2º LIBRO - Pasado y Presente
Evie dejó la mochila de Yenkis sobre una silla del vestíbulo. Hatori entró directamente al salón tras quitarse los zapatos en el escalón de entrada, y fue quitándose la chaqueta y la corbata.
—Gracias por llevármela, Evie —le dijo Yenkis, mientras dejaba los zapatos junto a los de ellos y se ponía las zapatillas de invitado—. Debería haberlo hecho yo.
—No seas tonto, no me ha costado nada. Además, no quiero que mi tío se ponga pesado. Es muy estricto con los modales. Pero no te preocupes, tú no tienes que forzarte, ¿vale? Tú relájate, eres mi invitado.
—Evie —se oyó la voz de Hatori por ahí. No gritó, pero sonó tan severo que la chica se puso firme como un soldado de forma automática—. Ven aquí. Ahora.
La muchacha se adentró en el amplio salón y Yenkis la acompañó. Vieron a Hatori en la parte donde estaba la mesa del comedor, rebuscando algo en los bolsillos de una mochila sobre la mesa.
—¡Mi mochila! —exclamó Evie, echando la vista atrás un momento para comprobar que, en efecto, no estaba en la silla del vestíbulo donde la había dejado junto a la de Yenkis—. ¿¡Qué haces!? —se fue corriendo hasta su tío, enfadada—. ¡Te he dicho mil veces que dejes esa fea manía tuya de rebuscar en mis cosas sin permiso! ¿Qué te crees que vas a encontrar, un paquete de tabaco, una botella de cerveza, un arma? ¡Tío Hatori, tengo ya 12 años! Tengo cosas de aseo personales, ¿sabes? —dijo cogiendo su mochila y apartándola de él.
—¿Dónde está? —preguntó Hatori, cerrando los ojos y dando un suspiro paciente, apoyando los dedos sobre la mesa.
—¿Dónde está el qué?
—Tu jarabe. El que se supone que debes estar tomando tres veces al día hasta el próximo martes.
—Mierda, mamá se lo ha dicho… —murmuró Evie con horror, pero rápidamente se puso a disimular, con una sonrisa forzada—. Oh… aaah, el jarabe, sí. Está… ¡Ayyy, nooo! —se dio una torta en la frente, actuando fatal—. Me cachis… ¡Se me ha olvidado en casa! Qué cabeza…
Yenkis tuvo que mirar para otro lado para reprimir una risa. No era sólo lo mal que mentía Evie, era la cara de Hatori. La miraba muy fijamente, sin pestañear siquiera, con una mezcla de santa paciencia, de tener un dilema entre tirarle de la oreja o perdonarla compasivamente, y de sentirse enormemente ofendido por ver que Evie lo estaba tratando de idiota.
—Siéntate —le ordenó él, apuntando con un dedo a una de las sillas que rodeaban la mesa.
—Oh, no, tío, por favor, otra vez no… —suplicó ella.
—Evie Mukai —pronunció con voz potente y autoritaria.
Evie bajó la mirada, abatida, y obedeció. Se sentó en la silla. Hatori agarró una lámpara flexo que había sobre la mesa, la acercó y se sentó en otra silla frente a la chica. Encendió el flexo y apuntó directamente a la cara de Evie, la cual entrecerró los ojos con molestia.
—¿Para qué te ha recetado el médico ese jarabe? —le interrogó el hombre, conciso y frío.
—Para la tos. Un catarro de infección bacteriana. Pero es que apenas tengo ya tos, ya estoy casi curad-…
—¿Es un jarabe con antibióticos?
—Sí.
—¿Sabes lo importante que es respetar a rajatabla el número exacto de tomas, en su debido momento, en su debida cantidad, cuando se trata de antibióticos?
—Sí.
—¿Realmente lo has olvidado en casa?
—No.
—¿Y quieres curarte?
—Sí.
—¿Y por qué te niegas a tomarlo?
—Sabe a amoniaco.
—¿Qué consideras más importante?
—El curarme.
—¿Cuándo es la próxima toma?
—Ahora, antes de la cena. Pero también puede ser después de la cena…
—¿Dónde está?
—Ay… —suspiró, cerrando los ojos, rendida—. En mi abrigo.
Hatori, sin apartar la vista de ella, chasqueó los dedos en la cara de Yenkis, que estaba ahí de pie junto a ellos. Este se sobresaltó, pues se había quedado aturdido al presenciar semejante intenso interrogatorio policial, y el hombre le señaló hacia la entrada, donde estaba colgado el abrigo de Evie en el perchero. Yenkis captó el mensaje, sonrió y fue a buscarlo. Regresó con una botellita, con una cuchara de plástico dosificadora propia, y se las entregó a Hatori, que lo esperaba con la mano extendida, sin dejar de vigilar a Evie.
—Tómatelo.
—No… —dijo la niña, con cara tristona—. Jamás me obligarás.
—Quedarás arrestada.
—Lo soportaré.
—Hm… —suspiró Hatori—. Eres difícil, tendré que recurrir a la tortura —se levantó de la silla y se fue hacia la cocina, que se encontraba en una zona abierta algo más allá del comedor.
—¡No! ¡Eso otra vez, no! ¡Cualquier cosa menos eso, por favor! —imploró la niña.
—No me dejas opción.
Hatori sacó algo de la nevera y regresó hasta Evie con un plato cubierto por un plástico. El plato estaba lleno de brócoli cocido. Ella aborrecía tanto el brócoli que se tapó tanto la nariz como los ojos. Hatori garró la esquinita del plástico con la punta de los dedos, amenazando con destapar el infierno.
«Menudo par de personajes» pensó Yenkis, viendo aquello muy entretenido. «Ahora entiendo por qué todos dicen que la familia de Evie da miedo. Visto desde fuera, dan esa impresión, sin duda. Pero visto desde dentro… uno se encuentra con esto».
Aun así, el chico sintió que tenía que ayudar a su amiga, aunque todo aquello fuera una graciosa y extravagante escena familiar. Se acercó a ella y cogió la botellita y la cuchara. Mientras los otros dos estaban luchando por dejar claro quién mandaba, vertió el jarabe en la cuchara con la dosis adecuada y la aproximó hacia su amiga.
—Vamos, Evie —sonrió, acercándole la cuchara.
Tanto ella como Hatori lo miraron con sorpresa. Evie observó la cuchara, afligida, y luego a Yenkis. Tras un rato dubitativa, cogió la cuchara y se tomó el líquido, poniendo una mueca de asco y sufrimiento. Después se quedó en silencio con cara triste por haber sido derrotada, pero luego volvió a levantar la mirada hacia Yenkis, y al ver su sonrisa satisfecha, Evie se sonrojó y también sonrió.
A Hatori le asombró bastante esto. Evie era la persona más difícil de convencer del mundo cuando se trataba de comer verdura o tomar una medicina. Durante unos segundos, Hatori estuvo observando a los dos niños, sus sonrisitas inocentes, sus miradas cruzadas que no decían nada, pero decían mucho.
—¿Sois muy amigos? —les preguntó.
—¿Eh? ¿Qué? —brincaron los dos, girándose con caras confusas.
—¿Sois íntimos? ¿Os lleváis muy bien y todas esas cosas?
—Aeh… eh… —balbució Evie.
—Sí, somos muy cercanos —respondió Yenkis felizmente—. De hecho, Evie y yo somos mejores amigos.
Hatori observó por dos segundos la cara sofocada y nerviosa de Evie.
—Muy bien. Pues tú dormirás en el sofá de aquí, del salón, bien lejos de la habitación de Evie —ordenó Hatori.
—Sí, señor —asintió Yenkis alegremente, sin captar la indirecta.
Evie tenía la cara de un rojo incandescente. Se dio la vuelta sobre la silla para ocultarlo.
—Evs, voy a estar trabajando hasta tarde en mi despacho, así que no molestéis si no es una urgencia —les advirtió el ministro, mientras se iba a devolver el plato de brócoli a la nevera.
—Tío, pero si es sábado… ¿No vas siquiera a cenar con noso-…?
—Mi trabajo no entiende de horarios. No ensuciéis ni desordenéis, Jorani no viene hasta el próximo martes. Le he dado el lunes libre, ya que hoy le he hecho venir a limpiar y a cocinar para vosotros. Él ya te preparó tu cama en la habitación de invitados, y te ha dejado ropa de cama aparte para tu amigo. ¿Sabrás ocuparte de nuestro invitado para que no le falte de nada? Saldré a echaros vistazos de vez en cuando.
—Sí, yo me encargo de todo. No te preocupes —le sonrió Evie, poniéndose en pie y firme—. Cenaremos, recogeremos y limpiaremos. Y estaremos trabajando en nuestra tarea desde las siete y media hasta las diez.
—Y a la cama —concluyó Hatori.
—Q… ¡No! —corrió hasta pararse delante de él, y juntó las palmas de las manos—. Tío Hatori, porfi, déjanos hasta las doce. Queremos ver la nueva serie que han estrenado del actor Takanawa. Es de comedia y aventuras espaciales. Para todos los públicos. Veremos dos episodios, y a medianoche ya estaremos yéndonos a dormir. Es sábado, tío… porfi…
Hatori seguía mirándola. No decía nada. Estaba serio. Pero Yenkis podía percibir en sus microgestos una lucha interna. Podía ver lo fuerte que era su voluntad por respetar horarios estrictos, pero algo le estaba haciendo la cara suplicante y los ojos grandes y tristes de Evie que le hacía apretar los labios con fastidio. Finalmente, el hombre cerró los ojos y relajó los hombros, suspirando.
—Va-…
—¡Graciaaas! —gritó Evie, sin dejarle siquiera terminar la palabra, y lo abrazó con fuerza—. Eres el mejor, ¡te quiero mucho!
Quizá fuera porque Yenkis no lo había visto cambiar de expresión en todo el tiempo que lo había conocido, que esa pequeña variación en su rostro le llamó la atención con claridad. Puede que Evie lo hubiera dicho como una frase hecha, empujada por la gratitud, o que lo hubiera dicho con sinceridad, lo cual también era probable, porque Yenkis ya había oído de ella lo que sentía por cada miembro de su familia. Pero los afilados y helados ojos de Hatori de repente se templaron un poco, su ceño se aflojó. El vacío negro de sus pupilas… se volvió menos vacío, más humano.
Yenkis se dio cuenta de lo mucho que significaba para él ese abrazo y esas últimas palabras de Evie, y lo poco que Evie sabía sobre ello. Hatori fue a posar una mano sobre la cabeza de Evie, como un ademán de devolverle el abrazo, pero la chica ya se separó de él, contenta, corriendo de vuelta hacia su amigo.
—¡Ven, vamos a cenar, Kis! ¡Tienes que probar la comida de Jorani! —lo agarró de un brazo y lo llevó hacia la cocina.
Al pasar por su lado, Yenkis tuvo que frenarse con pasos estrepitosos, y se paró ante Hatori para inclinarse respetuosamente una vez más.
—Con permiso —se aseguró de decir antes de entrar libremente a su cocina y tocar su comida—. No le molestaremos, señor. Que haga un buen trabajo.
—Vosotros también —respondió Hatori, aceptando sus buenos modales.
Sin embargo, aprovechando que Evie se puso a sacar platos de los armarios y la bandeja de pollo asado con patatas y hierbas del horno, agarró el hombro de Yenkis un segundo justo cuando este se estaba girando, indicándole que aguardara. Yenkis volvió a mirarlo, atento.
—¿Puedo contar contigo? —le preguntó Hatori.
—¡Claro! —respondió enseguida, y luego frunció el ceño—. Eh… ¿para qué?
—Ayuda a Evie a no decaer en sus estudios —le explicó Hatori—. La muerte de su abuelo ha sido para ella un golpe más fuerte de lo que ella quiere hacer parecer. Cuando murió su abuela paterna hace algunos años, la afectó gravemente, durante bastante tiempo. Su rendimiento escolar decayó, su rendimiento en el baloncesto, su apetito, su humor… Intento diagnosticar hasta qué punto le está afectando la reciente muerte de su abuelo Takeshi. Pero sus cambios de humor me confunden. Cuando no hay nadie cerca, la veo vacía. Pero cuando tú te acercas…
Hatori hizo una pausa. Yenkis ladeó la cabeza, confuso, esperando que terminara la frase. Con esto, Hatori podía confirmar que el muchacho realmente era bastante inocente y sin nada más que buenas intenciones.
—Si eres tan buen amigo, ayúdala. Sólo eso.
—Señor Nonomiya, eso es indudable. Yo también la he notado triste estos días desde el funeral. No está así todo el tiempo, va y viene, y es porque aún está asimilando la pérdida. Ella y yo ya hemos hablado mucho de ello. No se preocupe, porque ella lo está llevando bien, cada vez mejor.
Hatori expresó una pequeña sorpresa en sus ojos.
—¿Le puedo preguntar… qué cosas de las que Evie le dice le confunden?
—¿Cómo dices?
—Usted me ha dicho que intenta diagnosticar cómo se siente Evie. Cuando usted se sienta con ella y le pregunta y conversáis juntos sobre ello, ¿ella le dice algo que no entiende? ¿Como qué?
Hatori se quedó callado. Esa pregunta le dio un pequeño golpe de realidad, como si no hubiera tenido en cuenta qué era lo más importante a la hora de comprender cómo se sentía alguien. Con observar desde la distancia no bastaba.
—Yo no puedo… hablar de este tema con ella —dijo el ministro. Su voz sonó ligeramente diferente. Se había suavizado, debilitado. Yenkis arrugó el ceño, sin entender—. No importa —recuperó Hatori su porte rígido—. Ve a cenar, chico.
Se marchó por una puerta del salón que conducía a un pasillo hacia las habitaciones y se perdió de vista. Yenkis se quedó todavía ahí, mirando por donde se había marchado, meditabundo. Dedujo que Hatori no se había parado a hablar con su sobrina sobre la muerte de Takeshi porque él también estaba afectado, siendo su padre el fallecido.
—¡Oye! —lo llamó Evie desde la mesa del comedor, que estaba en una zona intermedia entre el salón y la cocina, con los platos y la comida ya preparados—. No te habrá estado dando un sermón, ¿verdad? Que voy ahora y lo regaño.
—Hahah… No, tranquila —se rio Yenkis, sentándose con ella, y miró ese delicioso pollo en la fuente—. ¿Quién es Jorani?
—Oh, mi tío lo tiene contratado para limpiar y cocinar algunos días —le explicó, empezando a comer—. Es un señor camboyano, es muy amable y simpático. ¿Ves este delicioso pollo cocinado de esta manera? Lo ha hecho sabiendo que hoy venía yo aquí, porque sabe que es uno de mis platos favoritos. ¿Te gusta?
—Está de infarto —aseguró Yenkis, llevándose el quinto trozo a la boca con ansia, y los dos se rieron.
Tras un rato de silencio, simplemente disfrutando de la cena, Evie dejó el tenedor un momento y se quedó mirando preocupada su plato.
—Kis… ¿Seguro que no se dará cuenta?
—¿Eh? —preguntó, pero luego se acordó—. Ah… Sí, estoy seguro. He perfeccionado el cubito, no hay dispositivo alguno que lo pueda detectar.
—Pero… —insistió, y le costó un rato continuar, no sabía cómo decírselo—. Pero ¿y si descubres algo en esos archivos de tu padre y en los archivos de mi tío… algo grave… difícil de asimilar… y te afecta mucho? Ya me has dicho muchas veces que de verdad necesitas hacer esto, y yo ya te he dicho que estaré a tu lado con lo que descubras… pero… si… si descubres algo… muy malo… —tardó otro rato en continuar, y después miró a Yenkis a los ojos—. No sé si quiero que me lo cuentes.
El joven Vernoux la miró fijamente. Como iris, le fue muy fácil comprender a qué se refería.
—No pasa nada, Evie. Lo que quiera que descubra, deja que me lo guarde para mí. Es mejor así, más seguro para ti. No quiero meterte en líos, ni revelarte malas noticias ni informaciones preocupantes. Las cosas que quiero saber… son cosa mía. Sólo me conformo con que estés cerca.
—¿De qué ayuda te sirve que yo esté cerca si descubres algo que te afecta, si no voy a saber qué te afecta?
—No importa lo triste o preocupado que esté. Es sólo verte, y se me pasa —sonrió.
—Q… ¿Qué? —se quedó petrificada, roja hasta las orejas, pensando si eso era el inicio de una confesión de amor.
—Sí, ya sabes… Cuando algo me preocupa o me tiene afligido… y entonces te veo ahí cerca… me pongo a pensar automáticamente en nuestro grupo de música, en ti tocando la batería, y el resto tocando sus instrumentos… Me pongo a pensar en el sonido que creamos todos juntos, las canciones, lo mucho que me relajan… Me pongo a pensar también en tus partidos de baloncesto, que entonces me hacen pensar en mis partidos de fútbol, que siempre me dan emoción… Me pongo a pensar en los videojuegos y en las películas que nos gustan tanto, y lo mucho que me divierten… Ya sabes —repitió—. Verte cerca me hace pensar en todas esas cosas buenas que tengo y que disfruto, y que, gracias a ellas, cualquier pena o preocupación se pueden sobrellevar y superar con más… buena onda. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Evie estaba absorta escuchándolo. Le latía el corazón hasta en la punta de los dedos. En su cabeza no podía imaginar otra cosa que pasar la vida entera con él.
—Es por eso que me encanta tenerte como amiga, Evie —concluyó Yenkis alegremente—. Espero ser yo lo mismo para ti —dijo, y continuó comiéndose su cena.
La muchacha ahora tenía una cara congelada. Se oyó un pequeño “crac” por ahí por su pecho, mientras resonaban esas palabras en su cabeza una y otra vez… “como amiga”… “tenerte como amiga”…
El resto de la tarde transcurrió con normalidad. Terminaron su trabajo escolar a las diez, a pesar de que, a la hora de empezarlo, Yenkis perdió veinte minutos admirando uno de los mayores lujos que ese ático podía tener, la terraza exterior.
El salón tenía una cristalera ocupando entera una de sus paredes, y tenía unas puertas corredizas que conducían a una terraza enorme. No era alargada y pegada a la pared del edificio como un balcón, sino que era como un amplio rectángulo, recorrido por una larga barandilla de piedra. Era, más bien, como un patio exterior. Tenía una zona donde había jardineras, plantas grandes en macetas de piedra puestas en un par de hileras que había que sortear para llegar al otro lado, donde había un segundo saloncito a cielo abierto, con un sofá, un par de butacas y una mesa baja, todo cubierto bajo una pérgola. Además, había una estufa moderna.
Evie propuso hacer ahí el trabajo, sabía que a Yenkis le gustaría, porque lo que más emocionaba a su amigo eran las increíbles vistas de Tokio desde esa altura. De hecho, a Yenkis le sucedió algo extraño. Cuando se puso en la barandilla para contemplar la ciudad, desde tan alto, con un cielo abierto expandiéndose ante él… se quedó unos segundos absorto, y le vinieron unos raros pensamientos… una voz, la suya propia, trayéndole una euforia desconocida… “saca las alas negras”… “despierta”… “bate las alas, vuela, arrasa”…
Aquel silencio que su amigo mantenía ahí trajo a Evie unos escalofríos inesperados. Especialmente, los ojos plateados de Yenkis emanaban algo que hacía vibrar el ambiente. Aquel momento raro cesó cuando Evie le apremió para empezar ya a hacer la tarea escolar, y de repente Yenkis recuperó la luz natural e inofensiva de su sonrisa.
El cielo estaba despejado y ya oscuro, y no soplaba demasiado viento en esa parte de la terraza. Además, con la estufa, no pasaron frío. Con el ordenador portátil de Yenkis y unas tazas de chocolate caliente, se habían puesto en la mesa baja a trabajar hasta entrada la noche.
—Hm… —cavilaba el chico, tras un rato tranquilo de silencio cuando ya terminaron el trabajo, estando los dos arrodillados sobre unos cojines junto a la mesa—. Tu tío no tiene ninguna planta dentro de la casa. Estas de aquí fuera están bien cuidadas.
—Oh, todas las plantas de la terraza las puso aquí Jorani. Es un buen cocinero y le gusta cultivar sus propios ingredientes vegetales. Donde él vive, no tiene un balcón lo suficientemente grande. Tío Hatori le dejó poner aquí en su terraza sus plantas. A mi tío le da igual. Si por él fuera, viviría en una casa casi vacía, con lo indispensable para una sola persona, porque, de todas formas, pasa la mayor parte del tiempo en la comisaría, o en la calle investigando casos, o ahora en el Ministerio.
—¿Tu tío… vive completamente soltero?
—Sí. Bueno, ha salido con varias mujeres en los últimos años. Con pocas, pero durante bastante tiempo cada una. Llegué a conocer a algunas. Eran unas mujeres muy serias, me daban un poco de miedo. Pero es como a él le gustan. Con unas estuvo dos años, con otras tres años… Pero no ha sentado cabeza con ninguna.
—Hmm… Bueno. Él es todavía muy joven. ¿Tiene veintitantos?
—Ya ha cumplido 30 años. No es tan joven, tu hermano tiene 25 y seguro que querrá casarse pronto con Riku y tener hijos antes de los 30, ¿verdad?
—Lo veo probable. Pero también depende mucho de una cosa, de haber encontrado realmente a la persona adecuada. Lex encontró bastante pronto a la persona adecuada, tuvo mucha suerte. Quizá tu tío aún no vio en sus parejas pasadas a la mujer adecuada. Ya sabes, es una decisión muy importante.
—Sí… —suspiró Evie, mirándolo de reojo con un gran deseo reprimido—. De todas formas, no veo a mi tío interesado en eso. No lo veo como un hombre de familia, la verdad. Y eso me apena. Parece que sólo quiere casarse con su trabajo, pero su trabajo no le deja… vivir la vida.
—A lo mejor es feliz dedicando su vida solamente a su trabajo.
—No… —murmuró Evie, y miró distraídamente el paisaje de la ciudad al otro lado de la barandilla de piedra, apoyando la barbilla en una mano—. Él nunca es feliz. Ni parece interesado en serlo. Es como si hubiera nacido con una misión concreta metida en la cabeza, y no tiene otra cosa en mente que cumplirla. Y el resto de las cosas… no importan.
Yenkis se quedó callado, pensativo. No mucho tiempo atrás, esta descripción de Hatori no le habría parecido muy diferente de cómo era su padre. Ahora ya no le parecía así, porque había visto en su padre un cambio, una mejora en su estado general de ánimo, su comportamiento y personalidad. Aun así… Yenkis todavía sentía que su padre y Hatori podían aún tener algo en común. Esa sensación de tener una misión concreta que cumplir en sus vidas, y no haberlo logrado aún.
—¿Cómo es que tu tío también tiene una caja como la tuya con utensilios de aseo dentro? —preguntó de repente Yenkis, y su amiga lo miró con un interrogante—. Antes, cuando fui un momento al aseo pequeño, me fijé en que, en el estante junto al lavabo, tu tío tiene una caja de madera forrada de terciopelo por dentro, igual a la que tienes tú en el baño de tu casa. Me ha podido la curiosidad y la he abierto sólo tres segundos… y dentro había lo mismo que en tu caja, unas tijeras grandes y relucientes, otras tijeras más pequeñas y una cuchilla de afeitar de las clásicas.
—¡Ah! —comprendió Evie—. Sí. Verás, eso es algo que tenemos mi tío, mi madre y yo. Fue cosa del abuelo Takeshi. Él ya les dio a mi madre y a mi tío esas cajas cuando eran pequeños. A mí me regaló la mía también cuando era pequeña. El abuelo tenía sus rarezas, ¿sabes? A mi madre, a mi tío y a mí nos dijo… bueno, nos lo exigió, que debíamos usar los utensilios que él nos había dado cada vez que nos cortáramos las uñas o el cabello. Dijo que otras tijeras cualesquiera no serían capaces. No sé… dijo que era algo genético, que teníamos las uñas y el cabello más fuertes de lo normal. Yo lo comprobé una vez. Cogí unas tijeras normales de uñas de una amiga, y unas tijeras normales de mi cocina. Intenté cortar una de mis uñas y un pequeño mechón de mi pelo, pero no pude. Solamente las tijeras que nos regaló el abuelo pueden. Deben de ser de mejor calidad o algo así.
—Bueno, eso es algo muy característico tuyo, Evie.
—¿Eh?
—No sabía que tu cabello y uñas también, pero ya conocí de ti que tu piel sí que es dura como el acero. ¿Cuántas veces te has caído, jugando al baloncesto o montando en bici? Nunca te he visto hacerte una raspadura siquiera.
—Ah, ya… Es verdad, nunca me he hecho una herida en la piel.
—¿Alguna vez te has visto sangrar? Ah, no me refiero a tus cosas femeninas. Me refiero a través de otra cosa.
Evie se puso roja un momento con vergüenza. Pero recordó que Yenkis, incluso hablando de cosas íntimas, lo hacía de una forma muy normal y natural, sin darle importancia.
—Ejem… pues… Sí, por ejemplo, cuando se me cayeron los dientes. También me ha sangrado la nariz algunas veces. La última vez, de hecho, fue hace dos meses, cuando una rival me dio un balonazo en la cara jugando al baloncesto.
—Aaah, ya veo. Entonces es que por dentro eres normal, pero por fuera tienes piel, pelo y uñas muy duros.
La chica se quedó callada un rato, de repente preocupada por esto. Miró a Yenkis de reojo con timidez.
—¿Te parece… algo muy raro?
—¿Eh? Pues claro —sonrió él.
—Oh… —agachó la cabeza unos segundos. Luego volvió a mirarlo de reojo—. Pero… ¿raro como para no gustarte, o…?
—¿Qué dices? —se rio Yenkis—. Es una pasada. No te haces ninguna herida ni aunque te arrastren por un camino lleno de piedras. ¡Ojalá yo tuviera una piel como la tuya! De hecho, aparte de las raspaduras, ¿alguna vez te has hecho un corte en la mano usando un cuchillo o unas tijeras normales?
—No, tampoco —Evie asomó una sonrisa más tranquila, y se ruborizó aún más.
—¿Te preocupaba que me fuera a disgustar? Si a mí me causara rechazo esta rareza tuya, entonces tú sí que tendrías que rechazarme a mí por mi ojo, hahah… —se rio, procurando no decirlo en voz muy alta.
Evie se dio cuenta de que él tenía razón en eso. Ella no era la única rara. Aunque tener el cabello, las uñas y la piel más duros o resistentes de lo normal era raro, todavía cabía dentro de la posible normalidad humana, y no podía compararse con que alguien emitiera una luz de según qué color a través de un ojo. Eso no tenía explicación biológica alguna. Aunque sí tenía explicación energética. Pero la ciencia de las energías Yin-Yang y sus manifestaciones visibles o físicas era una ciencia que sólo se investigaba, se manejaba y se enseñaba en la Asociación.
Los dos niños se trasladaron al salón para ir a ver el estreno de su serie favorita tal como tenían planeado. Hatori salió de su despacho por cuarta vez en esa tarde, tanto para ir a la cocina a coger un botellín de cerveza como para comprobar que sus dos jóvenes huéspedes estaban bien, con todo tranquilo y en orden. Conforme, volvió a meterse en su despacho.
Evie le había descrito a Yenkis que, dentro del pasillo, había cuatro puertas. Una de las del fondo era la habitación grande principal donde Hatori dormía, y enfrente de esta estaba otra habitación más pequeña que él usaba para invitados, donde solía dormir su sobrina. Luego, a mitad de pasillo estaba el baño principal, y, finalmente, había una tercera habitación más pequeña que las otras, que Hatori había reacondicionado como su despacho, donde tenía una pared entera cubierta por una estantería, un escritorio grande con dos ordenadores y un par de cajoneras, atestadas de papeles y carpetas, pero increíblemente colocados en absoluto orden y rectitud. No había ni una hoja de papel con una esquina doblada.
Por desgracia, lo que tenía a Hatori tan ocupado esa noche de sábado era ni más ni menos que la investigación de la masacre del callejón.
Hace poco logró sacar una imagen de Fuujin de una cámara de seguridad de una tienda cercana, no muy clara, aunque lo suficiente para evocarle un presentimiento. Un presentimiento de muy poco fundamento. Pero Hatori no trabajaba regido por razones sólidas y sospechas con mucho fundamento. Trabajaba con su instinto, su muy peligroso instinto, que ya había sido numerosas veces señalado por los propios iris de Japón cuando habían ido conociendo el trabajo policial de Hatori de los últimos años. Y este presentimiento era el de haber podido, quizá, tal vez, ver en el aeropuerto de Narita una cara parecida a la del Fuujin de la grabación de mala calidad de la masacre del callejón, el día que estuvo investigando un caso de tráfico de drogas y de repente uno de los paquetes de cocaína incautada por los demás policías esparció su polvo blanquecino por toda la zona.
Hatori no recordaba con exactitud que, en aquel momento del incidente, estaba cacheando y revisando la cartera de Neuval, que acababa de llegar del Monte Zou en avión. Ni siquiera sabía que ese hombre era Neuval Vernoux y mucho menos que él causó el incidente de la nube de cocaína con un soplido. Pero estaba ahí, esa sensación, de haber visto en el aeropuerto un rostro similar al del Fuujin del callejón.
Aquel día, en el aeropuerto, durante las tres horas que estuvo allí, cacheó a docenas de personas, demasiadas. Por eso, pidió a su subordinado las grabaciones de las cámaras del aeropuerto, y era lo que llevaba toda la tarde de hoy mirando en su despacho. Tenía sus dos ordenadores de la marca Hoteitsuba encendidos, cada uno con la pantalla dividida en cuatro diferentes ángulos de grabación y de diferentes horas, por lo que estaba observando ocho vídeos diferentes al mismo tiempo.
No tenía más remedio que hacer este trabajo de investigación policial en fin de semana y en su casa, porque los días laborales tenía que estar en su nuevo despacho de ministro haciendo el trabajo que le correspondía como ministro, ya que todavía no había elegido al nuevo jefe de la Policía. Y no era por otra razón que por resolver y terminar él mismo este caso pendiente, para él, el más importante de toda su vida, que había llegado, al fin, en este momento. La primera pista factible de Fuujin. Si eligiera ya al nuevo jefe, tendría que cederle la dirección del caso a él, y no quería eso.
El Gobierno le había concedido más tiempo de lo normal para zanjar su transición en el nuevo cargo y la elección de su sucesor, tanto porque consideraban a Hatori merecedor de un favor así, como por respetar su tiempo de duelo por la muerte de su padre. Duelo que, por supuesto, Hatori no estaba sintiendo en absoluto. Pero el tiempo se le acababa y tenía que darse prisa en, al menos, alcanzar a un sospechoso certero de ser Fuujin.
Espera, ¿quién era ese? Hatori se inclinó hacia una de las pantallas. La grabación en cuestión lo mostraba a él, a una distancia, cacheando a Neuval en los controles, y a otros policías más haciendo lo mismo con otras personas. Hatori entornó los ojos… otro hombre adulto occidental… Lo anotó rápidamente en su cuaderno, el número de grabación con la hora y el minuto.
Luego pulsó una tecla del otro ordenador y la pantalla le mostró, una vez más, la captura que uno de sus subordinados logró limpiar más o menos, con el rostro borroso, de perfil y en blanco y negro de Fuujin en medio de su brutal ataque a uno de aquellos criminales del callejón. Comparó este rostro con el de Neuval en el control del aeropuerto, a pesar de que este, igualmente, se veía un poco lejano y desde un ángulo alto, pero a color y con más nitidez, ya que las cámaras del aeropuerto eran de mucha calidad.
Concuerdan los rasgos. Pero no era el único. Hatori ya había anotado a otros tres sospechosos del aeropuerto con aspecto muy similar. Hombres adultos, blancos, con una altura estimada entre 1’80 y 1’95 y con cabello claro. Con este último rasgo, no quería descartar la posibilidad de que Fuujin fuera japonés, porque bien podría ser alguien con el pelo teñido. De todas formas, buscar en Japón a un sospechoso con el pelo claro era más fácil de lo que sería buscarlo en otros países con más abundancia de este rasgo.
Igual que había hecho con los otros tres sospechosos, Hatori capturó, encuadró y acercó la imagen de la cara de Neuval y la envió a otro programa que tenía abierto, de reconocimiento facial. Era un programa de extrema precisión y dudosa ética, que sólo algunos gobiernos del mundo tenían autoridad de utilizar, que contenía el registro de millones de personas ciudadanas del mundo.
—¿Qué? —murmuró, y sus ojos azules se abrieron con sorpresa, cuando el programa le mostró la ficha de identificación—. Neuval… Vernoux… ¿No es el padre de este chico?
Le desconcertaba un poco la casualidad, pero terminó de apuntar los datos y juntarlos con los otros tres sospechosos. Se puso en una pantalla las fichas de los cuatro posibles candidatos. Estaba Neuval, con su cabello de color castaño claro; también, un estadounidense de cabello rubio ceniza que se le parecía un poco; un mestizo mitad coreano y mitad alemán con cabello teñido de rubio; y un japonés también teñido. Todos se parecían bastante en los rasgos más notorios que el Fuujin borroso de la grabación del callejón podía ofrecer, como la nariz recta, la mandíbula fuerte y la anchura de la frente.
Cualquiera que viera ahora esta línea de investigación, le diría a Hatori que estaba loco, buscando cuatro agujas en un pajar que ni siquiera tenían certeza de relación con el iris del callejón. Y tendrían razón. Cuando Hatori seguía una de sus corazonadas, lo hacía por su cuenta, de forma personal, porque era consciente de que no podía gastar recursos policiales en algo basado en meros presentimientos y de que al resto de la Policía le podía resultar difícil comprenderlos. Por eso, solamente él estaba buscando a sospechosos en el día del aeropuerto. A los demás departamentos policiales, aquellos pocos que conocían la existencia de los iris, los había mandado a investigar por el resto del país a cualquier persona que cumpliera con los rasgos.
Por tanto, Hatori ahora tenía cuatro sospechosos, pero los demás agentes que trabajaban para él en este caso secreto estaban descubriendo más e investigándolos de cerca igualmente.
«Así que Neuval Vernoux estuvo ese día en el aeropuerto, regresando a Tokio de algún viaje» se puso a pensar. «Siendo quien es y su profesión, es normal que sea alguien que viaja continuamente. Aquí pone que es originario de Francia, pero ciudadano residente en Japón desde hace al menos 25 años, y estableció aquí la sede de su multinacional. ¿Podría un genio tecnológico ser Fuujin? Lo veo demasiado arriesgado. Neuval Vernoux es un hombre muy expuesto al público… y, además, su multinacional colabora con el Gobierno desde siempre, proporcionándonos tecnología de comunicación y seguridad». Miró un momento el logotipo de la marca Hoteitsuba en la parte baja del monitor.
«Por no hablar… de que es el vecino de Viernes. ¿Qué iris en su sano juicio viviría al lado de la hermana y la hija de dos cazadores iris? ¿Y dejaría a su hijo ser amigo de mi sobrina y venir a mi propia casa? Sería demencial. Veo a Neuval Vernoux como la opción menos probable de ser Fuujin». Miró hacia otro lado, poniendo una mueca reflexiva. «Pero no puedo descartarlo. No puedo descartar a nadie. Si algo útil hizo mi padre por mí, fue enseñarme a ser mejor que él en este trabajo».
«A ver… ¿qué hay de los otros tres?» se puso a analizar las otras fichas. «Han-Yun Choi… 51 años, surcoreano, de madre alemana, trabaja de traductor de varios idiomas para el sector comercial… Teruki Yamashita, 48 años, japonés, profesor de la facultad de Bellas Artes de Kioto… y… Jeffrey Kingsley, 39 años, estadounidense, gerente de planta en la sede Hoteitsuba de Boston, Massachusetts».
Hatori se quedó unos segundo con la mente en silencio, sin apartar los ojos de esas palabras de la ficha. «¿Otra casualidad? Este Jeffrey Kingsley resulta ser alguien que trabaja en la Hoteitsuba de Estados Unidos, en un cargo importante… y estuvo en el aeropuerto el mismo día que Neuval Vernoux. ¿Vinieron juntos, tal vez, de un mismo viaje de trabajo? No… según la hora de las grabaciones, Kingsley pasó los controles horas antes de Neuval Vernoux… ¿Debería parecerme raro? ¿Cuántas personas trabajarán en Hoteitsuba, 50 mil, 100 mil, 500 mil? ¿Cuántas de ellas harán continuos viajes de trabajo por todo el mundo? Esta casualidad es perfectamente posible. Aun así, Kingsley entra en el perfil de los otros tres sospechosos por sus rasgos».
El peso de la semana terminó pasándole factura. Tenía intención de investigar hasta la madrugada, pero cuando se frotó los párpados descubrió el cansancio que cargaba. Decidió priorizar su salud mental y dormir debidamente, para así seguir siendo productivo y eficaz al día siguiente, aunque fuera domingo.
Apagó sus equipos y las luces. Al salir de su despacho, encontró mucho silencio y todo a oscuras. Fue al salón. Vio a Yenkis ya dormido sobre el amplio sofá, donde Evie le había colocado cómodas sábanas, manta y almohada. Sin hacer ruido, comprobó que puertas y ventanas estaban bien cerradas y todo en orden. Volvió a meterse en el pasillo. Se asomó a la habitación de Evie y la vio también ya dormida en su cama. Conforme, Hatori se metió en su habitación y no tardó en acostarse.
A la media hora, cuando todo ya estaba tranquilo, Yenkis abrió los ojos. El izquierdo apenas le brilló un microsegundo, porque lo tenía ya bien entrenado. Se sentó sobre el sofá y prestó atención, asegurándose de que no oía ni una mosca por toda la casa. Alargó una mano hacia su mochila, reposando en el suelo junto al sofá. Sacó su cubito con cuidado.
* * * *
En una carretera perdida en medio de campos, bosques y montañas, la furgoneta blanca sobre la que Haru seguía tumbado hacía rato que ya se había enfriado. Sus tres compañeros de grupo estaban dentro, en la espaciosa parte de atrás, con una lámpara de batería portátil encendida jugando a las cartas sin preocupación alguna, de completo relax. Les envolvía una nube de humo, de los canutos de marihuana que se estaban fumando. Llevaban también unas latas de cerveza ya vacías, y escuchaban música de uno de sus teléfonos móviles.
Le habían insistido a Haru varias veces que dejase de estar ahí fuera helándose y se uniese a la partida y al calor de dentro. En otras circunstancias, él habría accedido. Pero, antes de ser un amigo humano normal o un músico relajado, era un iris. Haru no estaba fuera de la furgoneta por capricho. Perdido en mitad de la nada con tres humanos que además eran como hermanos para él, y aunque todo allí pareciera tranquilo, su sentido del deber primaba sobre cualquier riesgo. Un animal salvaje, unos bandidos, una repentina tormenta… cualquier cosa podía pasar y él estaba ahí fuera vigilando.
Tampoco podía quejarse. La vista era espectacular. Todo era tinieblas a su alrededor, pero, sobre él, el manto de estrellas era sobrecogedor. Soñaba con adquirir algún día el poder de volar y navegar un cielo como ese. Era una habilidad de máximo nivel, por eso sólo Neuval podía hacerlo actualmente. Además de Alvion.
Como había terminado su gira, ya no llevaba sus estilosas y extravagantes ropas, llevaba ropa normal, aunque aún conservaba cosas de su estilo personal, como su estrafalario peinado de dos colores, los ojos pintados, las uñas también… Llevaba también un anillo grande de acero de una calavera con alas de mariposa, se lo prestó Nakuru hace un año. Había olvidado devolvérselo. A lo mejor se lo quedaba, si ella no lo pedía de vuelta. Ya había compartido accesorios y prendas con ella muchas veces, ya que el estilo de ambos era similar. Ciertamente, algunos miembros de la KRS y la SRS se comportaban como hermanos.
Haru le dio otra calada a su cigarro de marihuana. Observó el humo salir de su boca hacia el cielo estrellado. Frunció el ceño. Una de esas estrellas se estaba moviendo veloz hacia ese lugar. Entonces se dio cuenta de que era la brillante luz blanca de Neuval, volando por el cielo.
El chico se bajó del capó y miró hacia arriba fijamente, emitiendo otro brillo blanco de su ojo iris. Al parecer Neuval lo vio, pues cambió su trayectoria y descendió en picado hasta aterrizar frente a la furgoneta, trayendo consigo un vendaval que levantó una gran nube de polvo por la carretera. Haru hizo unos pequeños aspavientos con la mano, provocando unas enormes ráfagas de aire que despejó el polvo del lugar en un segundo. Después le echó un vistazo al recién llegado, dándole otra pasiva calada a su cigarro. Neuval llevaba la capucha de su sudadera negra puesta.
—El chándal deportivo negro te queda sexi —le comentó el chico.
Entonces Neuval se quitó la capucha y empezó a escupir plumas con torpeza.
—Eso ya es menos sexi —dijo Haru.
—Creo que me he chocado con algún pájaro descendiendo hasta aquí.
—Ajá —el chico le dio otra calada a su cigarro, impasible.
—¿“Ajá”? ¿Eso es todo lo que tienes que decirme? —protestó Neuval, pero le sonrió y extendió los brazos—. ¿Ni siquiera un abrazo?
—Tío, que ya no soy un niño —rezongó Haru.
—No me vengas con esas, Akimitsu. Cuando hace tres años arreglé tu guitarra eléctrica que dabas por perdida, casi me partes las costillas del abrazo que me diste.
—Yo hago las cosas cuando me apetecen —se encogió de hombros.
—Por mucho que me ofenda tu fría bienvenida, no puedo comprenderte más. El viento sopla donde quiera cuando quiera —dijo mientras se acercaba a la furgoneta para comprobar su estado exterior general.
—No es sólo por eso —le dijo Haru—. Sigo cabreado contigo.
—¿Y eso por qué?
—Por tardar tanto en volver a la Asociación.
—Pero he vuelto, ¿no?
—No pude asistir a tu bienvenida la otra noche, pero le pedí al maestro Pipi que te diera un bofetón de mi parte.
—Ya, ya, no te preocupes, Pipi hoy me ha dado ya un par de palizas, aunque no por ti —dijo mientras abría la puerta lateral del vehículo y encontró a esos tres humanos de relax, cómodamente sentados en el suelo de la parte de atrás con varios cojines, una mesita, una lamparita, cartas, cervezas y mucho olor a porro—. Hala… qué recuerdos de mi juventud…
—Hala, ¿de dónde ha salido este hombretón? —preguntó una de las dos chicas, mirando a Neuval de arriba abajo varias veces.
—Buenas noches. Soy el mecánico.
—¡Madre mía, ¿qué voz es esa?! —exclamaron con sorpresa—. Casi se me derriten los oídos… —balbució el bajista—. Y a mí casi se me derrite la entrepierna… —dijo una de las chicas—. Oye, mecánico, el sonido de tu voz roza lo divino, di algo más.
Neuval giró la cabeza para mirar un momento a Haru.
—Están muy fumados —le explicó el chico—. De todas formas, tienen razón. Tu voz siempre ha sido impresionante.
—Ah… ¿será por eso…? Katya era la mujer más seria, disciplinada y poderosa en el autocontrol que he conocido, pero era susurrarle una sola palabra en su oído y de repente me arrancaba la ropa. Empecé a sospechar que mi voz le gustaba bastante.
—Preferiría no conocer cosas tan privadas de Ekaterina.
—En fin —Neuval miró de nuevo a los otros tres—. Seguid con lo vuestro, voy a llevaros de vuelta a la capital.
—¡Por fin! —celebró el bajista.
—Eh, yo quería ir al onsen… —protestó la otra chica.
Neuval volvió a cerrar la puerta y regresó a donde estaba Haru, poniéndose delante del capó.
—Espera —le puso Haru la mano delante—. Aún no he aceptado nada. Vas a arreglar la furgo y llevarme de vuelta a Tokio, ¿por qué razón exactamente?
—Vas a ayudarme a meter a mi hijo en vereda.
Haru se quedó varios segundos pensando, con ojos entornados de confusión.
—Disculpa, ¿qué hijo?
—¿Tú cuál crees?
—Pues como no tengas un tercer hijo secreto por ahí, no tengo ni idea de a quién te refieres, Fuujin-sama, teniendo en cuenta que los dos que yo conozco, uno es un humano ejemplar y el otro un iris inocente, ambos incapaces de hacer daño a una mosca o hacer algo malo. ¿Seguro que no te refieres a tu hija? Que yo recuerde, es la que más se parece a ti en cuanto a comportamiento regulinchi.
—Lo creas o no, la loca del medio es la única que últimamente me está trayendo más paz y alegría —dijo mientras dejaba su estuche negro sobre el capó.
—Me sorprende que digas eso, después de la nueva gran hazaña de Lex, aplaudida por todo el hospital y todo el gremio de médicos del país.
Neuval dejó lo que estaba haciendo y se quedó inmóvil mirándolo con una ceja muy arqueada.
—¿Eh?
—Hmm… —murmuró Haru, mirando al cielo con una mezcla de cansancio y reflexivo—. ¿Me estaré yendo de la lengua?
—Suelta todo lo que sepas, o me meto yo mismo en tu mente —le dijo Neuval, agarrándolo de las solapas de la chaqueta, intrigado.
—No me parece bien que te enteres a través de mí de algo muy importante que ha hecho uno de tus hijos.
—Haru, llevo años dependiendo de su novia, de mis padres y de otras terceras personas para informarme de todas las novedades de la vida de Lex, así que cuéntamelo de una vez. ¿Qué ha hecho, y cuándo, y tú cómo lo sabes?
—La enfermera que cuida de mi padre es del mismo hospital. Hablé hoy con ella para que me contara qué tal iba mi viejo, y me comentó esa noticia, que había causado un gran revuelo en el hospital durante todo el día de ayer, viernes.
Neuval apartó la mirada a un lado rápidamente, recordando algo. Su madre le dijo, durante la conversación telepática que tuvo con ella en el cementerio el miércoles pasado, que Lex no podía venir porque tenía una operación.
—¿Es por esa cir… cirug… ugía…? ¡Aaagh! —gritó con rabia de repente—. ¿La puñetera cosa esa que tenía el miércoles? ¿Qué tenía esa de importante sobre las demás?
—¿De verdad que no puedes pronunciar la palabra “hospital” o “cirugía” sin que se te encojan los huevos? —se mofó Haru.
—Un respeto a tus mayores —le reprimió Neuval, y le hizo un gesto impaciente con la mirada.
—Sí, bueno, por lo visto se trataba de la extirpación de un tumor maligno del cerebro de una niña bastante pequeña. La enfermera me explicó que sus padres estaban desesperados porque todos los neurocirujanos a los que acudieron por todo Japón y por Estados Unidos les dijeron que era imposible quitárselo sin acabar matando a la niña. Pero entonces el caso llegó a oídos de Lex y, al parecer, fue el único que le echó cojones y se pasó una semana trabajando día y noche con su equipo investigando y practicando mil formas de realizar la extirpación en un simulador. Iban a contrarreloj porque la niña ya estaba en coma y a días de palmarla. Y entonces Lex dio con alguna clave milagrosa, a saber qué, yo no entiendo de eso… y se lanzaron a operar a la niña, parece ser que durante horas y horas… dos días enteros, creo. Y, en fin. Todo un éxito. La niña sobrevivió, y dicen que se está recuperando favorablemente, aunque aún la tienen que vigilar, es pronto.
En ese momento Neuval entró en un estado metafísico ausente, en éxtasis. Se quedó mirando al horizonte con ojos muy abiertos, sin pestañear.
—Wow… —Haru se separó un paso de él, algo asustado—. Tienes una sonrisa tan espeluznante y grande que apenas te veo el resto del careto.
—Oye, Haru, ese modelo deportista occidental colega tuyo está tan hinchado que parece que va a explotar de un momento a otro —le dijo su compañera de grupo, la que tocaba la batería, dejando la puerta lateral abierta.
—Tranqui, es su orgullo, que no encuentra más espacio en su cuerpo. Y no es modelo. Es un científico, ingeniero, inventor y empresario.
Los tres humanos compañeros de Haru se quedaron mudos un momento.
—¿Para qué coño se molesta en trabajar en tantas cosas, teniendo el cuerpo modélico de un semidiós vikingo de dos metros? —protestó la chica de antes, incrédula.
—No llega a los dos metros —repuso Haru, pero luego se giró y volvió a observar a Neuval detenidamente, de arriba abajo, y le entró la duda—. Fuujin-sama, ¿cuánto mides?
—Justo cuando pienso que ese chico no puede sorprenderme más, y vuelve a dejarme pasmado… —decía Neuval, hablando consigo mismo, todavía con esa expresión henchida de orgullo en la cara mirando al horizonte—. ¿Te lo puedes creer, Katya? No existe un humano más increíble que nuestro hijo…
—¿Ves? Te lo dije —le mostró Haru a su compañera, después de haber medido la altura de Neuval con una cinta métrica extensible que habían encontrado dentro de la furgoneta, ya que se la habían alquilado a un familiar de ellos que era albañil—. Mide 192 centímetros, no dos metros.
—Tío, ¿en serio? Como si me marcas la diferencia entre un pepino y un calabacín —bufó la baterista, y luego puso cara pensativa—. Hablando de pepinos. Me pregunto… —se dijo a sí misma, cogiendo el metro extensible de las manos de Haru y se inclinó hacia la mitad de Neuval.
—Lo que daría por poder ir a felicitar a Lex en persona y hacerle un buen regalo sin que me cierre la puerta en las narices… —seguía murmurando Neuval—. ¡Ah! —exclamó de repente con susto cuando notó un roce en la entrepierna, apartándose de la chica de un brinco—. Mademoiselle! —la miró escandalizado, protegiéndose con las manos ahí abajo.
—Eh, colega, tranquiiiilo. No pasa nada. No es lo que crees, no pienses nada raro —le dijo esta, con su arrastrado y relajado tono de voz—. Solamente quería medir tu pene.
El cerebro de Neuval sufrió un pequeño cortocircuito. Claro que había estado los últimos dos minutos ignorando su alrededor y había pasado de recibir la maravillosa noticia sobre Lex a tener de repente a una joven desconocida midiéndole partes del cuerpo con una cinta métrica de albañil.
—De todas las cosas que he hecho con mujeres, esa sería la más normal y elegante de todas —terminó declarando Neuval.
—Qué interesante —dijo la chica, alzando el metro—. ¿Entonces me dejas ver cuánto te mide la…?
—No —contestó Neuval tajantemente—. Tienes la mitad de mi edad, so loca. Dame esto —le arrebató la cinta métrica y se dirigió a la parte delantera del vehículo otra vez, y abrió el capó para examinar el motor.
—No te pongas así, tengo 23 años. Tú apenas me sacarás 8 años…
—Tengo cuatro décadas y media, canija midepenes, así que ya me estás tratando con más respeto.
—¡Qué flipe! ¿¡45 añacos!? —gritó perpleja—. ¡Eso es superviejo! No puede ser, ¡eres un carcamal!
—¡Ahh! —Neuval levantó la vista, dando un respingo dolido, llevándose una mano al pecho—. ¡Es una edad perfectamente joven todavía! ¡No es para nada de viejos!
—¿¡Pero qué dice, pedo vetusto!? No sé su secreto para tener un cuerpo físico tan joven, pero si de verdad tiene 45 añacos, está usted ya para el arrastre, ¡abuelo!
—¡Ab-…! —se llevó la otra mano al pecho, para contener el doble de dolor.
Pero a partir de ahí Neuval se quedó petrificado, mirando al vacío con ojos desconcertados, sufriendo un bofetón de realidad, un golpetazo cósmico, sumergiéndose en un conflicto interno acerca de su existencia en el universo.
—Putain de vie, pero si estoy ya rozando los 50… —murmuró con congoja—. Siempre vi los 45 años como la edad de los jóvenes señores elegantes, pero esta fumada sinvergüenza tiene razón… Soy un pedo vetusto…
—Fuujin-sama —lo llamó Haru en voz baja, viendo que lo estaban perdiendo, y le dio toquecitos en el brazo—. Fuujin-sama… No es momento para que entres en otra crisis depresiva, por favor. Dale caña a la furgo o me voy por mi cuenta a buscar una grúa. Te recuerdo que eres un iris y que tus 45 años equivalen a la edad de 30 años humanos.
—No es por el tema físico o de salud, Haru —le dijo Neuval, mirándolo con lágrimas en los ojos, mientras movía los brazos por dentro de la maquinaria del vehículo—. Es por cómo me ve y me trata el resto de la gente al saber cuánto tiempo llevo viviendo —señaló con un dedo manchado de aceite negro a la otra chica—. ¿45 años es ya para la sociedad la edad de un abuelo?
—Fuujin-sama. Creo que te estás tomando muy a pecho el comentario de una humana de 23 años que acaba de fumarse un porro entero de marihuana.
—Sé sincero. Tú tienes 20 ridículos años —siguió sollozando—. ¿Tú también me ves así? ¿Te parezco un viejuno? ¿Pasado de moda, alejado de la juventud actual?
—Para mí la edad no es un número, sino una actitud. El viejo Lao me parece el más joven de todos nosotros. Y tú te le acercas.
—Oh… —se asombró ante ese punto de vista—. Guau… Rezumas sabiduría, Fuujin-san.
—Gracias. Y ahora, ¿vas a arreglar la furgo de una vez, o vas a seguir lloriqueando por tonterías?
—He terminado de reparar el motor en estos 30 segundos de lloriqueo —Neuval le puso en las manos la llave, la cinta métrica y el clip y pasó de largo para limpiarse las manos con un trapo viejo que había en la guantera del interior del vehículo.
Haru se quedó de piedra un momento. Pero luego recordó que no debería sorprenderse en absoluto. Neuval le hizo un gesto para que se subiera de copiloto, mientras él se subía al volante. Ya listos, la furgoneta arrancó como la seda, y Neuval fue conduciendo dirección este.
—Uah… —bostezó Haru, apoyándose perezosamente contra la ventanilla—. ¿Entonces qué quieres, que castigue a uno de tus hijos? Si se trata de Lex, olvídalo. Lex es uno de los humanos que más respeto en el mundo entero.
—Por supuesto que no me refiero a Lex. Y con “meterlo en vereda” me refería a que sometas a Yenkis a un entrenamiento intensivo, disciplinarlo en el dominio básico del aire.
Haru levantó la cabeza, dirigiéndole una mirada preocupada.
—¿Qué ha pasado?
—Nada. Sólo una pequeña manifestación emocional. Hace ya años que se me pasó por la mente la posibilidad de que algo así pasaría cuando Yenkis entrara en la pubertad, pero…
—¿Qué opina nuestro Señor Alvion al respecto?
—Tú no te preocupes por el vejete. Hazme este favor a mí y ya me encargo yo de Alvion si tiene alguna queja. Pero Yenkis me sigue perteneciendo a mí, incluido su iris y lo que haga con él, así que yo me hago responsable. Tú sólo enséñale el control básico. No de lucha, sino emocional.
—El de lucha también le resultará útil.
—No, porque no va a matar criminales.
—Pero sí va a vivir en este mundo, donde, seas humano o no, no viene mal saber un poco de lucha y defensa personal.
Neuval frunció los labios. La verdad es que Haru tenía razón en eso.
—Supongo que me pides a mí entrenarlo en lugar de hacerlo tú mismo porque no tienes tiempo suficiente —dijo Haru—. ¿Cómo vas a pagarme a mí el tiempo de mi periodo vacacional?
—¿Qué pedirías? —sonrió Neuval—. Y por favor, no digas una Maî-…
—Una Maître —contestó Haru directamente.
—Ay… —suspiró—. ¿Tienes idea de lo costoso que es? Es el arma más compleja que jamás he inventado. Por eso a día de hoy sólo hemos podido hacer cuatro.
—¿¡Cuatro!? ¿Quién más tiene una, aparte de Lao, tú y Lex?
—Lao le ha hecho una a Kyo.
—Qué suerte tienen algunos… —refunfuñó el chico, apoyando la barbilla en una mano y mirando por la ventanilla—. Pues no se me ocurre nada. Porque me sobra el dinero.
—¿Sabes qué le regalé a Yenkis por su noveno cumpleaños?
—¿Otra Maître?
—No —contestó con tono paciente—. Una guitarra semiacústica.
—Mm —respondió Haru sin más, indiferente. Sin embargo, se dio cuenta de algo. Se giró y lo miró fijamente—. ¿Construida por ti?
Neuval asintió con la cabeza. Haru ahora tenía los ojos abiertos como platos. Él mismo era guitarrista, era su mayor pasión en la vida, y además era un iris Fuu, el tipo de iris que más apreciaba toda la ciencia del sonido. Una guitarra de ese tipo, construida por el mayor genio tecnológico del mundo, y el Fuu de mayor nivel del mundo… sólo alguien como Haru podía considerarlo como un regalo divino.
—Pero si quieres, intento hacerte una pistola Maître —comentó Neuval.
—Olvida la jodida pistola, quiero esa guitarra.
Neuval soltó una risilla, tomando la negociación por zanjada. No obstante, el reloj digital de su muñeca comenzó a dar unos parpadeos.
—Hoti, ¿qué pasa? —preguntó, sin apartar la vista de la carretera.
—“Mi protocolo de seguridad ha generado una preocupación.”
—Vale, ¿qué te preocupa?
—“Yenkis. Intentó hackearme con un dispositivo extraño hace unos días.”
—¿¡Que intentó hack-…!? —brincó Neuval con disgusto.
—Hahah… Digno hijo de Ekaterina —se rio Haru.
—“No lo logró. Pero esa no es la cuestión. Establecí una ruta de conexión con ese dispositivo. Puedo localizarlo cuando se activa. Se acaba de activar. Pero no en el lugar esperado.”
—¿Qué? ¿A qué te refieres?
—“Escuché tu conversación con Hana. Yenkis debería estar ahora en la vivienda de los Fujimoto. He comprobado la dirección de los Fujimoto. Yenkis no se encuentra en la vivienda de los Fujimoto. Se encuentra en otra vivienda mucho más lejos.”
—¿¡En qué otra vivienda!? —exclamó Neuval, entrando en pánico y pisando el acelerador a fondo—. ¡Dame la dirección!
—Oh, oh… —se preocupó Haru.
Evie dejó la mochila de Yenkis sobre una silla del vestíbulo. Hatori entró directamente al salón tras quitarse los zapatos en el escalón de entrada, y fue quitándose la chaqueta y la corbata.
—Gracias por llevármela, Evie —le dijo Yenkis, mientras dejaba los zapatos junto a los de ellos y se ponía las zapatillas de invitado—. Debería haberlo hecho yo.
—No seas tonto, no me ha costado nada. Además, no quiero que mi tío se ponga pesado. Es muy estricto con los modales. Pero no te preocupes, tú no tienes que forzarte, ¿vale? Tú relájate, eres mi invitado.
—Evie —se oyó la voz de Hatori por ahí. No gritó, pero sonó tan severo que la chica se puso firme como un soldado de forma automática—. Ven aquí. Ahora.
La muchacha se adentró en el amplio salón y Yenkis la acompañó. Vieron a Hatori en la parte donde estaba la mesa del comedor, rebuscando algo en los bolsillos de una mochila sobre la mesa.
—¡Mi mochila! —exclamó Evie, echando la vista atrás un momento para comprobar que, en efecto, no estaba en la silla del vestíbulo donde la había dejado junto a la de Yenkis—. ¿¡Qué haces!? —se fue corriendo hasta su tío, enfadada—. ¡Te he dicho mil veces que dejes esa fea manía tuya de rebuscar en mis cosas sin permiso! ¿Qué te crees que vas a encontrar, un paquete de tabaco, una botella de cerveza, un arma? ¡Tío Hatori, tengo ya 12 años! Tengo cosas de aseo personales, ¿sabes? —dijo cogiendo su mochila y apartándola de él.
—¿Dónde está? —preguntó Hatori, cerrando los ojos y dando un suspiro paciente, apoyando los dedos sobre la mesa.
—¿Dónde está el qué?
—Tu jarabe. El que se supone que debes estar tomando tres veces al día hasta el próximo martes.
—Mierda, mamá se lo ha dicho… —murmuró Evie con horror, pero rápidamente se puso a disimular, con una sonrisa forzada—. Oh… aaah, el jarabe, sí. Está… ¡Ayyy, nooo! —se dio una torta en la frente, actuando fatal—. Me cachis… ¡Se me ha olvidado en casa! Qué cabeza…
Yenkis tuvo que mirar para otro lado para reprimir una risa. No era sólo lo mal que mentía Evie, era la cara de Hatori. La miraba muy fijamente, sin pestañear siquiera, con una mezcla de santa paciencia, de tener un dilema entre tirarle de la oreja o perdonarla compasivamente, y de sentirse enormemente ofendido por ver que Evie lo estaba tratando de idiota.
—Siéntate —le ordenó él, apuntando con un dedo a una de las sillas que rodeaban la mesa.
—Oh, no, tío, por favor, otra vez no… —suplicó ella.
—Evie Mukai —pronunció con voz potente y autoritaria.
Evie bajó la mirada, abatida, y obedeció. Se sentó en la silla. Hatori agarró una lámpara flexo que había sobre la mesa, la acercó y se sentó en otra silla frente a la chica. Encendió el flexo y apuntó directamente a la cara de Evie, la cual entrecerró los ojos con molestia.
—¿Para qué te ha recetado el médico ese jarabe? —le interrogó el hombre, conciso y frío.
—Para la tos. Un catarro de infección bacteriana. Pero es que apenas tengo ya tos, ya estoy casi curad-…
—¿Es un jarabe con antibióticos?
—Sí.
—¿Sabes lo importante que es respetar a rajatabla el número exacto de tomas, en su debido momento, en su debida cantidad, cuando se trata de antibióticos?
—Sí.
—¿Realmente lo has olvidado en casa?
—No.
—¿Y quieres curarte?
—Sí.
—¿Y por qué te niegas a tomarlo?
—Sabe a amoniaco.
—¿Qué consideras más importante?
—El curarme.
—¿Cuándo es la próxima toma?
—Ahora, antes de la cena. Pero también puede ser después de la cena…
—¿Dónde está?
—Ay… —suspiró, cerrando los ojos, rendida—. En mi abrigo.
Hatori, sin apartar la vista de ella, chasqueó los dedos en la cara de Yenkis, que estaba ahí de pie junto a ellos. Este se sobresaltó, pues se había quedado aturdido al presenciar semejante intenso interrogatorio policial, y el hombre le señaló hacia la entrada, donde estaba colgado el abrigo de Evie en el perchero. Yenkis captó el mensaje, sonrió y fue a buscarlo. Regresó con una botellita, con una cuchara de plástico dosificadora propia, y se las entregó a Hatori, que lo esperaba con la mano extendida, sin dejar de vigilar a Evie.
—Tómatelo.
—No… —dijo la niña, con cara tristona—. Jamás me obligarás.
—Quedarás arrestada.
—Lo soportaré.
—Hm… —suspiró Hatori—. Eres difícil, tendré que recurrir a la tortura —se levantó de la silla y se fue hacia la cocina, que se encontraba en una zona abierta algo más allá del comedor.
—¡No! ¡Eso otra vez, no! ¡Cualquier cosa menos eso, por favor! —imploró la niña.
—No me dejas opción.
Hatori sacó algo de la nevera y regresó hasta Evie con un plato cubierto por un plástico. El plato estaba lleno de brócoli cocido. Ella aborrecía tanto el brócoli que se tapó tanto la nariz como los ojos. Hatori garró la esquinita del plástico con la punta de los dedos, amenazando con destapar el infierno.
«Menudo par de personajes» pensó Yenkis, viendo aquello muy entretenido. «Ahora entiendo por qué todos dicen que la familia de Evie da miedo. Visto desde fuera, dan esa impresión, sin duda. Pero visto desde dentro… uno se encuentra con esto».
Aun así, el chico sintió que tenía que ayudar a su amiga, aunque todo aquello fuera una graciosa y extravagante escena familiar. Se acercó a ella y cogió la botellita y la cuchara. Mientras los otros dos estaban luchando por dejar claro quién mandaba, vertió el jarabe en la cuchara con la dosis adecuada y la aproximó hacia su amiga.
—Vamos, Evie —sonrió, acercándole la cuchara.
Tanto ella como Hatori lo miraron con sorpresa. Evie observó la cuchara, afligida, y luego a Yenkis. Tras un rato dubitativa, cogió la cuchara y se tomó el líquido, poniendo una mueca de asco y sufrimiento. Después se quedó en silencio con cara triste por haber sido derrotada, pero luego volvió a levantar la mirada hacia Yenkis, y al ver su sonrisa satisfecha, Evie se sonrojó y también sonrió.
A Hatori le asombró bastante esto. Evie era la persona más difícil de convencer del mundo cuando se trataba de comer verdura o tomar una medicina. Durante unos segundos, Hatori estuvo observando a los dos niños, sus sonrisitas inocentes, sus miradas cruzadas que no decían nada, pero decían mucho.
—¿Sois muy amigos? —les preguntó.
—¿Eh? ¿Qué? —brincaron los dos, girándose con caras confusas.
—¿Sois íntimos? ¿Os lleváis muy bien y todas esas cosas?
—Aeh… eh… —balbució Evie.
—Sí, somos muy cercanos —respondió Yenkis felizmente—. De hecho, Evie y yo somos mejores amigos.
Hatori observó por dos segundos la cara sofocada y nerviosa de Evie.
—Muy bien. Pues tú dormirás en el sofá de aquí, del salón, bien lejos de la habitación de Evie —ordenó Hatori.
—Sí, señor —asintió Yenkis alegremente, sin captar la indirecta.
Evie tenía la cara de un rojo incandescente. Se dio la vuelta sobre la silla para ocultarlo.
—Evs, voy a estar trabajando hasta tarde en mi despacho, así que no molestéis si no es una urgencia —les advirtió el ministro, mientras se iba a devolver el plato de brócoli a la nevera.
—Tío, pero si es sábado… ¿No vas siquiera a cenar con noso-…?
—Mi trabajo no entiende de horarios. No ensuciéis ni desordenéis, Jorani no viene hasta el próximo martes. Le he dado el lunes libre, ya que hoy le he hecho venir a limpiar y a cocinar para vosotros. Él ya te preparó tu cama en la habitación de invitados, y te ha dejado ropa de cama aparte para tu amigo. ¿Sabrás ocuparte de nuestro invitado para que no le falte de nada? Saldré a echaros vistazos de vez en cuando.
—Sí, yo me encargo de todo. No te preocupes —le sonrió Evie, poniéndose en pie y firme—. Cenaremos, recogeremos y limpiaremos. Y estaremos trabajando en nuestra tarea desde las siete y media hasta las diez.
—Y a la cama —concluyó Hatori.
—Q… ¡No! —corrió hasta pararse delante de él, y juntó las palmas de las manos—. Tío Hatori, porfi, déjanos hasta las doce. Queremos ver la nueva serie que han estrenado del actor Takanawa. Es de comedia y aventuras espaciales. Para todos los públicos. Veremos dos episodios, y a medianoche ya estaremos yéndonos a dormir. Es sábado, tío… porfi…
Hatori seguía mirándola. No decía nada. Estaba serio. Pero Yenkis podía percibir en sus microgestos una lucha interna. Podía ver lo fuerte que era su voluntad por respetar horarios estrictos, pero algo le estaba haciendo la cara suplicante y los ojos grandes y tristes de Evie que le hacía apretar los labios con fastidio. Finalmente, el hombre cerró los ojos y relajó los hombros, suspirando.
—Va-…
—¡Graciaaas! —gritó Evie, sin dejarle siquiera terminar la palabra, y lo abrazó con fuerza—. Eres el mejor, ¡te quiero mucho!
Quizá fuera porque Yenkis no lo había visto cambiar de expresión en todo el tiempo que lo había conocido, que esa pequeña variación en su rostro le llamó la atención con claridad. Puede que Evie lo hubiera dicho como una frase hecha, empujada por la gratitud, o que lo hubiera dicho con sinceridad, lo cual también era probable, porque Yenkis ya había oído de ella lo que sentía por cada miembro de su familia. Pero los afilados y helados ojos de Hatori de repente se templaron un poco, su ceño se aflojó. El vacío negro de sus pupilas… se volvió menos vacío, más humano.
Yenkis se dio cuenta de lo mucho que significaba para él ese abrazo y esas últimas palabras de Evie, y lo poco que Evie sabía sobre ello. Hatori fue a posar una mano sobre la cabeza de Evie, como un ademán de devolverle el abrazo, pero la chica ya se separó de él, contenta, corriendo de vuelta hacia su amigo.
—¡Ven, vamos a cenar, Kis! ¡Tienes que probar la comida de Jorani! —lo agarró de un brazo y lo llevó hacia la cocina.
Al pasar por su lado, Yenkis tuvo que frenarse con pasos estrepitosos, y se paró ante Hatori para inclinarse respetuosamente una vez más.
—Con permiso —se aseguró de decir antes de entrar libremente a su cocina y tocar su comida—. No le molestaremos, señor. Que haga un buen trabajo.
—Vosotros también —respondió Hatori, aceptando sus buenos modales.
Sin embargo, aprovechando que Evie se puso a sacar platos de los armarios y la bandeja de pollo asado con patatas y hierbas del horno, agarró el hombro de Yenkis un segundo justo cuando este se estaba girando, indicándole que aguardara. Yenkis volvió a mirarlo, atento.
—¿Puedo contar contigo? —le preguntó Hatori.
—¡Claro! —respondió enseguida, y luego frunció el ceño—. Eh… ¿para qué?
—Ayuda a Evie a no decaer en sus estudios —le explicó Hatori—. La muerte de su abuelo ha sido para ella un golpe más fuerte de lo que ella quiere hacer parecer. Cuando murió su abuela paterna hace algunos años, la afectó gravemente, durante bastante tiempo. Su rendimiento escolar decayó, su rendimiento en el baloncesto, su apetito, su humor… Intento diagnosticar hasta qué punto le está afectando la reciente muerte de su abuelo Takeshi. Pero sus cambios de humor me confunden. Cuando no hay nadie cerca, la veo vacía. Pero cuando tú te acercas…
Hatori hizo una pausa. Yenkis ladeó la cabeza, confuso, esperando que terminara la frase. Con esto, Hatori podía confirmar que el muchacho realmente era bastante inocente y sin nada más que buenas intenciones.
—Si eres tan buen amigo, ayúdala. Sólo eso.
—Señor Nonomiya, eso es indudable. Yo también la he notado triste estos días desde el funeral. No está así todo el tiempo, va y viene, y es porque aún está asimilando la pérdida. Ella y yo ya hemos hablado mucho de ello. No se preocupe, porque ella lo está llevando bien, cada vez mejor.
Hatori expresó una pequeña sorpresa en sus ojos.
—¿Le puedo preguntar… qué cosas de las que Evie le dice le confunden?
—¿Cómo dices?
—Usted me ha dicho que intenta diagnosticar cómo se siente Evie. Cuando usted se sienta con ella y le pregunta y conversáis juntos sobre ello, ¿ella le dice algo que no entiende? ¿Como qué?
Hatori se quedó callado. Esa pregunta le dio un pequeño golpe de realidad, como si no hubiera tenido en cuenta qué era lo más importante a la hora de comprender cómo se sentía alguien. Con observar desde la distancia no bastaba.
—Yo no puedo… hablar de este tema con ella —dijo el ministro. Su voz sonó ligeramente diferente. Se había suavizado, debilitado. Yenkis arrugó el ceño, sin entender—. No importa —recuperó Hatori su porte rígido—. Ve a cenar, chico.
Se marchó por una puerta del salón que conducía a un pasillo hacia las habitaciones y se perdió de vista. Yenkis se quedó todavía ahí, mirando por donde se había marchado, meditabundo. Dedujo que Hatori no se había parado a hablar con su sobrina sobre la muerte de Takeshi porque él también estaba afectado, siendo su padre el fallecido.
—¡Oye! —lo llamó Evie desde la mesa del comedor, que estaba en una zona intermedia entre el salón y la cocina, con los platos y la comida ya preparados—. No te habrá estado dando un sermón, ¿verdad? Que voy ahora y lo regaño.
—Hahah… No, tranquila —se rio Yenkis, sentándose con ella, y miró ese delicioso pollo en la fuente—. ¿Quién es Jorani?
—Oh, mi tío lo tiene contratado para limpiar y cocinar algunos días —le explicó, empezando a comer—. Es un señor camboyano, es muy amable y simpático. ¿Ves este delicioso pollo cocinado de esta manera? Lo ha hecho sabiendo que hoy venía yo aquí, porque sabe que es uno de mis platos favoritos. ¿Te gusta?
—Está de infarto —aseguró Yenkis, llevándose el quinto trozo a la boca con ansia, y los dos se rieron.
Tras un rato de silencio, simplemente disfrutando de la cena, Evie dejó el tenedor un momento y se quedó mirando preocupada su plato.
—Kis… ¿Seguro que no se dará cuenta?
—¿Eh? —preguntó, pero luego se acordó—. Ah… Sí, estoy seguro. He perfeccionado el cubito, no hay dispositivo alguno que lo pueda detectar.
—Pero… —insistió, y le costó un rato continuar, no sabía cómo decírselo—. Pero ¿y si descubres algo en esos archivos de tu padre y en los archivos de mi tío… algo grave… difícil de asimilar… y te afecta mucho? Ya me has dicho muchas veces que de verdad necesitas hacer esto, y yo ya te he dicho que estaré a tu lado con lo que descubras… pero… si… si descubres algo… muy malo… —tardó otro rato en continuar, y después miró a Yenkis a los ojos—. No sé si quiero que me lo cuentes.
El joven Vernoux la miró fijamente. Como iris, le fue muy fácil comprender a qué se refería.
—No pasa nada, Evie. Lo que quiera que descubra, deja que me lo guarde para mí. Es mejor así, más seguro para ti. No quiero meterte en líos, ni revelarte malas noticias ni informaciones preocupantes. Las cosas que quiero saber… son cosa mía. Sólo me conformo con que estés cerca.
—¿De qué ayuda te sirve que yo esté cerca si descubres algo que te afecta, si no voy a saber qué te afecta?
—No importa lo triste o preocupado que esté. Es sólo verte, y se me pasa —sonrió.
—Q… ¿Qué? —se quedó petrificada, roja hasta las orejas, pensando si eso era el inicio de una confesión de amor.
—Sí, ya sabes… Cuando algo me preocupa o me tiene afligido… y entonces te veo ahí cerca… me pongo a pensar automáticamente en nuestro grupo de música, en ti tocando la batería, y el resto tocando sus instrumentos… Me pongo a pensar en el sonido que creamos todos juntos, las canciones, lo mucho que me relajan… Me pongo a pensar también en tus partidos de baloncesto, que entonces me hacen pensar en mis partidos de fútbol, que siempre me dan emoción… Me pongo a pensar en los videojuegos y en las películas que nos gustan tanto, y lo mucho que me divierten… Ya sabes —repitió—. Verte cerca me hace pensar en todas esas cosas buenas que tengo y que disfruto, y que, gracias a ellas, cualquier pena o preocupación se pueden sobrellevar y superar con más… buena onda. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Evie estaba absorta escuchándolo. Le latía el corazón hasta en la punta de los dedos. En su cabeza no podía imaginar otra cosa que pasar la vida entera con él.
—Es por eso que me encanta tenerte como amiga, Evie —concluyó Yenkis alegremente—. Espero ser yo lo mismo para ti —dijo, y continuó comiéndose su cena.
La muchacha ahora tenía una cara congelada. Se oyó un pequeño “crac” por ahí por su pecho, mientras resonaban esas palabras en su cabeza una y otra vez… “como amiga”… “tenerte como amiga”…
El resto de la tarde transcurrió con normalidad. Terminaron su trabajo escolar a las diez, a pesar de que, a la hora de empezarlo, Yenkis perdió veinte minutos admirando uno de los mayores lujos que ese ático podía tener, la terraza exterior.
El salón tenía una cristalera ocupando entera una de sus paredes, y tenía unas puertas corredizas que conducían a una terraza enorme. No era alargada y pegada a la pared del edificio como un balcón, sino que era como un amplio rectángulo, recorrido por una larga barandilla de piedra. Era, más bien, como un patio exterior. Tenía una zona donde había jardineras, plantas grandes en macetas de piedra puestas en un par de hileras que había que sortear para llegar al otro lado, donde había un segundo saloncito a cielo abierto, con un sofá, un par de butacas y una mesa baja, todo cubierto bajo una pérgola. Además, había una estufa moderna.
Evie propuso hacer ahí el trabajo, sabía que a Yenkis le gustaría, porque lo que más emocionaba a su amigo eran las increíbles vistas de Tokio desde esa altura. De hecho, a Yenkis le sucedió algo extraño. Cuando se puso en la barandilla para contemplar la ciudad, desde tan alto, con un cielo abierto expandiéndose ante él… se quedó unos segundos absorto, y le vinieron unos raros pensamientos… una voz, la suya propia, trayéndole una euforia desconocida… “saca las alas negras”… “despierta”… “bate las alas, vuela, arrasa”…
Aquel silencio que su amigo mantenía ahí trajo a Evie unos escalofríos inesperados. Especialmente, los ojos plateados de Yenkis emanaban algo que hacía vibrar el ambiente. Aquel momento raro cesó cuando Evie le apremió para empezar ya a hacer la tarea escolar, y de repente Yenkis recuperó la luz natural e inofensiva de su sonrisa.
El cielo estaba despejado y ya oscuro, y no soplaba demasiado viento en esa parte de la terraza. Además, con la estufa, no pasaron frío. Con el ordenador portátil de Yenkis y unas tazas de chocolate caliente, se habían puesto en la mesa baja a trabajar hasta entrada la noche.
—Hm… —cavilaba el chico, tras un rato tranquilo de silencio cuando ya terminaron el trabajo, estando los dos arrodillados sobre unos cojines junto a la mesa—. Tu tío no tiene ninguna planta dentro de la casa. Estas de aquí fuera están bien cuidadas.
—Oh, todas las plantas de la terraza las puso aquí Jorani. Es un buen cocinero y le gusta cultivar sus propios ingredientes vegetales. Donde él vive, no tiene un balcón lo suficientemente grande. Tío Hatori le dejó poner aquí en su terraza sus plantas. A mi tío le da igual. Si por él fuera, viviría en una casa casi vacía, con lo indispensable para una sola persona, porque, de todas formas, pasa la mayor parte del tiempo en la comisaría, o en la calle investigando casos, o ahora en el Ministerio.
—¿Tu tío… vive completamente soltero?
—Sí. Bueno, ha salido con varias mujeres en los últimos años. Con pocas, pero durante bastante tiempo cada una. Llegué a conocer a algunas. Eran unas mujeres muy serias, me daban un poco de miedo. Pero es como a él le gustan. Con unas estuvo dos años, con otras tres años… Pero no ha sentado cabeza con ninguna.
—Hmm… Bueno. Él es todavía muy joven. ¿Tiene veintitantos?
—Ya ha cumplido 30 años. No es tan joven, tu hermano tiene 25 y seguro que querrá casarse pronto con Riku y tener hijos antes de los 30, ¿verdad?
—Lo veo probable. Pero también depende mucho de una cosa, de haber encontrado realmente a la persona adecuada. Lex encontró bastante pronto a la persona adecuada, tuvo mucha suerte. Quizá tu tío aún no vio en sus parejas pasadas a la mujer adecuada. Ya sabes, es una decisión muy importante.
—Sí… —suspiró Evie, mirándolo de reojo con un gran deseo reprimido—. De todas formas, no veo a mi tío interesado en eso. No lo veo como un hombre de familia, la verdad. Y eso me apena. Parece que sólo quiere casarse con su trabajo, pero su trabajo no le deja… vivir la vida.
—A lo mejor es feliz dedicando su vida solamente a su trabajo.
—No… —murmuró Evie, y miró distraídamente el paisaje de la ciudad al otro lado de la barandilla de piedra, apoyando la barbilla en una mano—. Él nunca es feliz. Ni parece interesado en serlo. Es como si hubiera nacido con una misión concreta metida en la cabeza, y no tiene otra cosa en mente que cumplirla. Y el resto de las cosas… no importan.
Yenkis se quedó callado, pensativo. No mucho tiempo atrás, esta descripción de Hatori no le habría parecido muy diferente de cómo era su padre. Ahora ya no le parecía así, porque había visto en su padre un cambio, una mejora en su estado general de ánimo, su comportamiento y personalidad. Aun así… Yenkis todavía sentía que su padre y Hatori podían aún tener algo en común. Esa sensación de tener una misión concreta que cumplir en sus vidas, y no haberlo logrado aún.
—¿Cómo es que tu tío también tiene una caja como la tuya con utensilios de aseo dentro? —preguntó de repente Yenkis, y su amiga lo miró con un interrogante—. Antes, cuando fui un momento al aseo pequeño, me fijé en que, en el estante junto al lavabo, tu tío tiene una caja de madera forrada de terciopelo por dentro, igual a la que tienes tú en el baño de tu casa. Me ha podido la curiosidad y la he abierto sólo tres segundos… y dentro había lo mismo que en tu caja, unas tijeras grandes y relucientes, otras tijeras más pequeñas y una cuchilla de afeitar de las clásicas.
—¡Ah! —comprendió Evie—. Sí. Verás, eso es algo que tenemos mi tío, mi madre y yo. Fue cosa del abuelo Takeshi. Él ya les dio a mi madre y a mi tío esas cajas cuando eran pequeños. A mí me regaló la mía también cuando era pequeña. El abuelo tenía sus rarezas, ¿sabes? A mi madre, a mi tío y a mí nos dijo… bueno, nos lo exigió, que debíamos usar los utensilios que él nos había dado cada vez que nos cortáramos las uñas o el cabello. Dijo que otras tijeras cualesquiera no serían capaces. No sé… dijo que era algo genético, que teníamos las uñas y el cabello más fuertes de lo normal. Yo lo comprobé una vez. Cogí unas tijeras normales de uñas de una amiga, y unas tijeras normales de mi cocina. Intenté cortar una de mis uñas y un pequeño mechón de mi pelo, pero no pude. Solamente las tijeras que nos regaló el abuelo pueden. Deben de ser de mejor calidad o algo así.
—Bueno, eso es algo muy característico tuyo, Evie.
—¿Eh?
—No sabía que tu cabello y uñas también, pero ya conocí de ti que tu piel sí que es dura como el acero. ¿Cuántas veces te has caído, jugando al baloncesto o montando en bici? Nunca te he visto hacerte una raspadura siquiera.
—Ah, ya… Es verdad, nunca me he hecho una herida en la piel.
—¿Alguna vez te has visto sangrar? Ah, no me refiero a tus cosas femeninas. Me refiero a través de otra cosa.
Evie se puso roja un momento con vergüenza. Pero recordó que Yenkis, incluso hablando de cosas íntimas, lo hacía de una forma muy normal y natural, sin darle importancia.
—Ejem… pues… Sí, por ejemplo, cuando se me cayeron los dientes. También me ha sangrado la nariz algunas veces. La última vez, de hecho, fue hace dos meses, cuando una rival me dio un balonazo en la cara jugando al baloncesto.
—Aaah, ya veo. Entonces es que por dentro eres normal, pero por fuera tienes piel, pelo y uñas muy duros.
La chica se quedó callada un rato, de repente preocupada por esto. Miró a Yenkis de reojo con timidez.
—¿Te parece… algo muy raro?
—¿Eh? Pues claro —sonrió él.
—Oh… —agachó la cabeza unos segundos. Luego volvió a mirarlo de reojo—. Pero… ¿raro como para no gustarte, o…?
—¿Qué dices? —se rio Yenkis—. Es una pasada. No te haces ninguna herida ni aunque te arrastren por un camino lleno de piedras. ¡Ojalá yo tuviera una piel como la tuya! De hecho, aparte de las raspaduras, ¿alguna vez te has hecho un corte en la mano usando un cuchillo o unas tijeras normales?
—No, tampoco —Evie asomó una sonrisa más tranquila, y se ruborizó aún más.
—¿Te preocupaba que me fuera a disgustar? Si a mí me causara rechazo esta rareza tuya, entonces tú sí que tendrías que rechazarme a mí por mi ojo, hahah… —se rio, procurando no decirlo en voz muy alta.
Evie se dio cuenta de que él tenía razón en eso. Ella no era la única rara. Aunque tener el cabello, las uñas y la piel más duros o resistentes de lo normal era raro, todavía cabía dentro de la posible normalidad humana, y no podía compararse con que alguien emitiera una luz de según qué color a través de un ojo. Eso no tenía explicación biológica alguna. Aunque sí tenía explicación energética. Pero la ciencia de las energías Yin-Yang y sus manifestaciones visibles o físicas era una ciencia que sólo se investigaba, se manejaba y se enseñaba en la Asociación.
Los dos niños se trasladaron al salón para ir a ver el estreno de su serie favorita tal como tenían planeado. Hatori salió de su despacho por cuarta vez en esa tarde, tanto para ir a la cocina a coger un botellín de cerveza como para comprobar que sus dos jóvenes huéspedes estaban bien, con todo tranquilo y en orden. Conforme, volvió a meterse en su despacho.
Evie le había descrito a Yenkis que, dentro del pasillo, había cuatro puertas. Una de las del fondo era la habitación grande principal donde Hatori dormía, y enfrente de esta estaba otra habitación más pequeña que él usaba para invitados, donde solía dormir su sobrina. Luego, a mitad de pasillo estaba el baño principal, y, finalmente, había una tercera habitación más pequeña que las otras, que Hatori había reacondicionado como su despacho, donde tenía una pared entera cubierta por una estantería, un escritorio grande con dos ordenadores y un par de cajoneras, atestadas de papeles y carpetas, pero increíblemente colocados en absoluto orden y rectitud. No había ni una hoja de papel con una esquina doblada.
Por desgracia, lo que tenía a Hatori tan ocupado esa noche de sábado era ni más ni menos que la investigación de la masacre del callejón.
Hace poco logró sacar una imagen de Fuujin de una cámara de seguridad de una tienda cercana, no muy clara, aunque lo suficiente para evocarle un presentimiento. Un presentimiento de muy poco fundamento. Pero Hatori no trabajaba regido por razones sólidas y sospechas con mucho fundamento. Trabajaba con su instinto, su muy peligroso instinto, que ya había sido numerosas veces señalado por los propios iris de Japón cuando habían ido conociendo el trabajo policial de Hatori de los últimos años. Y este presentimiento era el de haber podido, quizá, tal vez, ver en el aeropuerto de Narita una cara parecida a la del Fuujin de la grabación de mala calidad de la masacre del callejón, el día que estuvo investigando un caso de tráfico de drogas y de repente uno de los paquetes de cocaína incautada por los demás policías esparció su polvo blanquecino por toda la zona.
Hatori no recordaba con exactitud que, en aquel momento del incidente, estaba cacheando y revisando la cartera de Neuval, que acababa de llegar del Monte Zou en avión. Ni siquiera sabía que ese hombre era Neuval Vernoux y mucho menos que él causó el incidente de la nube de cocaína con un soplido. Pero estaba ahí, esa sensación, de haber visto en el aeropuerto un rostro similar al del Fuujin del callejón.
Aquel día, en el aeropuerto, durante las tres horas que estuvo allí, cacheó a docenas de personas, demasiadas. Por eso, pidió a su subordinado las grabaciones de las cámaras del aeropuerto, y era lo que llevaba toda la tarde de hoy mirando en su despacho. Tenía sus dos ordenadores de la marca Hoteitsuba encendidos, cada uno con la pantalla dividida en cuatro diferentes ángulos de grabación y de diferentes horas, por lo que estaba observando ocho vídeos diferentes al mismo tiempo.
No tenía más remedio que hacer este trabajo de investigación policial en fin de semana y en su casa, porque los días laborales tenía que estar en su nuevo despacho de ministro haciendo el trabajo que le correspondía como ministro, ya que todavía no había elegido al nuevo jefe de la Policía. Y no era por otra razón que por resolver y terminar él mismo este caso pendiente, para él, el más importante de toda su vida, que había llegado, al fin, en este momento. La primera pista factible de Fuujin. Si eligiera ya al nuevo jefe, tendría que cederle la dirección del caso a él, y no quería eso.
El Gobierno le había concedido más tiempo de lo normal para zanjar su transición en el nuevo cargo y la elección de su sucesor, tanto porque consideraban a Hatori merecedor de un favor así, como por respetar su tiempo de duelo por la muerte de su padre. Duelo que, por supuesto, Hatori no estaba sintiendo en absoluto. Pero el tiempo se le acababa y tenía que darse prisa en, al menos, alcanzar a un sospechoso certero de ser Fuujin.
Espera, ¿quién era ese? Hatori se inclinó hacia una de las pantallas. La grabación en cuestión lo mostraba a él, a una distancia, cacheando a Neuval en los controles, y a otros policías más haciendo lo mismo con otras personas. Hatori entornó los ojos… otro hombre adulto occidental… Lo anotó rápidamente en su cuaderno, el número de grabación con la hora y el minuto.
Luego pulsó una tecla del otro ordenador y la pantalla le mostró, una vez más, la captura que uno de sus subordinados logró limpiar más o menos, con el rostro borroso, de perfil y en blanco y negro de Fuujin en medio de su brutal ataque a uno de aquellos criminales del callejón. Comparó este rostro con el de Neuval en el control del aeropuerto, a pesar de que este, igualmente, se veía un poco lejano y desde un ángulo alto, pero a color y con más nitidez, ya que las cámaras del aeropuerto eran de mucha calidad.
Concuerdan los rasgos. Pero no era el único. Hatori ya había anotado a otros tres sospechosos del aeropuerto con aspecto muy similar. Hombres adultos, blancos, con una altura estimada entre 1’80 y 1’95 y con cabello claro. Con este último rasgo, no quería descartar la posibilidad de que Fuujin fuera japonés, porque bien podría ser alguien con el pelo teñido. De todas formas, buscar en Japón a un sospechoso con el pelo claro era más fácil de lo que sería buscarlo en otros países con más abundancia de este rasgo.
Igual que había hecho con los otros tres sospechosos, Hatori capturó, encuadró y acercó la imagen de la cara de Neuval y la envió a otro programa que tenía abierto, de reconocimiento facial. Era un programa de extrema precisión y dudosa ética, que sólo algunos gobiernos del mundo tenían autoridad de utilizar, que contenía el registro de millones de personas ciudadanas del mundo.
—¿Qué? —murmuró, y sus ojos azules se abrieron con sorpresa, cuando el programa le mostró la ficha de identificación—. Neuval… Vernoux… ¿No es el padre de este chico?
Le desconcertaba un poco la casualidad, pero terminó de apuntar los datos y juntarlos con los otros tres sospechosos. Se puso en una pantalla las fichas de los cuatro posibles candidatos. Estaba Neuval, con su cabello de color castaño claro; también, un estadounidense de cabello rubio ceniza que se le parecía un poco; un mestizo mitad coreano y mitad alemán con cabello teñido de rubio; y un japonés también teñido. Todos se parecían bastante en los rasgos más notorios que el Fuujin borroso de la grabación del callejón podía ofrecer, como la nariz recta, la mandíbula fuerte y la anchura de la frente.
Cualquiera que viera ahora esta línea de investigación, le diría a Hatori que estaba loco, buscando cuatro agujas en un pajar que ni siquiera tenían certeza de relación con el iris del callejón. Y tendrían razón. Cuando Hatori seguía una de sus corazonadas, lo hacía por su cuenta, de forma personal, porque era consciente de que no podía gastar recursos policiales en algo basado en meros presentimientos y de que al resto de la Policía le podía resultar difícil comprenderlos. Por eso, solamente él estaba buscando a sospechosos en el día del aeropuerto. A los demás departamentos policiales, aquellos pocos que conocían la existencia de los iris, los había mandado a investigar por el resto del país a cualquier persona que cumpliera con los rasgos.
Por tanto, Hatori ahora tenía cuatro sospechosos, pero los demás agentes que trabajaban para él en este caso secreto estaban descubriendo más e investigándolos de cerca igualmente.
«Así que Neuval Vernoux estuvo ese día en el aeropuerto, regresando a Tokio de algún viaje» se puso a pensar. «Siendo quien es y su profesión, es normal que sea alguien que viaja continuamente. Aquí pone que es originario de Francia, pero ciudadano residente en Japón desde hace al menos 25 años, y estableció aquí la sede de su multinacional. ¿Podría un genio tecnológico ser Fuujin? Lo veo demasiado arriesgado. Neuval Vernoux es un hombre muy expuesto al público… y, además, su multinacional colabora con el Gobierno desde siempre, proporcionándonos tecnología de comunicación y seguridad». Miró un momento el logotipo de la marca Hoteitsuba en la parte baja del monitor.
«Por no hablar… de que es el vecino de Viernes. ¿Qué iris en su sano juicio viviría al lado de la hermana y la hija de dos cazadores iris? ¿Y dejaría a su hijo ser amigo de mi sobrina y venir a mi propia casa? Sería demencial. Veo a Neuval Vernoux como la opción menos probable de ser Fuujin». Miró hacia otro lado, poniendo una mueca reflexiva. «Pero no puedo descartarlo. No puedo descartar a nadie. Si algo útil hizo mi padre por mí, fue enseñarme a ser mejor que él en este trabajo».
«A ver… ¿qué hay de los otros tres?» se puso a analizar las otras fichas. «Han-Yun Choi… 51 años, surcoreano, de madre alemana, trabaja de traductor de varios idiomas para el sector comercial… Teruki Yamashita, 48 años, japonés, profesor de la facultad de Bellas Artes de Kioto… y… Jeffrey Kingsley, 39 años, estadounidense, gerente de planta en la sede Hoteitsuba de Boston, Massachusetts».
Hatori se quedó unos segundo con la mente en silencio, sin apartar los ojos de esas palabras de la ficha. «¿Otra casualidad? Este Jeffrey Kingsley resulta ser alguien que trabaja en la Hoteitsuba de Estados Unidos, en un cargo importante… y estuvo en el aeropuerto el mismo día que Neuval Vernoux. ¿Vinieron juntos, tal vez, de un mismo viaje de trabajo? No… según la hora de las grabaciones, Kingsley pasó los controles horas antes de Neuval Vernoux… ¿Debería parecerme raro? ¿Cuántas personas trabajarán en Hoteitsuba, 50 mil, 100 mil, 500 mil? ¿Cuántas de ellas harán continuos viajes de trabajo por todo el mundo? Esta casualidad es perfectamente posible. Aun así, Kingsley entra en el perfil de los otros tres sospechosos por sus rasgos».
El peso de la semana terminó pasándole factura. Tenía intención de investigar hasta la madrugada, pero cuando se frotó los párpados descubrió el cansancio que cargaba. Decidió priorizar su salud mental y dormir debidamente, para así seguir siendo productivo y eficaz al día siguiente, aunque fuera domingo.
Apagó sus equipos y las luces. Al salir de su despacho, encontró mucho silencio y todo a oscuras. Fue al salón. Vio a Yenkis ya dormido sobre el amplio sofá, donde Evie le había colocado cómodas sábanas, manta y almohada. Sin hacer ruido, comprobó que puertas y ventanas estaban bien cerradas y todo en orden. Volvió a meterse en el pasillo. Se asomó a la habitación de Evie y la vio también ya dormida en su cama. Conforme, Hatori se metió en su habitación y no tardó en acostarse.
A la media hora, cuando todo ya estaba tranquilo, Yenkis abrió los ojos. El izquierdo apenas le brilló un microsegundo, porque lo tenía ya bien entrenado. Se sentó sobre el sofá y prestó atención, asegurándose de que no oía ni una mosca por toda la casa. Alargó una mano hacia su mochila, reposando en el suelo junto al sofá. Sacó su cubito con cuidado.
* * * *
En una carretera perdida en medio de campos, bosques y montañas, la furgoneta blanca sobre la que Haru seguía tumbado hacía rato que ya se había enfriado. Sus tres compañeros de grupo estaban dentro, en la espaciosa parte de atrás, con una lámpara de batería portátil encendida jugando a las cartas sin preocupación alguna, de completo relax. Les envolvía una nube de humo, de los canutos de marihuana que se estaban fumando. Llevaban también unas latas de cerveza ya vacías, y escuchaban música de uno de sus teléfonos móviles.
Le habían insistido a Haru varias veces que dejase de estar ahí fuera helándose y se uniese a la partida y al calor de dentro. En otras circunstancias, él habría accedido. Pero, antes de ser un amigo humano normal o un músico relajado, era un iris. Haru no estaba fuera de la furgoneta por capricho. Perdido en mitad de la nada con tres humanos que además eran como hermanos para él, y aunque todo allí pareciera tranquilo, su sentido del deber primaba sobre cualquier riesgo. Un animal salvaje, unos bandidos, una repentina tormenta… cualquier cosa podía pasar y él estaba ahí fuera vigilando.
Tampoco podía quejarse. La vista era espectacular. Todo era tinieblas a su alrededor, pero, sobre él, el manto de estrellas era sobrecogedor. Soñaba con adquirir algún día el poder de volar y navegar un cielo como ese. Era una habilidad de máximo nivel, por eso sólo Neuval podía hacerlo actualmente. Además de Alvion.
Como había terminado su gira, ya no llevaba sus estilosas y extravagantes ropas, llevaba ropa normal, aunque aún conservaba cosas de su estilo personal, como su estrafalario peinado de dos colores, los ojos pintados, las uñas también… Llevaba también un anillo grande de acero de una calavera con alas de mariposa, se lo prestó Nakuru hace un año. Había olvidado devolvérselo. A lo mejor se lo quedaba, si ella no lo pedía de vuelta. Ya había compartido accesorios y prendas con ella muchas veces, ya que el estilo de ambos era similar. Ciertamente, algunos miembros de la KRS y la SRS se comportaban como hermanos.
Haru le dio otra calada a su cigarro de marihuana. Observó el humo salir de su boca hacia el cielo estrellado. Frunció el ceño. Una de esas estrellas se estaba moviendo veloz hacia ese lugar. Entonces se dio cuenta de que era la brillante luz blanca de Neuval, volando por el cielo.
El chico se bajó del capó y miró hacia arriba fijamente, emitiendo otro brillo blanco de su ojo iris. Al parecer Neuval lo vio, pues cambió su trayectoria y descendió en picado hasta aterrizar frente a la furgoneta, trayendo consigo un vendaval que levantó una gran nube de polvo por la carretera. Haru hizo unos pequeños aspavientos con la mano, provocando unas enormes ráfagas de aire que despejó el polvo del lugar en un segundo. Después le echó un vistazo al recién llegado, dándole otra pasiva calada a su cigarro. Neuval llevaba la capucha de su sudadera negra puesta.
—El chándal deportivo negro te queda sexi —le comentó el chico.
Entonces Neuval se quitó la capucha y empezó a escupir plumas con torpeza.
—Eso ya es menos sexi —dijo Haru.
—Creo que me he chocado con algún pájaro descendiendo hasta aquí.
—Ajá —el chico le dio otra calada a su cigarro, impasible.
—¿“Ajá”? ¿Eso es todo lo que tienes que decirme? —protestó Neuval, pero le sonrió y extendió los brazos—. ¿Ni siquiera un abrazo?
—Tío, que ya no soy un niño —rezongó Haru.
—No me vengas con esas, Akimitsu. Cuando hace tres años arreglé tu guitarra eléctrica que dabas por perdida, casi me partes las costillas del abrazo que me diste.
—Yo hago las cosas cuando me apetecen —se encogió de hombros.
—Por mucho que me ofenda tu fría bienvenida, no puedo comprenderte más. El viento sopla donde quiera cuando quiera —dijo mientras se acercaba a la furgoneta para comprobar su estado exterior general.
—No es sólo por eso —le dijo Haru—. Sigo cabreado contigo.
—¿Y eso por qué?
—Por tardar tanto en volver a la Asociación.
—Pero he vuelto, ¿no?
—No pude asistir a tu bienvenida la otra noche, pero le pedí al maestro Pipi que te diera un bofetón de mi parte.
—Ya, ya, no te preocupes, Pipi hoy me ha dado ya un par de palizas, aunque no por ti —dijo mientras abría la puerta lateral del vehículo y encontró a esos tres humanos de relax, cómodamente sentados en el suelo de la parte de atrás con varios cojines, una mesita, una lamparita, cartas, cervezas y mucho olor a porro—. Hala… qué recuerdos de mi juventud…
—Hala, ¿de dónde ha salido este hombretón? —preguntó una de las dos chicas, mirando a Neuval de arriba abajo varias veces.
—Buenas noches. Soy el mecánico.
—¡Madre mía, ¿qué voz es esa?! —exclamaron con sorpresa—. Casi se me derriten los oídos… —balbució el bajista—. Y a mí casi se me derrite la entrepierna… —dijo una de las chicas—. Oye, mecánico, el sonido de tu voz roza lo divino, di algo más.
Neuval giró la cabeza para mirar un momento a Haru.
—Están muy fumados —le explicó el chico—. De todas formas, tienen razón. Tu voz siempre ha sido impresionante.
—Ah… ¿será por eso…? Katya era la mujer más seria, disciplinada y poderosa en el autocontrol que he conocido, pero era susurrarle una sola palabra en su oído y de repente me arrancaba la ropa. Empecé a sospechar que mi voz le gustaba bastante.
—Preferiría no conocer cosas tan privadas de Ekaterina.
—En fin —Neuval miró de nuevo a los otros tres—. Seguid con lo vuestro, voy a llevaros de vuelta a la capital.
—¡Por fin! —celebró el bajista.
—Eh, yo quería ir al onsen… —protestó la otra chica.
Neuval volvió a cerrar la puerta y regresó a donde estaba Haru, poniéndose delante del capó.
—Espera —le puso Haru la mano delante—. Aún no he aceptado nada. Vas a arreglar la furgo y llevarme de vuelta a Tokio, ¿por qué razón exactamente?
—Vas a ayudarme a meter a mi hijo en vereda.
Haru se quedó varios segundos pensando, con ojos entornados de confusión.
—Disculpa, ¿qué hijo?
—¿Tú cuál crees?
—Pues como no tengas un tercer hijo secreto por ahí, no tengo ni idea de a quién te refieres, Fuujin-sama, teniendo en cuenta que los dos que yo conozco, uno es un humano ejemplar y el otro un iris inocente, ambos incapaces de hacer daño a una mosca o hacer algo malo. ¿Seguro que no te refieres a tu hija? Que yo recuerde, es la que más se parece a ti en cuanto a comportamiento regulinchi.
—Lo creas o no, la loca del medio es la única que últimamente me está trayendo más paz y alegría —dijo mientras dejaba su estuche negro sobre el capó.
—Me sorprende que digas eso, después de la nueva gran hazaña de Lex, aplaudida por todo el hospital y todo el gremio de médicos del país.
Neuval dejó lo que estaba haciendo y se quedó inmóvil mirándolo con una ceja muy arqueada.
—¿Eh?
—Hmm… —murmuró Haru, mirando al cielo con una mezcla de cansancio y reflexivo—. ¿Me estaré yendo de la lengua?
—Suelta todo lo que sepas, o me meto yo mismo en tu mente —le dijo Neuval, agarrándolo de las solapas de la chaqueta, intrigado.
—No me parece bien que te enteres a través de mí de algo muy importante que ha hecho uno de tus hijos.
—Haru, llevo años dependiendo de su novia, de mis padres y de otras terceras personas para informarme de todas las novedades de la vida de Lex, así que cuéntamelo de una vez. ¿Qué ha hecho, y cuándo, y tú cómo lo sabes?
—La enfermera que cuida de mi padre es del mismo hospital. Hablé hoy con ella para que me contara qué tal iba mi viejo, y me comentó esa noticia, que había causado un gran revuelo en el hospital durante todo el día de ayer, viernes.
Neuval apartó la mirada a un lado rápidamente, recordando algo. Su madre le dijo, durante la conversación telepática que tuvo con ella en el cementerio el miércoles pasado, que Lex no podía venir porque tenía una operación.
—¿Es por esa cir… cirug… ugía…? ¡Aaagh! —gritó con rabia de repente—. ¿La puñetera cosa esa que tenía el miércoles? ¿Qué tenía esa de importante sobre las demás?
—¿De verdad que no puedes pronunciar la palabra “hospital” o “cirugía” sin que se te encojan los huevos? —se mofó Haru.
—Un respeto a tus mayores —le reprimió Neuval, y le hizo un gesto impaciente con la mirada.
—Sí, bueno, por lo visto se trataba de la extirpación de un tumor maligno del cerebro de una niña bastante pequeña. La enfermera me explicó que sus padres estaban desesperados porque todos los neurocirujanos a los que acudieron por todo Japón y por Estados Unidos les dijeron que era imposible quitárselo sin acabar matando a la niña. Pero entonces el caso llegó a oídos de Lex y, al parecer, fue el único que le echó cojones y se pasó una semana trabajando día y noche con su equipo investigando y practicando mil formas de realizar la extirpación en un simulador. Iban a contrarreloj porque la niña ya estaba en coma y a días de palmarla. Y entonces Lex dio con alguna clave milagrosa, a saber qué, yo no entiendo de eso… y se lanzaron a operar a la niña, parece ser que durante horas y horas… dos días enteros, creo. Y, en fin. Todo un éxito. La niña sobrevivió, y dicen que se está recuperando favorablemente, aunque aún la tienen que vigilar, es pronto.
En ese momento Neuval entró en un estado metafísico ausente, en éxtasis. Se quedó mirando al horizonte con ojos muy abiertos, sin pestañear.
—Wow… —Haru se separó un paso de él, algo asustado—. Tienes una sonrisa tan espeluznante y grande que apenas te veo el resto del careto.
—Oye, Haru, ese modelo deportista occidental colega tuyo está tan hinchado que parece que va a explotar de un momento a otro —le dijo su compañera de grupo, la que tocaba la batería, dejando la puerta lateral abierta.
—Tranqui, es su orgullo, que no encuentra más espacio en su cuerpo. Y no es modelo. Es un científico, ingeniero, inventor y empresario.
Los tres humanos compañeros de Haru se quedaron mudos un momento.
—¿Para qué coño se molesta en trabajar en tantas cosas, teniendo el cuerpo modélico de un semidiós vikingo de dos metros? —protestó la chica de antes, incrédula.
—No llega a los dos metros —repuso Haru, pero luego se giró y volvió a observar a Neuval detenidamente, de arriba abajo, y le entró la duda—. Fuujin-sama, ¿cuánto mides?
—Justo cuando pienso que ese chico no puede sorprenderme más, y vuelve a dejarme pasmado… —decía Neuval, hablando consigo mismo, todavía con esa expresión henchida de orgullo en la cara mirando al horizonte—. ¿Te lo puedes creer, Katya? No existe un humano más increíble que nuestro hijo…
—¿Ves? Te lo dije —le mostró Haru a su compañera, después de haber medido la altura de Neuval con una cinta métrica extensible que habían encontrado dentro de la furgoneta, ya que se la habían alquilado a un familiar de ellos que era albañil—. Mide 192 centímetros, no dos metros.
—Tío, ¿en serio? Como si me marcas la diferencia entre un pepino y un calabacín —bufó la baterista, y luego puso cara pensativa—. Hablando de pepinos. Me pregunto… —se dijo a sí misma, cogiendo el metro extensible de las manos de Haru y se inclinó hacia la mitad de Neuval.
—Lo que daría por poder ir a felicitar a Lex en persona y hacerle un buen regalo sin que me cierre la puerta en las narices… —seguía murmurando Neuval—. ¡Ah! —exclamó de repente con susto cuando notó un roce en la entrepierna, apartándose de la chica de un brinco—. Mademoiselle! —la miró escandalizado, protegiéndose con las manos ahí abajo.
—Eh, colega, tranquiiiilo. No pasa nada. No es lo que crees, no pienses nada raro —le dijo esta, con su arrastrado y relajado tono de voz—. Solamente quería medir tu pene.
El cerebro de Neuval sufrió un pequeño cortocircuito. Claro que había estado los últimos dos minutos ignorando su alrededor y había pasado de recibir la maravillosa noticia sobre Lex a tener de repente a una joven desconocida midiéndole partes del cuerpo con una cinta métrica de albañil.
—De todas las cosas que he hecho con mujeres, esa sería la más normal y elegante de todas —terminó declarando Neuval.
—Qué interesante —dijo la chica, alzando el metro—. ¿Entonces me dejas ver cuánto te mide la…?
—No —contestó Neuval tajantemente—. Tienes la mitad de mi edad, so loca. Dame esto —le arrebató la cinta métrica y se dirigió a la parte delantera del vehículo otra vez, y abrió el capó para examinar el motor.
—No te pongas así, tengo 23 años. Tú apenas me sacarás 8 años…
—Tengo cuatro décadas y media, canija midepenes, así que ya me estás tratando con más respeto.
—¡Qué flipe! ¿¡45 añacos!? —gritó perpleja—. ¡Eso es superviejo! No puede ser, ¡eres un carcamal!
—¡Ahh! —Neuval levantó la vista, dando un respingo dolido, llevándose una mano al pecho—. ¡Es una edad perfectamente joven todavía! ¡No es para nada de viejos!
—¿¡Pero qué dice, pedo vetusto!? No sé su secreto para tener un cuerpo físico tan joven, pero si de verdad tiene 45 añacos, está usted ya para el arrastre, ¡abuelo!
—¡Ab-…! —se llevó la otra mano al pecho, para contener el doble de dolor.
Pero a partir de ahí Neuval se quedó petrificado, mirando al vacío con ojos desconcertados, sufriendo un bofetón de realidad, un golpetazo cósmico, sumergiéndose en un conflicto interno acerca de su existencia en el universo.
—Putain de vie, pero si estoy ya rozando los 50… —murmuró con congoja—. Siempre vi los 45 años como la edad de los jóvenes señores elegantes, pero esta fumada sinvergüenza tiene razón… Soy un pedo vetusto…
—Fuujin-sama —lo llamó Haru en voz baja, viendo que lo estaban perdiendo, y le dio toquecitos en el brazo—. Fuujin-sama… No es momento para que entres en otra crisis depresiva, por favor. Dale caña a la furgo o me voy por mi cuenta a buscar una grúa. Te recuerdo que eres un iris y que tus 45 años equivalen a la edad de 30 años humanos.
—No es por el tema físico o de salud, Haru —le dijo Neuval, mirándolo con lágrimas en los ojos, mientras movía los brazos por dentro de la maquinaria del vehículo—. Es por cómo me ve y me trata el resto de la gente al saber cuánto tiempo llevo viviendo —señaló con un dedo manchado de aceite negro a la otra chica—. ¿45 años es ya para la sociedad la edad de un abuelo?
—Fuujin-sama. Creo que te estás tomando muy a pecho el comentario de una humana de 23 años que acaba de fumarse un porro entero de marihuana.
—Sé sincero. Tú tienes 20 ridículos años —siguió sollozando—. ¿Tú también me ves así? ¿Te parezco un viejuno? ¿Pasado de moda, alejado de la juventud actual?
—Para mí la edad no es un número, sino una actitud. El viejo Lao me parece el más joven de todos nosotros. Y tú te le acercas.
—Oh… —se asombró ante ese punto de vista—. Guau… Rezumas sabiduría, Fuujin-san.
—Gracias. Y ahora, ¿vas a arreglar la furgo de una vez, o vas a seguir lloriqueando por tonterías?
—He terminado de reparar el motor en estos 30 segundos de lloriqueo —Neuval le puso en las manos la llave, la cinta métrica y el clip y pasó de largo para limpiarse las manos con un trapo viejo que había en la guantera del interior del vehículo.
Haru se quedó de piedra un momento. Pero luego recordó que no debería sorprenderse en absoluto. Neuval le hizo un gesto para que se subiera de copiloto, mientras él se subía al volante. Ya listos, la furgoneta arrancó como la seda, y Neuval fue conduciendo dirección este.
—Uah… —bostezó Haru, apoyándose perezosamente contra la ventanilla—. ¿Entonces qué quieres, que castigue a uno de tus hijos? Si se trata de Lex, olvídalo. Lex es uno de los humanos que más respeto en el mundo entero.
—Por supuesto que no me refiero a Lex. Y con “meterlo en vereda” me refería a que sometas a Yenkis a un entrenamiento intensivo, disciplinarlo en el dominio básico del aire.
Haru levantó la cabeza, dirigiéndole una mirada preocupada.
—¿Qué ha pasado?
—Nada. Sólo una pequeña manifestación emocional. Hace ya años que se me pasó por la mente la posibilidad de que algo así pasaría cuando Yenkis entrara en la pubertad, pero…
—¿Qué opina nuestro Señor Alvion al respecto?
—Tú no te preocupes por el vejete. Hazme este favor a mí y ya me encargo yo de Alvion si tiene alguna queja. Pero Yenkis me sigue perteneciendo a mí, incluido su iris y lo que haga con él, así que yo me hago responsable. Tú sólo enséñale el control básico. No de lucha, sino emocional.
—El de lucha también le resultará útil.
—No, porque no va a matar criminales.
—Pero sí va a vivir en este mundo, donde, seas humano o no, no viene mal saber un poco de lucha y defensa personal.
Neuval frunció los labios. La verdad es que Haru tenía razón en eso.
—Supongo que me pides a mí entrenarlo en lugar de hacerlo tú mismo porque no tienes tiempo suficiente —dijo Haru—. ¿Cómo vas a pagarme a mí el tiempo de mi periodo vacacional?
—¿Qué pedirías? —sonrió Neuval—. Y por favor, no digas una Maî-…
—Una Maître —contestó Haru directamente.
—Ay… —suspiró—. ¿Tienes idea de lo costoso que es? Es el arma más compleja que jamás he inventado. Por eso a día de hoy sólo hemos podido hacer cuatro.
—¿¡Cuatro!? ¿Quién más tiene una, aparte de Lao, tú y Lex?
—Lao le ha hecho una a Kyo.
—Qué suerte tienen algunos… —refunfuñó el chico, apoyando la barbilla en una mano y mirando por la ventanilla—. Pues no se me ocurre nada. Porque me sobra el dinero.
—¿Sabes qué le regalé a Yenkis por su noveno cumpleaños?
—¿Otra Maître?
—No —contestó con tono paciente—. Una guitarra semiacústica.
—Mm —respondió Haru sin más, indiferente. Sin embargo, se dio cuenta de algo. Se giró y lo miró fijamente—. ¿Construida por ti?
Neuval asintió con la cabeza. Haru ahora tenía los ojos abiertos como platos. Él mismo era guitarrista, era su mayor pasión en la vida, y además era un iris Fuu, el tipo de iris que más apreciaba toda la ciencia del sonido. Una guitarra de ese tipo, construida por el mayor genio tecnológico del mundo, y el Fuu de mayor nivel del mundo… sólo alguien como Haru podía considerarlo como un regalo divino.
—Pero si quieres, intento hacerte una pistola Maître —comentó Neuval.
—Olvida la jodida pistola, quiero esa guitarra.
Neuval soltó una risilla, tomando la negociación por zanjada. No obstante, el reloj digital de su muñeca comenzó a dar unos parpadeos.
—Hoti, ¿qué pasa? —preguntó, sin apartar la vista de la carretera.
—“Mi protocolo de seguridad ha generado una preocupación.”
—Vale, ¿qué te preocupa?
—“Yenkis. Intentó hackearme con un dispositivo extraño hace unos días.”
—¿¡Que intentó hack-…!? —brincó Neuval con disgusto.
—Hahah… Digno hijo de Ekaterina —se rio Haru.
—“No lo logró. Pero esa no es la cuestión. Establecí una ruta de conexión con ese dispositivo. Puedo localizarlo cuando se activa. Se acaba de activar. Pero no en el lugar esperado.”
—¿Qué? ¿A qué te refieres?
—“Escuché tu conversación con Hana. Yenkis debería estar ahora en la vivienda de los Fujimoto. He comprobado la dirección de los Fujimoto. Yenkis no se encuentra en la vivienda de los Fujimoto. Se encuentra en otra vivienda mucho más lejos.”
—¿¡En qué otra vivienda!? —exclamó Neuval, entrando en pánico y pisando el acelerador a fondo—. ¡Dame la dirección!
—Oh, oh… —se preocupó Haru.
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