en ese rincón, te haría invisible o algo así!? —le gritó Paku, volviendo a tirarle del pelo, y empezó a darle repetidas bofetadas, no demasiado fuerte para evitar crearle moratones, pero sí terriblemente frustrantes y molestas—. ¿¡Eh!? ¡Y yo que creía que eras un listillo…! ¡Eres más tonto que las piedras! ¡Tonto! —Neuval intentó zafarse con los brazos, pero eso enfadó más a Paku, que le agarró una de sus manos, apretando muy fuerte—. Parece que tienes demasiada resistencia a las drogas, las de la cena veo que no han sido suficientes. ¿Sabes? Podría llamar a mis compañeros aquí para que traigan una dosis doble e inyectártela bien profundo, pero al Hombre Dorado no le gusta esperar ¡y a mí tampoco! Así que recurriré al método más rápido y efectivo de obediencia.

—¡Aaaahhh!

Neuval agonizó de dolor cuando Paku le torció dos dedos de la mano, el meñique y el anular. Aquello no se lo esperó. Reaparecieron los fogonazos en su mente, sintió furia y a la vez terror, ira y tristeza, agresividad y rendición, humillación y agotamiento. Su iris estaba sucumbiendo a la locura, no sabía por dónde guiar a su dueño para salvarlo. Monique volvía a aparecer en sus párpados cada vez que cerraba los ojos, la imagen de su cadáver, y la del monstruo de Jean, mirándolo como una terrorífica sombra negra con dos ojos de luz plateada, acercándose a él, cada vez más, cada vez…

Su mente se quebró bajo tanto peso y al final Neuval se echó a llorar. No pudo contenerlo más. No tenía control. Sólo quería llorar por sus dedos rotos, por haber sido raptado, encerrado, golpeado, abusado, vendido… Por Song y los otros niños, no diez, ni veinte, sino los millones de niños que sufrían monstruosidades cada día desde que el ser humano existe… Por haber sido descuidado al salir del callejón solo cuando no debía… Por esos siete meses de viaje por el mundo, para sólo ver y aprender que el mundo estaba aún más enfermo de lo que imaginaba y las pocas personas buenas que había apenas podían brillar entre tanta oscuridad… Por esos diez años de vida miserables, odiado por su madre, maltratado por su padre, abandonado por su hermana…

—¡Eso es! ¡Llora! —le gritó Paku—. ¡Aprende de una vez! ¡Esto es lo que pasa cada vez que te portes mal! ¡Y no hace falta que hablemos el mismo idioma para que entiendas perfectamente lo que te estoy diciendo!

—Lao… —sollozaba el niño, llamando inconscientemente a la única persona con la que se había sentido a salvo.

—¡Vuelve a intentar escapar o a crear problemas, y te partiré otros dos dedos!

Paku lo arrastró de regreso a la zona del edificio que parecía un hotel. Neuval se dejó llevar, sujetándose la mano herida contra el pecho, con los ojos enrojecidos e intentando recuperarse del shock. Para cuando recobró algo de razón, Paku lo soltó bruscamente dentro de una habitación.

Era una habitación grande, una suite, con una temática perturbadora. Todo estaba decorado como si fuese la habitación de un niño. Había juguetes típicos, como un balón de fútbol, un tren de madera, un oso de peluche y otros muñecos, construidos a escala gigante.

Lo que a Neuval le cortó el aliento fue ver al fondo de la habitación al Hombre Dorado sentado en una cama grande, únicamente vestido con un albornoz de seda y manteniendo su máscara de Hotei de oro tapando su rostro. A ambos lados de su cuerpo, tenía a los hermanos Pim y Gon, a los que amparaba bajo un brazo cada uno como si fuesen sus dos peluches preferidos. Pim y Gon miraron a Neuval. Se podía notar el terror en sus ojos. Estaban muy asustados y quietos, mientras el Hombre Dorado acariciaba sus cabezas.

—Aquí lo tengo, Hombre Dorado, señor —le sonrió Paku con varias reverencias—. Viene con una pequeña lesión en los dedos, el pobrecito se ha hecho daño mientras corría. Espero que no le importe. Seguro que usted lo ayudará a curarse.

—Yo curo muy bien las pupitas —habló el obeso hombre, con su vocecilla aflautada.

—Apuesto a que sí, señor. Se lo dejo aquí en su corralito —metió a Neuval dentro de un pequeño recinto de la habitación cercado con una valla de tablas cortas y de colores, como el típico corralito para bebés, y lo encadenó a la pared con un grillete de acero, la muñeca de su mano herida—, hasta que esté preparado para jugar y portarse bien.

El Hombre Dorado hizo un asentimiento conforme con la cabeza. Paku se despidió con otra inclinación y salió de la habitación, dejándolos solos. Neuval intentó librarse del grillete tirando de él, pero no había manera. Se dio la vuelta para ver qué pasaba con Pim y Gon, preguntándose qué demonios estaba haciendo ese hombre con ellos, por qué todo era tan raro y tan espeluznante y vomitivo. Por qué algo así existía en el mundo. Tantas mentes así de retorcidas.

No quería estar en el lugar de ellos, no quería llamar la atención de ese demente. Se quedó agazapado en el corralito, con la mano atada a la cadena de la pared. No sabía qué hacer. Pensó que quizá ese tipo quería jugar con esos hermanos a algún tipo de juego raro, a imaginar que eran juguetes o animalitos y hacer algún tipo de teatro, y que después, cuando se cansase, los dejaría en el corralito con él y se iría a dormir a su cama.

Sin embargo, a los pocos minutos vio al Hombre Dorado ponerse en pie. Dio la espalda al corralito para ponerse frente a Pim y Gon, aún sentados en el borde de la cama. Entonces, se quitó el albornoz y quedó completamente desnudo. De espaldas parecía un bebé gigante, era calvo y no tenía ni un vello, y tenía michelines por todas partes. A Neuval no le asqueó ver ese cuerpo desnudo, sino el hecho de que ese adulto se exhibiese así delante de dos niños sin pudor alguno.

—¿Qué haces…? —murmuró Neuval, empezando a alarmarse, a odiar lo que estaba viendo.

El Hombre Dorado posó una mano sobre la cabeza de Pim y sobre la de Gon, y empezó a tirar de ellos, acercándolos a sí mismo, hacia una parte de su cuerpo. Los dos niños se resistieron un poco, negaban con la cabeza, miraban para otro lado, pero estaban demasiado asustados como para ofrecer más resistencia. El Hombre Dorado insistía, siempre suave y paciente, al principio.

—Para… —murmuraba Neuval desde el otro lado de la habitación, cada vez más horripilado.

Pero cuando el hombre vio que no conseguía que los dos hermanos acercasen sus rostros a su entrepierna por las buenas, comenzó a sacar a la luz a su monstruo interior. De repente, agarró a los dos niños del cuello y empezó a ahorcarlos.

—¡No! —Neuval se levantó del suelo—. ¡Para! ¡Déjalos! —trató de ir hacia allá, pero el grillete no le dejaba—. ¡No hagas eso! ¡Suéltalos!

El Hombre Dorado soltó a los dos hermanos al oír los gritos de Neuval, y se giró hacia él lentamente, mirándolo a través de su careta.

—Jugar —dijo.

Neuval intentó descifrar esa palabra. No tardó en recordarla, era una de las muchas del vocabulario básico que había estado aprendiendo hace unas horas en su callejón. Había varios significados para esa pronunciación, pero por el contexto sabía cuál era el correcto.

—¡Yo…! Eh… —trató de decirle—. Wo…! Wo wán! —logró pronunciar, señalándose a sí mismo—. ¡Yo juego! Wo wán!

El Hombre Dorado se mostró muy contento de escuchar eso, parecía que lo había estado esperando. Se acercó al corralito con una llave, con su cuerpo desnudo y ondulante, y le quitó el grillete. Lo agarró de un brazo, tan fuerte como antes, pero Neuval se aguantó el dolor y se dejó llevar por él hacia la cama. Pim y Gon se apartaron de ahí, haciéndose a un lado, frotándose el cuello dolorido y observando con miedo y sorpresa a Neuval.

Lo obligó a sentarse en el borde la cama. Neuval se quedó ahí paralizado, muerto de miedo, y de nervios. La imagen que tenía justo delante era muy desagradable y sólo podía mantener la vista clavada a un lado, en un rincón de la habitación. El tipo obeso le acarició la cabeza y la cara con el dorso de las manos como si acicalase a un muñeco bonito. Sostuvo su cabello en las manos, y lo deslizó entre sus dedos. Mientras lo hacía, emitía leves gemidos de asombro y aprobación. Entonces, lo agarró de la barbilla, apretando los dedos en sus mejillas. Neuval dio un respingo cuando entendió sus intenciones de acercarle la cara a ese lugar, y se echó para atrás, agarrando la mano de él e intentando que le soltara. Pero el Hombre Dorado lo sostenía con tanta fuerza que Neuval se estaba clavando los dientes por la parte interior de las mejillas, y seguía tirando de él hacia sí.

—No… —murmuró el niño, resistiéndose.

—Ju… gar… —pronunció el hombre, mostrándose cada vez más enfadado y violento.

Como no consiguió que Neuval le obedeciera, el hombre se hartó y fue mucho más agresivo que con Pim y Gon. Agarró a Neuval del cuello y lo empujó contra la cama, y él se puso encima, aplastándolo con su enorme y sudorosa barriga. Neuval volvió a entrar en pánico al no poder respirar, se estaba ahogando. Oyó a uno de los dos hermanos, el menor de ellos, echándose a llorar, mientras el mayor lo abrazaba y también sollozaba.

Neuval intentó todo lo posible por zafarse de esa mole. Lo golpeó en la careta con las manos, que por lo visto estaba totalmente pegada a su rostro, incluso intentó darle manotazos en las orejas, que era un modo común de producir daños en el tímpano y de aturdir al enemigo, pero ese tipo era inmutable. Lo arañó también, y nada. Sus dedos torcidos tampoco ayudaban. Su corazón latía a toda velocidad, le dolía la cabeza y todo el cuerpo, y estaba perdiendo el conocimiento. Eso era lo que el Hombre Dorado pretendía, dejarlo inconsciente para después hacer con él todo lo que quisiera.

No podía dejar de pensar en Monique, y en Lao… Entonces vio a Jean convertido en una gran sombra negra con dos ojos iluminados como lunas llenas, y algo dentro de Neuval se rompió una vez más.

No fue su mente, ni su iris, pero su cuerpo reaccionó instintivamente como último recurso, utilizando lo que tenía escondido bajo el pelo, que antes el miedo y el pánico le habían impedido recordar. Cuando el Hombre Dorado emitió un jadeo de satisfacción, viendo como los ojos de su muñeco se cerraban, Neuval se llevó una mano a la nuca, cogió la navaja, y en una fracción de segundo la deslizó sin miramientos por el seboso cuello de su agresor.

En los primeros instantes, el Hombre Dorado no pareció darse cuenta o entender qué había pasado, hasta que vio esos chorros de sangre saliendo de él y cayendo sobre Neuval. Empezó a emitir gemidos y sonidos horribles, estaba intentando gritar, pero tenía las cuerdas vocales laceradas. Soltó a Neuval, esta vez entrando él en pánico; se llevó las manos al cuello, que no paraba de sangrar; se tambaleó por la habitación.

Pim y Gon gritaron con horror y se apartaron corriendo cuando el tipo trató de ir hasta ellos. Neuval se levantó de la cama, con toda la ropa manchada de sangre, sosteniendo la navaja en la mano. Pim y Gon, al verlo, temblaron de un miedo mayor, pues en ese momento, el rostro de Neuval era terrorífico. Tenía los ojos inyectados en ira, uno de ellos brillaba de una luz gris, y respiraba con fuerza con los dientes apretados.

Al ver que el tipo obeso seguía tambaleándose por la habitación, quejándose, ahogándose en su propia sangre, Neuval se abalanzó contra él, lo derribó contra el suelo y, sin más dilación, le clavó la navaja en un ojo, atravesando la rendija de la careta de oro. Apretó con fuerza, profundamente, hasta que el hombre dejó de moverse por fin, y de respirar. Sin embargo, Neuval apretó tan fuerte que acabó rompiendo la navaja, y la hoja se quedó dentro de los sesos del hombre, mientras que él se quedó con el mango en la mano. Lo miró con fastidio, ya era inservible, y lo tiró a un lado.

Pim y Gon no sabían lo que le había pasado a ese chico, pero estaba diferente. Era como si hubiese explotado algo dentro de él y ya no aguantaba más tonterías. Cuando Neuval fue hacia ellos de repente, los hermanos se estremecieron, preguntándose si había perdido la cabeza y ahora los iba a matar a ellos. Pero Neuval agarró a cada uno de un brazo y tiró de ellos bruscamente, sacándolos de la habitación sin perder más tiempo.

Al salir al pasillo, miró a un lado y a otro, serio, frío y atento. Sólo había cuatro puertas más, de otras suites. Caminó directamente hacia una de ellas y empezó a llamar repetidamente con los nudillos. Pim y Gon se preguntaban qué demonios hacía.

—¿¡Quién es!? ¿¡Qué pasa!? —protestó la voz de un hombre al otro lado.

Neuval siguió golpeando con los nudillos, y cuando el otro abrió la puerta, pasó adentro sin más.

—¿Pero qué…? —se dijo el viejo que había abierto la puerta, cubierto nada más por un albornoz medio atado.

Neuval se encontró con una habitación lujosa pero más normal, y con un niño tumbado en la cama que parecía un poco mareado. Todavía no estaba desvestido. Pero encima del escritorio que Neuval tenía a su derecha, vio utensilios de lo más grotescos preparados para usarse. Se quedó mirando al niño muy quieto, pero con la respiración cada vez más fuerte, mientras el viejo se le acercaba por detrás.

—¡Eh, tú eres el chico aquel…! ¡El Ángel Caído! —decía—. ¿De qué te has manchado la ropa? —preguntó confuso al ver todo ese rojo en el traje del niño—. ¡Oh! No me digas que el Hombre Dorado se ha vuelto generoso y ha decidido compartirte… —sonrió, alargando una mano hacia su hombro.

Neuval agarró el respaldo de una silla que tenía justo a su lado, junto al escritorio, y se la estampó con brutal fuerza en toda la cabeza. La silla, de madera maciza, se partió en pedazos, y el viejo cayó inconsciente al suelo, con una oreja destrozada, la mandíbula desencajada y una brecha en la sien sangrando sin parar. Neuval agarró al otro niño de un brazo, levantándolo de la cama, y lo obligó a salir con él de la habitación a pesar de los tambaleos que daba. Lo dejó junto a los hermanos Pim y Gon, que estaban perplejos por lo ocurrido, pero se ocuparon de sujetar al niño mareado mientras Neuval llamaba con los nudillos a otra puerta.

Esta vez, abrió una mujer algo joven y completamente desnuda, relamiendo una paleta de caramelo. Era morena y de piel pálida, con rasgos occidentales y guapa, y no mostraba recato alguno.

—¡Hey! —se sorprendió al ver a su visitante. Hablaba en inglés—. ¡Tú…!

Neuval la ignoró y pasó al interior de la habitación. Era una habitación decorada con una temática más gótica, o vampiresca, con las paredes cubiertas de cortinas onduladas negras y rojas, muchas velas y candelabros antiguos, y había un columpio colgando del techo. En la cama, vio a una niña, quizá un poco mayor que él, y junto a ella había sentada otra mujer, seguramente amiga de la otra pero algo más vieja, en ropa interior. La niña estaba desnuda y con una mordaza en la boca, y le habían atado las muñecas a los barrotes del cabecero de la cama con cuerdas negras, mientras aquella señora le echaba gotas de cera ardiente sobre el vientre, de una vela encendida que sujetaba en la mano. Cada vez que una gota caía sobre su piel, la niña gritaba de dolor lo poco que el pañuelo de la boca le permitía.

Darling! —llamó la mujer joven a la otra mayor, señalando a Neuval, que se había parado en medio de la habitación—. El niño estrella está aquí, acaba de entrar en nuestro reino.

Oh, my! —se emocionó la señora, dejando la tortura de la niña a un lado y la vela en un candelabro, y se acercó a él—. ¡Qué sorpresa! ¿Lo han enviado aquí? Por favor, mira qué hermoso es… Espera, ¿eso es sangre? ¿Te has hecho daño, jovencito, estás herido?

Neuval la esquivó y fue directo a la cama, y empezó a intentar desatar el nudo de una de las cuerdas que oprimían la muñeca de la niña.

—¿Pero qué hace? —preguntó la señora.

Neuval intentó mantener los ojos fijos en ese nudo, que estaba demasiado duro. Pero no podía evitar ver por el rabillo el vientre de esa niña lleno de gotas de cera ya enfriada, y el rostro de ella, mirándolo con ojos llenos de lágrimas y agotamiento.

—Disculpa, chico, no hagas eso —le dio la mujer joven, pero Neuval la ignoró de nuevo—. ¿Me has oído? Seguro que sabes inglés. No me ignores, jovencito.

El nudo estaba realmente fuerte y Neuval no conseguía desatarlo. Se estaba desesperando. Intentaba mantener la cabeza fría, pero no pudo reprimir algunas lágrimas de rabia mientras hacía lo posible por quitar esa maldita cuerda.

—¡He dicho que no hagas eso! —se enfadó la mujer joven, acercándose a él junto a su compañera.

—¡Niño! —corroboró la otra, yendo a apartarlo—. ¡Por muy divino que seas, sigues teniendo el deber de obedecer a tus dueñ-…!

Neuval no aguantó más, agarró el candelabro de hierro que tenía al lado, que era más alto que él, y lo blandió contra la señora con todas sus fuerzas, dejándola noqueada en el suelo igual que el anterior viejo.

Darling! —gritó la otra con horror.

Pero no le dio tiempo a gritar ni a hacer nada más cuando Neuval la golpeó brutalmente en la cabeza con el candelabro. Las dejó sangrando en el suelo. Acto seguido, cogió una de las velas encendidas que había por la habitación, y con la llama quemó las cuerdas, logrando liberar por fin a la niña. Cuando le quitó la mordaza, la niña respiró aliviada entre sollozos y se intentó quitar la cera pegada a la piel de su vientre, pero le dolía. Neuval se quitó la chaqueta azul celeste de su vestimenta y cubrió con ella a la chica, la cual se abrazó a sí misma y miró agradecida al niño.

Neuval agarró su mano sin vergüenza o timidez alguna esta vez, y la sacó de la habitación, pasando por encima de los cuerpos de esos dos monstruos. La dejó junto a los otros tres niños en el pasillo. Y llamó a la puerta de otra habitación.

Pim, Gon y los otros dos niños se mantuvieron al margen, juntos, lidiando con los nervios y el miedo, mientras observaban cómo ese extranjero se metía en una habitación, al rato salía con un nuevo niño o niña, lo dejaba con ellos y avanzaba a la siguiente habitación. Todos ya entendieron que ese niño de ojos grises los estaba salvando. Las suites, por fortuna, estaban insonorizadas por prácticas razones y nadie oía los gritos o los golpes. Ningún adulto le negaba la entrada a Neuval cada vez que abrían la puerta porque para ellos recibirlo era una sorpresa muy agradable y pensaban que el Hombre Dorado o los dirigentes de ese negocio habían cambiado de idea y lo habían puesto disponible para todos los clientes.

Neuval no sabía si había llegado a matar a alguno de ellos aparte del hombre obeso, pero descubrió que golpearlos en la cabeza era un método mucho más rápido para dejarlos callados e inmóviles que clavarles una navaja, con lo cual tardaban más en morir y hacían muchos ruidos desagradables, como el Hombre Dorado.

Al último que rescató en la última habitación de ese pasillo, fue al chico más mayor, “el triste Li”, comprado y abusado por dos hombres ya viejos de origen japonés. Lo habían estado golpeando con fustas y tenía marcas enrojecidas por el cuerpo. Neuval encontró un bate de béisbol entre los utensilios sadomasoquistas de esa habitación y dejó a los dos viejos noqueados en el suelo y con algún hueso roto.

Cuando lo dejó con los demás niños en el pasillo, Li temblaba tanto y estaba tan encogido, sin levantar la vista del suelo, que Neuval tuvo que sujetarlo de los hombros y le dio una sacudida. Esto sobresaltó al chico. Neuval era más pequeño y bajo que él, por lo que de repente se encontró con sus ojos grises mirándolo fijamente. Li pensó al principio que esos ojos casi blancos daban mucho miedo. Pero pronto notó lo que había tras ellos. Neuval no le dijo ninguna palabra, pero Li entendió el ruego de ese niño. “Tranquilízate, aguanta un tramo más. Sólo una penuria más. Sólo una. Y todo habrá acabado”.

Cuando Neuval miró a los demás niños, Li comprendió por qué le estaba haciendo esa súplica. Él era el mayor de todos, tenía 14 años y los demás tenían entre 8 y 12. Los mayores y más fuertes siempre protegían a los más pequeños o débiles, y le estaba pidiendo que lo ayudara a proteger a todos. Li miró las manos de Neuval, agarrando sus brazos. Nunca nadie lo había tocado antes con esa gentileza, ni lo había mirado a los ojos como a una persona, ni le habían confiado una tarea tan importante. A veces Neuval sabía cuándo era necesario tratar a alguien con brusquedad y cuándo con gentileza.

Lo que Li no entendía era por qué se lo estaba pidiendo a él si, a pesar de ser el mayor, ya había demostrado ser el más cobarde, si hasta se había hecho pis encima al llegar a ese lugar. No obstante, por alguna razón, Li sintió mucho más miedo de otra cosa. No quería defraudar a ese niño de ojos grises. Surgió un anhelo extraño dentro de él. Deseaba seguir a ese niño y no defraudarlo. Por eso, al final, no supo cómo salió de él, pero le respondió con un asentimiento de la cabeza.

Tras esa señal, Neuval volvió a moverse. Se metió en una de las habitaciones que había visitado, y no le fue difícil encontrar papel y lápiz en los cajones de un escritorio. Los niños esperaron en el pasillo un par de minutos hasta que Neuval regresó con ellos con una hoja en la mano, donde había dibujado un mapa preciso hacia la salida, de su perfecta memoria, y con indicaciones básicas escritas en kanjis chinos, de los que había estudiado esa tarde, como los números, “arriba”, “abajo”, “izquierda”, “derecha”, “puerta”, “llave”…

Le dio el mapa a Li y este lo observó atentamente.

—Vale, pe… pe… p… pero no… tenemos llave —musitó tímidamente el chico, con un tartamudeo marcado.

Neuval sólo entendió “llave” pero sabía a qué se refería, por eso le hizo un gesto con la palma de la mano de que esperase, y se acercó a una pared del pasillo. Alargó un brazo, alcanzó la cajetilla de la alarma de incendios y tiró de la palanca. Los niños exclamaron con nervios cuando empezó a sonar la alarma por todo el lugar.

—¿Qué… q… q… qué haces? —preguntó Li, apurado.

De su anterior altercado con Paku, Neuval ya se había dado cuenta de que además de ser el encargado de resolver los problemas y de vigilar que todo fuera bien con sus clientes, era quien llevaba las llaves de los accesos principales de ese edificio. Por eso, al cabo de pocos minutos, las puertas del ascensor del final del pasillo se abrieron y salió Paku corriendo, alterado, con un walkie-talkie en mano, que se llevó a la boca.

—¡Estoy en la planta donde la alarma de incendios ha sido activada! —informó—. ¡No veo humo, voy a ver…! Pero… —se calló al ver todas las puertas de las suites abiertas, y a ese grupo de siete niños al otro lado del pasillo—. ¿Pero qué diablos…? ¿¡Qué pasa aquí!?

Paku, algo confuso al principio, se olió algo malo y se asomó a las habitaciones.

—¿¡Qué coño es esto!? ¡Hombre Dorado! —descubrió su cadáver en un charco de sangre en medio de su habitación, y corrió hacia las otras—. ¿¡Pero qué hostias ha pasado!? ¡Dios mío! ¿¡Qué habéis hecho!? —entró en pánico tras ver todos esos escenarios donde sus clientes estaban inmóviles en el suelo con diferentes heridas y lesiones—. ¡Aaahh! ¡Joder! —se llevó las manos a su cabeza rapada—. Ma me va a matar…

Cuando miró hacia los niños otra vez, se fijó en el que estaba en cabeza, delante de todos, haciéndole frente.

—Tú… —comprendió Paku—. ¡Has sido tú, demonio! ¡Eres un demonio! ¡Mocoso de mierda! ¡Tú has hecho esto! —se dirigió a él a zancadas.

Neuval no se movió. Solamente le hizo un gesto a Li para que cruzara con los demás niños la puerta que tenían al lado, que llevaba a las escaleras de emergencia, y Li obedeció, llevándose a todos al otro lado, y lo esperó ahí.

—¡Eh, ¿a dónde os creéis que vais?! —gritó Paku, yendo hacia esa puerta, pero Neuval se interpuso en su camino, clavándole una mirada siniestra—. ¡Vas a ver, mocoso! ¡Acabas de hacernos perder miles de dólares!

Cuando Paku no vaciló en dirigir su puño hacia él, Neuval lo esquivó velozmente y comenzó a atestarle golpes en el estómago, patadas en las piernas y puñetazos en la cara cuando tenía su cara al alcance.

—¡Puto niño! —contraatacó Paku, devolviéndole los puñetazos, y lo derribó con una patada—. ¡Si ni siquiera me llegas a la cara, enano! ¿¡Pretendes pelear con un hombre adulto!?

Neuval se levantó del suelo justo antes de que le propinase una segunda patada y siguió atacándolo. Paku era más fuerte y grande, pero Neuval ya había peleado contra personas más fuertes y grandes antes, y tenía varios años de experiencia en peleas callejeras. Paku ya le dejó un labio partido y lo derribó un par de veces más, pero Neuval se ponía en pie, una y otra vez.

Los vicios de la vida era lo que tenía, que al final demasiado tabaco y demasiado alcohol hacían estragos en el cuerpo humano. Paku se estaba agotando, y era lo que el niño estaba esperando. Se estaba volviendo más torpe.

—¡Voy a matarte, monstruo! ¡Gusano! —jadeó el hombre.

Paku le dirigió otro puñetazo, pero lo hizo con el puño derecho y dando un paso adelante con el pie del mismo lado, un error básico en la lucha. Eso ya de primeras rompió su eje de equilibrio. Así que Neuval esquivó ese puño de nuevo y, aferrando entre sus brazos el brazo de Paku, reunió todas sus fuerzas para lanzarlo contra la pared. El hombre se golpeó tan fuerte en la cabeza que cayó de rodillas al suelo, atolondrado, y antes de que pudiera darse cuenta, Neuval cogió su reloj de cadena del bolsillo de su chaqueta hortera de piel de jirafa, se montó sobre su espalda, le pasó la cadena por delante del cuello y comenzó a ahorcarlo con ella.

Paku emitió gemidos de ahogo. Como entró en pánico ante ese ataque, intentó quitarse la cadena que le oprimía el cuello, pero no pudo, e intentó llevar las manos hacia atrás para alcanzar a arañar la cara de Neuval o agarrar sus manos, pero no podía. Se puso en pie con tambaleos, e intentó aplastar a Neuval contra la pared, pero el niño estaba fuertemente sujeto a él, rodeando su flaca cintura con las piernas y tirando de la cadena del reloj por detrás de su nuca.

Paku estaba resistiendo más de lo que Neuval esperaba y sus golpes contra la pared ya le estaban haciendo daño. Perdió la paciencia, y empezó a apretar la fina cadena de oro mucho, mucho más fuerte. Su ojo izquierdo volvió a brillar de esa luz gris. Tiró más fuerte. La cadena comenzó a cortar la piel del cuello de Paku y sus gemidos sonaron más horribles. Al final, Neuval gritó furioso e hizo un movimiento seco, deslizando la cadena, de modo que acabó cortando los músculos y las dos carótidas. Prácticamente lo degolló.

Paku cayó sobre el suelo, perdiendo la vida tan rápidamente como la sangre de su cuello.»









30.
El pasado de papá (4/5)

«Ya había caído la noche en Hong Kong, eran casi las diez y había comenzado a llover un poco, pero era por la gradual llegada de un monzón, por lo que el tiempo iba a empeorar. Por eso, a pesar de que le dijo que iría a verlo mañana de nuevo, Lao se preocupó por el niño del callejón y decidió acercarse esa noche para traerle más ropa de abrigo, un impermeable, un palé de madera sobre el que sentarse para no tocar el suelo mojado y una lona que pudiera colocar como techo en su rincón de los cartones; todo esto, en caso de que el niño siguiera negándose a irse o a pasar la noche en otro sitio.

También, el muchacho podría haber decidido por sí mismo buscarse otro rincón más resguardado de la ciudad al ver que comenzaba a llover, pero como Lao le había rogado que no abandonara el callejón por sí solo, no sabía si el niño de verdad cumpliría ese ruego a rajatabla y estaba dispuesto a quedarse en el callejón aunque fuera bajo la lluvia.

Solamente quería asegurarse de que estaba bien y ver cómo iba a pasar la noche, nada más. Pero no venía solo. Junto a Lao caminaba otro hombre joven, de veintitantos. Era occidental, su cabello era negro y corto pero tenía tres mechones blancos, y vestía con ropa casual, como Lao, con chaqueta y bufanda. A pesar de que iba todo el tiempo con los ojos cerrados, caminaba con seguridad, como si sus otros cuatro sentidos detectasen los obstáculos sin problema, tras siglos de práctica, claro. En una mano sujetaba el palé de madera, haciéndole el favor a Lao de llevarlo él, y en la otra un paraguas con el que cubría a ambos, mientras Lao tenía las manos ocupadas con la lona y la bolsa con ropa de abrigo.

—De verdad, gracias por venir, Denzel —le decía Lao—. Podía cargar yo con todas estas cosas sin problema, pero no habría podido tener suficientes manos para hacer lo más importante, que es protegerme de la lluvia con un paraguas.

—Sé que los iris de tu tipo lo pasan muy mal bajo la lluvia, y te recuerdo que ayudar a los iris es mi trabajo.

—Ayudarme a no mojarme y a llevar estas cosas no es tu trabajo, es un favor que no has podido resistirte a hacerme porque eres una buena persona y punto —sonrió socarrón.

—También porque me saca del aburrimiento —se encogió de hombros—. Además, me puede la curiosidad sobre ese niño del que me has hablado.

—Te dije que podías venir mañana a conocerlo, cuando no lloviera y a la luz del día.

—Kei Lian. Soy inglés y soy ciego, me da igual la lluvia y la luz del día. ¿Y dices que ha estado siete meses con el iris sin que Alvion lo haya detectado?

—¿Ha pasado alguna vez antes, con Alvion o algún otro Zou, que no hayan podido captar el nacimiento de un iris?

—Sí… bueno, los Zou no siempre detectan el nacimiento de un iris al momento —le explicó el taimu—. Unas veces los detectan al momento, sobre todo a los más cercanos geográficamente, y al resto pueden tardar en detectarlos a veces unas horas, unos días, unas semanas… incluso un mes ocurrió alguna vez. Pero siete meses… es mucho tiempo, sin precedentes.

—¿Alguna idea de cuál podría ser la causa? —quiso saber Lao.

—Depende. ¿Este niño tiene más rarezas?

—Hum… Define “rarezas” para los iris —le pidió Lao.

—Manifestaciones energéticas fuera lo común, comportamientos fuera de lo común, historia de conversión fuera de lo común…

—Veamos —caviló Lao—. Manifestaciones energéticas no he notado ninguna. Comportamientos fuera de lo común… estar demasiado cuerdo para los meses que lleva siendo un iris sin tratar —aseveró—. A veces, en situaciones de estrés, tiene las típicas convulsiones o tics raros como señal de que su mente le da fogonazos, pero son muy leves y breves comparadas con las que sufrimos comúnmente los iris antes del entrenamiento. Historia de origen fuera de lo común… supongo que algo debe de afectarle el hecho de que atacó a su creador después de presenciar la injusticia, y ha estado siete meses sin saber si lo dejó muerto o si lo dejó con vida.

—Caray… —no pudo ocultar su sorpresa, y se paró en mitad de la calle, con sus ojos cerrados apuntando al suelo, meditabundo. Lao lo miró expectante—. No haber sucumbido a la locura después de siete meses portando un iris sin tratar ya dice mucho de él. Tiene una energía mental poderosa. Pero, si bien esta no se manifiesta visiblemente, sí que parece tener un efecto, como impedirle o dificultarle a un Zou el poder detectarla, como si la mente protegiera por sí sola a su dueño de ser detectado.

Volvieron a emprender la marcha.

—Ahora, la causa de tener una energía mental tan poderosa… No sé… Si él supiera con seguridad que sí llegó a matar a su creador y, por tanto, que cumplió su venganza nada más convertirse, eso en teoría podría haber subsanado gran parte del trauma de su iris y hacerlo un iris más sano y cuerdo a pesar de no haber recibido entrenamiento. Si, por el contrario, él supiera con certeza que no llegó a matarlo, debería tener el mismo caso que el resto de iris en general, tener una ferviente sed de venganza, ira, rabia, locura. Pero me dices que él no sabe si su creador está vivo o muerto. Luego, hay una incertidumbre, y la incertidumbre debería hacer aún más inestable su energía mental. Y no lo está.

—Y… ¿podría tener algo que ver tener mucha inteligencia?

—¿De cuánta inteligencia estamos hablando?

—Como la de un Zou.

Denzel volvió a detenerse y apuntó con su cabeza hacia Lao, con las cejas levantadas.

—Kei Lian. No hay nadie tan inteligente como un Zou. Ni siquiera los taimu, y nos acercamos.

—Lo sé, pero… no sé cómo explicarlo. Leerse cientos de páginas en cuestión de pocos minutos, resolver rompecabezas de lógica avanzada y de matemáticas en cuestión de segundos, hablar varios idiomas aprendidos sobre la marcha durante pocas semanas… idear y crear cosas a nivel de ingeniería…

—Bueno, una persona puede ser superdotada, muchas lo son.

—No sé… Es diferente —insistió Lao, sin saber cómo explicarlo—. Tiene algo más. No sé por qué, pero es que me recuerda un poco a Yeilang.

—¿A Yeilang? El hijo de Alvion apenas tiene 6 años.

—Pero Yeilang también lee libros a una velocidad inhumana, y entiende sobre Química, energía e idiomas a un nivel superior.

—Dudo que un niño francés de 10 años que ha emergido de una vida mediocre y que te has encontrado vagabundeando por este país tenga una inteligencia equiparable a la de un Zou de 6 años. Mi inteligencia sí que se equipara a la del pequeño Yeilang, y soy un medio humano de 358 años.

—¡Hah! Es por eso que deberías conocerlo en persona antes de hablar —se rio Lao con un bufido—. Ya verás a qué me refiero. Cuando hables con él y estés con él un tiempo, notarás algo especial y…

En ese momento habían entrado en el callejón, y lo primero que hizo que Lao cortara su frase fue divisar sobre los cartones donde el niño solía dormir, detrás del contenedor de basura, sus cuadernos de kanjis chinos y de francés, abiertos por la mitad y mojándose y estropeándose con la llovizna. Además, no había ningún gato.

—¿Qué pasa? —preguntó Denzel.

—¿Neuval? —lo llamó Lao, adentrándose en el callejón con aire desconfiado, mirando analizadoramente todos los rincones—. He traído cosas para protegerte de la lluvia. Y a un amigo. ¿Estás aquí?

Cuando Lao llegó hasta donde los cartones y vio que no había rastro del niño, ni siquiera bajo el montón de maderas y papeles de periódico, se quedó muy callado, tan callado que Denzel oyó el ruido de los engranajes de su mente y se acercó hasta él, volviendo a cubrirlo con el paraguas.

—Se ha ido a cobijar a otro sitio. Ya lo habías previsto.

—No… —murmuró Lao.

—A ver, iris. ¿Qué no encaja? —comprendió Denzel que Lao estaba viendo cosas que no le cuadraban.

—Ha dejado aquí abandonados mis cuadernos de apuntes de francés y kanjis chinos. Se los presté porque quería estudiarlos. Y los ha dejado aquí en el suelo abiertos. Se están mojando.

—¿Y? Se le habrá olvidado o no ha tenido cuidado.

—Eso es lo que no encaja. Cuando a Neuval le das algo, cualquier cosa, ya sea prestada o regalada, la trata como si fuera un tesoro. Para él, hacerle un obsequio tiene un gran valor y lo recibe con un gran agradecimiento. Él no descuidaría nada de lo que le he dado o prestado.

—Es una suposición muy grande para los pocos días que has estado conociéndolo.

—Es una observación certera para la cantidad de años de experiencia que tengo como iris.

—Bueno, también es verdad. Pero esto no nos indica lo que nos interesa, que es saber dónde está el niño.

—Para eso, primero hay que empezar por preguntarse por qué no está —inquirió Lao, y generó dos grandes bolas de fuego en sus manos para iluminar mucho mejor el callejón y observar con detalle cualquier rastro—. Y sé que la lluvia no es la razón. Para mí, los cuadernos aquí abandonados de esta forma es una señal de que la razón es otra y de que apunta a una urgencia.

—Le ha podido asustar algo y habrá salido corriendo.

Lao emitió una especie de murmullo inconforme tras esa posibilidad mencionada por el taimu. Era una idea bastante probable, que Neuval se hubiese alarmado por algo y hubiese salido por sí mismo del callejón a toda prisa y se hubiese resguardado en cualquier otro rincón de la ciudad. Pero entonces, Lao localizó el otro detalle que no encajaba. Vio aquel melocotón tirado en el suelo, cerca de la pared de cemento del fondo del callejón. Se acercó hasta allí y se agachó donde esta fruta, observándola. Tenía un lateral totalmente aplastado, con la pulpa hecha papilla.

—Huelo a melocotón por aquí —comentó Denzel, poniéndose a su lado.

—Es uno de los melocotones que le di esta mañana para que los merendara mientras estudiaba. Son los que Hideki suele traerme desde Japón. Muy dulces y blandos. Este melocotón está bastante espachurrado por un lado, y el otro lado está intacto, así que no ha sido pisado. Es el tipo de daño resultado por un fuerte impacto. No ha podido caérsele al suelo, pues para que se aplaste la mitad de esta manera, ha debido de caer por lo menos de 8 o 10 metros de altura. Aquí no hay nada a esa altura sobre lo que él haya podido subirse y desde donde se le haya caído el melocotón.

—Vale. Lo ha lanzado él. ¿Y qué?

—¿Y a dónde, y por qué? —le corrigió Lao. Estaba tan centrado en seguir la pista de lo sucedido que ya se le habían mojado sus cabellos negros y goteaban por su cara, y por eso comenzó a envolverle una pequeña capa de vapor, porque las gotas en contacto con su piel se evaporaban—. No lo ha lanzado contra las paredes laterales del callejón, no hay distancia suficiente entre ambas para un lanzamiento tan abierto. Así que lo ha lanzado contra la pared del fondo. Tiene fuerza suficiente, y al menos desde una distancia de entre 6 y 10 metros, puede causar este daño en el melocotón. Ha podido lanzarlo… —volvió a erguirse y miró hacia atrás—… desde su sitio de los cartones, donde estaba estudiando.

—¿Probando su fuerza? ¿Jugando simplemente con la comida? ¿Arrebato de ira espontáneo, como sería de esperar de su iris sin tratar?

—No, nada de eso —aseguró Lao—. Si antes te dije que él valora los objetos obsequiados como un tesoro, con la comida es aún más estricto. Él jamás desperdiciaría una miga de comida, aunque ya haya comido hasta llenarse y aunque tenga a mano suficiente de ella. Está acostumbrado a regirse por el principio de “nunca se sabe”, por lo que siempre es muy previsor con estas cosas. Incluso se come los corazones de las manzanas hasta no dejar ni el tallo. Por no hablar de que cuando se comió el otro melocotón esta mañana, realmente parecía ser el mayor de los manjares para él. Desperdiciar este melocotón de esta manera lo ha tenido que hacer por una razón de peso. No obstante… —se frotó la barbilla, dándole vueltas sin parar—… no puedo descartar tu idea del arrebato de ira espontáneo, sería poco profesional por mi parte no creer que su iris haya podido al fin darle un brote de descontrol, a pesar de la admiración que siento por él por el control que ha estado manteniendo hasta ahora.

—¿Cómo descartarás entonces la hipótesis del arrebato espontáneo? —lo ayudó Denzel, sonriendo astuto.

—Encontrando una razón lógica por la que él haya lanzado el melocotón. Si no hay una razón lógica, quedará la razón ilógica, es decir, el arrebato de locura sin razón.

De repente Lao se puso a escudriñar la pared de cemento del fondo del callejón con sus dos esferas de fuego sobre las manos.

—¿Qué te dice esa pared? —se extrañó Denzel.

—Miles de cosas. Si pudieras verla, alucinarías. Aquí el niño ha estado garabateando sus ideas y pensamientos derivados de los rompecabezas que le presté. Dibujos, cálculos, ecuaciones, anotaciones…

—Vale, eso es interesante —reconoció el taimu—. El niño, que jamás desperdiciaría una miga de pan, lanza su manjar favorito contra una pared llena de palabras y dibujos y desaparece misteriosamente.

Denzel esperó, pues, a que Lao terminase de escudriñar la pared centímetro a centímetro para averiguar en qué punto exacto había impactado el melocotón, buscando restos de pulpa en su superficie porosa.

—Un Dobutsu ya lo habría encontrado en dos segundos —suspiró el taimu.

—Bueno, pues yo soy un Ka y no tengo el fino olfato de un Dobutsu y no hay ningún Dobutsu ahora por aquí —refunfuñó Lao, molesto, pero no por el comentario de Denzel, sino por sentirse cada vez más preocupado por Neuval—. ¿No es irónico que un taimu sea impaciente?

—¿Y que un iris de nivel ejemplar esté perdiendo la calma tan pronto? —replicó el inglés, sonriendo tranquilamente—. Este asunto es especialmente personal para ti, ¿verdad, niño? Tu preocupación es más emocional que profesional.

—Mi trabajo es proteger a iris y a humanos inocentes, sobre todo si son niños. Así que, no poder cumplir con mi deber es motivo de preocupación y vergüenza para mí.

—Te has encariñado con él —concluyó Denzel.

Lao no dijo nada, siguió revisando la parte baja de la pared tras terminar con la parte alta.

—Comentaba lo del Dobutsu para aconsejarte —siguió diciéndole Denzel.

—¿Aconsejarme qué?

—Que llames a tu equipo.

—¿Que llame a la SRS aquí? No creo que sea necesaria tanta… ¡Ah! ¡Aquí! —exclamó de pronto, encontrando unos pequeños trozos de melocotón pegados a una parte de la pared—. Ha impactado aquí.

—¿Palabra, dibujo o en blanco?

Lao tardó en contestar. Se irguió de nuevo y dio unos pasos atrás para verlo mejor. Los restos de melocotón estaban justo donde Neuval había rayado con la piedra la palabra en francés abduction. En ciencia, el concepto de abducción era un concepto de lo más simple, es como se le llama al movimiento de una parte de un objeto o de una extremidad del cuerpo cuando se separa del eje principal del mismo. Neuval lo había empleado para explicar el movimiento de una de las piezas de su versión avanzada del cubo de Rubik. Pero, al mismo tiempo, en el campo del lenguaje, la palabra “abducción” era un sinónimo de “secuestro”.

Lao apretó los puños con tanta fuerza que se le hincharon las venas. Estaba muy quieto y callado. Denzel sintió su tensión y se acercó a él, y le puso una mano en el hombro.

—Llama a tu RS —le sugirió con calma una vez más.

—¿Tú sabías…?

—Me lo olía. Y tú también.

Lao estaba haciendo un esfuerzo tan grande por contener su ira y tenía la mandíbula tan apretada que la nube de vapor a su alrededor aumentó de tamaño, al aumentar el calor ardiente de su cuerpo y evaporar las gotas de la llovizna antes de que lo alcanzaran.

No perdió ni un segundo y se levantó el jersey y la camiseta, destapando el tatuaje que tenía en el costado izquierdo. Colocó una mano sobre su tatuaje y emitió varios impulsos de energía, como si fuera código morse. A falta de teléfonos cerca, y de teléfonos móviles, que en esa fecha no existían, los iris tenían el tatuaje para comunicarse sensorialmente con los miembros de su RS a distancias internacionales.

Si Denzel le había sugerido convocar a su RS, cuya mayoría de miembros vivían en Tokio, es que también estaba dispuesto a hacerle el favor de traerlos él mismo mediante el teletransporte, ya que, de no disponer del poder taimu, Lao tendría que esperar al menos una hora hasta que sus compañeros llegasen en un jet. Por eso, Lao les había transmitido el mensaje de reunirse todos en un punto en concreto de Tokio, un punto de referencia que en estos casos servía para que un taimu pudiera teletransportar a una RS entera cuando era necesario. Ahora, Lao tenía que esperar unos minutos hasta que su Líder, su Segunda u otro de sus compañeros le avisara de que ya estaban todos reunidos en ese punto.

—Gracias —murmuró Lao, cabizbajo.

—No me cuesta nada echaros una mano. Pero tienes que hacerme un favor a cambio. Tienes que intentar tranquilizarte —le advirtió Denzel, notando a distancia la rabia contenida del Ka.

—Es que sé quiénes han sido…

—Y eso ya es una ventaja.

—Llevo un mes entero siguiéndoles la pista por mi cuenta… Traficantes de niños… Hace una semana ya desaparecieron tres niños de la lista de víctimas potenciales que realicé. Le dije a Neuval que no saliera solo de este callejón hasta que yo me encargara de limpiar esta ciudad de esa escoria… y lo han atrapado justo aquí, mientras estudiaba…

—Y gracias a él, tú ahora sabes esto, sabes lo que le ha pasado. El niño ha sido muy listo dejándote este mensaje. Lo ha dejado para ti porque sabía que tú entenderías esta escena.

—Le he fallado…

—Kei Lian…

—¡Tenía que evitar que pasara! ¡Debí regirme más por la razón y menos por mis sentimientos, debí sacarlo de este callejón a la fuerza el primer día aunque él se resistiera, y llevarlo directamente al Monte Zou, donde habría estado a salvo y habrían empezado a tratar su iris! —gritaba con rabia, tapándose la cara con las manos.

—Kei Lian, déjate de lamentos. Sabes perfectamente que lo rescatarás. Por fin tienes una prueba de que ellos han estado físicamente en este lugar, y de que el niño ha sido secuestrado en este lugar, lo que significa que por fin tienes la garantía de que las personas que andas buscando han dejado aquí un rastro de olor. Vuestro Dobutsu podrá seguir el rastro desde este punto de partida. Ahora es una misión de lo más fácil.

—En el tiempo que tardemos en rescatarlo, incluso si son pocas horas, ya le han podido hacer cosas horribles… No quiero ni imaginarlo… Podría haberle pasado a mi propio hijo Sai… podría haberle pasado a… —no terminó la frase.

—¿A tu hermano? ¿A ti mismo? —adivinó Denzel—. Todo aquel que no es taimu está obligado a mirar siempre hacia delante, Kei Lian. No hacia el pasado o hacia pasados alternativos.

—¿Tú cómo lo aguantas, Denzel? —lo miró fijamente—. Fuiste tú quien me encontró a mí en un callejón cuando era niño… llorando sobre el cuerpo ensangrentado y sin vida de mi hermano… Te rompí la nariz de un puñetazo cuando intentaste cogerme en brazos y separarme de él. ¿Cuántas veces has tenido que recoger a iris en lugares terribles y en situaciones terribles? Y no me digas que ser ciego te salva de ver escenas horribles y así no puedes recordar las imágenes en tu mente, pues sé que no hace falta tener ojos videntes para sufrir las cosas malas que haya o sucedan delante de ti.

Denzel se quedó un momento en silencio. Cerró el paraguas y lo apoyó en el suelo, con las dos manos sobre el mango con postura elegante. Con el calor que Lao emitía alrededor de ellos, las gotas de lluvia ya no les caía. El taimu abrió un poco sus ojos tenebrosos y apuntó hacia donde estaba él.

—Mi trabajo no es fácil —asintió el inglés—. Sobre todo cuando un niño te parte la nariz mientras intentas ayudarlo —añadió, frotándose la nariz, y Lao lo miró con una mueca de disculpa una vez más, después haberse disculpado ya muchas veces años atrás—. Pero tampoco el tuyo es fácil, ni el de Alvion, ni el de nadie. No importa lo sobrehumano o inhumano que seas, en este mundo nada es fácil y, por si fuera poco, hemos sido creados para aguantarlo muy mal.

»Nos cuesta ser fuertes constantemente. Sufrimos mucho tanto por una nariz rota como por ver o experimentar continuas injusticias atroces a nuestro alrededor. Y algunos dicen que, de tantas veces, o con el tiempo, uno puede acabar acostumbrándose. Pero quien dice haberse acostumbrado a los horrores de esta vida, no es porque ese alguien de verdad se haya acostumbrado, es porque ese alguien ya está roto.

»Tú jamás aspires a acostumbrarte a estos males, Kei Lian, jamás desees dejar de sentir y de sufrir. Es lo que te mantiene inconforme, y lo que te mantiene inconforme te mantiene activo y de una pieza. Neuval será salvado… porque tú sufres por él.

Lao se quedó en silencio. Denzel había vivido demasiado tiempo en este mundo. Cuando las personas normales con su corta esperanza de vida se la pasaban entera deseando hacerse inmunes al dolor por las cosas malas que saben que sufrirán inevitablemente, Denzel pasó por ese mismo deseo una vez porque hubo un periodo de su vida en que él llegó a romperse en mil pedazos, pero con el paso de más años y décadas… se dio cuenta de que le daba más miedo dejar de sentir dolor que el propio dolor.

—Por eso, yo sigo haciendo mi trabajo, y lo seguiré haciendo una y otra vez —concluyó el taimu—. No porque no sufra al hacerlo, sino todo contrario. La única forma de paliar el dolor no es obligándote a dejar de sentirlo, sino combatiéndolo haciendo algo bueno. ¿Quieres dejar de sentirte tan mal? Deja de lamentarte por cosas que ya pasaron, o que nunca pasaron, o que aún no han pasado, y actúa en el tiempo presente. Rescata a ese niño. No hay más.

A Lao siempre le había asombrado la capacidad de Denzel de adelantarse a las cosas. Obviamente, quien había vivido mucho tiempo, podría decirse que ya había aprendido un patrón de comportamiento que década tras década o siglo tras siglo seguía repitiéndose en las personas, y por eso, para Denzel, a veces era muy fácil predecir lo que alguien iba a decir, o lo que iba a hacer o lo que necesitaba oír.

Lao fue a decirle algo, pero entonces sintió por fin aquel impulso energético en el tatuaje de su costado, y como le pilló desprevenido, emitió una leve exclamación. Al oírla, Denzel la supo entender y no tardó ni un segundo en desaparecer del callejón, dejando a Lao con la palabra en la boca. Cuando se vio ahí solo, miró una vez más el muro lleno de rayajos y garabatos de ideas increíbles. Suspiró. Qué pequeña mente más maravillosa, pensaba Lao. Se acercó al cartón junto al contenedor y recogió los cuadernos, poniéndolos en un rincón protegidos de la lluvia. Seguro que Neuval querría seguir estudiándolos cuando lo trajera de vuelta.

Tres segundos después, se produjo un pequeño destello silencioso en el callejón. Lao miró hacia atrás, hacia el fondo, y vio varias sombras, acompañadas por unas pequeñas luces de colores en la oscuridad. Denzel estaba junto a ellas.

—Gracias por venir —les dijo Lao, hablándoles en japonés—. Siento haberos llamado con tan poca antelación.

—¿Y perdernos la oportunidad de masacrar a toda una organización de trata y corrupción de menores? —sonrió una mujer rubia de ojos verdes, agarrada del brazo de un hombre de largo cabello rojo oscuro, ojos azules y gafas.

—Creía que ibas a esperar a que Alvion descartara su posible extensión internacional y te diera luz verde para atacarlos —dijo el pelirrojo de las gafas—. Pero ha ocurrido algo… por lo que no quieres esperar más tiempo —adivinó, y echó un vistazo a esos cartones y a una sudadera pequeña ahí en el rincón—. Se han llevado a tu chico —comprendió.

—¿El niño iris solitario del que nos hablaste antes de ayer por teléfono? —preguntó la rubia, dando un respingo—. Oh, no, pobre criatura.

—Kei Lian, ¿por qué te tomas este rapto como algo personal y urgente y no los raptos de los otros niños de días atrás? —le preguntó otra mujer de los allí presentes, su compañera Dobutsu—. Es raro en ti precipitarte. Alvion te dijo que primero había que descartar si este grupo criminal tiene extensión internacional. Sabes que si la tiene y tú atacas a los que están en Hong Kong, alertarás a sus posibles cooperadores y se esconderán en otros países, y la trata de niños continuará en otros lugares.

—No puedo esperar más, descubrir los secuestros de los otros niños durante este mes y no hacer nada ya ha sido bastante tortura —dijo Lao—. Megumi, por favor —cogió de los cartones la sudadera que el otro día le dio a Neuval—, encuentra su rastro. Juro que si este grupo criminal tiene más colaboradores en otros lugares del mundo, los encontraré a todos y los eliminaré. Pero esos niños nos necesitan ¡ya!

La Dobutsu suspiró y miró a su Líder, el pelirrojo con gafas, buscando su autorización, y este asintió con la cabeza. Entonces, la Dobutsu se acercó a Lao, le cogió la prenda y la olfateó en profundidad. Ni siquiera la lluvia era un impedimento para una Dobutsu de muy alto nivel para percibir la dirección que el olor de Neuval había tomado.

—Qué ganas tengo de retorcer cabezas… —sonrió la mujer rubia junto al pelirrojo, crujiéndose los nudillos, y le salieron varias espinas verdes en el dorso de los brazos y de la mandíbula, como las de un rosal.

—Emiliya, cariño, no te excedas mucho, que todavía no hay Condenados asignados —le pidió el pelirrojo.

—Oh, Hideki, amor mío, no te preocupes por mí —le acarició la mejilla—. Si Alvion se enfada, te echaré la culpa a ti.

—¿¡Eh!?

—¡En marcha! —exclamó la Dobutsu allá en la salida del callejón, llamándolos a todos, y la SRS se puso en movimiento.


* * * *


En la nave de las celdas de cristal, entraron más hombres y mujeres con uniformes iguales, simples monos grises, y empezaron a sacar a los niños de las celdas, mientras las empleadas de cocina de antes recogían las bandejas vacías y se las llevaban en sus carros. Neuval tuvo que volver a fingir, así que actuó como los demás niños, como si estuviera atolondrado. Un hombre lo agarró de la mano y se lo llevó andando junto con los demás a otra parte.

Los condujeron a todos por otros pasillos. Neuval recordaba, del mapa que había memorizado, que se dirigían al ala este. Por el camino se estuvo fijando en cosas. Ya no eran los pasillos blancos de aquella zona de limpieza y lavado de antes, ahora iban sobre una fina moqueta roja sobre la que era más agradable caminar, con las paredes de estampados decorativos y lamparitas de diseño estrafalario, y macetas con plantas. Si la otra zona parecía una clínica, esta parecía un hotel.

Cruzaron una puerta de doble hoja y entraron en una sala enorme, llena de tocadores repletos de utensilios de belleza, de maquillaje, lacas, perfumes, espejos, sillas, percheros con ropas de todo tipo…

Allí estaba ya la jefa, dando indicaciones a esas personas conforme iban sentando a los niños delante de un tocador cada uno. Cuando llegó hasta el hombre que se ocupaba de Neuval, su conversación con él fue más larga, mientras no paraban de mirarlo y de señalarle la cara, el pelo, los brazos… El empleado asintió con una inclinación respetuosa y la jefa se marchó de allí.

En el momento en que ese tipo lo sentó en el taburete delante de su tocador y Neuval se miró a sí mismo en el espejo, su reflejo no paró, durante la media hora que duró eso, de devolverle una mirada de puro hartazgo. Ya fue difícil estarse quieto mientras ese hombre y una mujer más le intentaban hacer tres peinados diferentes que él veía tan ridículos que ya estaba sufriendo vergüenza de sí mismo. Al final, le trenzaron el pelo en ambos laterales de la cabeza, pasando sobre las orejas y cayendo hacia atrás, y por arriba se lo dejaron peinado hacia atrás, de modo que todo el cabello le caía por la espalda, dejándole la cara bien descubierta.

Eso era aceptable comparado con el hecho de ponerle tres diminutas piedras brillantes pegadas sobre cada pómulo, que brillaban como diamantitos blancos, haciendo juego con sus ojos. Vio a la mujer cogiendo un rímel, pero después de quedarse absorta mirando su cara por un rato, lo volvió a guardar porque determinó que no hacía falta resaltarle las pestañas más de lo que ya las tenía naturalmente. Vio al hombre cogiendo unos polvos para la cara, pero, igualmente, tras observarlo absorto y pensativo, se dio cuenta de que tampoco le hacía falta eso. Ya lo veían hermoso así, con ese peinado sofisticado y esas piedritas brillantes en los pómulos.

Neuval le transmitió con la mirada a su propio reflejo en el espejo sus ganas de pegarse un tiro.

Le colgaron en el cuello un collar exótico, que era una cuerda negra con unas pocas piedras rojas, unos abalorios metálicos y en el centro colgaba un colmillo de león, probablemente de mentira, pero daba el pego. En los brazos le pusieron unos brazaletes de madera justo por debajo de los hombros, y en las muñecas unas pulseras más, del mismo estilo que las que le pusieron en los tobillos. Por último, le encajaron un par de plumas blancas y largas en una de las trenzas a un lado de su cabeza, por detrás de la oreja.

Estaba tan cabreado y cansado de fingir ser una Barbie que ya apenas prestó atención a lo que ocurrió después. Cuando todos los niños ya estaban arreglados, se los llevaron esta vez con mucha prisa y nervios por otra puerta y se pararon en un largo pasillo negro iluminado con lámparas rojas. Neuval recobró la atención cuando oyó tras la puerta al final de ese pasillo una voz que sonaba ampliada y con un poco de eco. Era la voz del tipo hortera, hablando por un micrófono.

Neuval adivinó que lo que había allá era un escenario, y que el hortera estaba hablando ante un público. Los nervios volvieron a dejarle atemorizado porque eso significaba que los iban a usar para algún tipo de espectáculo. Suficientes cosas horribles había visto por el mundo como para pensar en las peores situaciones. Se preguntó si los iban a sacar en el escenario o en algún tipo de arena y los harían pelear entre ellos hasta la muerte. O si los sacarían en un ruedo y los expondrían ante algún animal salvaje. O si los soltarían en un campo y tendrían que correr mientras unos adultos los cazaban con escopetas. O si los exhibirían y subastarían como muñecos de colección…

Neuval apartó la mano de golpe cuando notó que alguien tras él se la agarraba y estuvo a punto de darse la vuelta y matarlo. Estaba tan asustado y alerta que cualquier cosa le hacía saltar. Se frenó a tiempo al descubrir que se trataba de Song, que estaba justo detrás de él. La niña lo miraba tímida, con la mano medio alzada, pero luego le sonrió.

—Song… —susurró Neuval con sorpresa, recuperando el aliento.

Ella abrió aún más su sonrisa al oírle pronunciar su nombre. No le dijo nada porque sabía que no la iba a entender, tan sólo se quedó observándolo a los ojos. Neuval no lo sabía, pero en ese momento le brillaba un poco el ojo izquierdo con esa leve luz gris, y Song la estaba mirando como si le pareciera un hermoso fenómeno.

Yuánlái ni shì yigè zhenzhèng de tian shi.

Neuval no entendió esa frase, pero ella lo sabía y le daba igual. Ella parecía sentirse feliz sólo con tenerle ahí cerca. Neuval se sintió un poco mal por haber apartado antes la mano de forma tan brusca. Miró hacia una de las manos de Song y pensó en agarrarla para transmitirle que no pasaría nada, que él la protegería. Pero le daba mucha vergüenza agarrarle la mano a una niña, así que la miró a los ojos.

—Escaparemos todos de aquí —le dijo—. Os sacaré de aquí.

Ella se encogió de hombros, indicando que no sabía lo que decía, pero seguía sonriendo. Neuval se sonrojó un poco, la verdad es que Song parecía otra, ahora que llevaba el pelo arreglado, estaba limpia y la habían maquillado ligeramente. Le habían dejado el pelo suelto, largo y brillante, decorado con dos horquillas de grandes flores blancas con motas rojas, y velos de colores suaves cayendo por su espalda y su cadera. Todos seguían llevando aquel mismo traje azul y blanco de seda, pero a cada niño lo habían adornado con añadidos.

De repente la voz del tipo hortera sonó más alta en el micrófono, y Neuval y Song vieron a uno de los adultos llevándose a una de las niñas al otro lado de la puerta. El resto de niños seguía padeciendo los efectos de los sedantes de la cena y estaban demasiado dóciles para ofrecer resistencia. Después de cuatro minutos y medio, la voz del hortera exclamó otro nombre, y otro adulto sacó a otro niño por la puerta del fondo. Tras unos minutos, otro. Y luego otro.

Neuval estaba respirando cada vez más deprisa. Al que llamaban “el triste Li” ya lo habían sacado. Tras poco más de media hora, sólo quedaban los hermanos Pim y Gon, Song y Neuval en el pasillo. Los hermanos fueron los siguientes, que los sacaron a los dos juntos. Neuval no podía apartar la mirada de la puerta. Era como mirar directamente hacia un agujero negro, desconocido, aterrador. No sabía lo que pasaría cuando lo atravesase. Casi no se dio cuenta cuando el adulto que custodiaba a Song, tras él, lo adelantó y pasó de largo con la niña. Neuval dio un sobresalto y exclamó su nombre, e intentó agarrar su mano, pero no la alcanzó, y el hombre que lo acompañaba a él lo obligó a estarse quieto.

Antes de cruzar la puerta, Song volvió la cabeza y lo miró una última vez. Sus ojos negros temblaban de miedo. Quizá fuera fruto del estrés y la angustia, pero por un segundo, Neuval vio en ella el rostro de Monique, la misma expresión asustada y triste que se quedó fijada en su cara justo después de morir. Esto provocó en él un insoportable impulso de correr hasta Song, agarrarla de un brazo y salir corriendo con ella lejos de allí. Algo que no logró hacer con su hermana.

Este terrible dolor de querer hacer algo y no poder hacerlo, de tener delante algo malo y no hacer nada, de permitir a estos monstruos seguir viviendo, hizo que el iris de Neuval perdiera mucha de la poca estabilidad que tenía. Esos fogonazos volvieron a aparecer en su mente. Estaba mareándose, le dolía la cabeza y también todas las venas del cuerpo, como si una gran presión le estuviera aplastando. Lo que no percibió es que el adulto que estaba junto a él también comenzó a sentir un fuerte dolor de cabeza y a sentir algo de asfixia.

No obstante, al fin Paku pronunció ese nombre con el que Neuval lo oyó llamarlo antes, Duò luò tian shi. Su escolta hizo un esfuerzo por reponerse y arrastró a Neuval hacia el final del pasillo. Nada más cruzar la puerta, el niño recibió de golpe las cegadoras luces de unos focos en el techo. El hombre lo colocó en el centro de un escenario. Como seguía mareado y desorientado, no se movió de ahí, tan sólo trató de ver qué le rodeaba, pero apenas podía ver algo con tanta luz invadiendo sus ojos.

Por eso, se sobresaltó cuando escuchó una sonora exclamación de asombro de un centenar de voces frente a él, y seguido de eso, se formó un ruidoso barullo. Frente al escenario había bastante gente, gente estrafalaria. Había muchos hombres y algunas mujeres, todos vestidos de gala, y todos ocultando sus caras detrás de diversas caretas carnavalescas o de animales.

Cuando Neuval consiguió adaptar la visión, descubrió a esa cantidad de gente frente a él sentada en butacas, en lo que parecía una sala de teatro. Le asustó ver a todos con esas máscaras.

Antes no se había oído mucho al público, pero ahora sus voces inundaban toda la sala, y muchos no paraban de señalar a Neuval. Algunos se habían puesto de pie para verlo mejor. Pero el chico notó que, aparte de él, la mayoría de esas personas también estaban mirando y señalado discretamente hacia un hombre en particular. Este hombre se encontraba sentado en primera fila, y era el que más destacaba. Era obeso, y si los botones de su elegante chaqueta negra estaban resistiendo esos pascales sobre su barriga, era porque eran de oro, así como los hilos con los que estaban cosidos. Sus mocasines, igualmente, tenían las puntas de oro, y la careta que llevaba era la de un Hotei sonriente, también de oro.

Neuval podía notar con fuerza los ojos de ese corpulento hombre, detrás de la careta, recorriéndolo de arriba abajo con una perturbadora admiración. Le recorrieron escalofríos. Empezó a sentirse mal, presentía algo horrible aproximándose. Dio un paso atrás, pero de pronto Paku apareció a su izquierda y notó cómo lo agarraba del pescuezo bajo el cabello con mucha fuerza, sujetándolo bien para que no se moviera, mientras que con la otra mano sujetaba el micrófono y en la cara una disimulada sonrisa de dientes torcidos.

—Por favor, damas y caballeros, por favor, guarden silencio —le pedía Paku al público amablemente—. Comprendo la exaltación, créanme. Sí. Efectivamente, habíamos dejado esta sorpresa para el final. No se van a creer que este muchacho de exótica belleza occidental se encontraba malviviendo en un sucio callejón de la ciudad. El pobrecito, comiendo de la basura, bebiendo de los charcos, pasando frío por las noches. Nadie lo ayudaba. Hasta que yo lo encontré. Le tendí mi mano y él aceptó. Y lo traje aquí para darle un futuro, una vida, y un dueño que le dé el amor que merece.

Varias personas del público emitieron una exclamación conmovida y aplaudieron.

—¿Qué les parece nuestro Ángel Caído? Está sano. Es fuerte. ¡Miren qué ojos, como perlas en el mar, como lunas llenas en la noche! No les engañaré. No es un chico fácil. Cuando te clava su mirada de lobo siberiano, te presenta un reto: “Acércate, y verás si muerdo”. Sabe darte esa emoción, esa sensación de riesgo. Y miren su precioso cabello natural, del color de las hojas de otoño. Su piel, clarita, pero no pálida, tersa como un melocotón… ¡Ah! No sabe hablar nuestro idioma. Por lo que su dueño tendrá que comunicarse con él de otras formas más primitivas, heheheh, no sé si me entien-…

—¡Cien mil dólares! —exclamó de repente una mujer del público, interrumpiendo a Paku.

—Señoras y señores, la puja comenzaba desde ochenta mil… —sonrió Paku.

—¡Muchos sabemos que algunos aquí ya iban a sobrepasar esa cifra! ¡Vayamos al grano! —impugnó aquella mujer.

—¡Ciento diez! —gritó otro hombre.

—¡Ciento veinticinco! —dijo otro.

—Se… señores, si vamos con un poco de orden… —trató de calmar Paku, pero sólo era por mantener los modales, pues nada podía emocionarle más que todos esos gritos de números y números, cada vez más altos.

Se formó un alboroto en la sala. La obsesión con el niño de ojos grises se volvió enfermiza. Pero entonces… el hombre corpulento de la primera fila se empezó a levantar de su butaca especial de doble espacio. Le costó un poco, pero cuando finalmente se puso en pie, toda la sala se quedó en silencio. Los demás compradores, que habían comenzado a pelearse por apoderarse del último niño, nada más ver a ese tipo en pie, de pronto desistieron de inmediato, con gestos de fastidio, susurros de protesta, y volvieron a sus sitios, dando su oportunidad por perdida. Era como si ya supiesen lo que eso significaba.

El hombre de la careta del Hotei de oro caminó hacia los escalones a un lado del escenario y los subió. Paku, todavía junto a Neuval, agarrándolo de la nuca, lo esperaba con una sonrisa y una emoción contenida. Neuval vio a ese tipo enorme acercándose a él con pasos pesados y lentos. Se puso nervioso, pero Paku le clavó las uñas en el cuello como advertencia y lo obligó a mirar hacia el obeso para que este pudiera contemplarlo mejor.

El tipo se detuvo. Observó al niño. En toda la sala seguía reinando el silencio, hasta que Paku, algo impaciente, habló:

—Como siempre, es un honor tenerlo de nuevo aquí, en nuestra humilde exposición, Hombre Dorado —dijo mediante el micrófono, y acto seguido lo acercó al rostro del tipo obeso—. Estamos ahora en doscientos mil. ¿Quiere decir algo al respecto?

El Hombre Dorado se quedó unos segundos en silencio mientras Paku seguía sosteniendo el micrófono frente a su careta. Neuval alcanzó a ver sus ojos negros a través de los agujeros de esta. No parpadeaban, y no paraban de mirarlo, con una grotesca y aterradora lascivia. Se oyó al tipo coger aire…

—¡No es justo, Hombre Dorado! —gritó de repente un hombre del público, flaco y larguirucho, de pelo entrecano despeinado asomando alrededor de su careta de búho—. ¡Siempre te quedas con lo mejor!

—S… Señor Orlov, por favor… —intentó apaciguar Paku, sin borrar esa falsa sonrisa amable.

—¡Deberíais poner a este de alquiler, Paku, no en venta! —insistió aquel—. ¡Todos tenemos derecho a jugar con un muñeco como él! ¡Habla con tu madre!

—¡Es verdad! —exclamaron más personas del público—. ¡Ponedlo disponible para turnos de alquiler!

La sala se llenó de voces otra vez. Pero estas se silenciaron una vez más cuando el Hombre Dorado se inclinó hacia el micrófono.

—Trescientos mil —dijo sin más.

Neuval no se esperaba esa voz. Su voz sonaba suave y algo aguda. Entonaba con una extraña delicadeza o timidez. Era como oír a un hombre intentando imitar la voz de un niño.

Otra vez la sala se llenó de gritos de fastidio. El resto del público lo dio definitivamente por perdido, pero muchos de los compradores se quedaron conformes con sus nuevas adquisiciones anteriormente presentadas. Nadie esperó oír algunas palabras de cierre de la presentación porque todos ya sabían que ese era el final de la subasta, y se fueron levantando de sus butacas y saliendo por la puerta principal de la sala. Al parecer, la mayoría eran clientes habituales.

—¡Gracias! ¡Gracias por su participación, señoras y señores, una vez más! —se apresuró a decir Paku por el micrófono—. ¡Les recordamos a los afortunados que han logrado hacerse con nuestros productos de esta noche que sus nuevos juguetes los esperan dócilmente en sus suites asignadas, todo preparado a su gusto! ¡Disfruten!

Neuval estaba temblando en medio del escenario. No sabía a dónde se había ido su templanza, su astucia y su hostilidad, pero su habitual fuerza mental le había abandonado y sólo sentía el cuerpo helado y temblores. Su iris desentrenado ya lo había dejado confuso, o con emociones dispares, o completamente anulado e impotente otras veces, pero esta vez le costó más que nunca evitarlo y recuperar la entereza. Ciertamente se había hecho más difícil en los últimos meses. Sea lo que sea que tuviera en la mente, esa energía nueva, ni blanca ni negra, sino caótica y gris, le estaba pasando factura y haciéndole sentir y desear al mismo tiempo cosas muy contrarias, hasta el punto de paralizarlo.

Le tembló aún más el cuerpo cuando el Hombre Dorado agarró uno de sus brazos y se lo fue llevando hacia la salida de la sala. Le apretaba con demasiada fuerza y le estaba haciendo daño. Y además le sudaban las manos. Neuval estaba tan asqueado como atemorizado. En un impulso inconsciente y totalmente instintivo, aprovechó esa mano sudorosa para soltarse de ella de un tirón, y logró liberarse justo cuando salieron por la puerta. Acto seguido, echó a correr por aquel pasillo.

—¡No se preocupe, Hombre Dorado! —se apuró Paku, bajando del escenario de un salto—. ¡Ya dije que este niño se hacía el difícil, ¿no?! ¡Hehehe…! ¿No lo hace aún más adorable? —le dijo al pasar por su lado, y siguió corriendo como un descosido detrás del niño—. ¡Se lo traigo enseguida, señor!

El Hombre Dorado se quedó ahí en la puerta de la sala, quieto y en silencio.

—Adorable… —murmuró con su vocecilla aguda.

Neuval no tenía intención de huir de aquel lugar. Seguía teniendo metido en la cabeza el indudable deber de sacar a los demás niños. Y además, no tenía las llaves que abrían las puertas principales que comunicaban las diferentes alas de ese complejo hasta la salida al exterior. Necesitaba coger algo con lo que poder protegerse, por lo que regresó a la sala de lavado donde antes ocultó la navaja. Tuvo suerte, al menos, de que no había nadie por esa zona y de hallarla justo donde la escondió en la pequeña sala de lavado, además del imperdible y de las cerillas.

Volvió a engancharse la navaja plegable bajo el pelo. Si se la guardaba entre la ropa, había más probabilidades de que sus captores la descubriesen si le volvían a agarrar o a tocar. Las cerillas y el imperdible sí que tuvo que ocultarlos en la ropa, por lo que los metió en su calcetín de estilo tabi.

Como una de las plumas blancas que le habían colocado en su peinado se le había caído en uno de los pasillos antes de llegar a la habitación de lavado, Paku no tardó en seguirle el rastro y en encontrarlo ahí, agachado en el rincón entre una pared y una estantería metálica llena de toallas dobladas. Venía hecho una furia, enseñando sus feos dientes apretados, y los puños. Para cuando Neuval terminó de ocultar la última cerilla en el calcetín y darse la vuelta, el hortera ya llegó hasta él y no le dio tiempo a evadirlo.

Lo agarró del pelo con tanta fuerza que el niño sintió que le partía el cuello. Paku no estaba para más tonterías. Lanzó a Neuval contra la pared. El golpe fue espantoso, Neuval gritó con dolor cuando cayó al suelo. Pero esto no era desconocido para él. Se aguantó el dolor y las lágrimas, tenía que ser fuerte, se dijo.

—¿¡Te creías que esconderte ahí, agachadito en ese rincón, te haría invisible o algo así!? —le gritó Paku, volviendo a tirarle del pelo, y empezó a darle repetidas bofetadas, no demasiado fuerte para evitar crearle moratones, pero sí terriblemente frustrantes y molestas—. ¿¡Eh!? ¡Y yo que creía que eras un listillo…! ¡Eres más tonto que las piedras! ¡Tonto! —Neuval intentó zafarse con los brazos, pero eso enfadó más a Paku, que le agarró una de sus manos, apretando muy fuerte—. Parece que tienes demasiada resistencia a las drogas, las de la cena veo que no han sido suficientes. ¿Sabes? Podría llamar a mis compañeros aquí para que traigan una dosis doble e inyectártela bien profundo, pero al Hombre Dorado no le gusta esperar ¡y a mí tampoco! Así que recurriré al método más rápido y efectivo de obediencia.

—¡Aaaahhh!

Neuval agonizó de dolor cuando Paku le torció dos dedos de la mano, el meñique y el anular. Aquello no se lo esperó. Reaparecieron los fogonazos en su mente, sintió furia y a la vez terror, ira y tristeza, agresividad y rendición, humillación y agotamiento. Su iris estaba sucumbiendo a la locura, no sabía por dónde guiar a su dueño para salvarlo. Monique volvía a aparecer en sus párpados cada vez que cerraba los ojos, la imagen de su cadáver, y la del monstruo de Jean, mirándolo como una terrorífica sombra negra con dos ojos de luz plateada, acercándose a él, cada vez más, cada vez…

Su mente se quebró bajo tanto peso y al final Neuval se echó a llorar. No pudo contenerlo más. No tenía control. Sólo quería llorar por sus dedos rotos, por haber sido raptado, encerrado, golpeado, abusado, vendido… Por Song y los otros niños, no diez, ni veinte, sino los millones de niños que sufrían monstruosidades cada día desde que el ser humano existe… Por haber sido descuidado al salir del callejón solo cuando no debía… Por esos siete meses de viaje por el mundo, para sólo ver y aprender que el mundo estaba aún más enfermo de lo que imaginaba y las pocas personas buenas que había apenas podían brillar entre tanta oscuridad… Por esos diez años de vida miserables, odiado por su madre, maltratado por su padre, abandonado por su hermana…

—¡Eso es! ¡Llora! —le gritó Paku—. ¡Aprende de una vez! ¡Esto es lo que pasa cada vez que te portes mal! ¡Y no hace falta que hablemos el mismo idioma para que entiendas perfectamente lo que te estoy diciendo!

—Lao… —sollozaba el niño, llamando inconscientemente a la única persona con la que se había sentido a salvo.

—¡Vuelve a intentar escapar o a crear problemas, y te partiré otros dos dedos!

Paku lo arrastró de regreso a la zona del edificio que parecía un hotel. Neuval se dejó llevar, sujetándose la mano herida contra el pecho, con los ojos enrojecidos e intentando recuperarse del shock. Para cuando recobró algo de razón, Paku lo soltó bruscamente dentro de una habitación.

Era una habitación grande, una suite, con una temática perturbadora. Todo estaba decorado como si fuese la habitación de un niño. Había juguetes típicos, como un balón de fútbol, un tren de madera, un oso de peluche y otros muñecos, construidos a escala gigante.

Lo que a Neuval le cortó el aliento fue ver al fondo de la habitación al Hombre Dorado sentado en una cama grande, únicamente vestido con un albornoz de seda y manteniendo su máscara de Hotei de oro tapando su rostro. A ambos lados de su cuerpo, tenía a los hermanos Pim y Gon, a los que amparaba bajo un brazo cada uno como si fuesen sus dos peluches preferidos. Pim y Gon miraron a Neuval. Se podía notar el terror en sus ojos. Estaban muy asustados y quietos, mientras el Hombre Dorado acariciaba sus cabezas.

—Aquí lo tengo, Hombre Dorado, señor —le sonrió Paku con varias reverencias—. Viene con una pequeña lesión en los dedos, el pobrecito se ha hecho daño mientras corría. Espero que no le importe. Seguro que usted lo ayudará a curarse.

—Yo curo muy bien las pupitas —habló el obeso hombre, con su vocecilla aflautada.

—Apuesto a que sí, señor. Se lo dejo aquí en su corralito —metió a Neuval dentro de un pequeño recinto de la habitación cercado con una valla de tablas cortas y de colores, como el típico corralito para bebés, y lo encadenó a la pared con un grillete de acero, la muñeca de su mano herida—, hasta que esté preparado para jugar y portarse bien.

El Hombre Dorado hizo un asentimiento conforme con la cabeza. Paku se despidió con otra inclinación y salió de la habitación, dejándolos solos. Neuval intentó librarse del grillete tirando de él, pero no había manera. Se dio la vuelta para ver qué pasaba con Pim y Gon, preguntándose qué demonios estaba haciendo ese hombre con ellos, por qué todo era tan raro y tan espeluznante y vomitivo. Por qué algo así existía en el mundo. Tantas mentes así de retorcidas.

No quería estar en el lugar de ellos, no quería llamar la atención de ese demente. Se quedó agazapado en el corralito, con la mano atada a la cadena de la pared. No sabía qué hacer. Pensó que quizá ese tipo quería jugar con esos hermanos a algún tipo de juego raro, a imaginar que eran juguetes o animalitos y hacer algún tipo de teatro, y que después, cuando se cansase, los dejaría en el corralito con él y se iría a dormir a su cama.

Sin embargo, a los pocos minutos vio al Hombre Dorado ponerse en pie. Dio la espalda al corralito para ponerse frente a Pim y Gon, aún sentados en el borde de la cama. Entonces, se quitó el albornoz y quedó completamente desnudo. De espaldas parecía un bebé gigante, era calvo y no tenía ni un vello, y tenía michelines por todas partes. A Neuval no le asqueó ver ese cuerpo desnudo, sino el hecho de que ese adulto se exhibiese así delante de dos niños sin pudor alguno.

—¿Qué haces…? —murmuró Neuval, empezando a alarmarse, a odiar lo que estaba viendo.

El Hombre Dorado posó una mano sobre la cabeza de Pim y sobre la de Gon, y empezó a tirar de ellos, acercándolos a sí mismo, hacia una parte de su cuerpo. Los dos niños se resistieron un poco, negaban con la cabeza, miraban para otro lado, pero estaban demasiado asustados como para ofrecer más resistencia. El Hombre Dorado insistía, siempre suave y paciente, al principio.

—Para… —murmuraba Neuval desde el otro lado de la habitación, cada vez más horripilado.

Pero cuando el hombre vio que no conseguía que los dos hermanos acercasen sus rostros a su entrepierna por las buenas, comenzó a sacar a la luz a su monstruo interior. De repente, agarró a los dos niños del cuello y empezó a ahorcarlos.

—¡No! —Neuval se levantó del suelo—. ¡Para! ¡Déjalos! —trató de ir hacia allá, pero el grillete no le dejaba—. ¡No hagas eso! ¡Suéltalos!

El Hombre Dorado soltó a los dos hermanos al oír los gritos de Neuval, y se giró hacia él lentamente, mirándolo a través de su careta.

—Jugar —dijo.

Neuval intentó descifrar esa palabra. No tardó en recordarla, era una de las muchas del vocabulario básico que había estado aprendiendo hace unas horas en su callejón. Había varios significados para esa pronunciación, pero por el contexto sabía cuál era el correcto.

—¡Yo…! Eh… —trató de decirle—. Wo…! Wo wán! —logró pronunciar, señalándose a sí mismo—. ¡Yo juego! Wo wán!

El Hombre Dorado se mostró muy contento de escuchar eso, parecía que lo había estado esperando. Se acercó al corralito con una llave, con su cuerpo desnudo y ondulante, y le quitó el grillete. Lo agarró de un brazo, tan fuerte como antes, pero Neuval se aguantó el dolor y se dejó llevar por él hacia la cama. Pim y Gon se apartaron de ahí, haciéndose a un lado, frotándose el cuello dolorido y observando con miedo y sorpresa a Neuval.

Lo obligó a sentarse en el borde la cama. Neuval se quedó ahí paralizado, muerto de miedo, y de nervios. La imagen que tenía justo delante era muy desagradable y sólo podía mantener la vista clavada a un lado, en un rincón de la habitación. El tipo obeso le acarició la cabeza y la cara con el dorso de las manos como si acicalase a un muñeco bonito. Sostuvo su cabello en las manos, y lo deslizó entre sus dedos. Mientras lo hacía, emitía leves gemidos de asombro y aprobación. Entonces, lo agarró de la barbilla, apretando los dedos en sus mejillas. Neuval dio un respingo cuando entendió sus intenciones de acercarle la cara a ese lugar, y se echó para atrás, agarrando la mano de él e intentando que le soltara. Pero el Hombre Dorado lo sostenía con tanta fuerza que Neuval se estaba clavando los dientes por la parte interior de las mejillas, y seguía tirando de él hacia sí.

—No… —murmuró el niño, resistiéndose.

—Ju… gar… —pronunció el hombre, mostrándose cada vez más enfadado y violento.

Como no consiguió que Neuval le obedeciera, el hombre se hartó y fue mucho más agresivo que con Pim y Gon. Agarró a Neuval del cuello y lo empujó contra la cama, y él se puso encima, aplastándolo con su enorme y sudorosa barriga. Neuval volvió a entrar en pánico al no poder respirar, se estaba ahogando. Oyó a uno de los dos hermanos, el menor de ellos, echándose a llorar, mientras el mayor lo abrazaba y también sollozaba.

Neuval intentó todo lo posible por zafarse de esa mole. Lo golpeó en la careta con las manos, que por lo visto estaba totalmente pegada a su rostro, incluso intentó darle manotazos en las orejas, que era un modo común de producir daños en el tímpano y de aturdir al enemigo, pero ese tipo era inmutable. Lo arañó también, y nada. Sus dedos torcidos tampoco ayudaban. Su corazón latía a toda velocidad, le dolía la cabeza y todo el cuerpo, y estaba perdiendo el conocimiento. Eso era lo que el Hombre Dorado pretendía, dejarlo inconsciente para después hacer con él todo lo que quisiera.

No podía dejar de pensar en Monique, y en Lao… Entonces vio a Jean convertido en una gran sombra negra con dos ojos iluminados como lunas llenas, y algo dentro de Neuval se rompió una vez más.

No fue su mente, ni su iris, pero su cuerpo reaccionó instintivamente como último recurso, utilizando lo que tenía escondido bajo el pelo, que antes el miedo y el pánico le habían impedido recordar. Cuando el Hombre Dorado emitió un jadeo de satisfacción, viendo como los ojos de su muñeco se cerraban, Neuval se llevó una mano a la nuca, cogió la navaja, y en una fracción de segundo la deslizó sin miramientos por el seboso cuello de su agresor.

En los primeros instantes, el Hombre Dorado no pareció darse cuenta o entender qué había pasado, hasta que vio esos chorros de sangre saliendo de él y cayendo sobre Neuval. Empezó a emitir gemidos y sonidos horribles, estaba intentando gritar, pero tenía las cuerdas vocales laceradas. Soltó a Neuval, esta vez entrando él en pánico; se llevó las manos al cuello, que no paraba de sangrar; se tambaleó por la habitación.

Pim y Gon gritaron con horror y se apartaron corriendo cuando el tipo trató de ir hasta ellos. Neuval se levantó de la cama, con toda la ropa manchada de sangre, sosteniendo la navaja en la mano. Pim y Gon, al verlo, temblaron de un miedo mayor, pues en ese momento, el rostro de Neuval era terrorífico. Tenía los ojos inyectados en ira, uno de ellos brillaba de una luz gris, y respiraba con fuerza con los dientes apretados.

Al ver que el tipo obeso seguía tambaleándose por la habitación, quejándose, ahogándose en su propia sangre, Neuval se abalanzó contra él, lo derribó contra el suelo y, sin más dilación, le clavó la navaja en un ojo, atravesando la rendija de la careta de oro. Apretó con fuerza, profundamente, hasta que el hombre dejó de moverse por fin, y de respirar. Sin embargo, Neuval apretó tan fuerte que acabó rompiendo la navaja, y la hoja se quedó dentro de los sesos del hombre, mientras que él se quedó con el mango en la mano. Lo miró con fastidio, ya era inservible, y lo tiró a un lado.

Pim y Gon no sabían lo que le había pasado a ese chico, pero estaba diferente. Era como si hubiese explotado algo dentro de él y ya no aguantaba más tonterías. Cuando Neuval fue hacia ellos de repente, los hermanos se estremecieron, preguntándose si había perdido la cabeza y ahora los iba a matar a ellos. Pero Neuval agarró a cada uno de un brazo y tiró de ellos bruscamente, sacándolos de la habitación sin perder más tiempo.

Al salir al pasillo, miró a un lado y a otro, serio, frío y atento. Sólo había cuatro puertas más, de otras suites. Caminó directamente hacia una de ellas y empezó a llamar repetidamente con los nudillos. Pim y Gon se preguntaban qué demonios hacía.

—¿¡Quién es!? ¿¡Qué pasa!? —protestó la voz de un hombre al otro lado.

Neuval siguió golpeando con los nudillos, y cuando el otro abrió la puerta, pasó adentro sin más.

—¿Pero qué…? —se dijo el viejo que había abierto la puerta, cubierto nada más por un albornoz medio atado.

Neuval se encontró con una habitación lujosa pero más normal, y con un niño tumbado en la cama que parecía un poco mareado. Todavía no estaba desvestido. Pero encima del escritorio que Neuval tenía a su derecha, vio utensilios de lo más grotescos preparados para usarse. Se quedó mirando al niño muy quieto, pero con la respiración cada vez más fuerte, mientras el viejo se le acercaba por detrás.

—¡Eh, tú eres el chico aquel…! ¡El Ángel Caído! —decía—. ¿De qué te has manchado la ropa? —preguntó confuso al ver todo ese rojo en el traje del niño—. ¡Oh! No me digas que el Hombre Dorado se ha vuelto generoso y ha decidido compartirte… —sonrió, alargando una mano hacia su hombro.

Neuval agarró el respaldo de una silla que tenía justo a su lado, junto al escritorio, y se la estampó con brutal fuerza en toda la cabeza. La silla, de madera maciza, se partió en pedazos, y el viejo cayó inconsciente al suelo, con una oreja destrozada, la mandíbula desencajada y una brecha en la sien sangrando sin parar. Neuval agarró al otro niño de un brazo, levantándolo de la cama, y lo obligó a salir con él de la habitación a pesar de los tambaleos que daba. Lo dejó junto a los hermanos Pim y Gon, que estaban perplejos por lo ocurrido, pero se ocuparon de sujetar al niño mareado mientras Neuval llamaba con los nudillos a otra puerta.

Esta vez, abrió una mujer algo joven y completamente desnuda, relamiendo una paleta de caramelo. Era morena y de piel pálida, con rasgos occidentales y guapa, y no mostraba recato alguno.

—¡Hey! —se sorprendió al ver a su visitante. Hablaba en inglés—. ¡Tú…!

Neuval la ignoró y pasó al interior de la habitación. Era una habitación decorada con una temática más gótica, o vampiresca, con las paredes cubiertas de cortinas onduladas negras y rojas, muchas velas y candelabros antiguos, y había un columpio colgando del techo. En la cama, vio a una niña, quizá un poco mayor que él, y junto a ella había sentada otra mujer, seguramente amiga de la otra pero algo más vieja, en ropa interior. La niña estaba desnuda y con una mordaza en la boca, y le habían atado las muñecas a los barrotes del cabecero de la cama con cuerdas negras, mientras aquella señora le echaba gotas de cera ardiente sobre el vientre, de una vela encendida que sujetaba en la mano. Cada vez que una gota caía sobre su piel, la niña gritaba de dolor lo poco que el pañuelo de la boca le permitía.

Darling! —llamó la mujer joven a la otra mayor, señalando a Neuval, que se había parado en medio de la habitación—. El niño estrella está aquí, acaba de entrar en nuestro reino.

Oh, my! —se emocionó la señora, dejando la tortura de la niña a un lado y la vela en un candelabro, y se acercó a él—. ¡Qué sorpresa! ¿Lo han enviado aquí? Por favor, mira qué hermoso es… Espera, ¿eso es sangre? ¿Te has hecho daño, jovencito, estás herido?

Neuval la esquivó y fue directo a la cama, y empezó a intentar desatar el nudo de una de las cuerdas que oprimían la muñeca de la niña.

—¿Pero qué hace? —preguntó la señora.

Neuval intentó mantener los ojos fijos en ese nudo, que estaba demasiado duro. Pero no podía evitar ver por el rabillo el vientre de esa niña lleno de gotas de cera ya enfriada, y el rostro de ella, mirándolo con ojos llenos de lágrimas y agotamiento.

—Disculpa, chico, no hagas eso —le dio la mujer joven, pero Neuval la ignoró de nuevo—. ¿Me has oído? Seguro que sabes inglés. No me ignores, jovencito.

El nudo estaba realmente fuerte y Neuval no conseguía desatarlo. Se estaba desesperando. Intentaba mantener la cabeza fría, pero no pudo reprimir algunas lágrimas de rabia mientras hacía lo posible por quitar esa maldita cuerda.

—¡He dicho que no hagas eso! —se enfadó la mujer joven, acercándose a él junto a su compañera.

—¡Niño! —corroboró la otra, yendo a apartarlo—. ¡Por muy divino que seas, sigues teniendo el deber de obedecer a tus dueñ-…!

Neuval no aguantó más, agarró el candelabro de hierro que tenía al lado, que era más alto que él, y lo blandió contra la señora con todas sus fuerzas, dejándola noqueada en el suelo igual que el anterior viejo.

Darling! —gritó la otra con horror.

Pero no le dio tiempo a gritar ni a hacer nada más cuando Neuval la golpeó brutalmente en la cabeza con el candelabro. Las dejó sangrando en el suelo. Acto seguido, cogió una de las velas encendidas que había por la habitación, y con la llama quemó las cuerdas, logrando liberar por fin a la niña. Cuando le quitó la mordaza, la niña respiró aliviada entre sollozos y se intentó quitar la cera pegada a la piel de su vientre, pero le dolía. Neuval se quitó la chaqueta azul celeste de su vestimenta y cubrió con ella a la chica, la cual se abrazó a sí misma y miró agradecida al niño.

Neuval agarró su mano sin vergüenza o timidez alguna esta vez, y la sacó de la habitación, pasando por encima de los cuerpos de esos dos monstruos. La dejó junto a los otros tres niños en el pasillo. Y llamó a la puerta de otra habitación.

Pim, Gon y los otros dos niños se mantuvieron al margen, juntos, lidiando con los nervios y el miedo, mientras observaban cómo ese extranjero se metía en una habitación, al rato salía con un nuevo niño o niña, lo dejaba con ellos y avanzaba a la siguiente habitación. Todos ya entendieron que ese niño de ojos grises los estaba salvando. Las suites, por fortuna, estaban insonorizadas por prácticas razones y nadie oía los gritos o los golpes. Ningún adulto le negaba la entrada a Neuval cada vez que abrían la puerta porque para ellos recibirlo era una sorpresa muy agradable y pensaban que el Hombre Dorado o los dirigentes de ese negocio habían cambiado de idea y lo habían puesto disponible para todos los clientes.

Neuval no sabía si había llegado a matar a alguno de ellos aparte del hombre obeso, pero descubrió que golpearlos en la cabeza era un método mucho más rápido para dejarlos callados e inmóviles que clavarles una navaja, con lo cual tardaban más en morir y hacían muchos ruidos desagradables, como el Hombre Dorado.

Al último que rescató en la última habitación de ese pasillo, fue al chico más mayor, “el triste Li”, comprado y abusado por dos hombres ya viejos de origen japonés. Lo habían estado golpeando con fustas y tenía marcas enrojecidas por el cuerpo. Neuval encontró un bate de béisbol entre los utensilios sadomasoquistas de esa habitación y dejó a los dos viejos noqueados en el suelo y con algún hueso roto.

Cuando lo dejó con los demás niños en el pasillo, Li temblaba tanto y estaba tan encogido, sin levantar la vista del suelo, que Neuval tuvo que sujetarlo de los hombros y le dio una sacudida. Esto sobresaltó al chico. Neuval era más pequeño y bajo que él, por lo que de repente se encontró con sus ojos grises mirándolo fijamente. Li pensó al principio que esos ojos casi blancos daban mucho miedo. Pero pronto notó lo que había tras ellos. Neuval no le dijo ninguna palabra, pero Li entendió el ruego de ese niño. “Tranquilízate, aguanta un tramo más. Sólo una penuria más. Sólo una. Y todo habrá acabado”.

Cuando Neuval miró a los demás niños, Li comprendió por qué le estaba haciendo esa súplica. Él era el mayor de todos, tenía 14 años y los demás tenían entre 8 y 12. Los mayores y más fuertes siempre protegían a los más pequeños o débiles, y le estaba pidiendo que lo ayudara a proteger a todos. Li miró las manos de Neuval, agarrando sus brazos. Nunca nadie lo había tocado antes con esa gentileza, ni lo había mirado a los ojos como a una persona, ni le habían confiado una tarea tan importante. A veces Neuval sabía cuándo era necesario tratar a alguien con brusquedad y cuándo con gentileza.

Lo que Li no entendía era por qué se lo estaba pidiendo a él si, a pesar de ser el mayor, ya había demostrado ser el más cobarde, si hasta se había hecho pis encima al llegar a ese lugar. No obstante, por alguna razón, Li sintió mucho más miedo de otra cosa. No quería defraudar a ese niño de ojos grises. Surgió un anhelo extraño dentro de él. Deseaba seguir a ese niño y no defraudarlo. Por eso, al final, no supo cómo salió de él, pero le respondió con un asentimiento de la cabeza.

Tras esa señal, Neuval volvió a moverse. Se metió en una de las habitaciones que había visitado, y no le fue difícil encontrar papel y lápiz en los cajones de un escritorio. Los niños esperaron en el pasillo un par de minutos hasta que Neuval regresó con ellos con una hoja en la mano, donde había dibujado un mapa preciso hacia la salida, de su perfecta memoria, y con indicaciones básicas escritas en kanjis chinos, de los que había estudiado esa tarde, como los números, “arriba”, “abajo”, “izquierda”, “derecha”, “puerta”, “llave”…

Le dio el mapa a Li y este lo observó atentamente.

—Vale, pe… pe… p… pero no… tenemos llave —musitó tímidamente el chico, con un tartamudeo marcado.

Neuval sólo entendió “llave” pero sabía a qué se refería, por eso le hizo un gesto con la palma de la mano de que esperase, y se acercó a una pared del pasillo. Alargó un brazo, alcanzó la cajetilla de la alarma de incendios y tiró de la palanca. Los niños exclamaron con nervios cuando empezó a sonar la alarma por todo el lugar.

—¿Qué… q… q… qué haces? —preguntó Li, apurado.

De su anterior altercado con Paku, Neuval ya se había dado cuenta de que además de ser el encargado de resolver los problemas y de vigilar que todo fuera bien con sus clientes, era quien llevaba las llaves de los accesos principales de ese edificio. Por eso, al cabo de pocos minutos, las puertas del ascensor del final del pasillo se abrieron y salió Paku corriendo, alterado, con un walkie-talkie en mano, que se llevó a la boca.

—¡Estoy en la planta donde la alarma de incendios ha sido activada! —informó—. ¡No veo humo, voy a ver…! Pero… —se calló al ver todas las puertas de las suites abiertas, y a ese grupo de siete niños al otro lado del pasillo—. ¿Pero qué diablos…? ¿¡Qué pasa aquí!?

Paku, algo confuso al principio, se olió algo malo y se asomó a las habitaciones.

—¿¡Qué coño es esto!? ¡Hombre Dorado! —descubrió su cadáver en un charco de sangre en medio de su habitación, y corrió hacia las otras—. ¿¡Pero qué hostias ha pasado!? ¡Dios mío! ¿¡Qué habéis hecho!? —entró en pánico tras ver todos esos escenarios donde sus clientes estaban inmóviles en el suelo con diferentes heridas y lesiones—. ¡Aaahh! ¡Joder! —se llevó las manos a su cabeza rapada—. Ma me va a matar…

Cuando miró hacia los niños otra vez, se fijó en el que estaba en cabeza, delante de todos, haciéndole frente.

—Tú… —comprendió Paku—. ¡Has sido tú, demonio! ¡Eres un demonio! ¡Mocoso de mierda! ¡Tú has hecho esto! —se dirigió a él a zancadas.

Neuval no se movió. Solamente le hizo un gesto a Li para que cruzara con los demás niños la puerta que tenían al lado, que llevaba a las escaleras de emergencia, y Li obedeció, llevándose a todos al otro lado, y lo esperó ahí.

—¡Eh, ¿a dónde os creéis que vais?! —gritó Paku, yendo hacia esa puerta, pero Neuval se interpuso en su camino, clavándole una mirada siniestra—. ¡Vas a ver, mocoso! ¡Acabas de hacernos perder miles de dólares!

Cuando Paku no vaciló en dirigir su puño hacia él, Neuval lo esquivó velozmente y comenzó a atestarle golpes en el estómago, patadas en las piernas y puñetazos en la cara cuando tenía su cara al alcance.

—¡Puto niño! —contraatacó Paku, devolviéndole los puñetazos, y lo derribó con una patada—. ¡Si ni siquiera me llegas a la cara, enano! ¿¡Pretendes pelear con un hombre adulto!?

Neuval se levantó del suelo justo antes de que le propinase una segunda patada y siguió atacándolo. Paku era más fuerte y grande, pero Neuval ya había peleado contra personas más fuertes y grandes antes, y tenía varios años de experiencia en peleas callejeras. Paku ya le dejó un labio partido y lo derribó un par de veces más, pero Neuval se ponía en pie, una y otra vez.

Los vicios de la vida era lo que tenía, que al final demasiado tabaco y demasiado alcohol hacían estragos en el cuerpo humano. Paku se estaba agotando, y era lo que el niño estaba esperando. Se estaba volviendo más torpe.

—¡Voy a matarte, monstruo! ¡Gusano! —jadeó el hombre.

Paku le dirigió otro puñetazo, pero lo hizo con el puño derecho y dando un paso adelante con el pie del mismo lado, un error básico en la lucha. Eso ya de primeras rompió su eje de equilibrio. Así que Neuval esquivó ese puño de nuevo y, aferrando entre sus brazos el brazo de Paku, reunió todas sus fuerzas para lanzarlo contra la pared. El hombre se golpeó tan fuerte en la cabeza que cayó de rodillas al suelo, atolondrado, y antes de que pudiera darse cuenta, Neuval cogió su reloj de cadena del bolsillo de su chaqueta hortera de piel de jirafa, se montó sobre su espalda, le pasó la cadena por delante del cuello y comenzó a ahorcarlo con ella.

Paku emitió gemidos de ahogo. Como entró en pánico ante ese ataque, intentó quitarse la cadena que le oprimía el cuello, pero no pudo, e intentó llevar las manos hacia atrás para alcanzar a arañar la cara de Neuval o agarrar sus manos, pero no podía. Se puso en pie con tambaleos, e intentó aplastar a Neuval contra la pared, pero el niño estaba fuertemente sujeto a él, rodeando su flaca cintura con las piernas y tirando de la cadena del reloj por detrás de su nuca.

Paku estaba resistiendo más de lo que Neuval esperaba y sus golpes contra la pared ya le estaban haciendo daño. Perdió la paciencia, y empezó a apretar la fina cadena de oro mucho, mucho más fuerte. Su ojo izquierdo volvió a brillar de esa luz gris. Tiró más fuerte. La cadena comenzó a cortar la piel del cuello de Paku y sus gemidos sonaron más horribles. Al final, Neuval gritó furioso e hizo un movimiento seco, deslizando la cadena, de modo que acabó cortando los músculos y las dos carótidas. Prácticamente lo degolló.

Paku cayó sobre el suelo, perdiendo la vida tan rápidamente como la sangre de su cuello.»





Comentarios

  1. aaaaah definitivamente todo esto es nuevo para mi. Dios mio esto es fuertisimo ¿Todo esto se lo esta contando Lex aYenkis tal cual? Imagino que no porque madre mia lo va a traumatizar.

    Joder, pobre Neu, mi niño...que cosa abominbale estaban intentando hacerle y como a pesar de perder el control es capaz de mantenerse aun firme en no dejar a ninguno de esos niños inocentes atras. Es literalmente el salvador de todos esos niños.

    Todos esos malditos se merecen lo peor por haber semejantes cosas a un monton de crios como si fuesen alguna clase de srticulo de lujo.

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