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1º LIBRO - Realidad y Ficción





29.
El pasado de papá (3/5)

«Al final de la mañana, después del almuerzo, los dos estuvieron comiendo un helado en el puerto, sentados sobre uno de los muelles de madera donde reposaban algunas embarcaciones vacías. Bueno, Neuval se comía un helado; Lao se tomaba a sorbos un chocolate caliente, a pesar del calor que hacía. Neuval se había quitado el calzado para meter los pies en el agua. En cambio, Lao estaba de piernas cruzadas, resguardado.

—¿No quieres meter los pies? —le preguntó Neuval—. ¡Está agradable!

—Para que sea agradable para mí, el agua debe estar muy caliente, o hirviendo.

—¿En serio? ¿No te gusta el agua templada ni fría?

—Me hace daño.

—¡No me lo creo!

—Como lo oyes. Igual que a ti el fuego te quemaría la piel, yo sufro dolor o quemaduras en contacto con el agua fría o el hielo. Sólo tolero el agua muy caliente.

—¡Eres raro de cojones!

—Esa lengua… —le reprochó Lao por milésima vez—. A lo mejor tú acabas siendo tan raro como yo. Si al final eliges el elemento del fuego.

—No sé. No creo que elija ese. Me dijiste que se suele elegir el elemento con el que te sientes más compatible. Creo que el fuego no es lo mío.

—¿Sabes o sospechas ya cuál podría ser el tuyo?

—Mmm… ni idea —se encogió de hombros, y se acomodó apoyando las manos hacia atrás y cerrando los ojos, quedándose en el más puro bienestar durante unos segundos en que sopló el viento, meciendo su cabello largo—. Me da igual qué elemento tener, sólo me interesan las cosas que puedo hacer con él.

—¿Quieres construir más puzles y rompecabezas raros usando tu futuro elemento?

—¡No! Bueno, sí. Pero no sólo eso. Me refiero a hacer más cosas.

—¿Qué más cosas te interesaría hacer?

—Quiero hacer muchas cosas. Que sean todas importantes e increíbles. Construiré cosas geniales que sean útiles para todos, que ayuden a la gente. Con el poder que obtenga, les daré su merecido a los hijos de perra que abusan o matan a los demás…

—Esa lengua.

—Protegeré y salvaré a mucha gente. Haré muchos amigos. Crearé cosas grandes. Como… ¡una gran fábrica de cohetes espaciales! Y cuando la haya creado, podrás despedirte de esa empresa en la que trabajas ahora, donde dices que no te tratan bien. ¡Te construiré una fábrica para ti solo para que hagas lo que quieras! Podemos construir cosas juntos.

—¡Hahahah! ¿Y quién de los dos sería el jefe?

—¡Yo, por supuesto! ¡Es mi fábrica!

—¡Hahah! Claro, claro.

—Pero no te preocupes, te encantará tenerme de jefe, porque yo te trataría como de verdad mereces y como el genio que en verdad eres.

—Oh… guau… Eso estaría muy bien —se rio el hombre, siguiéndole la corriente en sus fantasías, pero le conmovían sus palabras y el hecho de que le incluyera a él en sus planes del futuro.

Parecía mentira, pensaba Lao, que hace apenas cuatro días ese niño ya estaba pensando en suicidarse y ahora sólo hablase sin parar de sus ilusiones, objetivos, sueños y deseos del futuro.

—¿Y querrás también crear una familia? —sonrió Lao—. Sólo te falta eso, ya que pretendes crear todo lo demás que hay en el mundo.

—¡Oh, no, ni hablar! Yo jamás, jamás, jamás me voy a casar. Y jamás, jamás, jamás tendré hijos.

—¿Y eso?

—Porque seguro que acabaré arruinándoles la vida. Seré un padre horrible, igual que Jean, ¡y no quiero!

—Neu… —le sorprendió oírle decir algo así—. No eres como Jean. No tienes por qué ser como él.

El niño se encogió de hombros y no dijo nada, porque no quería discutir con él de eso. Pero realmente estaba convencido de ello. De que su sangre estaba maldita como la de Jean.

—Oye, ¡ya son las dos! —dijo el muchacho al ver la hora en el reloj que Lao tenía en la muñeca—. Se te va a hacer tarde. Deberías ir ya con tu familia a pasar la tarde.

—Se me hace duro dejarte solo, Neuval.

—No te preocupes. Estaré en mi callejón, seguro y a salvo. No necesitaré salir, porque estaré el resto del día entretenido con los cuadernos de kanjis que me has traído.

—¿Tú crees que no acabarás hartándote de ellos enseguida? Aprender a escribir los kanjis chinos es realmente complicado y pesado. ¿De verdad te interesa aprender chino? Yo puedo seguir siendo tu traductor.

—¿Por qué no? Hablar idiomas es útil. Y si voy a estar más tiempo viviendo aquí, necesitaré aprender el idioma de aquí, al menos lo básico. Es difícil sobrevivir en un país donde no entiendes lo que dice la gente y lo que pone en los carteles. Además, no me costará mucho. Ya he visto que aprender idiomas es fácil.

—Aprender un nuevo idioma nunca es fácil. ¿Sabes hablar alguno aparte del francés?

—¡Sí! Sé hablar perfectamente inglés, polaco, ucraniano y turco… —fue enumerando con los dedos—. Sé hablar más o menos el alemán… Algo de hindi y un poquito de urdu. Los aprendí durante mi estancia en esos otros países. Me quedé en algunos más tiempo que en otros. Por ejemplo, me quedé un mes entero en Polonia, y mes y medio en Turquía, me dio tiempo a aprender los idiomas de allí por completo.

Lao volvía a tener esa misma mueca torcida que se le quedó cuando Neuval le dijo que se había leído en una hora tres libros gordísimos y le mostró el supercubo de Rubik y la caja puzle ampliada.

—Neuval… ¿tú solías ir al colegio en Francia?

—Eh… a veces. Al principio sí, cuando era más pequeño. Pero en los últimos dos años cada vez menos.

—¿No te gustaba?

—Me moría del aburrimiento.

—¡Hahaha…! —se echó a reír, y el niño lo miró confuso—. Ya me lo imagino. Pues, ¿sabes qué? Ya que usas tanto el cerebro, necesitarás darle el combustible suficiente —se echó su mochila por delante y la abrió, y sacó una bolsa de plástico con dos bultos—. Te he traído esto, para que lo meriendes por la tarde mientras estudias.

—¿Qué son? —se entusiasmó el niño, cogiendo la bolsa y mirando por dentro, y dio un enorme respingo—. ¿¡Melocotones!?

—No sólo melocotones, ¡sino los mejores melocotones del mundo! —presumió Lao—. Estos en concreto se cultivan en Japón, y son los más dulces del mundo. Tengo un amigo japonés que siempre me trae unos cuantos cuando viene a visitarme aquí.

—¿Un amigo?

—Mi mejor amigo, más bien —sonrió contento—. Se llama Hideki Saehara. También es un iris, de hecho, es mi Líder, pertenezco a su grupo. Y su mujer, Emiliya, también. Algún día te los presentaré, pues son los dos iris más extraordinarios del mundo. —De repente Lao se dio cuenta de que Neuval estaba muy callado mirando los melocotones, con una cara muy afligida—. Oh… ¿Estás bien? ¿No te gustan los melocotones, quizá?

El niño apartó la mirada a un lado un momento y se secó los ojos con disimulo. Había recordado algo extraño. Cuando era mucho más pequeño, su hermana solía hacerle zumos de melocotón, incluso pasteles deliciosos. Pero un día, de repente, Jean les prohibió comer esta fruta. Era la favorita de Neuval, y había pasado unos cuatro años sin probarla desde que su padre se lo prohibió sin dar motivo alguno.

—Es mi fruta preferida —le respondió el niño finalmente, mirándolo con una gran sonrisa—. Gracias.

Lao no dijo nada, pero percibió perfectamente con su astucia de iris que este fruto le había evocado al muchacho algún recuerdo triste, y también, que observaba esos dos melocotones como si fueran dos tesoros.

—Adelante, prueba uno.

Neuval lo miró con duda, pero como Lao le dio permiso, no pudo contener las ganas y cogió uno de esos suaves, blandos y jugosos melocotones. Eran de un color algo diferente a los melocotones que él conocía del otro lado del mundo. Cuando lo mordió y el increíble dulzor del jugo bañó sus papilas, sucedió algo extraño que sobresaltó a Lao por un momento. Las pupilas en los ojos grises del niño se dilataron al máximo por un segundo y Lao sintió un escalofrío terrorífico por toda su piel. Fue una sensación muy rara, pero el hongkonés pensó que sólo eran imaginaciones suyas.

Neuval, con ese gran trozo de melocotón en la boca y las mejillas abultadas, miró al hombre con enormes ojos llorosos de cachorrito.

—¡Hahah! ¡Sabía que te encantaría! —se rio Lao al ver su cara.

—Es… —tragó—. Guau… ¡Es lo más delicioso que he probado! —No se pudo resistir y se lo comió entero en dos segundos, y en vez de tirar el hueso, lo guardó en la bolsa—. Dejaré el otro para la tarde, mientras estudio. ¡Deben de ser muy caros! ¿Cómo puedo pagártelos?

—No volviendo a hacerme esa pregunta nunca más, ¡qué pesadilla! —le dio un empujón en el hombro, pero no calculó su fuerza sobrehumana y Neuval rodó dos veces por el suelo—. Uy…

—Hahah… —se rio—. Espero que tu amigo japonés te traiga más.

—Neuval —Lao se puso en pie y ayudó al niño a lo mismo, el cual comenzó a ponerse de nuevo las zapatillas—. ¿Qué tal si… te vienes tú también?

—¿Eh? ¿A dónde?

—A pasar con nosotros la tarde. No te voy a mentir. Lo cierto es que Sai tiene muchas ganas de conocerte. Y Ming Jie también.

A Neuval se le borró la sonrisa. Dejó de atarse las zapatillas y se quedó muy callado, mirando a otra parte.

—No creo que sea nada incómodo para ti —insistió Lao—. Vamos a ir al centro comercial. Ming Jie quiere comprarle ropa nueva a Sai para el invierno que viene, toda la ropa que tiene ahora le queda algo pequeña, como esa sudadera que te di, ya que Sai no para de crecer… —se rio—. Ha salido a mí. A Ming Jie le gustará comprarte ropa a ti también. Puede ser divertido, podéis probaros muchas cosas. Y Sai… es un chico muy amable. Aunque su francés no es muy bueno y no podáis entenderos, él sólo querrá ayudarte y jugar contigo. Y después, puedes regresar a tu callejón a dormir… o… en vez de dormir en el callejón, podrías…

En ese instante Neuval se puso en pie de golpe y Lao se calló. El niño sabía lo que él había estado a punto de proponerle, pero no quiso escucharlo. Miraba al suelo, y volvió a hacer eso de retorcerse la camiseta, como solía hacer cuando se sentía incómodo o tenso. Pero Lao vio algo más. Había miedo en sus ojos. ¿De qué tenía miedo?

—Me voy a mi callejón a estudiar un poco de kanjis —le dijo, levantando la mirada hacia él por fin—. Estoy un poco cansado. Creo que… sólo necesito estar tranquilo.

Lao dejó caer los hombros, con un discreto suspiro de desilusión. Llevaba ya un tiempo planteándose cómo decírselo, cómo proponerle ese cambio de vida que deseaba para él, porque ya conocía a ese niño lo suficiente para saber que tenía un grave problema a la hora de estrechar lazos con la gente, especialmente si era el tipo de lazo que Lao estaba cultivando con él. Para Neuval era muy difícil porque obviamente estaba viendo en Lao una figura paternal que jamás en su vida se habría imaginado que existía, y cuando este además le hablaba de su familia, Neuval reprimía un nudo en su interior.

Era un niño traumatizado que lo había perdido todo, las muy escasas cosas que tenía, y había presenciado una terrible tragedia que lo acompañaría en sus recuerdos el resto de su vida, y se haría mucho más pesado de llevar conforme pasase el tiempo sin entrenar y sanar su iris.

Lao todavía le estaba dando tiempo para que se decidiera, al menos, si quería ir al Monte a hacer el entrenamiento, pero eso era para solucionar una parte del problema. Mientras tanto, había otro problema. Ese niño estaba solo, desprotegido y malviviendo. Lao no podía soportar más verlo viviendo en la calle. Quería darle algo mejor. Quería darle una vida de verdad. Quería darle el mundo entero.

—Bueno. ¿Quieres que te acom-…?

—N-no hace falta —respondió el muchacho enseguida, tímido—. Puedo ir solo. No me pasará nada, está cerca de aquí. Iré directo, no te preocupes.

Un poco resignado, Lao terminó sonriéndole tranquilamente y le revolvió el pelo.

—Mm… ¿vendrás mañana? —le preguntó el niño.

—Claro que sí. Te traeré el desayuno. Practicaremos algo de chino, a ver si de verdad has aprendido algo.

Neuval por fin asomó una pequeña sonrisa y asintió con la cabeza, más calmado. Se despidió de él y se fue corriendo de allí con su bolsa con el melocotón, de regreso al callejón. Lao volvió a suspirar.


La tarde transcurrió con normalidad. Neuval estuvo en su callejón, en su cartón, leyendo los cuadernos que Lao le había dejado, que eran sus antiguos apuntes de cuando él estudiaba francés en la universidad, y a Neuval le servían, pero a la inversa. Estaba tumbado bocabajo, apoyado en sus codos, con un cuaderno delante apoyado en un gato ahí echando la siesta, y tenía otro gato sentado encima de su espalda lamiéndose las patas, tan tranquilo.

En un par de horas, ya había memorizado unos 640 kanjis y practicó su escritura. Pero había algo que no se le iba de la cabeza y no le dejaba concentrarse. Le carcomía por dentro. Así que, en un determinado momento, dejó el lápiz sobre el cuaderno y se puso en pie. El gato se quejó con un maullido al caer a un lado. Miró hacia la salida del callejón, mientras se llevaba una mano al bolsillo del pantalón para asegurarse de que llevaba ahí la navaja, y salió hacia las calles.

El centro comercial que Lao le había mencionado antes estaba cerca del puerto. Neuval fue allí, pero con la discreción propia de un felino, o de una sombra, ocultándose en rincones y recovecos, mirando por todas partes, hasta que, después de largo rato, divisó a Lao. Neuval estaba escondido detrás de una columna, y al otro lado de la plaza central, junto a unas escaleras que subían a la segunda planta del centro, estaba Lao junto a una mujer, más menuda que él, de largo cabello negro y muy liso y brillante, y entre ellos había un niño, moreno, quizá un poco más alto y con una espalda algo más ancha que Neuval.

El niño estaba de espaldas y no podía verle la cara, pero observaba cómo Lao y su mujer estaban hablando sobre un top de tirantes, rosa pálido y con volantes muy bonito que al parecer Ming Jie se había comprado, y Lao bromeaba, poniéndoselo sobre el pecho para preguntarles qué tal le quedaría, y eso que el top sólo le cubría la mitad de la anchura de su tronco. Su mujer e hijo se reían sin parar y ella volvió a guardar el top en la bolsa para que su marido no acabara rompiéndolo.

Neuval los miró con tristeza. Parecían buena gente de verdad. Eran una familia normal, buena y feliz. ¿Cómo iba un niño como él, un desastre, violento, problemático y miserable despojo como él, perturbar la felicidad y la tranquilidad de esa familia? ¿Qué derecho tenía él de manchar sus vidas con su suciedad y sus defectos, con sus traumas y tragedias? Lao estaba loco sólo por sugerirle conocerlos. Y estaba mucho más loco si de verdad le rondaba por la cabeza la idea de que Neuval viviese con ellos. No. Eso era imposible.

Decidió no pensar más en ello y regresar a su callejón para seguir repasando los kanjis. Estuvo estudiando en su cartón hasta que empezó a atardecer. Su ojo izquierdo le brillaba un poco en esa penumbra y le permitía ver lo que leía sin problema. Mientras escribía en el cuaderno, le sobresaltó que de repente los gatos habituales del callejón movieron las orejas y levantaron las cabezas todos a la vez.

Cuando Neuval levantó la mirada, vio una silueta parada en la entrada del callejón. Había un hombre ahí, no muy alto, delgado. En cuanto el niño se dio cuenta de que jugaba con un reloj de cadena en una de sus manos, de que llevaba una nueva camisa hortera con estampado de cebra y el tatuaje de una serpiente en un lado de su cabeza rapada, lo recordó al instante. Era el mismo tipo que vio el otro día por las calles y que le dio mala espina, el mismo que estuvo sin quitarle el ojo de encima y Neuval por eso procuró alejarse de él.

Con los cinco sentidos en alerta y con mucha precaución, Neuval fue acercando la mano al bolsillo de su pantalón donde guardaba la navaja, mientras se levantaba del cartón muy despacio. Podía enfrentarse a él de sobra, ya se había enfrentado a adultos más altos y menos escuálidos que ese en otros países. Sin embargo, pasó lo que más se temía, y es que junto al tipo hortera aparecieron tres hombres más.

Neuval observó de inmediato el mayor número de detalles posible en ellos. Uno de ellos, el más grande y fuerte, con el cabello largo y recogido en una coleta, llevaba un frasco de cristal en una mano y un pequeño pañuelo en la otra. Los otros dos eran bajitos y muy parecidos, probablemente gemelos, con el pelo de punta engominado; uno iba armado con una pistola en una funda bajo la chaqueta de cuero y una navaja en la mano, y el otro sujetaba unas cuerdas y un saco negro. El hortera tatuado y con camisa de cebra no iba armado y sólo tenía su reloj, por lo que debía de ser el jefe de los otros tres.

—¿Qué os dije? —rio el hortera, en un idioma que Neuval aún no podía entender bien—. Tarde o temprano, siempre acabo encontrando a cualquier animalito perdido por esta ciudad. Ninguno se me escapa.

—Fíjate… —se rio uno de los gemelos—. ¡Pero si parece un angelito! Qué cabellos tan bonitos. Justo del mismo color que las ramas de canela. ¿Olerá igual de bien?

—¿Eres idiota? —le reprochó su gemelo—. No sólo el cabello, ¡mira esa cara, esos ojos y esa piel! Nunca habíamos tenido uno así. ¡Pagarán una fortuna por él! Podríamos olvidarnos hasta de los otros niños. ¡Este de aquí nos va a hacer ricos él solo!

—Es sin duda un diamante en bruto que hemos tenido la suerte de encontrar, una oportunidad única en la vida —dijo el hortera—. Debe de ser extranjero. Americano, o europeo tal vez.

Neuval se sintió fatal consigo mismo, porque creyó que esto había sido culpa suya por salir del callejón esa tarde él solo y no seguir la recomendación de Lao. Quizá lo habían visto en algún momento en su pequeña excursión en solitario al centro comercial.

Supo que el peligro que acababa de aparecer en su callejón era real y superior a él. La navaja quizá le serviría para herir a alguno, pero no le ayudaría a derrotar a cuatro adultos a la vez, con más armas que él, y había más posibilidades de acabar apresado que de escapar con éxito porque podría haber más hombres con ellos. Evaluó los riesgos y las posibilidades como ya bien estaba acostumbrado a hacer desde hace años.

Tenía miedo y le latía el corazón con fuerza porque ya sabía que iba a acabar raptado por ellos sin remedio. La cuestión era qué hacer una vez lo hicieran. Necesitaba la navaja, pero ellos se la quitarían nada más descubrir que la tenía. Cuando lo capturaran, lo cachearían. Necesitaba ocultarla en algún lado del cuerpo…

Neuval tuvo dos segundos para pensar cuando esos tipos entraron en el callejón y ya se estaban acercando a él. Decidió hacerse el asustado y corrió a esconderse en el rincón de su cartón, resguardado junto a un contenedor de basura. De este modo, desapareció detrás del contenedor y del campo de visión de ellos.

La navaja que Lao le había dado era plegable, así que, lo más rápido que pudo, usó la mera ventaja de tener el cabello largo y se enganchó la navaja en el pelo debajo de la nuca como si fuera una pinza, quedando totalmente oculta y tapada por el pelo. También agarró enseguida unas cuantas cerillas de la cajita que robó hace dos días para hacer fuego y asar unos pescados, y las metió por los pliegues de la venda que todavía cubría la herida de su brazo.

Por último, sólo tuvo un segundo para mirar la bolsita de plástico donde estaba el melocotón que le quedaba. Estaba entero aún. Iba a comérselo justo antes de que aparecieran estos tipos, sin embargo, y lamentándolo mucho, vio en él otro modo de usarlo. Pero estaba metro y medio más allá, al otro lado del cartón, donde el escondite que ofrecía el contenedor ya no alcanzaba.

—¡Uuh! —exclamó uno de los gemelos, el que llevaba el saco y las cuerdas—. ¡Te encontré, angelito!

El niño se levantó a la velocidad del rayo, saltó apoyando un pie en el contenedor para coger impulso y alcanzó a darle un rodillazo en toda la cara a ese tipo, el cual cayó al suelo como un tronco. Acto seguido, logró coger el melocotón de la bolsa del suelo justo antes de que el otro gemelo lo apresara entre sus brazos, y, antes de que pudieran inmovilizarlo, lanzó el melocotón con todas sus fuerzas directamente hacia el fondo del callejón, estrellándolo contra la pared de cemento de allá, intencionalmente sobre uno de los garabatos que había rayado ayer.

—¡Uffm…! —el gemelo agredido se incorporó en el suelo, le sangraba la nariz a borbotones y tenía enrojecidos los pómulos—. Nada de angelito, ¡es un puto demonio!

—¡Hahaha! ¡Te ha dado una buena! —se burlaba su hermano mientras sujetaba al niño.

—Parece ser que es, más bien, un angelito caído —dijo el hortera, poniéndose su reloj de cadena en la barbilla, pensativo—. Sí, ya tenemos apodo para él para la presentación. Se llamará Duò luò tian shi. ¿Tanto alboroto por un melocotón? —se inclinó hacia el niño para mirarlo de cerca—. Tranquilo, ya no tendrás que preocuparte más por el hambre y la comida. Tu futuro dueño te alimentará bien. Te necesitará fuerte y sano. Ya sabes.

—Paku, no creo que te entienda una palabra, es un extranjero —le dijo el gemelo que apresaba a Neuval.

—¡Pero mira, si estaba estudiando nuestro idioma! —se rio este, poniéndose de cuclillas para echar un vistazo a los cuadernos del suelo—. Parece que la gente le ha dado bastantes limosnas a este crío. ¡Cuántos buenos samaritanos tenemos en esta ciudad! Pero nosotros somos los mejores, porque no les damos limosnas, les damos un futuro.

—Comprueba que no haya dejado ningún mensaje escrito que nos delate —le dijo el gemelo con la nariz rota.

—Nah, sólo estaba copiando algunos kanjis, son simples palabras de vocabulario… con… traducción en… —entornó los ojos forzosamente, torciendo la cara, intentando leer una de las palabras en francés—. ¿Qué coño es esto, italiano? ¿Eres italiano, mocoso? —le preguntó, pero Neuval no le entendió y se quedó callado mirándolo con fiereza.

—No entiende ni papa, Paku, sólo estaba aprendiendo a escribir y leer kanjis básicos —le dijo el gemelo que sujetaba al niño—. Pero no nos entiende al hablar. Puede ser un problema si queremos darle órdenes y que nos obedezca.

—No hace falta, todos los niños del mundo entienden este idioma —levantó un puño cerrado—. Ya que ha demostrado ser un poco problemático, necesitará un poco de “suero del buen comportamiento” —el hortera levantó una mano y chasqueó los dedos frente a la cara del tipo grandote, que estaba siempre callado.

El grandullón silencioso, entonces, empapó el paño con el líquido que contenía el frasco e inmediatamente tapó la cara entera del niño con él, haciendo fuerza.

—Ten cuidado con ese brazo vendado que tiene —ordenó el hortera—. No le toquemos el vendaje por ahora. Si tiene una herida ahí, no queremos que empeore. Hay que cuidar la mercancía.

Neuval se resistió cuando se le metió ese olor agrio por la nariz y la boca. Quiso toser y escupir, pero no podía, el tipo grande y el gemelo que le apresaba los brazos lo sostenían con demasiada fuerza. Luchó por respirar a pesar de tener que hacerlo con ese terrible olor. No sabía cuánto tiempo estuvo así.

—¿Pero qué demonios pasa? —protestó el hortera, viendo que el niño seguía agitándose—. Gorila, no has empapado bien el paño.

—Sí lo ha empapado bien, créeme, hasta yo me estoy mareando —masculló el gemelo que agarraba a Neuval, echando la cabeza a un lado con asco.

—¿Y por qué no funciona? —dijo el otro gemelo, tapándose con un pañuelo de papel la nariz rota—. Lo oigo jadear. Lo está respirando completamente. Debería estar ya frito.

—Oye, Paku, a este mocoso no le hace efecto respirar eso y ya me estoy cansando, se agita demasiado —se quejó el gemelo anterior.

—Vale —dijo el hortera—. Dale un pinchazo, Gorila, acabemos con esto ya o no llegaremos a tiempo a la subasta. ¡Y eso sería sacrilegio! —hizo girar una vez más su reloj de cadena, enrollándola en sus dedos.

El hombre grandote, entonces, sacó del bolsillo interno de su chaqueta una jeringuilla; agarró el brazo del niño, el que no tenía vendado, y le inyectó el sedante sin más. Esta vez funcionó, porque a los dos segundos Neuval empezó a ver borroso y a sentir que no le respondían los músculos. Se quedó atontado y dócil. Después de atarle las manos a la espalda y los tobillos con unas cuerdas y ponerle el saco negro en la cabeza, el tipo robusto se lo llevó en brazos, seguido de los otros, hacia la salida del callejón.

Neuval escuchó la puerta corrediza de una furgoneta abriéndose y sintió cómo lo lanzaban al interior sin más, cerrando de nuevo la puerta. Aterrizó sobre un colchón que tenían ahí puesto en la parte trasera de la furgoneta. Se puso de rodillas, respirando a toda velocidad, intentando luchar contra el mareo y por estar alerta. El vehículo se puso en marcha de repente, y Neuval, perdiendo el equilibrio, se chocó contra alguien. Fue cuando se dio cuenta de que había alguien más ahí dentro con él. De hecho, varios. Estaba oyendo dos… no, cuatro respiraciones más, de niños también. Respiraciones asustadas, agitadas. Solo que una de ellas se oía un poco más grave, debía de ser un chico de una edad algo mayor que Neuval. Y también se oía una más rápida y aguda, probablemente de una niña más pequeña.

Neuval no tuvo más remedio que centrarse en estarse lo más quieto posible, porque si seguía moviéndose, se mareaba más, así que procuró pegarse a la pared y agarrarse con las manos, todavía atadas a su espalda, al borde del colchón.

Durante todo el viaje, no paraba de repasar en su cabeza posibles soluciones, posibles planes de escapar. Pero tampoco paraba de pensar en Lao. No era la primera vez que lo raptaban, pero nunca antes le había pasado que anhelase tanto que alguien lo salvara, porque siempre había tenido asumido que sólo se tenía a sí mismo para salvarse a sí mismo. Pero ahora… ansiaba con todas sus fuerzas que Lao apareciera, ahora, a su lado. Nunca antes deseó tanto que alguien viniera a protegerlo.

Contó en su cabeza 16 minutos y 50 segundos justo cuando el vehículo se detuvo por fin. Quizá de nada le serviría esta información, pero su cabeza tenía esa costumbre, la de siempre recopilar todo tipo de información, datos, detalles, que tal vez le sirvieran de ayuda después.

Aquellos tipos realmente no querían perder el tiempo, pues no tardaron en abrir la puerta lateral y en sacar a los cinco niños con prisa. Los llevaron a empujones hacia algún lado. A través del saco, Neuval podía captar el olor a cemento húmedo, y un poco a aire cargado, con un ligero olor también de humo de coche. Y los sonidos de los pasos y las voces de los adultos que estaban con ellos producían un vago eco. Supo, pues, que estaban en un garaje o aparcamiento subterráneo. Entonces, habían entrado en algún edificio o complejo, seguramente de propiedad privada. Tras cruzar una puerta que chirrió como el metal, los metieron en un ascensor que subió un par de plantas. Los volvieron a arrastrar, esta vez por un pasillo lleno de silencio, con un olor raro entre productos de limpieza y perfumes, y tan luminoso que la luz traspasaba la tela negra del saco que cubría sus cabezas, por lo que Neuval podía distinguir algunas formas del pasillo. Era como el pasillo blanco de un hospital o clínica. Había varias puertas a ambos lados.

Los metieron en una sala y los colocaron en fila en el centro. Neuval seguía respirando nervioso, el corazón no le paraba de latir a toda velocidad. El efecto del sedante ya se le estaba pasando y podía tener los cinco sentidos absolutamente alertas y los músculos en tensión. Pero notaba algo más… Creyó que era fruto del estrés de la situación, pero llevaba ya unos minutos sufriendo breves destellos en su mente, como fogonazos de un instante, imágenes fugaces, de Jean, de Monique, de ella desangrándose en el suelo, y de más personas y situaciones horribles que había vivido en los últimos siete meses. Le costaba controlarse, no podía dejar de tener esos dolorosos impulsos, no lograba calmar su mente. La última vez que los tuvo, fue hace unos meses en una situación también estresante, y lo único que recordaba era sentir que se estaba volviendo loco, y despertarse un día después en otro lugar sin saber cómo. Temía que le volviera a pasar, porque realmente no le convenía perder la cabeza, o el conocimiento o la noción de sí mismo ante las manos de la banda criminal que lo había raptado. Unas manos que, al parecer, podían hacerle cualquier cosa.

Estaba temblando. Obviamente estaba asustado. Estaba convencido de que estaban en algún tipo de clínica porque les iban a extirpar los órganos. No importaba cuántas veces viviera este tipo de peligros o atrocidades, no se acostumbraba, no dejaba de tener miedo. Y eso era buena señal. Era signo de que su mente todavía no se había roto del todo y se negaba a conformarse, a aceptar la situación, a rendirse. El miedo no era sino el deseo de sobrevivir. Pero podía jurar que los otros cuatro niños estaban tan asustados como él, o peor, porque oía a un par de ellos sollozando.

—A ver, ¿qué me traes hoy? —se oyó la voz de una mujer entrando en la sala—. ¿¡Sólo cinco!? Te dije que por lo menos necesitábamos ocho.

—Ma, es un buen lote —se defendió el tipo hortera—. La calidad compensa la falta de cantidad.

—¡No si este mes vienen más clientes que la última vez!

—¡Pero ma! ¡Ma! ¡Que los alquilen por turnos esta vez! —protestaba el hortera infantilmente—. Así todos podrán probarlos.

—¡Paku! Nuestros clientes no son gente tan paciente.

—Tendrán paciencia, créeme, cuando vean el género que les ofrecemos esta vez. Hay uno de ellos, ma, que es un diamante en bruto, ya lo verás, es una sorpresa.

—Más te vale, o si no te echaré a patadas a la calle como hice con el inútil de tu padre.

Neuval no entendió nada de lo que decían, pero intuía una relación de jefa-empleado, o de madre-hijo, por la forma de hablar y el tono que tenían. Todavía no podía verla por culpa del saco, pero aquella mujer ya causaba temor con la mirada. Tenía los ojos afilados, siempre fríos o enfadados, aunque no era más que su forma de analizarlo todo al detalle, una perfeccionista estricta, como cabría esperar de alguien que protege un negocio ilegal y muy, muy prestigioso. No tenía cejas, y tenía los labios muy finos, siempre fruncidos, como su ceño. Vestía muy elegante con chaqueta y falda, medias y zapatos de tacón grueso, para poder soportar esos kilos de más que el cinturón de piel de serpiente de su cintura apretaba un poco. Debía de tener cincuenta y tantos años, unas cuantas arrugas en la cara y unas pocas canas lo delataban, pero su cabello, liso y bien recogido en un moño alto, estaba bien cuidado.

Neuval oyó que les quitaban el saco de la cabeza a los dos primeros niños de la fila, los cuales dieron un leve sobresalto, pues todavía estaban bajo los efectos del sedante.

—Aquí tenemos a los cachorritos Pim y Gon —le explicaba Paku a la mujer—. Son hermanitos. Pim tiene 9 años y Gon tiene 11. El tonto de su padre era un pobre diablo alcohólico que nos los ha vendido por 250 míseros dólares.

—Hmm… —evaluó la mujer, agarrando las caras de ambos niños para examinarlos—. Prácticamente te los ha dado gratis, comparado con el precio por el que los alquilaremos. Están muy flacuchos, pero tienen buen cabello y dentadura. A pesar de los piojos.

—Sólo algo desnutridos, pero sin infecciones, enfermedades ni manchas feas en la piel.

—Id preparándolos —ordenó la mujer.

Neuval oyó varios pasos moviéndose por la sala. Al parecer, había más personas por ahí, vestidas con trajes de limpieza, guantes de látex y mascarillas. Se llevaron a esos dos niños a otro lado, y la jefa le quitó el saco al siguiente niño, el que Neuval tenía a su derecha. Era un chico algo más mayor, y, aun así, parecía el más asustado de todos. Neuval podía oír sus leves sollozos y ver por un hueco inferior del saco los pies descalzos y sucios de aquel chico, y cómo le temblaban las rodillas.

—¿No es muy mayor? —receló la mujer.

—Es algo alto, ma, pero apenas tiene 14 años, sigue estando por debajo de la edad límite de las preferencias de nuestros clientes. Este es “el triste Li”, así lo llaman en la barriada donde lo recogimos. Fue abandonado por su madre hace unos meses. Decían los residentes que su madre siempre le daba ya desde pequeño licor de ciruela para embriagarlo y así dejara de llorar.

—Con razón tiene estos sarpullidos en la espalda. Debe de tener el hígado enfermo.

—Nada que nuestros sanitarios no puedan arreglar con un tratamiento.

—La subasta es esta noche, Paku.

—¡Pues se le pone maquillaje, ma!

—¿Está siempre así de llorón? ¿Qué le pasa en las piernas, que le tiemblan tanto?

—Aaah, es un chico tímido y miedoso, sólo eso, ma.

—¡Y tiene dos quemaduras de cigarrillo en este brazo!

—¡Maquillaje, ma!

—Agh, está bien, da lo mismo. Es atractivo, al menos. Sí… este le va a gustar mucho al Hombre Dorado.

—¡Al señor Orlov! —discrepó Paku—. Cuanto más tímidos y con ojitos de cachorro, más le atraen.

—Sí. Por ahora estos tres irán a la subasta final. ¿Y ese diamante en bruto del que me habl-…? ¡Ogh!

Cuando la mujer soltó esa exclamación de disgusto, Neuval se dio cuenta del porqué. Por el hueco de abajo del saco que le cubría la cabeza, miró hacia los pies descalzos del chico mayor de su lado y vio que se estaba orinando encima.

—Maldita sea, qué desastre… —farfulló la mujer.

—¡Tú! ¿¡Eres tonto!? ¿¡Por qué te meas encima!? —le reprimió Paku al muchacho, y Neuval oyó que le daba un manotazo en la cabeza—. ¡A ver si con unos golpes se te quita lo tonto! —le dio otro manotazo—. ¡Vas a limpiarlo con tu lengua! ¡Tonto! —le dio otro manotazo más fuerte.

Neuval no pudo aguantarlo más, no pudo, no pudo soportar oír esos gritos vejatorios, esas bofetadas, y los sollozos del chico...

—¡Déjalo en paz! ¡Déjalo en paaaz! —rugió con todas sus fuerzas, lanzándose de cabeza contra el tipo hortera con un poderoso placaje, derribándolo al suelo—. ¡¡Déjalo en paaaz!!

Paku se dio un fuerte golpe contra el suelo, y como Neuval tenía aún las manos atadas a la espalda y el saco en la cabeza, acabó tropezando con sus piernas y cayó al lado. Pero no paró ahí. Intentó incorporarse como pudo en el suelo, y cuando logró ponerse de rodillas, echó la cabeza hacia Paku hasta encontrar su brazo y lo mordió ferozmente a pesar de que la tela del saco estaba entre medias.

—¡Aaah! ¡Diablo! —gritó Paku con furia, agarrándolo del cuello y lanzándolo a un lado.

La mujer hizo un gesto con la mano, y el mismo hombre grandote que vino al callejón y le inyectó antes el sedante a Neuval entró en la sala y levantó al niño del suelo, sujetándolo bien de los brazos sin esfuerzo alguno. El chico mayor estaba perplejo. La otra niña más pequeña, que aún tenía la cabeza cubierta por el saco, como solamente podía oír el alboroto, se mantenía muy quieta pero nerviosa.

—¿¡Para qué me traes un mocoso tan problemático, Paku!? —protestó la gruesa mujer, acercándose al niño sujetado por el hombretón, y fue a quitarle el saco—. ¡Sabes que si son demasiado agresivos, hay que…!

Fue quitarle a Neuval el saco de la cabeza y la señora se quedó muda después de dar un gran respingo. Sus ojos afilados ahora estaban como platos. Se quedó cautivada por ese rostro, por muy feroz expresión que le devolviera, y ese color de ojos y de cabello.

—Un foráneo occidental… —murmuró la mujer, entendiendo, pero no salía de su asombro—. Claro, por eso no le entendí antes cuando se puso a gritar. Válgame el cielo… ¡Este niño es hermoso! ¡Divino! —Comenzó a tocar a Neuval por todas partes, agarrando su barbilla para moverle la cabeza de un lado a otro—. Tenemos suerte de que no se haya cortado el pelo en mucho tiempo, un cabello así es muy valioso, ¡ya puedo ver al Hombre Dorado dando miles de dólares por este! No tiene ningún color de ojos, son simplemente grises claros, qué extraño… A ver los dientes… —El hombre grande ayudó a la mujer a abrirle la mandíbula al niño—. Un poco sucios, algo de esperar, pero nada que un cepillado no pueda arreglar. Le faltan un par de molares, se le han caído los molares de leche hace poco. Este niño debe de tener entre 9 y 11 años de edad. El resto de la dentadura es recta y perfecta. Y esta piel clara y suave…

—¿Qué te dije? —sonrió Paku orgulloso, frotándose todavía el brazo dolorido por el mordisco.

—Pero esto es raro, mira qué ropa más rota y sucia lleva, y en cambio este calzado es nuevo, y caro. Y ese vendaje en el brazo no ha podido hacérselo él… —caviló la mujer—. ¡Paku! —exclamó enfadada—. ¡No será un niño tutelado, ¿verdad?! ¡Eso trae problemas!

—¡No, no, ma, te lo juro! Lleva días durmiendo en el mismo callejón de donde lo hemos sacado hoy. Estaba solo. Ese calzado no lo tenía la primera vez que lo vi, seguramente lo habrá robado hace poco, pero si tiene ese vendaje ahí, probablemente eso y el calzado sean obra de un buen samaritano. No es la primera vez que encontramos niños callejeros con alguna prenda u objetos nuevos, la gente suele darles comida y cosas así por caridad.

—Hm… supongo… Además, es improbable que un extranjero viviendo en un callejón de esta ciudad esté tutelado o bajo la protección de alguien. No habla nuestro idioma, ¿verdad? No reacciona a nada de lo que decimos. ¿Cómo habrá ido a parar aquí?

—No sé mucho de eso, ma. Pero lo que importa es que estaba solo, ¡y que es una pieza única!

—Ya averiguaremos de dónde es. Este niño nos hará ricos. El único defecto que tiene es esa mala actitud, pero ya lo arreglaremos con los “caramelos de niño bueno”. Ay… —la mujer no pudo evitar soltar un suspiro lleno de satisfacción, echándole una última ojeada a Neuval.

—¿He hecho un buen trabajo, ma?

—Sí, Paku. Has hecho un buen trabajo. Mamá está contenta. Veamos la última pieza.

Cuando le descubrieron la cabeza a la última niña, Neuval dio un respingo horrorizado. Era la misma niña que conoció el otro día, a la que ayudó a conseguirse su comida.

—¡Oh! Qué rostro más dulce… —opinó la mujer, agarrando su barbilla para moverla de un lado a otro—. Es bastante bonita. Y si le quitamos esa capa de suciedad de la cara y del pelo, lo será aún más. Ahora mismo el cabello está muy enmarañado, pero es muy abundante, le quedará muy bien después del lavado. A ver la boca… Hm… Le falta un colmillo de leche, creo que debe de tener unos 8 años. ¿Habla? ¿Te ha dicho nombre, de dónde viene y esas cosas?

—En mi primer acercamiento, hablando con ella y regalándole unos dulces, dijo que se llama Song. Me contó que el verano pasado fue con sus padres a un mercado. Le dijeron que se quedara sentada en unas escaleras mientras ellos iban a comprar, pero al final nunca volvieron a por ella. Dice que se quedó dos días seguidos sentada en las escaleras esperando a sus padres, hasta que el dueño del edificio la echó de ahí con una escoba. Desde entonces ha estado en las calles.

—Debemos darles las gracias a sus papás por dejarnos en bandeja a una niñita tan bonita —dijo la mujer con tono meloso, mirando a la pequeña fijamente—. Song, si te portas bien, tendrás una vida lujosa. Te van a dar muchos regalos, dulces y manjares, juguetes y vestidos preciosos. A cambio, solamente tienes que cumplir con tu trabajo unas horas al día. Todo el mundo tiene que trabajar si quiere ganar dinero o cosas bonitas, ¿entiendes?

La pequeña la miraba muy asustada y apretaba los labios, sin decir nada.

—Asiente si lo entiendes, dulce Song —repitió la mujer, y detrás de esa voz amigable se captó un tono amenazante, apretándole las mejillas con demasiada fuerza.

Eso le hizo daño, así que la niña asintió con la cabeza rápidamente. Neuval le clavó una mirada siniestra a la mujer, conteniendo toda su ira. Pero esta, conforme con la obediencia de la niña, la soltó y echó un último vistazo a todos. El último al que se quedó observando fue a Neuval. Había algo en él, en sus fríos y hostiles ojos plateados, que realmente la cautivaban de una forma extraña.

—Eres definitivamente divino —le dijo la mujer.

—Es nuestro Duò luò tian shi —remarcó Paku.

—Sí… Lo presentaremos con ese nombre. Nuestro “ángel caído”. Ve pensando los nombres para los demás niños y zanjando los preparativos y decoraciones de la presentación, Paku. El resto, ¡a trabajar! —gritó dando una palmada, y de repente entraron en la sala más personas vestidas con trajes de limpieza, guantes y mascarillas—. En 6 horas comenzará la subasta.

En cuanto vio que esas personas con esos uniformes se acercaban a él, Neuval sintió el impulso de resistirse, agitarse, luchar contra ellos. Pero un pensamiento más sensato cruzó su mente. Era cuestión de lógica. Si se volvía a poner violento, ese corpulento hombre que todavía lo sujetaba de los brazos volvería a inyectarle sin remedio una buena dosis de calmantes, y eso le imposibilitaría hacer absolutamente nada, incluido el pensar. Y lo primero que necesitaba era pensar.

Neuval tenía un objetivo: escapar de ese lugar. Para llegar hasta esa meta, lo primero de todo era tener la mente despejada y ágil, y después, tener manos y piernas libres. A partir de ahí, había que cruzar una serie de obstáculos que no eran iguales entre sí, y no lo iba a conseguir a base de cabezazos con todos ellos. Cada obstáculo tenía un modo distinto de ser sorteado. En esto Neuval decidió fijarse de la forma más analizadora y pacífica posible cuando lo sacaron de esa sala y le hicieron recorrer aquel pasillo blanco, que parecía de un hospital, hacia otra sala. Allí había personas, unas expertas en controlar a agitadores, pero otras no tan expertas en eso; había salas y puertas, algunas con un cierre normal y otras con una llave especial; y había cien momentos inoportunos y solamente uno oportuno que Neuval tenía que saber hallar sin error, porque no habría una segunda oportunidad.

Ahora, detalles a tener en cuenta: cruzar una puerta bien podría dirigirlo a una salida como a un lugar peor; a los otros niños los habían llevado a otras salas distintas de ese mismo pasillo; y todavía tenía la navaja enganchada bajo su pelo y unas cuantas cerillas metidas en los pliegues de la venda de su brazo. Neuval aún no sabía cuáles eran las intenciones de esa gente y ese lugar, pero teniendo en cuenta cómo los habían tratado antes, procurando no golpearlos fuerte y la mujer analizando tanto el aspecto físico, estaba seguro de que, o bien les iban a extirpar los órganos, o bien los iban a vender como esclavos de algún tipo.

Había también un problema. Una complicación, más bien. Neuval iba a ser incapaz de no ayudar a los otros niños. No iba a salir de allí si no era con ellos. No es que se tratara de una obligación moral, ni de hacerse el héroe, ni de un recurso para escapar de allí con más facilidad –de hecho, haría aún más complicada su oportunidad de salvarse a sí mismo–. Se trataba de un dogma que había acompañado a Neuval toda su vida, incluso antes de convertirse en iris. Intentar escapar de allí sin intentar ayudar a los otros niños no era una opción a elegir. Esta idea nunca se le pasaría por la cabeza de manera natural. Y eso lo tenía arraigado en su alma desde que nació. No siempre había tenido éxito ayudando a otros en situaciones viles e injustas como esta, pero jamás había fallado en intentarlo.

“Tú y yo somos así porque mamá también era así”. Recordó de repente esas palabras de su hermana. Se las dijo hace mucho tiempo, y la verdad es que nunca las entendió. Porque Lilian, su madre, desde luego jamás había ayudado a nadie ni sido una buena persona con nadie. Además, Monique siempre decía “era”. Entonces Neuval se preguntaba si Lilian, antes de ser una persona horrible, era diferente. No obstante, por alguna extraña razón, una recóndita parte de Neuval sentía que su hermana se refería a otra persona.

Justo antes de que lo metieran en una de las habitaciones del pasillo, alcanzó a ver al final de este, al fondo, un marco grande en la pared que contenía el amplio dibujo de los planos del lugar. Eso era lo que estaba esperando encontrar antes de poder hacer cualquier otra cosa, y tuvo suerte de verlo allí, pero no tanta por la distancia, porque estaba demasiado lejos como para distinguir sus detalles. Reprimió el impulso de soltarse del tipo grande y echar a correr hacia allí, porque se arriesgaba a darle al hombretón un motivo para volver a sedarlo.

La habitación en la que este lo metió era una estancia pequeña, individual, de blancas paredes y suelo, sin ventanas, pero con buenos conductos de ventilación. En el centro, había una camilla acolchada con plástico y con correas sueltas colgando por los bordes. Por las paredes había instalaciones propias para hacer algún tipo de limpieza, como un lavadero ancho con varios botes de jabón y de otras sustancias, estanterías con más utensilios como tijeras, peines, cepillos, esponjas… toallas enrolladas, batas dobladas…

Neuval seguía respirando muy nervioso mientras veía todas esas cosas y se hacía mil conjeturas. Que la camilla tuviera un acolchamiento plastificado ya era mala señal, significaba que no querían que se manchase… ¿de sangre, tal vez? Pero tampoco tenía mucho sentido que estuviera acolchada, porque si era para extirparles los órganos, lo más lógico era hacerlo sobre una camilla que fuera una bandeja con drenaje propio. Pero ¿y esa especie de pequeño lavadero que estaba junto a uno de los extremos de la camilla? Era de acero, anclado al suelo, del que se elevaba hasta la altura de la camilla y terminaba en un pequeño lavabo redondo con desagüe. ¿Sería ahí donde colocarían su hígado o algo así?

Cuando se asustó de verdad fue cuando vio cerca de la camilla una bombona conectada a un tubo con una mascarilla. ¿Le harían inhalar eso, sería el gas que lo mataría pacíficamente, para no alterar la salud de sus órganos? Opciones, opciones… se decía a sí mismo una y otra vez, mientras el tipo grande lo tomaba en brazos y lo sentaba sobre la camilla, sin dejar de sujetarle los brazos con fuerza para impedirle cualquier intento de escaparse. Podía contener la respiración y fingir dormirse o quedarse inconsciente, pero si esperaban que muriera, los latidos a mil por hora de su corazón lo delatarían y le suministrarían algo más potente o peor.

¿Y si no esperaban matarlo, sino dejarlo dormido para hacerle otra cosa? Lo de fingir podría funcionar, pero tampoco podía cometer el error de subestimar a esta gente, que seguramente llevaba haciendo esto durante años con cientos de niños. El tipo grande, desde luego, parecía tener la orden de no quitarle el ojo de encima hasta que ya no tuviera opción alguna de rebelarse, y probablemente él, así como la mujer con traje de limpieza que entró en la habitación ahora, sabían diferenciar cuándo un niño con la mascarilla de gas puesta lo estaba respirando o no. La mascarilla siempre se empañaba con el más mínimo aliento. Si no lo veían, sabrían que no lo estaba respirando, y tal vez el hombre recurriese a la jeringuilla.

Se estaba quedando sin opciones. ¿Cómo escapar de respirar un gas letal o de otro tipo, vigilado por ese tipo tan grande y la otra profesional, quienes seguramente usarían algo peor si no obtenían el resultado esperado? No paraba de repetirse lo de contener la respiración, pero es que sabía que eso en realidad no iba a servir de nada, si acaso para empeorarse la situación a sí mismo.

No sabía qué hacer… no sabía… El tipo grande lo obligó a tumbarse sobre la camilla y a Neuval le cegó un poco el potente foco de luz que tenía justo arriba en el techo. También, notó que la navaja plegada y enganchada a su nuca bajo su cabello se le clavaba un poco al apoyar la cabeza sobre ella. Por suerte, el tipo grande no acercó la mano por ahí. La mujer con el traje de limpieza, con sus guantes de látex, con la boca tapada por una mascarilla y el pelo recogido dentro de un gorro de plástico, ya se acercó a él por un lado con la máscara de gas en funcionamiento. El tipo grande dejó de sujetarlo y se quedó ahí al lado cruzado de brazos y observándolo fijamente con clara advertencia. Neuval no se atrevió a moverse por eso. Pero no pudo evitar girar la cabeza y mirar a los lados, buscando más detalles, más pistas, lo que fuese.

Entonces, miró hacia la bombona de gas. Tenía letras chinas pintadas y algunas pegatinas. Una de ellas mostraba el dibujo de una llama tachada con un aspa. Y luego alcanzó a ver que en otra parte ponía en inglés, con letras occidentales, nitrous oxide. En una fracción de segundo, su mente lo llevó a un recuerdo, al recuerdo exacto de cuando estaba curioseando las enciclopedias de la biblioteca de su colegio en París, hace 3 años, 2 meses, 9 días y 8 horas, cogió la número 8, y al llegar a la página 115 leyó uno de los términos en francés: oxyde nitreux. Era lo mismo. Según la enciclopedia, era el gas más común empleado para anestesiar a los pacientes. No era inflamable, ni tóxico.

¡Anestesia! De todo el miedo que le pesaba sobre los huesos, Neuval notó que se le iba un tercio. Que no fuera un gas letal era algo positivo dentro de toda aquella pesadilla. Y eso venía acompañado por la casi indiscutible probabilidad de que extirparle los órganos no era el objetivo de esa gente.

No obstante, ¿qué le iban a hacer entonces mientras estaba dormido? El tipo grande se enfadó por ver que se había movido. Lo obligó a volver a girar la cabeza y a mirar hacia el techo, y con la otra mano agarró una de las correas y se la enseñó. Neuval no sabía si ese tipo era mudo de verdad, o quizá sabía que hablarle a él no servía de nada porque no entendía el idioma, pero le dejó bien claro que, si volvía a moverse lo más mínimo, sería cuando lo atarían con las correas. A Neuval no le convenía eso, sería un obstáculo más.

Ya no le dio tiempo a pensar más cosas, porque la mujer ya le puso la mascarilla en la cara. No tenía más remedio. Si tenía que quedarse dormido, al menos eso significaba que volvería a despertar en algún momento. Además, no podía controlar el miedo y los nervios, así que tampoco podía controlar sus latidos y su respiración acelerada. Estuvo respirando ese gas unos segundos. Era agradable. Procuró mantener los ojos bien abiertos y mirando al techo, porque quería ser consciente de hasta cuándo le empezaría a hacer efecto. Pasaron casi dos minutos y seguía mirando al techo. ¿Cuándo empezaría a tener la visión borrosa, o a cerrársele los ojos? ¿Cuánto tiempo tardaba esa cosa? No sólo Neuval estaba impaciente, la mujer expresó un gesto confuso y una queja. Le pidió al tipo grande que girara un poco más la rueda de la bombona para aumentar la cantidad, y este lo hizo.

Neuval notó ese aumento de óxido nitroso metiéndose por su nariz y su boca. Siguió esperando. Incluso deseó que le hiciera efecto de una vez, porque esta espera era horrible. Pero pasó otro minuto, y seguía sintiéndose plenamente consciente y despejado.

Entonces se dio cuenta de algo. ¿Y si gracias a ese iris o como se llamase que tenía desarrollado en su mente y en su cuerpo, era inmune a este tipo de cosas? Debía de ser eso, ¡seguro! Por eso, volvió a pensar rápido. Fingir que se quedaba dormido ahora sí que era la opción estrella. Ellos ya no dudarían, porque lo estaban viendo respirar claramente ese gas. Así que lo hizo. Fingió que los ojos se le iban cerrando hasta que los dejó cerrados y aminoró su respiración a una mucho más calmada.

Funcionó. Oyó que la mujer daba un suspiro conforme y notó cómo le quitaba ya la máscara de la cara. Agudizó el oído. Escuchó el sonido de los pasos del tipo grande, de sus botas pesadas, saliendo por fin de la sala, marchándose. Neuval se quedó solo con esa mujer en la habitación. Ahora le tocaba esperar, a ver qué ocurría. La mujer comenzó a desatarle el calzado. Le quitó las zapatillas nuevas y los calcetines. Eso le dio rabia. Eran el regalo de Lao. Después, hizo un gran esfuerzo por no reaccionar en absoluto cuando ella comenzó quitarle los pantalones y la ropa interior. La camiseta, como ya estaba andrajosa e iba a ser complicado quitársela a un cuerpo dormido, la mujer la cortó con unas tijeras. Neuval notó el frío metal de estas deslizándose sobre su vientre hasta el cuello.

Después de haberlo dejado totalmente desnudo, la mujer le fue palpando los dedos de los pies, los tobillos, las rodillas, los dedos las manos, las muñecas y los codos, como comprobando que todas las articulaciones estaban bien, sin esguinces, torceduras ni roturas. Acto seguido, se fue al lavadero de allá en la pared y dejó el grifo abierto para que se fuera llenando de agua. Neuval entreabrió un ojo con cuidado para poder verla. Ella cogió uno de los botes grandes de jabón, y lo agitó un poco, descubriendo que estaba demasiado ligero. Al ponerlo bocabajo y comprobar que no caía nada de jabón líquido, que estaba vacío, lanzó el bote directamente a un cubo de basura junto al lavadero con desgana.

Entonces, Neuval la vio salir de la sala. Lo dejó solo. ¿Por cuánto tiempo? Seguramente había ido a conseguir otro bote de jabón y no tardaría mucho. Tenía que hacerlo, tenía que aprovecharlo. A Neuval volvió a latirle el corazón con fuerza cuando, sin pensarlo una tercera vez, se incorporó sobre la camilla y se bajó de un salto. Caminó sigiloso hasta la puerta y se asomó al pasillo con cautela, mientras se abrazaba a sí mismo, pues hacia algo de frío ahí y él estaba completamente desnudo. El pasillo estaba vacío, así que corrió a toda prisa hasta el final, solamente para verlo, el enorme cuadro con los planos de todo aquel lugar. Tan sólo lo miró durante dos segundos, suficiente para memorizarlo por completo, y regresó velozmente a su habitación.

Sin perder tiempo, se desenganchó la navaja plegable del pelo, miró por la habitación y decidió ocultarla debajo de la estantería metálica, que tenía una pequeña rendija por debajo. Hizo lo mismo con las cerillas que había escondido por los pliegues de su vendaje del brazo. Por un instante, miró una de las cerillas, y luego la bombona de óxido nitroso, pensativo. Pero frunció los labios con algo de decepción, ya que esa pegatina de la llama tachada le estaba informando de que no era un gas inflamable. Así que no sabía en qué le serían útiles las cerillas, pero las escondió ahí bajo la estantería de todas formas, por si acaso. También, captó por el rabillo del ojo ese imperdible atado a su vendaje. Tampoco sabía para qué podría usarlo, pero, igualmente, por si acaso, se lo quitó y lo escondió con lo demás.

Ya había arriesgado bastante, por lo que regresó rápidamente a tumbarse sobre la camilla, mientras se mantenía el vendaje atado metiendo simplemente el extremo por dentro de un pliegue. Cerró los ojos. Sólo unos segundos más tarde, volvió la mujer, con un nuevo bote de jabón. Fue directamente a cerrar el grifo del lavadero, donde vertió algo de jabón y empapó una esponja. Se giró hacia su “paciente” y comenzó frotarle la esponja jabonosa por todo el cuerpo. Neuval jamás se había sentido más incómodo y violentado. Era aún más difícil porque tenía que fingir ser un simple pelele. Pero era mejor eso a que le extirpasen los órganos.

Al darle la vuelta sobre la camilla y ponerlo bocabajo, fue cuando la mujer le quitó la venda y la gasa del brazo con cuidado, y con el mismo cuidado examinó la herida de su brazo, esperando encontrar alguna lesión delicada. Sin embargo, vio que ya estaba totalmente cicatrizada, así que se deshizo de la venda y de la gasa. Si le dijeran que esa herida se la había hecho apenas cuatro días atrás, no se lo creería.

Y así, continuó lavando su cuerpo entero, pero entero literalmente. Uñas, ombligo, rincones incómodos, oídos, dientes… Con instrumental sofisticado de manicura y pedicura, no escatimó en dejarle las uñas de pies y manos impecables y arregladas. Neuval nunca pensó que el hecho de que alguien lo aseara de esa manera fuese a ser similar a una tortura.

Descubrió que el pequeño lavabo que había junto a la camilla, que pensó que era donde pondrían su hígado, era en realidad para lavarle el pelo. Al menos, eso fue lo menos desagradable de todo. Se lo lavaron como si estuviera en la peluquería. Agua tibia, champú, suavizante con agradable perfume, frotando con masaje y todo… alguna que otra caricia, cepillado delicado… La verdad es que Neuval juraría que esa mujer estaba disfrutando de lavar su preciosa melena.

Tras un rato secándose entero bajo aquel potente foco de luz del techo que le traspasaba los párpados, la mujer comenzó a vestirlo, pero él no lograba entender qué tipo de prendas le estaba poniendo; no eran las convencionales, desde luego. Después de eso, la mujer lo ató a la camilla con las correas, una por el pecho, otra por las rodillas y otras cuatro en muñecas y tobillos. A continuación, desenganchó la camilla de algún tipo de soporte y, como tenía ruedas, la sacó de la sala.

Neuval maldijo por lo bajo, porque habían abandonado la sala donde tenía escondidas sus cosas, y las zapatillas que Lao le había regalado también. No podía arriesgarse a abrir los ojos para ver hacia dónde lo estaban llevando ahora, o descubrirían que estaba fingiendo. Pero memorizó los movimientos de la camilla, los giros, el número de bombillas del techo cuya luz notaba a través de los párpados pasando de largo. Al final, notó que entraban en otra sala, de una luz más tenue, y de un aire más cálido. Oyó unos ruidos e intuyó que lo estaban metiendo dentro de algún sitio con la camilla. La mujer le quitó las correas y después salió, y se oyó el ruido de unas llaves y una cerradura. Después, pasos alejándose, hasta que reinó el silencio.

Neuval entreabrió un ojo con cuidado. Y luego abrió ambos, viendo que ya no había adultos por ahí. Se aseguró una última vez, y entonces se incorporó sobre la camilla rápidamente, observando su alrededor. Se puso nervioso otra vez. Lo habían metido en una celda que era como un cubículo o una cabina de cristal, armada con carpinterías de metal oxidado. La puerta, también de cristal, tenía una cerradura de hierro, y arriba unos agujeros para que pasara el aire. Neuval vio en una esquina del suelo de cemento de su celda un agujero redondo, bajo el cual corría una tubería con un riachuelo de agua. Supuso que eso era un retrete.

La celda era como de dos metros de largo y uno y medio de ancho, y con la camilla apenas tenía espacio para dar dos pasos, y estaba adosada a más cabinas, todas en fila, ocupando tres de las cuatro paredes de aquella nave que parecía un antiguo almacén, con tragaluces encima, donde ya no pasaba la luz del sol porque estaba anocheciendo, por lo que sólo tenía la tenue luz de unas luces amarillentas en el techo.

Al ser la cabina de cristal, podía ver el exterior, toda aquella estancia y lo que había en ella. Se quedó horripilado al descubrir que había unas 24 cabinas, aunque sólo diez de ellas estaban ocupadas contando con él y su grupo. Había niños y niñas. Neuval no quería imaginar si alguna vez habían llegado a llenar las 24 celdas. Algunos seguían dormidos sobre las camillas, otros se estaban despertando poco a poco o ya estaban despiertos como él, sentados sobre las camillas encogidos de miedo, o golpeando la puerta suplicando salir y llorando.

Neuval localizó a los dos niños hermanos de antes, Pim y Gon, unas celdas más allá, cada uno en una, agazapados juntos con el cristal que los separaba entre medias. El chico mayor, al que le decían “el triste Li”, estaba en otra de más allá empezando a despertarse. Todos estaban impecables, aseados, y vestidos con prendas algo raras. Neuval se miró a sí mismo y vio que vestía igual que ellos. Les habían puesto una especie de chaqueta de seda azul celeste ligera, sin mangas, atada con una cinta dorada, y les habían atado desde la cintura lo que parecía una falda o taparrabos de dos piezas de tela blanca que caían hasta las rodillas por delante y por detrás. En los pies, llevaban unos calcetines blancos hasta por encima del tobillo, muy parecidos a los tabi japoneses, y tenían cosida una fina suela de esparto. Eso era todo.

Neuval oyó unos golpetazos tras él. Al darse la vuelta, vio que en la celda que tenía ahí al otro lado estaba la niña que conoció días atrás, Song. Estaba llamándolo, golpeando el cristal con sus manos. Tan aseada y con el pelo mucho menos enmarañado, parecía otra, pero Neuval la reconoció.

—¡Song! —dijo su nombre, recordando que los adultos de antes lo habían mencionado.

Ella le sonreía con lágrimas en los ojos, parecía muy feliz de verlo ahí junto a ella y asintió enérgicamente, aliviada de que la reconociera. Le dijo algo, pero Neuval no pudo entenderla. Ella se dio cuenta de que seguía sin comprender su idioma y no dijo nada más, pero siguió sonriéndole, lo miraba como si posase toda su esperanza en él, otra vez, igual que cuando Neuval no sólo la ayudó a conseguir comida, sino que también le enseñó cómo conseguirla por sí misma. Veía en él, de nuevo, a su salvador, su guía, y esto él lo sabía.

—Intentaré sacarnos a todos de aquí, Song —le dijo Neuval—. No te preocupes, no te dejaré atrás. Aunque nos separen, te buscaré. Y a los demás también. ¿Vale? Pero hasta entonces debes evitar crear problemas.

Ella negó un poco con la cabeza, indicándole que no le entendía. No era la primera vez que esto le pasaba. De hecho, en su larga travesía por Turquía meses atrás, se cruzó con el mismo camino de éxodo de una niña turca muy peculiar, que tenía el cabello blanco y la piel morena pero con manchas más claras, una niña con vitíligo que también se encontraba huyendo de su país, y compartieron su viaje durante muchos días a pesar de que hablaban idiomas totalmente diferentes. Allí, aprendió que un simple gesto podía comunicar muy bien las cosas importantes. Así que posó la palma de la mano contra el cristal y miró a Song a los ojos fijamente. Ella lo entendió. También posó la mano donde él y asintió con la cabeza.

Al poco rato, entraron un par de empleadas con uniforme de cocina llevando dos carritos con varias bandejas con comida. Tras ellas, entró aquella mujer, la del moño y ojos afilados, la que llevaba el cotarro de todo aquel infame negocio, acompañada por los gemelos de antes, los mismos que raptaron a Neuval en el callejón junto al tipo grande y al tipo hortera. Uno de ellos sonreía bienhumorado, jugando con una navaja de mariposa en su mano, y el otro, más serio y con la nariz cubierta por una gasa debido al rodillazo que Neuval le dio antes, iba más desganado y con las manos en los bolsillos.

Mientras aquellas empleadas iban abriendo las pequeñas ranuras con bisagra que había bajo cada puerta de las celdas ocupadas para pasar las bandejas con comida al interior, la jefa se puso en el centro de la sala a la vista de todos los niños, con las manos cogidas por detrás de la espalda y postura autoritaria y satisfecha. La cosa marchaba. Pero, a juzgar por un pequeño brillo de curiosidad en sus ojos, parecía estar buscando expresamente al diamante en bruto. Cuando lo vio ahí en una de las celdas de delante, se la vio respirar profundamente como si quisiera contener, de nuevo, la emoción que le produjo verlo ahora, con esas prendas ligeras y el cabello y el cuerpo limpio. Neuval se quedó de pie frente a la puerta de cristal, devolviéndole a ella una mirada siniestra y llena de odio.

—Me da escalofríos… pero es demasiado bello como para no mirar —se dijo la mujer.

—Tranquila, jefa, a ese diablo lo mantenemos a raya mi hermano y yo —dijo uno de los gemelos, y apuntó con su navaja hacia Neuval como clara señal de advertencia.

Neuval sabía que tenían una mayor atención puesta sobre él por culpa de sus reacciones violentas de antes, y eso era un poco inconveniente. Lo mejor para él era pasar lo más desapercibido posible. Por eso, decidió hacerles creer que seguía las reglas, por ahora. Fingir que se había resignado, que les había cogido miedo.

Cuando vio a sus pies la bandeja de comida que habían metido por debajo de su puerta, se agachó y la observó con duda. Había un poco de huevos revueltos con especias, un puñado de arroz blanco, unos trozos de brócoli y de bambú hervido, y aparte, un pastelito dulce de nata con un trozo de fresa, además de un brik de zumo de manzana. Todo era muy apetecible, era comida de calidad.

Ni por todo el oro del mundo se la comería. Eso por descontado. Si había llegado a desconfiar de la comida de Lao, de la de estos miserables criminales mucho más. Cuando levantó la cabeza, vio que los demás niños, incluida Song, ya habían empezado a comérselo todo con mucha ansia. Nada como una comida rica y caliente para doblegar la voluntad de un niño hambriento. Reprimió el impulso de gritarle a Song que no se la comiera. Hacer eso le traería problemas, los gemelos estaban ahí para asegurarse de que todos se la comían, o si no, los obligarían a la fuerza.

Neuval no tuvo más remedio. Cogió su bandeja, se sentó en la camilla y la posó sobre sus piernas. Con una cuchara de plástico, comenzó comerse el arroz poco a poco. Tomó un poco de huevo, y de brócoli. Comió con calma, pacífico. Esto pareció conformar a la jefa y a los gemelos, pues al cabo de un rato se marcharon otra vez. Neuval aprovechó esos segundos en que los niños estaban solos para bajar de la camilla de un salto y empezó a tirar la comida por el agujero del suelo, para que se la llevara esa corriente de agua subterránea, vaciando también el brik de zumo. Después se metió los dedos en la garganta y vomitó lo poco que había llegado a tragar.

Cuando Li, los hermanos Pim y Gon y la pequeña Song le vieron hacer eso, se quedaron con caras muy asustadas, mirando sus bandejas de comida ya vacías, preguntándose si el extranjero había descubierto que la comida estaba envenenada y ellos habían sido demasiado tontos. Pero Neuval no pudo hacer más que mirarlos con entereza, sabiendo de antemano que iban a sufrir los efectos de algo, probablemente de más sedantes o alguna droga aturdidora. No pasa nada, se decía a sí mismo, mientras yo sea el único que mantiene la mente despejada, podré ayudarlos luego.

A los pocos minutos, Neuval empezó a ver que los demás niños estaban muy calmados, dóciles, con caras atontadas y miradas perdidas en las musarañas. Como esperaba, esa gente los quería obedientes e inofensivos. ¿Para qué, qué sería lo siguiente? ¿Los llevarían a dormir ahora? ¿Y mañana los llevarían a otro lado o les harían hacer algo? Nada más lejos de la realidad. La noche no había hecho más que empezar para ellos.»









29.
El pasado de papá (3/5)

«Al final de la mañana, después del almuerzo, los dos estuvieron comiendo un helado en el puerto, sentados sobre uno de los muelles de madera donde reposaban algunas embarcaciones vacías. Bueno, Neuval se comía un helado; Lao se tomaba a sorbos un chocolate caliente, a pesar del calor que hacía. Neuval se había quitado el calzado para meter los pies en el agua. En cambio, Lao estaba de piernas cruzadas, resguardado.

—¿No quieres meter los pies? —le preguntó Neuval—. ¡Está agradable!

—Para que sea agradable para mí, el agua debe estar muy caliente, o hirviendo.

—¿En serio? ¿No te gusta el agua templada ni fría?

—Me hace daño.

—¡No me lo creo!

—Como lo oyes. Igual que a ti el fuego te quemaría la piel, yo sufro dolor o quemaduras en contacto con el agua fría o el hielo. Sólo tolero el agua muy caliente.

—¡Eres raro de cojones!

—Esa lengua… —le reprochó Lao por milésima vez—. A lo mejor tú acabas siendo tan raro como yo. Si al final eliges el elemento del fuego.

—No sé. No creo que elija ese. Me dijiste que se suele elegir el elemento con el que te sientes más compatible. Creo que el fuego no es lo mío.

—¿Sabes o sospechas ya cuál podría ser el tuyo?

—Mmm… ni idea —se encogió de hombros, y se acomodó apoyando las manos hacia atrás y cerrando los ojos, quedándose en el más puro bienestar durante unos segundos en que sopló el viento, meciendo su cabello largo—. Me da igual qué elemento tener, sólo me interesan las cosas que puedo hacer con él.

—¿Quieres construir más puzles y rompecabezas raros usando tu futuro elemento?

—¡No! Bueno, sí. Pero no sólo eso. Me refiero a hacer más cosas.

—¿Qué más cosas te interesaría hacer?

—Quiero hacer muchas cosas. Que sean todas importantes e increíbles. Construiré cosas geniales que sean útiles para todos, que ayuden a la gente. Con el poder que obtenga, les daré su merecido a los hijos de perra que abusan o matan a los demás…

—Esa lengua.

—Protegeré y salvaré a mucha gente. Haré muchos amigos. Crearé cosas grandes. Como… ¡una gran fábrica de cohetes espaciales! Y cuando la haya creado, podrás despedirte de esa empresa en la que trabajas ahora, donde dices que no te tratan bien. ¡Te construiré una fábrica para ti solo para que hagas lo que quieras! Podemos construir cosas juntos.

—¡Hahahah! ¿Y quién de los dos sería el jefe?

—¡Yo, por supuesto! ¡Es mi fábrica!

—¡Hahah! Claro, claro.

—Pero no te preocupes, te encantará tenerme de jefe, porque yo te trataría como de verdad mereces y como el genio que en verdad eres.

—Oh… guau… Eso estaría muy bien —se rio el hombre, siguiéndole la corriente en sus fantasías, pero le conmovían sus palabras y el hecho de que le incluyera a él en sus planes del futuro.

Parecía mentira, pensaba Lao, que hace apenas cuatro días ese niño ya estaba pensando en suicidarse y ahora sólo hablase sin parar de sus ilusiones, objetivos, sueños y deseos del futuro.

—¿Y querrás también crear una familia? —sonrió Lao—. Sólo te falta eso, ya que pretendes crear todo lo demás que hay en el mundo.

—¡Oh, no, ni hablar! Yo jamás, jamás, jamás me voy a casar. Y jamás, jamás, jamás tendré hijos.

—¿Y eso?

—Porque seguro que acabaré arruinándoles la vida. Seré un padre horrible, igual que Jean, ¡y no quiero!

—Neu… —le sorprendió oírle decir algo así—. No eres como Jean. No tienes por qué ser como él.

El niño se encogió de hombros y no dijo nada, porque no quería discutir con él de eso. Pero realmente estaba convencido de ello. De que su sangre estaba maldita como la de Jean.

—Oye, ¡ya son las dos! —dijo el muchacho al ver la hora en el reloj que Lao tenía en la muñeca—. Se te va a hacer tarde. Deberías ir ya con tu familia a pasar la tarde.

—Se me hace duro dejarte solo, Neuval.

—No te preocupes. Estaré en mi callejón, seguro y a salvo. No necesitaré salir, porque estaré el resto del día entretenido con los cuadernos de kanjis que me has traído.

—¿Tú crees que no acabarás hartándote de ellos enseguida? Aprender a escribir los kanjis chinos es realmente complicado y pesado. ¿De verdad te interesa aprender chino? Yo puedo seguir siendo tu traductor.

—¿Por qué no? Hablar idiomas es útil. Y si voy a estar más tiempo viviendo aquí, necesitaré aprender el idioma de aquí, al menos lo básico. Es difícil sobrevivir en un país donde no entiendes lo que dice la gente y lo que pone en los carteles. Además, no me costará mucho. Ya he visto que aprender idiomas es fácil.

—Aprender un nuevo idioma nunca es fácil. ¿Sabes hablar alguno aparte del francés?

—¡Sí! Sé hablar perfectamente inglés, polaco, ucraniano y turco… —fue enumerando con los dedos—. Sé hablar más o menos el alemán… Algo de hindi y un poquito de urdu. Los aprendí durante mi estancia en esos otros países. Me quedé en algunos más tiempo que en otros. Por ejemplo, me quedé un mes entero en Polonia, y mes y medio en Turquía, me dio tiempo a aprender los idiomas de allí por completo.

Lao volvía a tener esa misma mueca torcida que se le quedó cuando Neuval le dijo que se había leído en una hora tres libros gordísimos y le mostró el supercubo de Rubik y la caja puzle ampliada.

—Neuval… ¿tú solías ir al colegio en Francia?

—Eh… a veces. Al principio sí, cuando era más pequeño. Pero en los últimos dos años cada vez menos.

—¿No te gustaba?

—Me moría del aburrimiento.

—¡Hahaha…! —se echó a reír, y el niño lo miró confuso—. Ya me lo imagino. Pues, ¿sabes qué? Ya que usas tanto el cerebro, necesitarás darle el combustible suficiente —se echó su mochila por delante y la abrió, y sacó una bolsa de plástico con dos bultos—. Te he traído esto, para que lo meriendes por la tarde mientras estudias.

—¿Qué son? —se entusiasmó el niño, cogiendo la bolsa y mirando por dentro, y dio un enorme respingo—. ¿¡Melocotones!?

—No sólo melocotones, ¡sino los mejores melocotones del mundo! —presumió Lao—. Estos en concreto se cultivan en Japón, y son los más dulces del mundo. Tengo un amigo japonés que siempre me trae unos cuantos cuando viene a visitarme aquí.

—¿Un amigo?

—Mi mejor amigo, más bien —sonrió contento—. Se llama Hideki Saehara. También es un iris, de hecho, es mi Líder, pertenezco a su grupo. Y su mujer, Emiliya, también. Algún día te los presentaré, pues son los dos iris más extraordinarios del mundo. —De repente Lao se dio cuenta de que Neuval estaba muy callado mirando los melocotones, con una cara muy afligida—. Oh… ¿Estás bien? ¿No te gustan los melocotones, quizá?

El niño apartó la mirada a un lado un momento y se secó los ojos con disimulo. Había recordado algo extraño. Cuando era mucho más pequeño, su hermana solía hacerle zumos de melocotón, incluso pasteles deliciosos. Pero un día, de repente, Jean les prohibió comer esta fruta. Era la favorita de Neuval, y había pasado unos cuatro años sin probarla desde que su padre se lo prohibió sin dar motivo alguno.

—Es mi fruta preferida —le respondió el niño finalmente, mirándolo con una gran sonrisa—. Gracias.

Lao no dijo nada, pero percibió perfectamente con su astucia de iris que este fruto le había evocado al muchacho algún recuerdo triste, y también, que observaba esos dos melocotones como si fueran dos tesoros.

—Adelante, prueba uno.

Neuval lo miró con duda, pero como Lao le dio permiso, no pudo contener las ganas y cogió uno de esos suaves, blandos y jugosos melocotones. Eran de un color algo diferente a los melocotones que él conocía del otro lado del mundo. Cuando lo mordió y el increíble dulzor del jugo bañó sus papilas, sucedió algo extraño que sobresaltó a Lao por un momento. Las pupilas en los ojos grises del niño se dilataron al máximo por un segundo y Lao sintió un escalofrío terrorífico por toda su piel. Fue una sensación muy rara, pero el hongkonés pensó que sólo eran imaginaciones suyas.

Neuval, con ese gran trozo de melocotón en la boca y las mejillas abultadas, miró al hombre con enormes ojos llorosos de cachorrito.

—¡Hahah! ¡Sabía que te encantaría! —se rio Lao al ver su cara.

—Es… —tragó—. Guau… ¡Es lo más delicioso que he probado! —No se pudo resistir y se lo comió entero en dos segundos, y en vez de tirar el hueso, lo guardó en la bolsa—. Dejaré el otro para la tarde, mientras estudio. ¡Deben de ser muy caros! ¿Cómo puedo pagártelos?

—No volviendo a hacerme esa pregunta nunca más, ¡qué pesadilla! —le dio un empujón en el hombro, pero no calculó su fuerza sobrehumana y Neuval rodó dos veces por el suelo—. Uy…

—Hahah… —se rio—. Espero que tu amigo japonés te traiga más.

—Neuval —Lao se puso en pie y ayudó al niño a lo mismo, el cual comenzó a ponerse de nuevo las zapatillas—. ¿Qué tal si… te vienes tú también?

—¿Eh? ¿A dónde?

—A pasar con nosotros la tarde. No te voy a mentir. Lo cierto es que Sai tiene muchas ganas de conocerte. Y Ming Jie también.

A Neuval se le borró la sonrisa. Dejó de atarse las zapatillas y se quedó muy callado, mirando a otra parte.

—No creo que sea nada incómodo para ti —insistió Lao—. Vamos a ir al centro comercial. Ming Jie quiere comprarle ropa nueva a Sai para el invierno que viene, toda la ropa que tiene ahora le queda algo pequeña, como esa sudadera que te di, ya que Sai no para de crecer… —se rio—. Ha salido a mí. A Ming Jie le gustará comprarte ropa a ti también. Puede ser divertido, podéis probaros muchas cosas. Y Sai… es un chico muy amable. Aunque su francés no es muy bueno y no podáis entenderos, él sólo querrá ayudarte y jugar contigo. Y después, puedes regresar a tu callejón a dormir… o… en vez de dormir en el callejón, podrías…

En ese instante Neuval se puso en pie de golpe y Lao se calló. El niño sabía lo que él había estado a punto de proponerle, pero no quiso escucharlo. Miraba al suelo, y volvió a hacer eso de retorcerse la camiseta, como solía hacer cuando se sentía incómodo o tenso. Pero Lao vio algo más. Había miedo en sus ojos. ¿De qué tenía miedo?

—Me voy a mi callejón a estudiar un poco de kanjis —le dijo, levantando la mirada hacia él por fin—. Estoy un poco cansado. Creo que… sólo necesito estar tranquilo.

Lao dejó caer los hombros, con un discreto suspiro de desilusión. Llevaba ya un tiempo planteándose cómo decírselo, cómo proponerle ese cambio de vida que deseaba para él, porque ya conocía a ese niño lo suficiente para saber que tenía un grave problema a la hora de estrechar lazos con la gente, especialmente si era el tipo de lazo que Lao estaba cultivando con él. Para Neuval era muy difícil porque obviamente estaba viendo en Lao una figura paternal que jamás en su vida se habría imaginado que existía, y cuando este además le hablaba de su familia, Neuval reprimía un nudo en su interior.

Era un niño traumatizado que lo había perdido todo, las muy escasas cosas que tenía, y había presenciado una terrible tragedia que lo acompañaría en sus recuerdos el resto de su vida, y se haría mucho más pesado de llevar conforme pasase el tiempo sin entrenar y sanar su iris.

Lao todavía le estaba dando tiempo para que se decidiera, al menos, si quería ir al Monte a hacer el entrenamiento, pero eso era para solucionar una parte del problema. Mientras tanto, había otro problema. Ese niño estaba solo, desprotegido y malviviendo. Lao no podía soportar más verlo viviendo en la calle. Quería darle algo mejor. Quería darle una vida de verdad. Quería darle el mundo entero.

—Bueno. ¿Quieres que te acom-…?

—N-no hace falta —respondió el muchacho enseguida, tímido—. Puedo ir solo. No me pasará nada, está cerca de aquí. Iré directo, no te preocupes.

Un poco resignado, Lao terminó sonriéndole tranquilamente y le revolvió el pelo.

—Mm… ¿vendrás mañana? —le preguntó el niño.

—Claro que sí. Te traeré el desayuno. Practicaremos algo de chino, a ver si de verdad has aprendido algo.

Neuval por fin asomó una pequeña sonrisa y asintió con la cabeza, más calmado. Se despidió de él y se fue corriendo de allí con su bolsa con el melocotón, de regreso al callejón. Lao volvió a suspirar.


La tarde transcurrió con normalidad. Neuval estuvo en su callejón, en su cartón, leyendo los cuadernos que Lao le había dejado, que eran sus antiguos apuntes de cuando él estudiaba francés en la universidad, y a Neuval le servían, pero a la inversa. Estaba tumbado bocabajo, apoyado en sus codos, con un cuaderno delante apoyado en un gato ahí echando la siesta, y tenía otro gato sentado encima de su espalda lamiéndose las patas, tan tranquilo.

En un par de horas, ya había memorizado unos 640 kanjis y practicó su escritura. Pero había algo que no se le iba de la cabeza y no le dejaba concentrarse. Le carcomía por dentro. Así que, en un determinado momento, dejó el lápiz sobre el cuaderno y se puso en pie. El gato se quejó con un maullido al caer a un lado. Miró hacia la salida del callejón, mientras se llevaba una mano al bolsillo del pantalón para asegurarse de que llevaba ahí la navaja, y salió hacia las calles.

El centro comercial que Lao le había mencionado antes estaba cerca del puerto. Neuval fue allí, pero con la discreción propia de un felino, o de una sombra, ocultándose en rincones y recovecos, mirando por todas partes, hasta que, después de largo rato, divisó a Lao. Neuval estaba escondido detrás de una columna, y al otro lado de la plaza central, junto a unas escaleras que subían a la segunda planta del centro, estaba Lao junto a una mujer, más menuda que él, de largo cabello negro y muy liso y brillante, y entre ellos había un niño, moreno, quizá un poco más alto y con una espalda algo más ancha que Neuval.

El niño estaba de espaldas y no podía verle la cara, pero observaba cómo Lao y su mujer estaban hablando sobre un top de tirantes, rosa pálido y con volantes muy bonito que al parecer Ming Jie se había comprado, y Lao bromeaba, poniéndoselo sobre el pecho para preguntarles qué tal le quedaría, y eso que el top sólo le cubría la mitad de la anchura de su tronco. Su mujer e hijo se reían sin parar y ella volvió a guardar el top en la bolsa para que su marido no acabara rompiéndolo.

Neuval los miró con tristeza. Parecían buena gente de verdad. Eran una familia normal, buena y feliz. ¿Cómo iba un niño como él, un desastre, violento, problemático y miserable despojo como él, perturbar la felicidad y la tranquilidad de esa familia? ¿Qué derecho tenía él de manchar sus vidas con su suciedad y sus defectos, con sus traumas y tragedias? Lao estaba loco sólo por sugerirle conocerlos. Y estaba mucho más loco si de verdad le rondaba por la cabeza la idea de que Neuval viviese con ellos. No. Eso era imposible.

Decidió no pensar más en ello y regresar a su callejón para seguir repasando los kanjis. Estuvo estudiando en su cartón hasta que empezó a atardecer. Su ojo izquierdo le brillaba un poco en esa penumbra y le permitía ver lo que leía sin problema. Mientras escribía en el cuaderno, le sobresaltó que de repente los gatos habituales del callejón movieron las orejas y levantaron las cabezas todos a la vez.

Cuando Neuval levantó la mirada, vio una silueta parada en la entrada del callejón. Había un hombre ahí, no muy alto, delgado. En cuanto el niño se dio cuenta de que jugaba con un reloj de cadena en una de sus manos, de que llevaba una nueva camisa hortera con estampado de cebra y el tatuaje de una serpiente en un lado de su cabeza rapada, lo recordó al instante. Era el mismo tipo que vio el otro día por las calles y que le dio mala espina, el mismo que estuvo sin quitarle el ojo de encima y Neuval por eso procuró alejarse de él.

Con los cinco sentidos en alerta y con mucha precaución, Neuval fue acercando la mano al bolsillo de su pantalón donde guardaba la navaja, mientras se levantaba del cartón muy despacio. Podía enfrentarse a él de sobra, ya se había enfrentado a adultos más altos y menos escuálidos que ese en otros países. Sin embargo, pasó lo que más se temía, y es que junto al tipo hortera aparecieron tres hombres más.

Neuval observó de inmediato el mayor número de detalles posible en ellos. Uno de ellos, el más grande y fuerte, con el cabello largo y recogido en una coleta, llevaba un frasco de cristal en una mano y un pequeño pañuelo en la otra. Los otros dos eran bajitos y muy parecidos, probablemente gemelos, con el pelo de punta engominado; uno iba armado con una pistola en una funda bajo la chaqueta de cuero y una navaja en la mano, y el otro sujetaba unas cuerdas y un saco negro. El hortera tatuado y con camisa de cebra no iba armado y sólo tenía su reloj, por lo que debía de ser el jefe de los otros tres.

—¿Qué os dije? —rio el hortera, en un idioma que Neuval aún no podía entender bien—. Tarde o temprano, siempre acabo encontrando a cualquier animalito perdido por esta ciudad. Ninguno se me escapa.

—Fíjate… —se rio uno de los gemelos—. ¡Pero si parece un angelito! Qué cabellos tan bonitos. Justo del mismo color que las ramas de canela. ¿Olerá igual de bien?

—¿Eres idiota? —le reprochó su gemelo—. No sólo el cabello, ¡mira esa cara, esos ojos y esa piel! Nunca habíamos tenido uno así. ¡Pagarán una fortuna por él! Podríamos olvidarnos hasta de los otros niños. ¡Este de aquí nos va a hacer ricos él solo!

—Es sin duda un diamante en bruto que hemos tenido la suerte de encontrar, una oportunidad única en la vida —dijo el hortera—. Debe de ser extranjero. Americano, o europeo tal vez.

Neuval se sintió fatal consigo mismo, porque creyó que esto había sido culpa suya por salir del callejón esa tarde él solo y no seguir la recomendación de Lao. Quizá lo habían visto en algún momento en su pequeña excursión en solitario al centro comercial.

Supo que el peligro que acababa de aparecer en su callejón era real y superior a él. La navaja quizá le serviría para herir a alguno, pero no le ayudaría a derrotar a cuatro adultos a la vez, con más armas que él, y había más posibilidades de acabar apresado que de escapar con éxito porque podría haber más hombres con ellos. Evaluó los riesgos y las posibilidades como ya bien estaba acostumbrado a hacer desde hace años.

Tenía miedo y le latía el corazón con fuerza porque ya sabía que iba a acabar raptado por ellos sin remedio. La cuestión era qué hacer una vez lo hicieran. Necesitaba la navaja, pero ellos se la quitarían nada más descubrir que la tenía. Cuando lo capturaran, lo cachearían. Necesitaba ocultarla en algún lado del cuerpo…

Neuval tuvo dos segundos para pensar cuando esos tipos entraron en el callejón y ya se estaban acercando a él. Decidió hacerse el asustado y corrió a esconderse en el rincón de su cartón, resguardado junto a un contenedor de basura. De este modo, desapareció detrás del contenedor y del campo de visión de ellos.

La navaja que Lao le había dado era plegable, así que, lo más rápido que pudo, usó la mera ventaja de tener el cabello largo y se enganchó la navaja en el pelo debajo de la nuca como si fuera una pinza, quedando totalmente oculta y tapada por el pelo. También agarró enseguida unas cuantas cerillas de la cajita que robó hace dos días para hacer fuego y asar unos pescados, y las metió por los pliegues de la venda que todavía cubría la herida de su brazo.

Por último, sólo tuvo un segundo para mirar la bolsita de plástico donde estaba el melocotón que le quedaba. Estaba entero aún. Iba a comérselo justo antes de que aparecieran estos tipos, sin embargo, y lamentándolo mucho, vio en él otro modo de usarlo. Pero estaba metro y medio más allá, al otro lado del cartón, donde el escondite que ofrecía el contenedor ya no alcanzaba.

—¡Uuh! —exclamó uno de los gemelos, el que llevaba el saco y las cuerdas—. ¡Te encontré, angelito!

El niño se levantó a la velocidad del rayo, saltó apoyando un pie en el contenedor para coger impulso y alcanzó a darle un rodillazo en toda la cara a ese tipo, el cual cayó al suelo como un tronco. Acto seguido, logró coger el melocotón de la bolsa del suelo justo antes de que el otro gemelo lo apresara entre sus brazos, y, antes de que pudieran inmovilizarlo, lanzó el melocotón con todas sus fuerzas directamente hacia el fondo del callejón, estrellándolo contra la pared de cemento de allá, intencionalmente sobre uno de los garabatos que había rayado ayer.

—¡Uffm…! —el gemelo agredido se incorporó en el suelo, le sangraba la nariz a borbotones y tenía enrojecidos los pómulos—. Nada de angelito, ¡es un puto demonio!

—¡Hahaha! ¡Te ha dado una buena! —se burlaba su hermano mientras sujetaba al niño.

—Parece ser que es, más bien, un angelito caído —dijo el hortera, poniéndose su reloj de cadena en la barbilla, pensativo—. Sí, ya tenemos apodo para él para la presentación. Se llamará Duò luò tian shi. ¿Tanto alboroto por un melocotón? —se inclinó hacia el niño para mirarlo de cerca—. Tranquilo, ya no tendrás que preocuparte más por el hambre y la comida. Tu futuro dueño te alimentará bien. Te necesitará fuerte y sano. Ya sabes.

—Paku, no creo que te entienda una palabra, es un extranjero —le dijo el gemelo que apresaba a Neuval.

—¡Pero mira, si estaba estudiando nuestro idioma! —se rio este, poniéndose de cuclillas para echar un vistazo a los cuadernos del suelo—. Parece que la gente le ha dado bastantes limosnas a este crío. ¡Cuántos buenos samaritanos tenemos en esta ciudad! Pero nosotros somos los mejores, porque no les damos limosnas, les damos un futuro.

—Comprueba que no haya dejado ningún mensaje escrito que nos delate —le dijo el gemelo con la nariz rota.

—Nah, sólo estaba copiando algunos kanjis, son simples palabras de vocabulario… con… traducción en… —entornó los ojos forzosamente, torciendo la cara, intentando leer una de las palabras en francés—. ¿Qué coño es esto, italiano? ¿Eres italiano, mocoso? —le preguntó, pero Neuval no le entendió y se quedó callado mirándolo con fiereza.

—No entiende ni papa, Paku, sólo estaba aprendiendo a escribir y leer kanjis básicos —le dijo el gemelo que sujetaba al niño—. Pero no nos entiende al hablar. Puede ser un problema si queremos darle órdenes y que nos obedezca.

—No hace falta, todos los niños del mundo entienden este idioma —levantó un puño cerrado—. Ya que ha demostrado ser un poco problemático, necesitará un poco de “suero del buen comportamiento” —el hortera levantó una mano y chasqueó los dedos frente a la cara del tipo grandote, que estaba siempre callado.

El grandullón silencioso, entonces, empapó el paño con el líquido que contenía el frasco e inmediatamente tapó la cara entera del niño con él, haciendo fuerza.

—Ten cuidado con ese brazo vendado que tiene —ordenó el hortera—. No le toquemos el vendaje por ahora. Si tiene una herida ahí, no queremos que empeore. Hay que cuidar la mercancía.

Neuval se resistió cuando se le metió ese olor agrio por la nariz y la boca. Quiso toser y escupir, pero no podía, el tipo grande y el gemelo que le apresaba los brazos lo sostenían con demasiada fuerza. Luchó por respirar a pesar de tener que hacerlo con ese terrible olor. No sabía cuánto tiempo estuvo así.

—¿Pero qué demonios pasa? —protestó el hortera, viendo que el niño seguía agitándose—. Gorila, no has empapado bien el paño.

—Sí lo ha empapado bien, créeme, hasta yo me estoy mareando —masculló el gemelo que agarraba a Neuval, echando la cabeza a un lado con asco.

—¿Y por qué no funciona? —dijo el otro gemelo, tapándose con un pañuelo de papel la nariz rota—. Lo oigo jadear. Lo está respirando completamente. Debería estar ya frito.

—Oye, Paku, a este mocoso no le hace efecto respirar eso y ya me estoy cansando, se agita demasiado —se quejó el gemelo anterior.

—Vale —dijo el hortera—. Dale un pinchazo, Gorila, acabemos con esto ya o no llegaremos a tiempo a la subasta. ¡Y eso sería sacrilegio! —hizo girar una vez más su reloj de cadena, enrollándola en sus dedos.

El hombre grandote, entonces, sacó del bolsillo interno de su chaqueta una jeringuilla; agarró el brazo del niño, el que no tenía vendado, y le inyectó el sedante sin más. Esta vez funcionó, porque a los dos segundos Neuval empezó a ver borroso y a sentir que no le respondían los músculos. Se quedó atontado y dócil. Después de atarle las manos a la espalda y los tobillos con unas cuerdas y ponerle el saco negro en la cabeza, el tipo robusto se lo llevó en brazos, seguido de los otros, hacia la salida del callejón.

Neuval escuchó la puerta corrediza de una furgoneta abriéndose y sintió cómo lo lanzaban al interior sin más, cerrando de nuevo la puerta. Aterrizó sobre un colchón que tenían ahí puesto en la parte trasera de la furgoneta. Se puso de rodillas, respirando a toda velocidad, intentando luchar contra el mareo y por estar alerta. El vehículo se puso en marcha de repente, y Neuval, perdiendo el equilibrio, se chocó contra alguien. Fue cuando se dio cuenta de que había alguien más ahí dentro con él. De hecho, varios. Estaba oyendo dos… no, cuatro respiraciones más, de niños también. Respiraciones asustadas, agitadas. Solo que una de ellas se oía un poco más grave, debía de ser un chico de una edad algo mayor que Neuval. Y también se oía una más rápida y aguda, probablemente de una niña más pequeña.

Neuval no tuvo más remedio que centrarse en estarse lo más quieto posible, porque si seguía moviéndose, se mareaba más, así que procuró pegarse a la pared y agarrarse con las manos, todavía atadas a su espalda, al borde del colchón.

Durante todo el viaje, no paraba de repasar en su cabeza posibles soluciones, posibles planes de escapar. Pero tampoco paraba de pensar en Lao. No era la primera vez que lo raptaban, pero nunca antes le había pasado que anhelase tanto que alguien lo salvara, porque siempre había tenido asumido que sólo se tenía a sí mismo para salvarse a sí mismo. Pero ahora… ansiaba con todas sus fuerzas que Lao apareciera, ahora, a su lado. Nunca antes deseó tanto que alguien viniera a protegerlo.

Contó en su cabeza 16 minutos y 50 segundos justo cuando el vehículo se detuvo por fin. Quizá de nada le serviría esta información, pero su cabeza tenía esa costumbre, la de siempre recopilar todo tipo de información, datos, detalles, que tal vez le sirvieran de ayuda después.

Aquellos tipos realmente no querían perder el tiempo, pues no tardaron en abrir la puerta lateral y en sacar a los cinco niños con prisa. Los llevaron a empujones hacia algún lado. A través del saco, Neuval podía captar el olor a cemento húmedo, y un poco a aire cargado, con un ligero olor también de humo de coche. Y los sonidos de los pasos y las voces de los adultos que estaban con ellos producían un vago eco. Supo, pues, que estaban en un garaje o aparcamiento subterráneo. Entonces, habían entrado en algún edificio o complejo, seguramente de propiedad privada. Tras cruzar una puerta que chirrió como el metal, los metieron en un ascensor que subió un par de plantas. Los volvieron a arrastrar, esta vez por un pasillo lleno de silencio, con un olor raro entre productos de limpieza y perfumes, y tan luminoso que la luz traspasaba la tela negra del saco que cubría sus cabezas, por lo que Neuval podía distinguir algunas formas del pasillo. Era como el pasillo blanco de un hospital o clínica. Había varias puertas a ambos lados.

Los metieron en una sala y los colocaron en fila en el centro. Neuval seguía respirando nervioso, el corazón no le paraba de latir a toda velocidad. El efecto del sedante ya se le estaba pasando y podía tener los cinco sentidos absolutamente alertas y los músculos en tensión. Pero notaba algo más… Creyó que era fruto del estrés de la situación, pero llevaba ya unos minutos sufriendo breves destellos en su mente, como fogonazos de un instante, imágenes fugaces, de Jean, de Monique, de ella desangrándose en el suelo, y de más personas y situaciones horribles que había vivido en los últimos siete meses. Le costaba controlarse, no podía dejar de tener esos dolorosos impulsos, no lograba calmar su mente. La última vez que los tuvo, fue hace unos meses en una situación también estresante, y lo único que recordaba era sentir que se estaba volviendo loco, y despertarse un día después en otro lugar sin saber cómo. Temía que le volviera a pasar, porque realmente no le convenía perder la cabeza, o el conocimiento o la noción de sí mismo ante las manos de la banda criminal que lo había raptado. Unas manos que, al parecer, podían hacerle cualquier cosa.

Estaba temblando. Obviamente estaba asustado. Estaba convencido de que estaban en algún tipo de clínica porque les iban a extirpar los órganos. No importaba cuántas veces viviera este tipo de peligros o atrocidades, no se acostumbraba, no dejaba de tener miedo. Y eso era buena señal. Era signo de que su mente todavía no se había roto del todo y se negaba a conformarse, a aceptar la situación, a rendirse. El miedo no era sino el deseo de sobrevivir. Pero podía jurar que los otros cuatro niños estaban tan asustados como él, o peor, porque oía a un par de ellos sollozando.

—A ver, ¿qué me traes hoy? —se oyó la voz de una mujer entrando en la sala—. ¿¡Sólo cinco!? Te dije que por lo menos necesitábamos ocho.

—Ma, es un buen lote —se defendió el tipo hortera—. La calidad compensa la falta de cantidad.

—¡No si este mes vienen más clientes que la última vez!

—¡Pero ma! ¡Ma! ¡Que los alquilen por turnos esta vez! —protestaba el hortera infantilmente—. Así todos podrán probarlos.

—¡Paku! Nuestros clientes no son gente tan paciente.

—Tendrán paciencia, créeme, cuando vean el género que les ofrecemos esta vez. Hay uno de ellos, ma, que es un diamante en bruto, ya lo verás, es una sorpresa.

—Más te vale, o si no te echaré a patadas a la calle como hice con el inútil de tu padre.

Neuval no entendió nada de lo que decían, pero intuía una relación de jefa-empleado, o de madre-hijo, por la forma de hablar y el tono que tenían. Todavía no podía verla por culpa del saco, pero aquella mujer ya causaba temor con la mirada. Tenía los ojos afilados, siempre fríos o enfadados, aunque no era más que su forma de analizarlo todo al detalle, una perfeccionista estricta, como cabría esperar de alguien que protege un negocio ilegal y muy, muy prestigioso. No tenía cejas, y tenía los labios muy finos, siempre fruncidos, como su ceño. Vestía muy elegante con chaqueta y falda, medias y zapatos de tacón grueso, para poder soportar esos kilos de más que el cinturón de piel de serpiente de su cintura apretaba un poco. Debía de tener cincuenta y tantos años, unas cuantas arrugas en la cara y unas pocas canas lo delataban, pero su cabello, liso y bien recogido en un moño alto, estaba bien cuidado.

Neuval oyó que les quitaban el saco de la cabeza a los dos primeros niños de la fila, los cuales dieron un leve sobresalto, pues todavía estaban bajo los efectos del sedante.

—Aquí tenemos a los cachorritos Pim y Gon —le explicaba Paku a la mujer—. Son hermanitos. Pim tiene 9 años y Gon tiene 11. El tonto de su padre era un pobre diablo alcohólico que nos los ha vendido por 250 míseros dólares.

—Hmm… —evaluó la mujer, agarrando las caras de ambos niños para examinarlos—. Prácticamente te los ha dado gratis, comparado con el precio por el que los alquilaremos. Están muy flacuchos, pero tienen buen cabello y dentadura. A pesar de los piojos.

—Sólo algo desnutridos, pero sin infecciones, enfermedades ni manchas feas en la piel.

—Id preparándolos —ordenó la mujer.

Neuval oyó varios pasos moviéndose por la sala. Al parecer, había más personas por ahí, vestidas con trajes de limpieza, guantes de látex y mascarillas. Se llevaron a esos dos niños a otro lado, y la jefa le quitó el saco al siguiente niño, el que Neuval tenía a su derecha. Era un chico algo más mayor, y, aun así, parecía el más asustado de todos. Neuval podía oír sus leves sollozos y ver por un hueco inferior del saco los pies descalzos y sucios de aquel chico, y cómo le temblaban las rodillas.

—¿No es muy mayor? —receló la mujer.

—Es algo alto, ma, pero apenas tiene 14 años, sigue estando por debajo de la edad límite de las preferencias de nuestros clientes. Este es “el triste Li”, así lo llaman en la barriada donde lo recogimos. Fue abandonado por su madre hace unos meses. Decían los residentes que su madre siempre le daba ya desde pequeño licor de ciruela para embriagarlo y así dejara de llorar.

—Con razón tiene estos sarpullidos en la espalda. Debe de tener el hígado enfermo.

—Nada que nuestros sanitarios no puedan arreglar con un tratamiento.

—La subasta es esta noche, Paku.

—¡Pues se le pone maquillaje, ma!

—¿Está siempre así de llorón? ¿Qué le pasa en las piernas, que le tiemblan tanto?

—Aaah, es un chico tímido y miedoso, sólo eso, ma.

—¡Y tiene dos quemaduras de cigarrillo en este brazo!

—¡Maquillaje, ma!

—Agh, está bien, da lo mismo. Es atractivo, al menos. Sí… este le va a gustar mucho al Hombre Dorado.

—¡Al señor Orlov! —discrepó Paku—. Cuanto más tímidos y con ojitos de cachorro, más le atraen.

—Sí. Por ahora estos tres irán a la subasta final. ¿Y ese diamante en bruto del que me habl-…? ¡Ogh!

Cuando la mujer soltó esa exclamación de disgusto, Neuval se dio cuenta del porqué. Por el hueco de abajo del saco que le cubría la cabeza, miró hacia los pies descalzos del chico mayor de su lado y vio que se estaba orinando encima.

—Maldita sea, qué desastre… —farfulló la mujer.

—¡Tú! ¿¡Eres tonto!? ¿¡Por qué te meas encima!? —le reprimió Paku al muchacho, y Neuval oyó que le daba un manotazo en la cabeza—. ¡A ver si con unos golpes se te quita lo tonto! —le dio otro manotazo—. ¡Vas a limpiarlo con tu lengua! ¡Tonto! —le dio otro manotazo más fuerte.

Neuval no pudo aguantarlo más, no pudo, no pudo soportar oír esos gritos vejatorios, esas bofetadas, y los sollozos del chico...

—¡Déjalo en paz! ¡Déjalo en paaaz! —rugió con todas sus fuerzas, lanzándose de cabeza contra el tipo hortera con un poderoso placaje, derribándolo al suelo—. ¡¡Déjalo en paaaz!!

Paku se dio un fuerte golpe contra el suelo, y como Neuval tenía aún las manos atadas a la espalda y el saco en la cabeza, acabó tropezando con sus piernas y cayó al lado. Pero no paró ahí. Intentó incorporarse como pudo en el suelo, y cuando logró ponerse de rodillas, echó la cabeza hacia Paku hasta encontrar su brazo y lo mordió ferozmente a pesar de que la tela del saco estaba entre medias.

—¡Aaah! ¡Diablo! —gritó Paku con furia, agarrándolo del cuello y lanzándolo a un lado.

La mujer hizo un gesto con la mano, y el mismo hombre grandote que vino al callejón y le inyectó antes el sedante a Neuval entró en la sala y levantó al niño del suelo, sujetándolo bien de los brazos sin esfuerzo alguno. El chico mayor estaba perplejo. La otra niña más pequeña, que aún tenía la cabeza cubierta por el saco, como solamente podía oír el alboroto, se mantenía muy quieta pero nerviosa.

—¿¡Para qué me traes un mocoso tan problemático, Paku!? —protestó la gruesa mujer, acercándose al niño sujetado por el hombretón, y fue a quitarle el saco—. ¡Sabes que si son demasiado agresivos, hay que…!

Fue quitarle a Neuval el saco de la cabeza y la señora se quedó muda después de dar un gran respingo. Sus ojos afilados ahora estaban como platos. Se quedó cautivada por ese rostro, por muy feroz expresión que le devolviera, y ese color de ojos y de cabello.

—Un foráneo occidental… —murmuró la mujer, entendiendo, pero no salía de su asombro—. Claro, por eso no le entendí antes cuando se puso a gritar. Válgame el cielo… ¡Este niño es hermoso! ¡Divino! —Comenzó a tocar a Neuval por todas partes, agarrando su barbilla para moverle la cabeza de un lado a otro—. Tenemos suerte de que no se haya cortado el pelo en mucho tiempo, un cabello así es muy valioso, ¡ya puedo ver al Hombre Dorado dando miles de dólares por este! No tiene ningún color de ojos, son simplemente grises claros, qué extraño… A ver los dientes… —El hombre grande ayudó a la mujer a abrirle la mandíbula al niño—. Un poco sucios, algo de esperar, pero nada que un cepillado no pueda arreglar. Le faltan un par de molares, se le han caído los molares de leche hace poco. Este niño debe de tener entre 9 y 11 años de edad. El resto de la dentadura es recta y perfecta. Y esta piel clara y suave…

—¿Qué te dije? —sonrió Paku orgulloso, frotándose todavía el brazo dolorido por el mordisco.

—Pero esto es raro, mira qué ropa más rota y sucia lleva, y en cambio este calzado es nuevo, y caro. Y ese vendaje en el brazo no ha podido hacérselo él… —caviló la mujer—. ¡Paku! —exclamó enfadada—. ¡No será un niño tutelado, ¿verdad?! ¡Eso trae problemas!

—¡No, no, ma, te lo juro! Lleva días durmiendo en el mismo callejón de donde lo hemos sacado hoy. Estaba solo. Ese calzado no lo tenía la primera vez que lo vi, seguramente lo habrá robado hace poco, pero si tiene ese vendaje ahí, probablemente eso y el calzado sean obra de un buen samaritano. No es la primera vez que encontramos niños callejeros con alguna prenda u objetos nuevos, la gente suele darles comida y cosas así por caridad.

—Hm… supongo… Además, es improbable que un extranjero viviendo en un callejón de esta ciudad esté tutelado o bajo la protección de alguien. No habla nuestro idioma, ¿verdad? No reacciona a nada de lo que decimos. ¿Cómo habrá ido a parar aquí?

—No sé mucho de eso, ma. Pero lo que importa es que estaba solo, ¡y que es una pieza única!

—Ya averiguaremos de dónde es. Este niño nos hará ricos. El único defecto que tiene es esa mala actitud, pero ya lo arreglaremos con los “caramelos de niño bueno”. Ay… —la mujer no pudo evitar soltar un suspiro lleno de satisfacción, echándole una última ojeada a Neuval.

—¿He hecho un buen trabajo, ma?

—Sí, Paku. Has hecho un buen trabajo. Mamá está contenta. Veamos la última pieza.

Cuando le descubrieron la cabeza a la última niña, Neuval dio un respingo horrorizado. Era la misma niña que conoció el otro día, a la que ayudó a conseguirse su comida.

—¡Oh! Qué rostro más dulce… —opinó la mujer, agarrando su barbilla para moverla de un lado a otro—. Es bastante bonita. Y si le quitamos esa capa de suciedad de la cara y del pelo, lo será aún más. Ahora mismo el cabello está muy enmarañado, pero es muy abundante, le quedará muy bien después del lavado. A ver la boca… Hm… Le falta un colmillo de leche, creo que debe de tener unos 8 años. ¿Habla? ¿Te ha dicho nombre, de dónde viene y esas cosas?

—En mi primer acercamiento, hablando con ella y regalándole unos dulces, dijo que se llama Song. Me contó que el verano pasado fue con sus padres a un mercado. Le dijeron que se quedara sentada en unas escaleras mientras ellos iban a comprar, pero al final nunca volvieron a por ella. Dice que se quedó dos días seguidos sentada en las escaleras esperando a sus padres, hasta que el dueño del edificio la echó de ahí con una escoba. Desde entonces ha estado en las calles.

—Debemos darles las gracias a sus papás por dejarnos en bandeja a una niñita tan bonita —dijo la mujer con tono meloso, mirando a la pequeña fijamente—. Song, si te portas bien, tendrás una vida lujosa. Te van a dar muchos regalos, dulces y manjares, juguetes y vestidos preciosos. A cambio, solamente tienes que cumplir con tu trabajo unas horas al día. Todo el mundo tiene que trabajar si quiere ganar dinero o cosas bonitas, ¿entiendes?

La pequeña la miraba muy asustada y apretaba los labios, sin decir nada.

—Asiente si lo entiendes, dulce Song —repitió la mujer, y detrás de esa voz amigable se captó un tono amenazante, apretándole las mejillas con demasiada fuerza.

Eso le hizo daño, así que la niña asintió con la cabeza rápidamente. Neuval le clavó una mirada siniestra a la mujer, conteniendo toda su ira. Pero esta, conforme con la obediencia de la niña, la soltó y echó un último vistazo a todos. El último al que se quedó observando fue a Neuval. Había algo en él, en sus fríos y hostiles ojos plateados, que realmente la cautivaban de una forma extraña.

—Eres definitivamente divino —le dijo la mujer.

—Es nuestro Duò luò tian shi —remarcó Paku.

—Sí… Lo presentaremos con ese nombre. Nuestro “ángel caído”. Ve pensando los nombres para los demás niños y zanjando los preparativos y decoraciones de la presentación, Paku. El resto, ¡a trabajar! —gritó dando una palmada, y de repente entraron en la sala más personas vestidas con trajes de limpieza, guantes y mascarillas—. En 6 horas comenzará la subasta.

En cuanto vio que esas personas con esos uniformes se acercaban a él, Neuval sintió el impulso de resistirse, agitarse, luchar contra ellos. Pero un pensamiento más sensato cruzó su mente. Era cuestión de lógica. Si se volvía a poner violento, ese corpulento hombre que todavía lo sujetaba de los brazos volvería a inyectarle sin remedio una buena dosis de calmantes, y eso le imposibilitaría hacer absolutamente nada, incluido el pensar. Y lo primero que necesitaba era pensar.

Neuval tenía un objetivo: escapar de ese lugar. Para llegar hasta esa meta, lo primero de todo era tener la mente despejada y ágil, y después, tener manos y piernas libres. A partir de ahí, había que cruzar una serie de obstáculos que no eran iguales entre sí, y no lo iba a conseguir a base de cabezazos con todos ellos. Cada obstáculo tenía un modo distinto de ser sorteado. En esto Neuval decidió fijarse de la forma más analizadora y pacífica posible cuando lo sacaron de esa sala y le hicieron recorrer aquel pasillo blanco, que parecía de un hospital, hacia otra sala. Allí había personas, unas expertas en controlar a agitadores, pero otras no tan expertas en eso; había salas y puertas, algunas con un cierre normal y otras con una llave especial; y había cien momentos inoportunos y solamente uno oportuno que Neuval tenía que saber hallar sin error, porque no habría una segunda oportunidad.

Ahora, detalles a tener en cuenta: cruzar una puerta bien podría dirigirlo a una salida como a un lugar peor; a los otros niños los habían llevado a otras salas distintas de ese mismo pasillo; y todavía tenía la navaja enganchada bajo su pelo y unas cuantas cerillas metidas en los pliegues de la venda de su brazo. Neuval aún no sabía cuáles eran las intenciones de esa gente y ese lugar, pero teniendo en cuenta cómo los habían tratado antes, procurando no golpearlos fuerte y la mujer analizando tanto el aspecto físico, estaba seguro de que, o bien les iban a extirpar los órganos, o bien los iban a vender como esclavos de algún tipo.

Había también un problema. Una complicación, más bien. Neuval iba a ser incapaz de no ayudar a los otros niños. No iba a salir de allí si no era con ellos. No es que se tratara de una obligación moral, ni de hacerse el héroe, ni de un recurso para escapar de allí con más facilidad –de hecho, haría aún más complicada su oportunidad de salvarse a sí mismo–. Se trataba de un dogma que había acompañado a Neuval toda su vida, incluso antes de convertirse en iris. Intentar escapar de allí sin intentar ayudar a los otros niños no era una opción a elegir. Esta idea nunca se le pasaría por la cabeza de manera natural. Y eso lo tenía arraigado en su alma desde que nació. No siempre había tenido éxito ayudando a otros en situaciones viles e injustas como esta, pero jamás había fallado en intentarlo.

“Tú y yo somos así porque mamá también era así”. Recordó de repente esas palabras de su hermana. Se las dijo hace mucho tiempo, y la verdad es que nunca las entendió. Porque Lilian, su madre, desde luego jamás había ayudado a nadie ni sido una buena persona con nadie. Además, Monique siempre decía “era”. Entonces Neuval se preguntaba si Lilian, antes de ser una persona horrible, era diferente. No obstante, por alguna extraña razón, una recóndita parte de Neuval sentía que su hermana se refería a otra persona.

Justo antes de que lo metieran en una de las habitaciones del pasillo, alcanzó a ver al final de este, al fondo, un marco grande en la pared que contenía el amplio dibujo de los planos del lugar. Eso era lo que estaba esperando encontrar antes de poder hacer cualquier otra cosa, y tuvo suerte de verlo allí, pero no tanta por la distancia, porque estaba demasiado lejos como para distinguir sus detalles. Reprimió el impulso de soltarse del tipo grande y echar a correr hacia allí, porque se arriesgaba a darle al hombretón un motivo para volver a sedarlo.

La habitación en la que este lo metió era una estancia pequeña, individual, de blancas paredes y suelo, sin ventanas, pero con buenos conductos de ventilación. En el centro, había una camilla acolchada con plástico y con correas sueltas colgando por los bordes. Por las paredes había instalaciones propias para hacer algún tipo de limpieza, como un lavadero ancho con varios botes de jabón y de otras sustancias, estanterías con más utensilios como tijeras, peines, cepillos, esponjas… toallas enrolladas, batas dobladas…

Neuval seguía respirando muy nervioso mientras veía todas esas cosas y se hacía mil conjeturas. Que la camilla tuviera un acolchamiento plastificado ya era mala señal, significaba que no querían que se manchase… ¿de sangre, tal vez? Pero tampoco tenía mucho sentido que estuviera acolchada, porque si era para extirparles los órganos, lo más lógico era hacerlo sobre una camilla que fuera una bandeja con drenaje propio. Pero ¿y esa especie de pequeño lavadero que estaba junto a uno de los extremos de la camilla? Era de acero, anclado al suelo, del que se elevaba hasta la altura de la camilla y terminaba en un pequeño lavabo redondo con desagüe. ¿Sería ahí donde colocarían su hígado o algo así?

Cuando se asustó de verdad fue cuando vio cerca de la camilla una bombona conectada a un tubo con una mascarilla. ¿Le harían inhalar eso, sería el gas que lo mataría pacíficamente, para no alterar la salud de sus órganos? Opciones, opciones… se decía a sí mismo una y otra vez, mientras el tipo grande lo tomaba en brazos y lo sentaba sobre la camilla, sin dejar de sujetarle los brazos con fuerza para impedirle cualquier intento de escaparse. Podía contener la respiración y fingir dormirse o quedarse inconsciente, pero si esperaban que muriera, los latidos a mil por hora de su corazón lo delatarían y le suministrarían algo más potente o peor.

¿Y si no esperaban matarlo, sino dejarlo dormido para hacerle otra cosa? Lo de fingir podría funcionar, pero tampoco podía cometer el error de subestimar a esta gente, que seguramente llevaba haciendo esto durante años con cientos de niños. El tipo grande, desde luego, parecía tener la orden de no quitarle el ojo de encima hasta que ya no tuviera opción alguna de rebelarse, y probablemente él, así como la mujer con traje de limpieza que entró en la habitación ahora, sabían diferenciar cuándo un niño con la mascarilla de gas puesta lo estaba respirando o no. La mascarilla siempre se empañaba con el más mínimo aliento. Si no lo veían, sabrían que no lo estaba respirando, y tal vez el hombre recurriese a la jeringuilla.

Se estaba quedando sin opciones. ¿Cómo escapar de respirar un gas letal o de otro tipo, vigilado por ese tipo tan grande y la otra profesional, quienes seguramente usarían algo peor si no obtenían el resultado esperado? No paraba de repetirse lo de contener la respiración, pero es que sabía que eso en realidad no iba a servir de nada, si acaso para empeorarse la situación a sí mismo.

No sabía qué hacer… no sabía… El tipo grande lo obligó a tumbarse sobre la camilla y a Neuval le cegó un poco el potente foco de luz que tenía justo arriba en el techo. También, notó que la navaja plegada y enganchada a su nuca bajo su cabello se le clavaba un poco al apoyar la cabeza sobre ella. Por suerte, el tipo grande no acercó la mano por ahí. La mujer con el traje de limpieza, con sus guantes de látex, con la boca tapada por una mascarilla y el pelo recogido dentro de un gorro de plástico, ya se acercó a él por un lado con la máscara de gas en funcionamiento. El tipo grande dejó de sujetarlo y se quedó ahí al lado cruzado de brazos y observándolo fijamente con clara advertencia. Neuval no se atrevió a moverse por eso. Pero no pudo evitar girar la cabeza y mirar a los lados, buscando más detalles, más pistas, lo que fuese.

Entonces, miró hacia la bombona de gas. Tenía letras chinas pintadas y algunas pegatinas. Una de ellas mostraba el dibujo de una llama tachada con un aspa. Y luego alcanzó a ver que en otra parte ponía en inglés, con letras occidentales, nitrous oxide. En una fracción de segundo, su mente lo llevó a un recuerdo, al recuerdo exacto de cuando estaba curioseando las enciclopedias de la biblioteca de su colegio en París, hace 3 años, 2 meses, 9 días y 8 horas, cogió la número 8, y al llegar a la página 115 leyó uno de los términos en francés: oxyde nitreux. Era lo mismo. Según la enciclopedia, era el gas más común empleado para anestesiar a los pacientes. No era inflamable, ni tóxico.

¡Anestesia! De todo el miedo que le pesaba sobre los huesos, Neuval notó que se le iba un tercio. Que no fuera un gas letal era algo positivo dentro de toda aquella pesadilla. Y eso venía acompañado por la casi indiscutible probabilidad de que extirparle los órganos no era el objetivo de esa gente.

No obstante, ¿qué le iban a hacer entonces mientras estaba dormido? El tipo grande se enfadó por ver que se había movido. Lo obligó a volver a girar la cabeza y a mirar hacia el techo, y con la otra mano agarró una de las correas y se la enseñó. Neuval no sabía si ese tipo era mudo de verdad, o quizá sabía que hablarle a él no servía de nada porque no entendía el idioma, pero le dejó bien claro que, si volvía a moverse lo más mínimo, sería cuando lo atarían con las correas. A Neuval no le convenía eso, sería un obstáculo más.

Ya no le dio tiempo a pensar más cosas, porque la mujer ya le puso la mascarilla en la cara. No tenía más remedio. Si tenía que quedarse dormido, al menos eso significaba que volvería a despertar en algún momento. Además, no podía controlar el miedo y los nervios, así que tampoco podía controlar sus latidos y su respiración acelerada. Estuvo respirando ese gas unos segundos. Era agradable. Procuró mantener los ojos bien abiertos y mirando al techo, porque quería ser consciente de hasta cuándo le empezaría a hacer efecto. Pasaron casi dos minutos y seguía mirando al techo. ¿Cuándo empezaría a tener la visión borrosa, o a cerrársele los ojos? ¿Cuánto tiempo tardaba esa cosa? No sólo Neuval estaba impaciente, la mujer expresó un gesto confuso y una queja. Le pidió al tipo grande que girara un poco más la rueda de la bombona para aumentar la cantidad, y este lo hizo.

Neuval notó ese aumento de óxido nitroso metiéndose por su nariz y su boca. Siguió esperando. Incluso deseó que le hiciera efecto de una vez, porque esta espera era horrible. Pero pasó otro minuto, y seguía sintiéndose plenamente consciente y despejado.

Entonces se dio cuenta de algo. ¿Y si gracias a ese iris o como se llamase que tenía desarrollado en su mente y en su cuerpo, era inmune a este tipo de cosas? Debía de ser eso, ¡seguro! Por eso, volvió a pensar rápido. Fingir que se quedaba dormido ahora sí que era la opción estrella. Ellos ya no dudarían, porque lo estaban viendo respirar claramente ese gas. Así que lo hizo. Fingió que los ojos se le iban cerrando hasta que los dejó cerrados y aminoró su respiración a una mucho más calmada.

Funcionó. Oyó que la mujer daba un suspiro conforme y notó cómo le quitaba ya la máscara de la cara. Agudizó el oído. Escuchó el sonido de los pasos del tipo grande, de sus botas pesadas, saliendo por fin de la sala, marchándose. Neuval se quedó solo con esa mujer en la habitación. Ahora le tocaba esperar, a ver qué ocurría. La mujer comenzó a desatarle el calzado. Le quitó las zapatillas nuevas y los calcetines. Eso le dio rabia. Eran el regalo de Lao. Después, hizo un gran esfuerzo por no reaccionar en absoluto cuando ella comenzó quitarle los pantalones y la ropa interior. La camiseta, como ya estaba andrajosa e iba a ser complicado quitársela a un cuerpo dormido, la mujer la cortó con unas tijeras. Neuval notó el frío metal de estas deslizándose sobre su vientre hasta el cuello.

Después de haberlo dejado totalmente desnudo, la mujer le fue palpando los dedos de los pies, los tobillos, las rodillas, los dedos las manos, las muñecas y los codos, como comprobando que todas las articulaciones estaban bien, sin esguinces, torceduras ni roturas. Acto seguido, se fue al lavadero de allá en la pared y dejó el grifo abierto para que se fuera llenando de agua. Neuval entreabrió un ojo con cuidado para poder verla. Ella cogió uno de los botes grandes de jabón, y lo agitó un poco, descubriendo que estaba demasiado ligero. Al ponerlo bocabajo y comprobar que no caía nada de jabón líquido, que estaba vacío, lanzó el bote directamente a un cubo de basura junto al lavadero con desgana.

Entonces, Neuval la vio salir de la sala. Lo dejó solo. ¿Por cuánto tiempo? Seguramente había ido a conseguir otro bote de jabón y no tardaría mucho. Tenía que hacerlo, tenía que aprovecharlo. A Neuval volvió a latirle el corazón con fuerza cuando, sin pensarlo una tercera vez, se incorporó sobre la camilla y se bajó de un salto. Caminó sigiloso hasta la puerta y se asomó al pasillo con cautela, mientras se abrazaba a sí mismo, pues hacia algo de frío ahí y él estaba completamente desnudo. El pasillo estaba vacío, así que corrió a toda prisa hasta el final, solamente para verlo, el enorme cuadro con los planos de todo aquel lugar. Tan sólo lo miró durante dos segundos, suficiente para memorizarlo por completo, y regresó velozmente a su habitación.

Sin perder tiempo, se desenganchó la navaja plegable del pelo, miró por la habitación y decidió ocultarla debajo de la estantería metálica, que tenía una pequeña rendija por debajo. Hizo lo mismo con las cerillas que había escondido por los pliegues de su vendaje del brazo. Por un instante, miró una de las cerillas, y luego la bombona de óxido nitroso, pensativo. Pero frunció los labios con algo de decepción, ya que esa pegatina de la llama tachada le estaba informando de que no era un gas inflamable. Así que no sabía en qué le serían útiles las cerillas, pero las escondió ahí bajo la estantería de todas formas, por si acaso. También, captó por el rabillo del ojo ese imperdible atado a su vendaje. Tampoco sabía para qué podría usarlo, pero, igualmente, por si acaso, se lo quitó y lo escondió con lo demás.

Ya había arriesgado bastante, por lo que regresó rápidamente a tumbarse sobre la camilla, mientras se mantenía el vendaje atado metiendo simplemente el extremo por dentro de un pliegue. Cerró los ojos. Sólo unos segundos más tarde, volvió la mujer, con un nuevo bote de jabón. Fue directamente a cerrar el grifo del lavadero, donde vertió algo de jabón y empapó una esponja. Se giró hacia su “paciente” y comenzó frotarle la esponja jabonosa por todo el cuerpo. Neuval jamás se había sentido más incómodo y violentado. Era aún más difícil porque tenía que fingir ser un simple pelele. Pero era mejor eso a que le extirpasen los órganos.

Al darle la vuelta sobre la camilla y ponerlo bocabajo, fue cuando la mujer le quitó la venda y la gasa del brazo con cuidado, y con el mismo cuidado examinó la herida de su brazo, esperando encontrar alguna lesión delicada. Sin embargo, vio que ya estaba totalmente cicatrizada, así que se deshizo de la venda y de la gasa. Si le dijeran que esa herida se la había hecho apenas cuatro días atrás, no se lo creería.

Y así, continuó lavando su cuerpo entero, pero entero literalmente. Uñas, ombligo, rincones incómodos, oídos, dientes… Con instrumental sofisticado de manicura y pedicura, no escatimó en dejarle las uñas de pies y manos impecables y arregladas. Neuval nunca pensó que el hecho de que alguien lo aseara de esa manera fuese a ser similar a una tortura.

Descubrió que el pequeño lavabo que había junto a la camilla, que pensó que era donde pondrían su hígado, era en realidad para lavarle el pelo. Al menos, eso fue lo menos desagradable de todo. Se lo lavaron como si estuviera en la peluquería. Agua tibia, champú, suavizante con agradable perfume, frotando con masaje y todo… alguna que otra caricia, cepillado delicado… La verdad es que Neuval juraría que esa mujer estaba disfrutando de lavar su preciosa melena.

Tras un rato secándose entero bajo aquel potente foco de luz del techo que le traspasaba los párpados, la mujer comenzó a vestirlo, pero él no lograba entender qué tipo de prendas le estaba poniendo; no eran las convencionales, desde luego. Después de eso, la mujer lo ató a la camilla con las correas, una por el pecho, otra por las rodillas y otras cuatro en muñecas y tobillos. A continuación, desenganchó la camilla de algún tipo de soporte y, como tenía ruedas, la sacó de la sala.

Neuval maldijo por lo bajo, porque habían abandonado la sala donde tenía escondidas sus cosas, y las zapatillas que Lao le había regalado también. No podía arriesgarse a abrir los ojos para ver hacia dónde lo estaban llevando ahora, o descubrirían que estaba fingiendo. Pero memorizó los movimientos de la camilla, los giros, el número de bombillas del techo cuya luz notaba a través de los párpados pasando de largo. Al final, notó que entraban en otra sala, de una luz más tenue, y de un aire más cálido. Oyó unos ruidos e intuyó que lo estaban metiendo dentro de algún sitio con la camilla. La mujer le quitó las correas y después salió, y se oyó el ruido de unas llaves y una cerradura. Después, pasos alejándose, hasta que reinó el silencio.

Neuval entreabrió un ojo con cuidado. Y luego abrió ambos, viendo que ya no había adultos por ahí. Se aseguró una última vez, y entonces se incorporó sobre la camilla rápidamente, observando su alrededor. Se puso nervioso otra vez. Lo habían metido en una celda que era como un cubículo o una cabina de cristal, armada con carpinterías de metal oxidado. La puerta, también de cristal, tenía una cerradura de hierro, y arriba unos agujeros para que pasara el aire. Neuval vio en una esquina del suelo de cemento de su celda un agujero redondo, bajo el cual corría una tubería con un riachuelo de agua. Supuso que eso era un retrete.

La celda era como de dos metros de largo y uno y medio de ancho, y con la camilla apenas tenía espacio para dar dos pasos, y estaba adosada a más cabinas, todas en fila, ocupando tres de las cuatro paredes de aquella nave que parecía un antiguo almacén, con tragaluces encima, donde ya no pasaba la luz del sol porque estaba anocheciendo, por lo que sólo tenía la tenue luz de unas luces amarillentas en el techo.

Al ser la cabina de cristal, podía ver el exterior, toda aquella estancia y lo que había en ella. Se quedó horripilado al descubrir que había unas 24 cabinas, aunque sólo diez de ellas estaban ocupadas contando con él y su grupo. Había niños y niñas. Neuval no quería imaginar si alguna vez habían llegado a llenar las 24 celdas. Algunos seguían dormidos sobre las camillas, otros se estaban despertando poco a poco o ya estaban despiertos como él, sentados sobre las camillas encogidos de miedo, o golpeando la puerta suplicando salir y llorando.

Neuval localizó a los dos niños hermanos de antes, Pim y Gon, unas celdas más allá, cada uno en una, agazapados juntos con el cristal que los separaba entre medias. El chico mayor, al que le decían “el triste Li”, estaba en otra de más allá empezando a despertarse. Todos estaban impecables, aseados, y vestidos con prendas algo raras. Neuval se miró a sí mismo y vio que vestía igual que ellos. Les habían puesto una especie de chaqueta de seda azul celeste ligera, sin mangas, atada con una cinta dorada, y les habían atado desde la cintura lo que parecía una falda o taparrabos de dos piezas de tela blanca que caían hasta las rodillas por delante y por detrás. En los pies, llevaban unos calcetines blancos hasta por encima del tobillo, muy parecidos a los tabi japoneses, y tenían cosida una fina suela de esparto. Eso era todo.

Neuval oyó unos golpetazos tras él. Al darse la vuelta, vio que en la celda que tenía ahí al otro lado estaba la niña que conoció días atrás, Song. Estaba llamándolo, golpeando el cristal con sus manos. Tan aseada y con el pelo mucho menos enmarañado, parecía otra, pero Neuval la reconoció.

—¡Song! —dijo su nombre, recordando que los adultos de antes lo habían mencionado.

Ella le sonreía con lágrimas en los ojos, parecía muy feliz de verlo ahí junto a ella y asintió enérgicamente, aliviada de que la reconociera. Le dijo algo, pero Neuval no pudo entenderla. Ella se dio cuenta de que seguía sin comprender su idioma y no dijo nada más, pero siguió sonriéndole, lo miraba como si posase toda su esperanza en él, otra vez, igual que cuando Neuval no sólo la ayudó a conseguir comida, sino que también le enseñó cómo conseguirla por sí misma. Veía en él, de nuevo, a su salvador, su guía, y esto él lo sabía.

—Intentaré sacarnos a todos de aquí, Song —le dijo Neuval—. No te preocupes, no te dejaré atrás. Aunque nos separen, te buscaré. Y a los demás también. ¿Vale? Pero hasta entonces debes evitar crear problemas.

Ella negó un poco con la cabeza, indicándole que no le entendía. No era la primera vez que esto le pasaba. De hecho, en su larga travesía por Turquía meses atrás, se cruzó con el mismo camino de éxodo de una niña turca muy peculiar, que tenía el cabello blanco y la piel morena pero con manchas más claras, una niña con vitíligo que también se encontraba huyendo de su país, y compartieron su viaje durante muchos días a pesar de que hablaban idiomas totalmente diferentes. Allí, aprendió que un simple gesto podía comunicar muy bien las cosas importantes. Así que posó la palma de la mano contra el cristal y miró a Song a los ojos fijamente. Ella lo entendió. También posó la mano donde él y asintió con la cabeza.

Al poco rato, entraron un par de empleadas con uniforme de cocina llevando dos carritos con varias bandejas con comida. Tras ellas, entró aquella mujer, la del moño y ojos afilados, la que llevaba el cotarro de todo aquel infame negocio, acompañada por los gemelos de antes, los mismos que raptaron a Neuval en el callejón junto al tipo grande y al tipo hortera. Uno de ellos sonreía bienhumorado, jugando con una navaja de mariposa en su mano, y el otro, más serio y con la nariz cubierta por una gasa debido al rodillazo que Neuval le dio antes, iba más desganado y con las manos en los bolsillos.

Mientras aquellas empleadas iban abriendo las pequeñas ranuras con bisagra que había bajo cada puerta de las celdas ocupadas para pasar las bandejas con comida al interior, la jefa se puso en el centro de la sala a la vista de todos los niños, con las manos cogidas por detrás de la espalda y postura autoritaria y satisfecha. La cosa marchaba. Pero, a juzgar por un pequeño brillo de curiosidad en sus ojos, parecía estar buscando expresamente al diamante en bruto. Cuando lo vio ahí en una de las celdas de delante, se la vio respirar profundamente como si quisiera contener, de nuevo, la emoción que le produjo verlo ahora, con esas prendas ligeras y el cabello y el cuerpo limpio. Neuval se quedó de pie frente a la puerta de cristal, devolviéndole a ella una mirada siniestra y llena de odio.

—Me da escalofríos… pero es demasiado bello como para no mirar —se dijo la mujer.

—Tranquila, jefa, a ese diablo lo mantenemos a raya mi hermano y yo —dijo uno de los gemelos, y apuntó con su navaja hacia Neuval como clara señal de advertencia.

Neuval sabía que tenían una mayor atención puesta sobre él por culpa de sus reacciones violentas de antes, y eso era un poco inconveniente. Lo mejor para él era pasar lo más desapercibido posible. Por eso, decidió hacerles creer que seguía las reglas, por ahora. Fingir que se había resignado, que les había cogido miedo.

Cuando vio a sus pies la bandeja de comida que habían metido por debajo de su puerta, se agachó y la observó con duda. Había un poco de huevos revueltos con especias, un puñado de arroz blanco, unos trozos de brócoli y de bambú hervido, y aparte, un pastelito dulce de nata con un trozo de fresa, además de un brik de zumo de manzana. Todo era muy apetecible, era comida de calidad.

Ni por todo el oro del mundo se la comería. Eso por descontado. Si había llegado a desconfiar de la comida de Lao, de la de estos miserables criminales mucho más. Cuando levantó la cabeza, vio que los demás niños, incluida Song, ya habían empezado a comérselo todo con mucha ansia. Nada como una comida rica y caliente para doblegar la voluntad de un niño hambriento. Reprimió el impulso de gritarle a Song que no se la comiera. Hacer eso le traería problemas, los gemelos estaban ahí para asegurarse de que todos se la comían, o si no, los obligarían a la fuerza.

Neuval no tuvo más remedio. Cogió su bandeja, se sentó en la camilla y la posó sobre sus piernas. Con una cuchara de plástico, comenzó comerse el arroz poco a poco. Tomó un poco de huevo, y de brócoli. Comió con calma, pacífico. Esto pareció conformar a la jefa y a los gemelos, pues al cabo de un rato se marcharon otra vez. Neuval aprovechó esos segundos en que los niños estaban solos para bajar de la camilla de un salto y empezó a tirar la comida por el agujero del suelo, para que se la llevara esa corriente de agua subterránea, vaciando también el brik de zumo. Después se metió los dedos en la garganta y vomitó lo poco que había llegado a tragar.

Cuando Li, los hermanos Pim y Gon y la pequeña Song le vieron hacer eso, se quedaron con caras muy asustadas, mirando sus bandejas de comida ya vacías, preguntándose si el extranjero había descubierto que la comida estaba envenenada y ellos habían sido demasiado tontos. Pero Neuval no pudo hacer más que mirarlos con entereza, sabiendo de antemano que iban a sufrir los efectos de algo, probablemente de más sedantes o alguna droga aturdidora. No pasa nada, se decía a sí mismo, mientras yo sea el único que mantiene la mente despejada, podré ayudarlos luego.

A los pocos minutos, Neuval empezó a ver que los demás niños estaban muy calmados, dóciles, con caras atontadas y miradas perdidas en las musarañas. Como esperaba, esa gente los quería obedientes e inofensivos. ¿Para qué, qué sería lo siguiente? ¿Los llevarían a dormir ahora? ¿Y mañana los llevarían a otro lado o les harían hacer algo? Nada más lejos de la realidad. La noche no había hecho más que empezar para ellos.»





Comentarios

  1. ¿Esto es nuevo? No recordaba esta escena de Neuvla siendo secuestrado. Uff es angustiante ademas saber que esto es tristemente común.

    Que para el toda esta situación sea normal ya te hace pensar lo mal que ha sido para el estos 7 meses, uff.

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