Seguidores

1º LIBRO - Realidad y Ficción





5.
Fuga

Llegó la tarde de aquel miserable día. El sol ya se ocultaba tras los rascacielos de más allá, enviando sus últimos rayos de luz a aquella ciudad llena de ruido, de actividad, de gente... Gente que caminaba por las calles sabiendo lo que tenía que hacer en ese momento, disfrutando del fin de un día más en sus vidas. Pero la luz del atardecer ni siquiera podía llegar a ella, lo sentía todo oscuro.

Miraba las grises baldosas de la acera pasando bajo sus pies. ¿Qué iban a comprender ellas? Una no era más que otra entre miles, y con las demás formaba el suelo de la ciudad. Y ella no era más que una persona entre miles, formando con ellas aquel conjunto. No obstante, era diferente, esa tarde era diferente. Ella no encajaba en ese conjunto de personas felices.

Chocaba con ellas constantemente, había tanta... Pero nada le importaba en ese momento. Se sentía tan idiota, empezando a descubrir que no era más que un juguete para alguien a quien ella creía importante. Un juguete igual a muchos otros, y que, como todos, acababan siendo despachados, olvidados, desechables. De usar y tirar, para sustituirlos por nuevos y mejores. Se preguntaba si iba a ser así siempre. Nunca jamás encontraría a nadie dispuesto a estar con ella sin mentiras. Nunca jamás encontraría a aquella persona destinada a estar a su lado pasase lo que pasase. Sólo era un juguete más, demasiado visto, demasiado poco interesante.

Eran las típicas afirmaciones a las que se aferraban las chicas de su edad, el fin de un amorío suponía el fin del mundo. Podría decirse que todos los adolescentes eran idiotas por creer de verdad que el amor eterno se encontraba a los escasísimos 16 años de vida, en los que el humano se mueve más por los instintos básicos de la necesidad del momento que por la razón y por la conciencia real de lo que era la vida, y por sentirse así de trágicos.

Pero no tenían culpa, no era más que otra reacción química programada en la genética como resultado de unas expectativas demasiado altas echadas por tierra, como la risa resultada de algo gracioso. Es lo que diría un iris. Pero Cleven era humana y solamente le importaba cómo se sentía ahora, no el porqué.

Aún tenía las mejillas y los ojos húmedos, pero su expresión ya se había calmado, cansada de llorar. Inexpresivamente, miraba el suelo bajo sus pies, no era quién para ir con la cabeza alta. Paso a paso, descendió las escaleras del metro. Sólo quería irse a casa. Sólo quería dormir, para salir de aquel asqueroso mundo un rato.

Las puertas del vagón se cerraron y se sentó en el asiento, dejando que su mochila resbalase por su brazo y se posara en el suelo. Había gente, pero no tanta como en otras ocasiones, y estaba todo en silencio. Sólo se oía el ruido chirriante de las ruedas del metro sobre las vías.

Por alguna razón, dirigió lentamente la mirada a su derecha, hacia la silla vacía que tenía al lado. No supo por qué, pero en algún rincón de su ser deseó ver otra vez a aquel muchacho que se sentó a su lado el día anterior. Sin embargo, una mujer ocupó ese lugar en ese preciso momento, mientras leía un libro, y apartó la mirada con cierta decepción. Indiferente, volvió a hundirse en sus pensamientos.

Se dio cuenta entonces de que ese chico, Kyosuke, a quien en clase llamaban Kyo, no lo había visto en todo el día, pero ni siquiera tuvo ganas de preguntarse qué le habría pasado. Al fin y al cabo, esa cuestión no superaba su reciente turbación.

“Luego no digas que no te lo advertí”. Su padre era un gafe, pensó. Y no era la primera vez que acertaba.


* * * *


Esa tarde, Yenkis se encontraba en su habitación, sentado en el suelo, rodeado de un amasijo de chatarra y trabajando ensimismadamente en su nuevo invento, aquel aparatito con forma de cubo hecho con diferentes piezas y materiales. Debía continuar haciéndole mejoras. Ya lo había probado el día anterior, pero, para su decepción, aunque su querido cubo llegó a encenderse y a conectarse al ordenador de su padre con éxito, no cumplió con ninguna función más. Al menos, el primer paso estaba logrado.

En una mano sujetaba un destornillador de punta minúscula, que en ese momento estaba usando con sumo cuidado para atornillar un tornillo diminuto en un pequeño circuito electrónico. Sobre la mesa de su cuarto reposaba un soldador, que había utilizado para fundir los pequeños sectores de estaño del circuito, unos tan juntos de otros y perfectamente predispuestos.

El mérito de esto es que Yenkis no se estaba ayudando de ningún libro ni de ningún tutorial de internet ni nada por el estilo. Era una experimentación propia que él se había empeñado en sacar adelante usando su propia cabeza, mediante el método de "prueba y error". Él tenía una inexplicable facilidad para entender la lógica física, incluyendo la electrónica y la mecánica. 

Lo único que sí estaba aplicando de otra fuente, era la programación de su aparato, es decir, lo que hacía que tuviera unas funciones, un modo de actuar, cuando se encendía y se conectaba a otro dispositivo. Para esto, había ido a la vitrina del sótano y se había hecho con algunos cuadernos antiguos de su madre donde ella creó algunos códigos de programación para dispositivos vinculantes, que era el tipo de dispositivo que Yenkis había fabricado. Pero le faltaba algún trozo de código en alguna parte, y sospechaba que tal vez se debía a que estaba intentando usar una programación antigua en unos dispositivos actuales más modernos. Pensó que en algún lado podía conseguir ese trozo faltante de código para que las funciones se cumplieran hasta el final.

Lo que hacía su cubo, o lo que él intentaba que hiciese, era conectarse a cualquier máquina que funcionara con cualquier tipo de programación –móviles, ordenadores, coches inteligentes, una nevera o una lavadora inteligentes, incluso la maquinaria automatizada de una fábrica–, y ordenarle que copiara y almacenara cualquier cosa que él le pidiera, sin que el otro dispositivo notara en absoluto la conexión de ese cubo. Es decir, que con ese cubo, Yenkis podía ponerlo y encenderlo cerca del ordenador de alguien, conectarse a ese ordenador sin que este lo percibiera ni se enterase, y con sólo susurrarle "copia todos los archivos de tal carpeta", el cubito lo haría incluso con aquellos archivos que estuvieran protegidos con contraseña. Por tanto, su invento era básicamente un ladrón fantasma; robaba datos y nadie ni nada lo notaba, no dejaba ni un rastro. 

Yenkis aspiraba, en un futuro, añadirle una nueva habilidad y convertirlo, no solo en un ladrón fantasma, sino también en un agente fantasma capaz de hacer, modificar, invadir o provocar cualquier cosa dentro de la programación de la otra máquina. Dominar otras máquinas como un titiritero.


Cuando por fin terminó de hacerle retoques, comenzó a carcajear como el malo de una película, elevando su creación por encima de su cabeza. «Por fin podré empezar a destapar algunas cajas donde guardas tu misterioso pasado, papá» pensó, sin parar de reír como un villano.

Fue entonces cuando vio a su padre en la puerta de su cuarto, contemplándolo con una cara muy preocupada, y el niño enmudeció de inmediato. Yenkis adivinó que su padre, en ese preciso instante, estaba pensando que su hijo pequeño había perdido la cabeza o consumido algo ilegal. El muchacho le mostró su más inocente sonrisa mientras deslizaba su cubito por debajo de la cama con disimulo.

—Oh, padre, me halagas con esta visita —le dijo, bromeando.

Neuval seguía con la boca entreabierta, de pie, con una mano sobre el pomo de la puerta y sólo movió los ojos para fijarse en toda aquella masa de plásticos, alambres, láminas metálicas y herramientas sobre la mesa de la habitación. Sus herramientas.

—¿Mis herramientas? —preguntó Neuval—. ¿Son mis herramientas?

—Es que verás —sonrió Yenkis, poniéndose en pie de un salto y empezando a sentirse aliviado de que su padre no hubiese reparado en su querido cubo bajo la cama—. Nos han mandado hacer algo en el cole, en clase de Tecnología, y claro —chasqueó la lengua, adoptando una actitud de obviedad—. Necesito las herramientas.

Neuval esperó a que dijese algo más, porque aquella contestación sonó escueta, por no decir pésima. Pero Yenkis seguía ahí, frente a él, mirándolo con una sonrisa de oreja a oreja.

—Sé que tus herramientas son sagradas, pero me dijiste que podía usarlas cuando quisiera siempre que las cuidara y las devolviera a su sitio en el garaje. Ahora las pondré en su sitio —añadió el niño, poniéndose nervioso, y esperó a ver si con eso se conformaba.

Pero Neuval cerró los ojos y suspiró pesadamente.

—¿Por qué no lo dejas ya, Yenkis? —murmuró.

Yenkis borró su sonrisa. Comprendió enseguida lo que pasaba, y lo que pasaba era que no funcionaba disimular con su padre, nunca funcionaba. Neuval sabía que Yenkis tramaba cosas a escondidas relacionadas con husmear entre sus secretos o cualquier cosa que revelase algo de su pasado.

—Sospechas —se percató Yenkis.

Neuval se agachó para ponerse a su altura.

—Desde que dejaste de hacerme preguntas —afirmó.

—Porque nunca me las respondías —replicó el niño, serio.

—¿Y eso no era suficiente indirecta para que dejases el tema?

—Te lo preguntaré una última vez, papá. Y obtendré la respuesta a través de ti o a través de mis propios medios —le dijo Yenkis, mirándolo a los ojos con determinación, pero también con una pequeña súplica—. ¿Por qué a veces nos brilla el ojo izquierdo y por qué debe ser un secreto para todos, incluso para Cleven?

Neuval permaneció callado, devolviéndole una mirada tranquila, inexpresiva. Pero el niño estaba dispuesto a esperar lo que hiciera falta.

—No es más que una condición genética…

—Te doy otra oportunidad —le interrumpió Yenkis, pues no le valía escuchar la misma respuesta por centésima vez.

—Deja las cosas estar, Yenkis. Por una vez en tu vida —le rogó su padre, agarrando su hombro—. Hay cosas que no es necesario saber, que no necesitas saber, para llevar una vida normal y feliz. Hay cajas que han de permanecer cerradas por una razón. Hay cajas que, si se abren, pueden arruinar tu vida pacífica, segura y feliz.

—Pe…

—Yenkis —Neuval lo sujetó de ambos hombros esta vez—. Para millones de personas en este mundo, tener una vida pacífica, segura o feliz es un milagro. Un lujo. Incluso para niños más pequeños que tú. Sabiendo esto, ¿quieres seguir arriesgando lo afortunado que eres?

—¿Cuántas veces has arriesgado tú la vida o la armonía o la tranquilidad cada vez que experimentas en tus laboratorios y juegas con las peligrosas leyes de la física? ¿Cuántas veces has decidido ir más allá de lo seguro, sólo para descubrir la verdad, o descubrir algo nuevo, o descubrir si un enlace cuántico podría modificar el comportamiento de la luz para que tenga una proyección limitada y no infinita?

—¿¡Pero cómo cojones sabes tú eso!? —exclamó Neuval con gran pasmo.

Yenkis se quedó petrificado al oírle expresarse así por primera vez. Neuval se llevó un puño a los labios rápidamente, carraspeando con disimulo.

—Se me ha escapado. No está bien decir palabras malsonantes, Yenkis, ¿de acuerdo?

—Papá… no soy tonto —insistió el niño con tristeza—. Sé en lo que trabajas en realidad. Sé lo que más te gusta hacer. Tú no eres un empresario, eres un científico. ¡Y yo soy como tú! —señaló con énfasis todas esas herramientas y trozos de aparatos desperdigados por la habitación—. Nuestro cerebro no está hecho para ignorar cosas, para “dejarlas estar”. ¿De verdad crees que yo seré capaz de seguir viviendo sin indagar en una incógnita que me acompaña todo el tiempo día y noche? ¿De verdad esperas que yo podré vivir en paz, seguro y feliz escogiendo la ignorancia, escogiendo ignorar qué hay dentro de una caja atada a mi espalda desde que nací, sin que me acabe explotando el cerebro?

—Qué dramático…

—¡Papá! —protestó.

—Yenkis, no se trata de cuántas veces yo he arriesgado la seguridad y la felicidad por empeñarme en descubrir algo que podría arruinarlas, sino de cuántas veces me he arrepentido de hacerlo —le explicó, y el niño miró al suelo con desilusión—. Yen… Te lo pido por última vez. Eres el único de esta familia que todavía es feliz y siente ilusión por algo. Por nada en el mundo quiero que algo te arruine todo eso. Quiero que sigas siendo mi pequeño genio alegre… —Neuval lo acercó para sí para abrazarlo.

Yenkis se quedó callado, se sintió extraño. Pero no podía dejar de pensar en ello, y por eso acabó apartándose de él nuevamente para mirarlo a la cara.

—¡No! Papá… Eso es lo que no entiendes. Yo no soy feliz así. Y ya no soy un niño pequeño. Esto es lo que sucede cuando cumplo años, que empiezo a pensar por mí mismo, a darme cuenta de cosas, cosas que no me gustan… ¿Qué pasará cuando alguien descubra que me brilla un ojo? ¿Llamarán a la policía? ¿Me encerrarán? ¿Me perseguirá alguien? ¿Por qué me sucede, y por qué te sucede a ti, por qué sólo a nosotros dos? ¿Y por qué es algo malo?

—No, no, no… —dijo Neuval rápidamente, tratando de tranquilizarlo—. No es nada de eso, no es nada malo.

—¿Y por qué es un secreto?

—Es solo que… —Neuval no sabía qué decir, miró hacia el techo, pensando—. Imagina que es como una gigantesca verruga. No es algo malo, pero no es algo que irías mostrando en público. No si quieres evitar constantes miradas, prejuicios y rumores.

—¿¡Me estás hablando en serio!? —brincó Yenkis con incredulidad, y enfadado.

—Ay… —suspiró Neuval con fastidio.

—Ya estoy harto, papá. Olvidémoslo. No te preguntaré más —le dio la espalda y se cruzó de brazos.

—Pues mejor —gruñó Neuval, cruzándose de brazos también—. Tú sabrás si quieres seguir perdiendo el tiempo en tonterías.

—Te aseguro que no pierdo el tiempo. Lo acabaré averiguando, ya lo verás.

Et qu’est-ce que feras-tu? La torture jusqu’à ce que je confesse? —discrepó Neuval, volviendo a erguirse y dando media vuelta. (= ¿Y qué harás? ¿La tortura hasta que confiese?)

—Ya pasé hace tiempo al plan B y opté por preguntarle a Lex.

Eso fue suficiente para que su padre se parase de golpe justo antes de salir por la puerta, como si una ráfaga de gélido viento le hubiese traspasado el cuerpo. Volvió la cabeza hacia el niño con una enorme expresión de disgusto.

—¿A Lex? ¿Le preguntaste a Lex... sobre mi pasado?

—Hmp, tranquilo, no llegó a contarme nada —bufó el niño—. Pero al menos descubrí algo, y es que, a juzgar por cómo me miró y actuó cuando le saqué el tema, por una parte descubrí que, efectivamente, él lo sabe todo. Y por otra parte, que ese era el motivo por el que tú y él no os habláis desde hace siete años. Así que he desarrollado un plan C, y no te lo pienso decir.

Neuval volvió la vista al frente en silencio. Su rostro desprendía gran pesadumbre por la noticia.

—No debiste sacar ese tema con tu hermano —murmuró.

—¿Por qué? —preguntó directamente—. Parece que Lex y tú ocultáis muchas cosas.

Oyó que su padre suspiraba con cansancio y se fue al piso de abajo sin decir palabra alguna. Yenkis frunció el ceño, pero luego resopló. Se sentía un poco mal por dentro.


* * * *


Un cuarto de hora después se oyó la puerta principal abrirse y cerrarse. Cleven dejó las llaves sobre la mesilla del vestíbulo con desgana. Estaba abatida, no podía ni levantar la vista del suelo. Desprendía un aura de seriedad y cansancio que saltaba a la vista. Automáticamente fue a subir las escaleras, a paso lento, para poder encerrarse en su cuarto.

Sin embargo, vio dos pares de zapatos frente a ella. Alzando un poco la vista, vio a Hana mirándola con severidad y cruzada de brazos, y a su padre igual. Intuyó lo que iba a pasar.

—Me han llamado esta tarde del instituto —dijo Neuval.

—¿Por qué razón no has ido esta tarde a clase? —preguntó Hana con el mismo tono de voz.

Cleven reprimió un lamento y bajó la mirada. No tenía ni pizca de ganas de hablar, y menos de discutir.

—Porque no me apetecía —contestó simplemente, en bajo.

—Pues con esa razón no vas por buen camino —le espetó Hana—. Y te quedas tan tranquila.

—Cleven, en esta casa hay unas normas, y han de cumplirse —dijo su padre con enfado—. ¿Dónde has estado?

—Dando una vuelta.

—¿Y te parece bien, hacer novillos porque sí? —dijo Hana.

—¡Ya basta! ¿Vale? —exclamó Cleven, harta—. Dejadme en paz.

Fue a subir las escaleras, pero su padre le cerró el paso. Cleven notó que estaba muy, muy enfadado.

—No nos contestes de esa manera. ¡Sólo han pasado dos semanas, Cleven! ¡Dos semanas de curso y ya tienes la primera falta injustificada!

—¡Sólo han sido las dos horas de la tarde! —replicó Cleven.

—¡No podemos volver a esta mala costumbre! —la cortó su padre, tajante—. ¡Igual que el curso pasado! ¿¡Cuántas veces más piensas faltar a clase este año!? ¿¡Diez!? ¿¡Veinte!?

—¡Las que sean necesarias, para que no me estalle la cabeza! —contestó ella.

—¡Te anulo la matrícula entonces! ¿¡Eh!? ¡Y te pones a trabajar! ¿¡Qué te parece!?

—¡Pues me encantaría, así podré largarme de aquí y no veros las caras nunca más!

—¡Cleven! —intervino Hana—. ¡Te decimos esto para que aprendas a ser más responsable, no para fastidiarte! Con este tipo de cosas sólo te creas más problemas a ti misma, ¡y preocupas a quienes te quieren! ¡Sin saber dónde estabas, creíamos que te había pasado algo!

—¡No me llames “Cleven” con tanta ligereza, soy “Cleventine” para ti!

—¡Ya eres mayor para tener esa actitud! —se impuso Neuval.

—¡Vaya, yo creía que aún era una cría! ¡A ver si os decidís! ¡Soy mayor para unas cosas, pero una niña para otras! —replicó Cleven con sarcasmo—. ¡Siempre para lo que os conviene!

—¡Cuidado con lo que dices! —exclamó Neuval—. Si vives en esta casa, tendrás que comportarte como se te diga. Aquí todos tenemos nuestras responsabilidades y cumplimos las normas para tener una convivencia. No puedes irte por ahí sola sin avisar, tienes que informarme de dónde estás o vas a estar, siempre.

—¿¡Por qué tienes que controlarme tanto!? —estalló Cleven—. ¿¡Te crees que no sé cuidar de mí misma!? ¿¡Que me va a atacar alguien!? ¡Quieres que sea mayorcita pero me vigilas y me tratas como si tuviera 8 años! ¿Te piensas que voy a hacer algo malo?

—No, Cleven, me pienso que te puede pasar algo malo —le corrigió su padre.

—¡Pues ojalá me pasase algo! ¡Así podría vivir un poco de emoción nueva y no estar embotellada en esta rutina! ¡Me ahogo en esta rutina! —exclamó más fuerte, empezando a brotarle lágrimas en los ojos—. Y no sé por qué... Siento como si esta no fuera la vida que debería tener… Siento como que me he perdido algo… —sollozó.

Neuval abrió los ojos con sorpresa al oírla decir eso. No esperaba que llegara el día en que ella comenzara a notar eso, a sentirse así. Se mordió los labios, reprimiéndose de decir algo.

—Tienes que obedecer a tu padre, Cleven —corroboró Hana.

—Para ti, “Cleventine” —le espetó.

Yenkis dejó el cuchillo sobre la madera y puso el oído. Estaba en la cocina ayudando a Misae a hacer la cena, que era la señora que limpiaba y cocinaba en la casa a veces, algunos días a la semana. Era una mujer de ya elevada edad, bajita y gordita, y con cara de buena gente. Dejó de remover en la cazuela para observar a su ayudante. Yenkis seguía quieto, intentando captar las palabras que se vociferaban desde el vestíbulo.

—Parece que ya vuelven a las andadas —lamentó Misae—. Otra vez discutiendo.

—Pero esta vez es diferente —dijo Yenkis, y la otra frunció el ceño—. Papá... Mi padre no está de humor.

—¿Que no está de humor? —repitió con ironía.

—Me refiero... a que pasa algo más, no es como siempre. No sé explicarlo. Mi padre últimamente parece… especialmente agotado. Siento como si algo fuera a… no sé… romperse.

Tras unos minutos, pareció que la discusión había acabado, peor que en otras ocasiones. Había sido más que suficiente para que Cleven subiese a zancadas a su habitación y cerrase la puerta de tal manera que tembló la casa.

—¿Estás preocupado por tu padre, o por tu hermana, pues? —le sorprendió la voz de Misae junto a él, y Yenkis la miró en silencio—. No te preocupes, ya me encargo yo de la cena —le sonrió, haciéndole un gesto con la cabeza.

Yenkis bajó de la banquetilla y salió de la cocina con premura, encontrándose con su padre en el vestíbulo. Hana se había ido al salón para calmarse, su papel de educar a Cleven con Neuval era demasiado para ella.

—¿A dónde crees que vas? —le preguntó su padre de malos humos.

—A ver a Cleven —contestó serio, parándose en el primer escalón.

—Ni hablar, está castigada, y nadie la va a ver el pelo en un buen rato. No vas a subir esas escaleras —le ordenó.

—¿Una nueva norma? Vaya, no se me había informado.

Yenkis subió las escaleras, directo, sin importarle lo que dijera su padre. Desde luego nada le impedía ver a su hermana, tenía todo el derecho del mundo.

Neuval se tapó la cara con las manos, apretando los dientes, intentando calmarse, pero fue en vano. Saltaba a la vista que estaba de los nervios, deseaba explotar. No podía explicarse con palabras cómo se sentía. Decir que estaba peligrosamente estresado no era nada comparado.

Se le había juntado todo, de golpe. Primero, los malditos miembros de la MRS habían vuelto a la carga y estaban molestando a Kyo. Y las cosas que el viejo Lao le dijo la otra noche en el pub no se le iban de la cabeza. Y Cleven, comportándose así, empezaba a no tener remedio. Por no hablar de Yenkis, volviendo a husmear en temas que no debía, en lo que también entraba Lex. Yenkis le había tenido que recordar la desastrosa situación en que se encontraba con su hijo mayor, y eso ya era la gota que colmaba el vaso. Estaba tan frustrado, tan... de todo, por todo.

Lao tenía razón y odiaba que la tuviera. Estaba harto. Esa máscara que llevaba siete años soportando le estaba pesando demasiado.

Entró rápidamente en su despacho, cerrando la puerta tras él, y se sentó en su silla, apoyando la cabeza en las manos y respirando varias veces. Fuera era de noche, y en esos momentos soplaba un fuerte viento por la zona, haciendo vibrar los cristales de la ventana. Un viento extraño.

«No me domines ahora, no ahora…» pensaba preocupado. «No salgas. Todo me está saliendo mal...» se dijo una y otra vez. Y entonces abrió un cajón falso, en el borde de su escritorio, lo hizo casi sin pensar. En él había varios papeles, algunas tarjetas gráficas… una pistola y una cajetilla de balas sin abrir… Pero en el rincón del fondo había una pequeña bolsa de plástico que contenía un polvo blanquecino que sin duda le quitaría la ansiedad. La vio, pero no abrió el cajón lo suficiente para cogerla, pues aunque no lo quiso, enseguida recordó las palabras del viejo Lao la última vez que tuvo problemas con ese asunto, hace sólo tres años.

Fue la última vez hasta ahora, pero no la primera en su vida. Y por eso, el viejo Lao le dio un ultimátum cuando descubrió su octava recaída aquella vez:

«—Tienes derecho a estar triste, Neuval —le hubo dicho Lao aquel día, apretándole la muñeca para impedirle recuperar lo que el viejo había encontrado en su cajón—. No te culpo por estar triste. Pero no podemos volver a esta situación otra vez, ¡ya no eres ese crío rebelde de 17 años! Esto ya no se arregla con charlas. Tienes que entender que ahora, en tu vida, hay algo que es más importante que tú mismo. Así que, si no dejas de consumir definitivamente, me llevaré de aquí a Cleven y a Yenkis, los alejaré de ti y vivirán conmigo aunque ellos no recuerden quién soy... hasta que elijas de una vez por todas qué te importa más. No dejaré que mis nietos vean la manera en que su padre huye de la realidad, como un hombre débil y cobarde que se ha rendido. Porque tú no eres ese tipo de hombre. Y estoy cansado de tener que recordártelo. No me mires así, Neu, como si no tuviera derecho a decirte esto. Porque el día en que te conocí, te prometí que sería un padre para ti, uno de verdad, no como el que tenías antes. Y eso es lo que estoy siendo ahora. Pero tú no. No te conviertas en Jean Vernoux, sabes que no eres como él.»

Finalmente, Neuval cerró el cajón, y miró con culpabilidad la foto que estaba junto a su ordenador, donde había una mujer de voluminoso pelo rojo oscuro, devolviéndole la mirada con sus ojos verdes. El viento que soplaba fuera fue cesando. Neuval inspiró aire profundamente una vez más, y después lo soltó con un largo suspiro para sosegarse.

No obstante, su suspiro, a pesar de ser suave, formó varios remolinos en el aire y sus papeles salieron volando por todo el despacho a su alrededor, algunos libros se cayeron de sus estanterías y los cuadros colgados en las paredes se torcieron. Se quedó quieto, tapándose la boca. «Mierda» pensó.


«Todo me sale mal...» pensó Cleven, justo antes de que alguien llamase a su puerta. Yenkis pasó adentro, discreto. Miró a su hermana, tendida sobre la cama sollozando con el rostro hundido en la almohada, y se sentó junto a ella. Sabía que Cleven se había percatado de él, pero dejó que un rato de silencio pasase antes de abrir la boca. Yenkis la miró con tristeza. Sabía que había hecho algo malo, pero no podía soportar verla así.

—No te preocupes, hermanita —le sonrió con cariño—. Ya sabes que en un día o dos todo se calma.

Cleven siguió sollozando, sin decir nada, sin moverse.

—Ya has hecho novillos otras veces —insistió—. Ya verás como papá y Hana lo acaban olvidando otra vez, y todo volverá a la normalidad. Los padres siempre son así de pesados. Puede que esta bronca haya sido peor que las otras, pero sigue siendo normal. Papá ya debería saber que no puede hacer nada contigo.

—No es eso... —se oyó la voz de la joven bajo la almohada, y Yenkis prestó atención—. Es eso y mucho más, Yen. Ya estoy harta. Soy tan estúpida...

Yenkis se inclinó un poco más hacia ella y le puso una mano sobre la espalda.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

—Kaoru...

Cleven no dijo nada más, y no fue necesario, porque Yenkis lo había entendido perfectamente, y Cleven lo sabía. Conocía a su hermano lo suficiente como para saber que con una sola palabra, su hermano era capaz de adivinar todas las demás. El niño clavó una seria mirada a la pared, pero no dijo nada.

—Me voy a ir, Yenkis —dijo Cleven; había dejado de sollozar, pero seguía hundida en la almohada.

—¿A dónde? —preguntó sorprendido.

—Lejos de aquí.

—¿De viaje?

—No... —casi rio con otro sollozo, y poco a poco se incorporó sobre la cama para mirar a su hermano, mientras se secaba las lágrimas—. A cualquier sitio lejos de esta casa.

—¿Por qué? —preguntó apenado.

—No soporto vivir aquí más. Estoy harta, cansada de esto, no puedo seguir así. No sé si lo entiendes, pero... en esta casa no puedo abrir los brazos y respirar hondo.

Yenkis la comprendió perfectamente. Su hermana era una persona diferente. Alguien que necesitaba ese espacio en el que poder abrir los brazos sin miedo. Alguien que no estaba hecho para vivir en esa casa, que para ella era una cajita con alambres de pincho. Era imprescindible para ella salir de allí, para tal vez poder encontrar la felicidad, para ser liberada. Su hermana era alguien que necesitaba otro tipo de vida que seguir.

Tal vez la norma de Neuval era demasiado estricta, tener completamente vigilados a Cleven y a Yenkis y saber en todo momento qué hacían o dónde estaban. Lo que estos no sabían, es que Neuval tenía esa norma por una muy buena razón.

—¿A dónde irás? —preguntó entonces Yenkis, cogiéndola de la mano, y Cleven pudo leer en sus ojos cierto miedo—. ¿A casa de Nakuru, o de Raven?

—No, no... —negó con tranquilidad—. Mudarme a sus casas no está bien, sería muy complicado.

—¿Entonces? No tienes otro lugar a donde ir en esta ciudad. ¿Piensas ir a la casa de Lex?

—Ni hablar. En cuanto Lex me vea allí y sepa por qué, llamará a papá y me mandará de vuelta.

—¿Vas a vivir en la calle, o qué?

—Yenkis —le detuvo, medio sonriendo—. Lo he estado pensando. Me quiero ir a vivir con el tío Brey.

Yenkis frunció los labios, abriendo los ojos como platos.

—¿Tenemos un tío?

—Sí, mamá tenía un hermano —le explicó—. Tú eras demasiado pequeño para saberlo. Bueno... Yo ni siquiera le conozco de nada, sólo sé que está por ahí, pero... Confío en que me acepte en su casa.

—Si es hermano de mamá, seguro que sí —le sonrió.

—Tendré que buscarlo por mis propios medios, puede que me lleve un tiempo, pero mientras tanto iré a un hotel. Pero si resulta que no... —titubeó—. En el caso de que no funcione lo del tío, tendré que reprimirme y volver aquí.

—Así que vas a arriesgarte. —Cleven le asintió, decidida, y su hermano asintió con la cabeza—. Si es lo que quieres, yo estoy contigo.

—Eso quiere decir que no le vas a decir ni una palabra a nadie.

—¿De que te vas a ir de casa e ir en busca del tío? —Cleven le asintió—. Soy una tumba.

Cleven lo abrazó con cariño. Desde que murió su madre, siempre se habían tenido el uno al otro.

—Me iré esta noche —le susurró Cleven.


* * * *


Yenkis salió de la habitación de su hermana cuando esta ya se había quedado dormida. Era casi media noche, y Hana también se había ido a dormir. Sin embargo, sabía que su padre estaba abajo, en su despacho, probablemente trabajando como siempre. Al parecer, la cena que había preparado Misae, la cual se había ido hace un rato a su casa, había tenido que ser guardada para otra ocasión. Misae ya había pasado por eso, sólo le entristecía el mal ambiente que reinaba en esa casa constantemente.

Misae trabajaba en esa casa desde hace siete años. Se encontró con una familia destrozada, compuesta por un padre con sus tres hijos, que recientemente habían perdido a su madre. El mayor se fue de casa pocos meses después de su llegada ahí, por lo que no llegó a conocerlo bien, y quedaban solamente tres personas. Descubrió lo que pasaba, que la señora Vernoux ya no estaba en el mundo, y su ausencia había sido un duro golpe para todos, muy duro, sobre todo para el señor Vernoux.

Neuval, poco después de que el mayor de sus hijos se fuera de casa repentinamente, se fue a un viaje de negocios, según dijo él, durante medio año. Y Misae cuidó mientras tanto, de buena gana, de Cleven y de Yenkis, por aquella época de 9 y 5 años de edad respectivamente. Durante esos seis meses, no tuvo noticia alguna del padre de aquellos niños, era como si hubiese desaparecido, pero volvió. Misae esperaba ver un cambio en él, una recuperación o una mejora. Pero Neuval seguía igual que antes de irse a ese viaje. Lo único distinto es que estaba más callado y más ausente. Ella seguía viendo en sus ojos el estremecedor e inmenso vacío que había dejado su difunta esposa.

Ella sólo se limitó durante esos siete años a hacer su trabajo, pero observando que, en efecto, esa familia no era lo que fue cuando la señora Vernoux estaba viva. Vio día tras día crecer a Cleven y a Yenkis, y cada día los apreciaba más, al igual que ellos a ella. Sin embargo, el padre seguía sin mostrar cambio o mejora alguna. Vacío, enteramente vacío.

Sin embargo, Hana apareció hace tres años, y fue cuando las cosas por fin cambiaron un poco, bien por Neuval, mal para Cleven, neutro para Yenkis. Misae se alegró entonces de que Hana fuese capaz de alejar a Neuval del pasado que tanto lo atormentaba. Y ahí seguía, cumpliendo con su trabajo en la casa de esa familia, esperando con todo su corazón que algún día todo se arreglase y fuese a mejor.

Yenkis bajó las escaleras y se paró en la puerta abierta del despacho de su padre. Neuval sabía que estaba ahí, pero ni levantó la mirada. Estaba medio tumbado en su silla, con la cabeza apoyada en una mano, contemplando el vacío en sumo silencio. Se sorprendió cuando vio todo el despacho desordenado como si hubiese pasado un pequeño tornado, pero de forma literal. Aun así no preguntó por ello.

Le había prometido a Cleven guardar el secreto de su fuga, pero no había dicho nada acerca de Kaoru.

—¿Sabes lo que en verdad le ha pasado a Cleven esta tarde? —le preguntó Yenkis, sin moverse de donde estaba.

Neuval siguió sin moverse, pero Yenkis sabía que le estaba escuchando.

—Kaoru. Le ha hecho daño a Cleven. Mucho daño.

Fue cuando Neuval clavó sus ojos grises en los idénticos de su hijo, y su rostro pareció volverse mucho más serio. Yenkis se sintió algo inquieto por aquella mirada siniestra, pero supo entonces que el enfado de su padre hacia Cleven desapareció, para centrarlo en ese chico, Kaoru. Cleven podía sacarle de quicio con su comportamiento, pero nadie, absolutamente nadie le hacía daño a su hija.


* * * *


Llegó la hora. Las seis en punto. Se había puesto la alarma del móvil bajo la almohada para amortiguar el sonido, por si acaso su padre o Hana pudieran oírlo y despertarse. Se puso en pie con determinación. Pero se quedó ahí quieta un rato.

Si tenía que ser sincera, no lo había pensado a fondo. Ayer se acostó con una simple idea: despertarse muy temprano, hacer una maleta e irse. Y ya. Nada más se había dejado llevar por el impulso enfadado del momento. Pero ahora mismo, después de haber dormido, descansado y levantado tan temprano, y viendo que la idea de ayer se estaba convirtiendo en realidad ya mismo, estaba empezando a hacerse el resto de preguntas necesarias: ¿dónde me alojo?, ¿cómo voy hasta mi alojamiento?, ¿de cuánto dinero dispongo?, ¿cómo siquiera comienzo a buscar a una persona por su solo nombre en una ciudad gigante?

Cleven se quedó recapacitando cinco minutos, hasta que se puso de acuerdo consigo misma. Después, se vistió, cogió una mochila de debajo de su cama y guardó en ella ropa y demás cosas imprescindibles. Bajó las escaleras como un felino, dejó la mochila en la entrada y miró hacia el piso de arriba, asegurándose de que no oía ni un solo ruido o señal de que alguien más estuviera despierto, porque ahora, lo que iba a hacer, sí que era de alto riesgo. Descendió la mirada un poco, hasta fijarla en una puerta en la base de las escaleras, que conducía hacia el sótano.

Su padre siempre les dijo a Yenkis y a ella que, si querían bajar al sótano alguna vez para buscar algo, que siempre lo avisaran, para que él fuera con ellos y los ayudara a buscar lo que fuera, pero nunca solos. Una parte de Cleven creía que su padre impuso esa norma porque creía que ella o Yenkis serían capaces de desordenar o de romper algo, pero otra parte de ella sentía que era porque su padre ocultaba algo ahí abajo que no se detectaba a simple vista.

No obstante, si pudiera existir alguna pista, señal o detalle relacionado con su tío Brey, por minúsculo que fuera, solamente podía encontrarse ahí, en la vitrina. La vitrina era un armario muy grande, de madera de roble y de puertas acristaladas, donde su padre había guardado todas, todas y cada una de las cosas que pertenecieron a su madre, excepto ropa, que había sido donada a otros o dada a Cleven, y joyas, que no eran muchas pero estaban guardadas en un lugar más seguro, claro. Se trataba de todos los libros, cuadernos, apuntes, archivos, documentos y algunos laptops viejos que su madre usó en vida para su trabajo.

Cleven no entendía por qué su padre quiso conservar tantos papeles viejos de su madre, y menos por qué dentro de una vitrina tan elegante. No comprendía qué podía haber tan importante sobre la Informática. Lo que pasa es que ella no lo sabía –o no lo recordaba–, pero ahí había muchos códigos de programación avanzada creados por su madre que tenían un altísimo valor para la Asociación, y para la multinacional Hoteitsuba de su padre, y de cuya ciberseguridad dependía mundialmente.

Lo que ese armario encerraba era todo el trabajo de su madre, que iba mucho más allá de la Informática común. Para Neuval, todos esos papelajos y cuadernos representaban una obra maestra, y guardaban el “alma” de casi toda la tecnología de Hoteitsuba.

Lo que Cleven sí sabía era que había una caja en específico, sólo una, donde supuestamente había papeles relacionados con los lugares donde su madre cursó sus estudios y también cosas sobre sus abuelos maternos. Tenía un vago recuerdo, de cuando era más pequeña, de ver a su padre ordenando algunos papeles de esa caja, y recordaba ver una hoja bonita que era el diploma universitario de su madre, junto a una foto de ella el mismo día de la graduación posando entre sus dos orgullosos padres. Quizá, tal vez, no del todo improbable, pudiera hallar ahí algo donde se mencionase el nombre de su tío. Con suerte, ¿una foto de él, a lo mejor? De lo que Cleven estaba segura era de que no iba a poder salir de casa sin intentar al menos comprobarlo, y quitarse de encima la duda.


Cinco minutos después, ya estaba en el sótano, frente a la vitrina abierta, con la caja en cuestión en el suelo y ella agachada delante, hurgando entre las docenas de papeles de su interior. Tenía que darse prisa. Casi todo eran documentos colegiales, academias, formularios, calificaciones, algunos trabajos de secundaria y apuntes de la universidad…

«¿Eh? Para el carro» pensó para sí misma, observando uno de esos papeles con enorme confusión. «¿Qué pone aquí…? ¿Hong Kong? Y este año… ¿Mamá estudió su último curso de secundaria en Hong Kong? No tenía ni idea…». Se encogió de hombros y continuó rebuscando. Encontró aquel diploma universitario, y aquella foto de su madre, vestida muy elegante y el diploma en su mano, posando entre sus abuelos. Tanto su madre como su abuelo Hideki tenían la misma cara seria, con una muy leve sonrisa, pero mayormente serios.

Se sabía que Katya había heredado el carácter serio y disciplinado de su padre, además del cabello rojizo, pero tampoco era un secreto que la mayor parte del tiempo era una apariencia que acostumbraban a tener, simplemente por mantener los buenos modales, pues en realidad Katya y su padre Hideki también sabían mostrar cariño y sonreír, y en esta foto se notaba que tenían muchas ganas de sonreír de puro orgullo, pero precisamente por no mostrarse tan orgullosos, mantenían una moderada y modesta sonrisa. La que sí sonreía con la boca abierta de par en par era su abuela Emiliya, que además estaba haciendo una pose estrafalaria y se le notaba toda su alegría por esos ojos verdes que tanto Katya como Cleven habían sacado de ella.

«¿Así que mamá se graduó con 20 años en una carrera que normalmente es de cuatro años? La terminó en dos años… Guau… Sí que era inteligente… ¿Por qué, si tengo dos padres tan listos, yo he tenido que nacer tan inútil?» se decía a sí misma. Pensando esto, se quedó algo alicaída. No era la primera vez que pensaba así de sí misma. Cada vez que veía este tipo de grandes logros en su padre, en su madre, en su hermano mayor, e incluso en su hermano menor, se sentía como una pieza que no encajaba en una familia tan perfecta en los estudios, en el deber, en el trabajo y la responsabilidad. En ser personas útiles, de algún u otro modo, en ese mundo.

«Según esta fecha… es el mismo año en que mamá se quedó embarazada. Sí… porque Lex nació 10 meses después de la fecha de esta foto. Y aun así, no fue ningún impedimento para mamá para seguir logrando avances en su carrera y su profesión. Ella podía con todo. Era increíble… y lo único que yo tengo de ella es el aspecto».

Decidió dejar de pensar en esas cosas y fue revisando los últimos papeles. «¿Más documentos del registro de mamá como alumna del Tomonari? Pero si ya los he visto… ¡Ah! ¡No! ¡Espera! ¡Este documento no es de mamá!». Cleven se fijó mejor. Era un grupo de hojas grapadas. Estaban encabezadas por el sello y el nombre del Tomonari, pero no era un documento de registro, sino que era un trabajo del colegio. Un trabajo final de primaria de escritura, algo que Cleven recordaba haber hecho también cuando iba a primaria. Solía ser una prueba muy importante, porque aprender a leer y escribir los kanjis japoneses era un reto incluso para los nativos. En el nombre del alumno, ponía “Brey Saehara”.

«¡Esto es un examen que hizo el tío Brey! ¡Y aprobado con la máxima nota!» pensó, con el corazón latiéndole con fuerza. «Aquí estás… una prueba de que de verdad existes, tío Brey. Fíjate… qué escritura tan perfecta y limpia, y qué cantidad de kanjis se sabía. ¿También era tan listo como mamá? ¿De qué año es esto? No lo pone… Pero debe de ser muy antiguo. Ni siquiera sé si el tío era mayor o menor que mamá. Pero… es raro, porque en la foto de la graduación de mamá con los abuelos, el tío no aparece con ellos. Quizá era él tomando la foto. Hm…».

Cleven aferró esas hojas contra su pecho con fuerza. «Fuiste al Tomonari, igual que mamá. Estudiaste allí. Lo que quiere decir… que el Tomonari debe de guardar información tuya en su registro, y la dirección en donde vivías entonces… Ni siquiera sé en qué parte de Tokio vivían los abuelos. Murieron poco antes de que yo naciera, por lo que, si murieron hace 16 años, quizá el tío se quedó con su casa, o se cambió a otra… Con suerte, espero que el tío siga viviendo en la misma dirección que ponga en el registro del Tomonari».

Esto para Cleven era un plus de esperanza. Técnicamente, su plan A era más simple y directo. Esas guías telefónicas tan gordas donde se podía encontrar el eterno listado de miles de personas y de negocios y sus números de teléfono de forma autorizada, las seguían vendiendo en kioscos especiales, y Cleven tenía pensado comprar una y encontrar el nombre de su tío y el supuesto número de teléfono de su vivienda, si es que tenía una línea fija. No debería ser demasiado difícil de encontrar en la lista, porque, aunque tenía un apellido japonés de lo más común, su nombre no lo era.

Pero había posibles inconvenientes con esto: no había una guía que contuviera el listado de todo Tokio porque no había forma humana de sostener en las manos semejante monstruoso libro, pero sí las había por zonas, y Cleven se iba a arriesgar con la zona de los “barrios especiales”, que era la mitad oriental de la prefectura de Tokio, básicamente la zona más famosa, así que más valía que su tío viviera en esa zona; y por otro lado, la guía podía no contener el nombre de su tío o ningún teléfono relacionado con él.

Por lo tanto, hallar esta pista sobre la estancia de su tío en el Tomonari abría otro posible camino de búsqueda, un plan B, y esto tranquilizaba más a Cleven.

Sin más dilación, lo dejó todo como estaba, subió de regreso a la entrada, comprobó que toda la casa seguía silenciosa, cogió sus llaves y su mochila y salió de la casa sin hacer ruido.

Era domingo, mejor momento imposible, pues solía ser el día en que Cleven salía con sus amigas desde la mañana hasta la tarde, y esto retrasaría las sospechas de su padre y de Hana sobre su ausencia. A esas horas, el cielo todavía estaba oscuro y hacía buen frío, así que, abrochándose el abrigo hasta arriba y sujetándose bien la mochila al hombro, salió del jardín. Caminando por su barrio de chalets de lujo, podía oír el silencio. Todo el mundo seguía dormido, no había ni un alma por las calles. Y no se diferenciaba mucho de cuando era de día, seguía siendo el mismo aburrido y silencioso barrio de siempre. Ni siquiera se molestó en despedirse de él.

Mientras andaba sola y en silencio hacia la estación más cercana, para tomar el tren que la acercaría hasta el centro de la ciudad, comenzó a pensar dónde alojarse. Había cogido todo el dinero que tenía en la hucha, que era realmente bastante, ventajas de tener un padre millonario. «Iré al Hotel Shibuya Excel Tokyu» se dijo, recordando el hotel que estaba en el distrito de Shibuya. «Puedo alojarme sin autorización paterna teniendo 16 años, lo cual es una suerte. Y está superbién comunicado, es una buena zona desde donde iniciar una búsqueda, sobre todo porque el Instituto Tomonari está en el mismo distrito».

Pensó también que mañana iría al instituto, como si fuera un lunes normal, pues sabía que no debía complicar más las cosas, y les contaría a sus amigas todo lo ocurrido haciéndoles prometer que guardarían el secreto. En el caso de que su padre empezara a localizarla al percatarse de su ausencia, restringiría las llamadas de él y de Hana de su móvil, incluso de la oficina de ambos.

Rezó por que todo saliese como esperaba, y antes de que su padre consiguiera arrastrarla de vuelta si la encontraba. Sólo se sintió un poco culpable al haber dejado a su hermano solo, pero confió en que Yenkis lo comprendería y en que estaría bien, ya que, de todas formas, Yenkis era un chico muy independiente y no tenía penas ni problemas con nadie.

Por fin. Estaba en el inicio de un importante cambio de su vida, que podía acabar bien, o podía acabar mal. No se iba a rendir, sin embargo, hasta que hubiese acabado.









5.
Fuga

Llegó la tarde de aquel miserable día. El sol ya se ocultaba tras los rascacielos de más allá, enviando sus últimos rayos de luz a aquella ciudad llena de ruido, de actividad, de gente... Gente que caminaba por las calles sabiendo lo que tenía que hacer en ese momento, disfrutando del fin de un día más en sus vidas. Pero la luz del atardecer ni siquiera podía llegar a ella, lo sentía todo oscuro.

Miraba las grises baldosas de la acera pasando bajo sus pies. ¿Qué iban a comprender ellas? Una no era más que otra entre miles, y con las demás formaba el suelo de la ciudad. Y ella no era más que una persona entre miles, formando con ellas aquel conjunto. No obstante, era diferente, esa tarde era diferente. Ella no encajaba en ese conjunto de personas felices.

Chocaba con ellas constantemente, había tanta... Pero nada le importaba en ese momento. Se sentía tan idiota, empezando a descubrir que no era más que un juguete para alguien a quien ella creía importante. Un juguete igual a muchos otros, y que, como todos, acababan siendo despachados, olvidados, desechables. De usar y tirar, para sustituirlos por nuevos y mejores. Se preguntaba si iba a ser así siempre. Nunca jamás encontraría a nadie dispuesto a estar con ella sin mentiras. Nunca jamás encontraría a aquella persona destinada a estar a su lado pasase lo que pasase. Sólo era un juguete más, demasiado visto, demasiado poco interesante.

Eran las típicas afirmaciones a las que se aferraban las chicas de su edad, el fin de un amorío suponía el fin del mundo. Podría decirse que todos los adolescentes eran idiotas por creer de verdad que el amor eterno se encontraba a los escasísimos 16 años de vida, en los que el humano se mueve más por los instintos básicos de la necesidad del momento que por la razón y por la conciencia real de lo que era la vida, y por sentirse así de trágicos.

Pero no tenían culpa, no era más que otra reacción química programada en la genética como resultado de unas expectativas demasiado altas echadas por tierra, como la risa resultada de algo gracioso. Es lo que diría un iris. Pero Cleven era humana y solamente le importaba cómo se sentía ahora, no el porqué.

Aún tenía las mejillas y los ojos húmedos, pero su expresión ya se había calmado, cansada de llorar. Inexpresivamente, miraba el suelo bajo sus pies, no era quién para ir con la cabeza alta. Paso a paso, descendió las escaleras del metro. Sólo quería irse a casa. Sólo quería dormir, para salir de aquel asqueroso mundo un rato.

Las puertas del vagón se cerraron y se sentó en el asiento, dejando que su mochila resbalase por su brazo y se posara en el suelo. Había gente, pero no tanta como en otras ocasiones, y estaba todo en silencio. Sólo se oía el ruido chirriante de las ruedas del metro sobre las vías.

Por alguna razón, dirigió lentamente la mirada a su derecha, hacia la silla vacía que tenía al lado. No supo por qué, pero en algún rincón de su ser deseó ver otra vez a aquel muchacho que se sentó a su lado el día anterior. Sin embargo, una mujer ocupó ese lugar en ese preciso momento, mientras leía un libro, y apartó la mirada con cierta decepción. Indiferente, volvió a hundirse en sus pensamientos.

Se dio cuenta entonces de que ese chico, Kyosuke, a quien en clase llamaban Kyo, no lo había visto en todo el día, pero ni siquiera tuvo ganas de preguntarse qué le habría pasado. Al fin y al cabo, esa cuestión no superaba su reciente turbación.

“Luego no digas que no te lo advertí”. Su padre era un gafe, pensó. Y no era la primera vez que acertaba.


* * * *


Esa tarde, Yenkis se encontraba en su habitación, sentado en el suelo, rodeado de un amasijo de chatarra y trabajando ensimismadamente en su nuevo invento, aquel aparatito con forma de cubo hecho con diferentes piezas y materiales. Debía continuar haciéndole mejoras. Ya lo había probado el día anterior, pero, para su decepción, aunque su querido cubo llegó a encenderse y a conectarse al ordenador de su padre con éxito, no cumplió con ninguna función más. Al menos, el primer paso estaba logrado.

En una mano sujetaba un destornillador de punta minúscula, que en ese momento estaba usando con sumo cuidado para atornillar un tornillo diminuto en un pequeño circuito electrónico. Sobre la mesa de su cuarto reposaba un soldador, que había utilizado para fundir los pequeños sectores de estaño del circuito, unos tan juntos de otros y perfectamente predispuestos.

El mérito de esto es que Yenkis no se estaba ayudando de ningún libro ni de ningún tutorial de internet ni nada por el estilo. Era una experimentación propia que él se había empeñado en sacar adelante usando su propia cabeza, mediante el método de "prueba y error". Él tenía una inexplicable facilidad para entender la lógica física, incluyendo la electrónica y la mecánica. 

Lo único que sí estaba aplicando de otra fuente, era la programación de su aparato, es decir, lo que hacía que tuviera unas funciones, un modo de actuar, cuando se encendía y se conectaba a otro dispositivo. Para esto, había ido a la vitrina del sótano y se había hecho con algunos cuadernos antiguos de su madre donde ella creó algunos códigos de programación para dispositivos vinculantes, que era el tipo de dispositivo que Yenkis había fabricado. Pero le faltaba algún trozo de código en alguna parte, y sospechaba que tal vez se debía a que estaba intentando usar una programación antigua en unos dispositivos actuales más modernos. Pensó que en algún lado podía conseguir ese trozo faltante de código para que las funciones se cumplieran hasta el final.

Lo que hacía su cubo, o lo que él intentaba que hiciese, era conectarse a cualquier máquina que funcionara con cualquier tipo de programación –móviles, ordenadores, coches inteligentes, una nevera o una lavadora inteligentes, incluso la maquinaria automatizada de una fábrica–, y ordenarle que copiara y almacenara cualquier cosa que él le pidiera, sin que el otro dispositivo notara en absoluto la conexión de ese cubo. Es decir, que con ese cubo, Yenkis podía ponerlo y encenderlo cerca del ordenador de alguien, conectarse a ese ordenador sin que este lo percibiera ni se enterase, y con sólo susurrarle "copia todos los archivos de tal carpeta", el cubito lo haría incluso con aquellos archivos que estuvieran protegidos con contraseña. Por tanto, su invento era básicamente un ladrón fantasma; robaba datos y nadie ni nada lo notaba, no dejaba ni un rastro. 

Yenkis aspiraba, en un futuro, añadirle una nueva habilidad y convertirlo, no solo en un ladrón fantasma, sino también en un agente fantasma capaz de hacer, modificar, invadir o provocar cualquier cosa dentro de la programación de la otra máquina. Dominar otras máquinas como un titiritero.


Cuando por fin terminó de hacerle retoques, comenzó a carcajear como el malo de una película, elevando su creación por encima de su cabeza. «Por fin podré empezar a destapar algunas cajas donde guardas tu misterioso pasado, papá» pensó, sin parar de reír como un villano.

Fue entonces cuando vio a su padre en la puerta de su cuarto, contemplándolo con una cara muy preocupada, y el niño enmudeció de inmediato. Yenkis adivinó que su padre, en ese preciso instante, estaba pensando que su hijo pequeño había perdido la cabeza o consumido algo ilegal. El muchacho le mostró su más inocente sonrisa mientras deslizaba su cubito por debajo de la cama con disimulo.

—Oh, padre, me halagas con esta visita —le dijo, bromeando.

Neuval seguía con la boca entreabierta, de pie, con una mano sobre el pomo de la puerta y sólo movió los ojos para fijarse en toda aquella masa de plásticos, alambres, láminas metálicas y herramientas sobre la mesa de la habitación. Sus herramientas.

—¿Mis herramientas? —preguntó Neuval—. ¿Son mis herramientas?

—Es que verás —sonrió Yenkis, poniéndose en pie de un salto y empezando a sentirse aliviado de que su padre no hubiese reparado en su querido cubo bajo la cama—. Nos han mandado hacer algo en el cole, en clase de Tecnología, y claro —chasqueó la lengua, adoptando una actitud de obviedad—. Necesito las herramientas.

Neuval esperó a que dijese algo más, porque aquella contestación sonó escueta, por no decir pésima. Pero Yenkis seguía ahí, frente a él, mirándolo con una sonrisa de oreja a oreja.

—Sé que tus herramientas son sagradas, pero me dijiste que podía usarlas cuando quisiera siempre que las cuidara y las devolviera a su sitio en el garaje. Ahora las pondré en su sitio —añadió el niño, poniéndose nervioso, y esperó a ver si con eso se conformaba.

Pero Neuval cerró los ojos y suspiró pesadamente.

—¿Por qué no lo dejas ya, Yenkis? —murmuró.

Yenkis borró su sonrisa. Comprendió enseguida lo que pasaba, y lo que pasaba era que no funcionaba disimular con su padre, nunca funcionaba. Neuval sabía que Yenkis tramaba cosas a escondidas relacionadas con husmear entre sus secretos o cualquier cosa que revelase algo de su pasado.

—Sospechas —se percató Yenkis.

Neuval se agachó para ponerse a su altura.

—Desde que dejaste de hacerme preguntas —afirmó.

—Porque nunca me las respondías —replicó el niño, serio.

—¿Y eso no era suficiente indirecta para que dejases el tema?

—Te lo preguntaré una última vez, papá. Y obtendré la respuesta a través de ti o a través de mis propios medios —le dijo Yenkis, mirándolo a los ojos con determinación, pero también con una pequeña súplica—. ¿Por qué a veces nos brilla el ojo izquierdo y por qué debe ser un secreto para todos, incluso para Cleven?

Neuval permaneció callado, devolviéndole una mirada tranquila, inexpresiva. Pero el niño estaba dispuesto a esperar lo que hiciera falta.

—No es más que una condición genética…

—Te doy otra oportunidad —le interrumpió Yenkis, pues no le valía escuchar la misma respuesta por centésima vez.

—Deja las cosas estar, Yenkis. Por una vez en tu vida —le rogó su padre, agarrando su hombro—. Hay cosas que no es necesario saber, que no necesitas saber, para llevar una vida normal y feliz. Hay cajas que han de permanecer cerradas por una razón. Hay cajas que, si se abren, pueden arruinar tu vida pacífica, segura y feliz.

—Pe…

—Yenkis —Neuval lo sujetó de ambos hombros esta vez—. Para millones de personas en este mundo, tener una vida pacífica, segura o feliz es un milagro. Un lujo. Incluso para niños más pequeños que tú. Sabiendo esto, ¿quieres seguir arriesgando lo afortunado que eres?

—¿Cuántas veces has arriesgado tú la vida o la armonía o la tranquilidad cada vez que experimentas en tus laboratorios y juegas con las peligrosas leyes de la física? ¿Cuántas veces has decidido ir más allá de lo seguro, sólo para descubrir la verdad, o descubrir algo nuevo, o descubrir si un enlace cuántico podría modificar el comportamiento de la luz para que tenga una proyección limitada y no infinita?

—¿¡Pero cómo cojones sabes tú eso!? —exclamó Neuval con gran pasmo.

Yenkis se quedó petrificado al oírle expresarse así por primera vez. Neuval se llevó un puño a los labios rápidamente, carraspeando con disimulo.

—Se me ha escapado. No está bien decir palabras malsonantes, Yenkis, ¿de acuerdo?

—Papá… no soy tonto —insistió el niño con tristeza—. Sé en lo que trabajas en realidad. Sé lo que más te gusta hacer. Tú no eres un empresario, eres un científico. ¡Y yo soy como tú! —señaló con énfasis todas esas herramientas y trozos de aparatos desperdigados por la habitación—. Nuestro cerebro no está hecho para ignorar cosas, para “dejarlas estar”. ¿De verdad crees que yo seré capaz de seguir viviendo sin indagar en una incógnita que me acompaña todo el tiempo día y noche? ¿De verdad esperas que yo podré vivir en paz, seguro y feliz escogiendo la ignorancia, escogiendo ignorar qué hay dentro de una caja atada a mi espalda desde que nací, sin que me acabe explotando el cerebro?

—Qué dramático…

—¡Papá! —protestó.

—Yenkis, no se trata de cuántas veces yo he arriesgado la seguridad y la felicidad por empeñarme en descubrir algo que podría arruinarlas, sino de cuántas veces me he arrepentido de hacerlo —le explicó, y el niño miró al suelo con desilusión—. Yen… Te lo pido por última vez. Eres el único de esta familia que todavía es feliz y siente ilusión por algo. Por nada en el mundo quiero que algo te arruine todo eso. Quiero que sigas siendo mi pequeño genio alegre… —Neuval lo acercó para sí para abrazarlo.

Yenkis se quedó callado, se sintió extraño. Pero no podía dejar de pensar en ello, y por eso acabó apartándose de él nuevamente para mirarlo a la cara.

—¡No! Papá… Eso es lo que no entiendes. Yo no soy feliz así. Y ya no soy un niño pequeño. Esto es lo que sucede cuando cumplo años, que empiezo a pensar por mí mismo, a darme cuenta de cosas, cosas que no me gustan… ¿Qué pasará cuando alguien descubra que me brilla un ojo? ¿Llamarán a la policía? ¿Me encerrarán? ¿Me perseguirá alguien? ¿Por qué me sucede, y por qué te sucede a ti, por qué sólo a nosotros dos? ¿Y por qué es algo malo?

—No, no, no… —dijo Neuval rápidamente, tratando de tranquilizarlo—. No es nada de eso, no es nada malo.

—¿Y por qué es un secreto?

—Es solo que… —Neuval no sabía qué decir, miró hacia el techo, pensando—. Imagina que es como una gigantesca verruga. No es algo malo, pero no es algo que irías mostrando en público. No si quieres evitar constantes miradas, prejuicios y rumores.

—¿¡Me estás hablando en serio!? —brincó Yenkis con incredulidad, y enfadado.

—Ay… —suspiró Neuval con fastidio.

—Ya estoy harto, papá. Olvidémoslo. No te preguntaré más —le dio la espalda y se cruzó de brazos.

—Pues mejor —gruñó Neuval, cruzándose de brazos también—. Tú sabrás si quieres seguir perdiendo el tiempo en tonterías.

—Te aseguro que no pierdo el tiempo. Lo acabaré averiguando, ya lo verás.

Et qu’est-ce que feras-tu? La torture jusqu’à ce que je confesse? —discrepó Neuval, volviendo a erguirse y dando media vuelta. (= ¿Y qué harás? ¿La tortura hasta que confiese?)

—Ya pasé hace tiempo al plan B y opté por preguntarle a Lex.

Eso fue suficiente para que su padre se parase de golpe justo antes de salir por la puerta, como si una ráfaga de gélido viento le hubiese traspasado el cuerpo. Volvió la cabeza hacia el niño con una enorme expresión de disgusto.

—¿A Lex? ¿Le preguntaste a Lex... sobre mi pasado?

—Hmp, tranquilo, no llegó a contarme nada —bufó el niño—. Pero al menos descubrí algo, y es que, a juzgar por cómo me miró y actuó cuando le saqué el tema, por una parte descubrí que, efectivamente, él lo sabe todo. Y por otra parte, que ese era el motivo por el que tú y él no os habláis desde hace siete años. Así que he desarrollado un plan C, y no te lo pienso decir.

Neuval volvió la vista al frente en silencio. Su rostro desprendía gran pesadumbre por la noticia.

—No debiste sacar ese tema con tu hermano —murmuró.

—¿Por qué? —preguntó directamente—. Parece que Lex y tú ocultáis muchas cosas.

Oyó que su padre suspiraba con cansancio y se fue al piso de abajo sin decir palabra alguna. Yenkis frunció el ceño, pero luego resopló. Se sentía un poco mal por dentro.


* * * *


Un cuarto de hora después se oyó la puerta principal abrirse y cerrarse. Cleven dejó las llaves sobre la mesilla del vestíbulo con desgana. Estaba abatida, no podía ni levantar la vista del suelo. Desprendía un aura de seriedad y cansancio que saltaba a la vista. Automáticamente fue a subir las escaleras, a paso lento, para poder encerrarse en su cuarto.

Sin embargo, vio dos pares de zapatos frente a ella. Alzando un poco la vista, vio a Hana mirándola con severidad y cruzada de brazos, y a su padre igual. Intuyó lo que iba a pasar.

—Me han llamado esta tarde del instituto —dijo Neuval.

—¿Por qué razón no has ido esta tarde a clase? —preguntó Hana con el mismo tono de voz.

Cleven reprimió un lamento y bajó la mirada. No tenía ni pizca de ganas de hablar, y menos de discutir.

—Porque no me apetecía —contestó simplemente, en bajo.

—Pues con esa razón no vas por buen camino —le espetó Hana—. Y te quedas tan tranquila.

—Cleven, en esta casa hay unas normas, y han de cumplirse —dijo su padre con enfado—. ¿Dónde has estado?

—Dando una vuelta.

—¿Y te parece bien, hacer novillos porque sí? —dijo Hana.

—¡Ya basta! ¿Vale? —exclamó Cleven, harta—. Dejadme en paz.

Fue a subir las escaleras, pero su padre le cerró el paso. Cleven notó que estaba muy, muy enfadado.

—No nos contestes de esa manera. ¡Sólo han pasado dos semanas, Cleven! ¡Dos semanas de curso y ya tienes la primera falta injustificada!

—¡Sólo han sido las dos horas de la tarde! —replicó Cleven.

—¡No podemos volver a esta mala costumbre! —la cortó su padre, tajante—. ¡Igual que el curso pasado! ¿¡Cuántas veces más piensas faltar a clase este año!? ¿¡Diez!? ¿¡Veinte!?

—¡Las que sean necesarias, para que no me estalle la cabeza! —contestó ella.

—¡Te anulo la matrícula entonces! ¿¡Eh!? ¡Y te pones a trabajar! ¿¡Qué te parece!?

—¡Pues me encantaría, así podré largarme de aquí y no veros las caras nunca más!

—¡Cleven! —intervino Hana—. ¡Te decimos esto para que aprendas a ser más responsable, no para fastidiarte! Con este tipo de cosas sólo te creas más problemas a ti misma, ¡y preocupas a quienes te quieren! ¡Sin saber dónde estabas, creíamos que te había pasado algo!

—¡No me llames “Cleven” con tanta ligereza, soy “Cleventine” para ti!

—¡Ya eres mayor para tener esa actitud! —se impuso Neuval.

—¡Vaya, yo creía que aún era una cría! ¡A ver si os decidís! ¡Soy mayor para unas cosas, pero una niña para otras! —replicó Cleven con sarcasmo—. ¡Siempre para lo que os conviene!

—¡Cuidado con lo que dices! —exclamó Neuval—. Si vives en esta casa, tendrás que comportarte como se te diga. Aquí todos tenemos nuestras responsabilidades y cumplimos las normas para tener una convivencia. No puedes irte por ahí sola sin avisar, tienes que informarme de dónde estás o vas a estar, siempre.

—¿¡Por qué tienes que controlarme tanto!? —estalló Cleven—. ¿¡Te crees que no sé cuidar de mí misma!? ¿¡Que me va a atacar alguien!? ¡Quieres que sea mayorcita pero me vigilas y me tratas como si tuviera 8 años! ¿Te piensas que voy a hacer algo malo?

—No, Cleven, me pienso que te puede pasar algo malo —le corrigió su padre.

—¡Pues ojalá me pasase algo! ¡Así podría vivir un poco de emoción nueva y no estar embotellada en esta rutina! ¡Me ahogo en esta rutina! —exclamó más fuerte, empezando a brotarle lágrimas en los ojos—. Y no sé por qué... Siento como si esta no fuera la vida que debería tener… Siento como que me he perdido algo… —sollozó.

Neuval abrió los ojos con sorpresa al oírla decir eso. No esperaba que llegara el día en que ella comenzara a notar eso, a sentirse así. Se mordió los labios, reprimiéndose de decir algo.

—Tienes que obedecer a tu padre, Cleven —corroboró Hana.

—Para ti, “Cleventine” —le espetó.

Yenkis dejó el cuchillo sobre la madera y puso el oído. Estaba en la cocina ayudando a Misae a hacer la cena, que era la señora que limpiaba y cocinaba en la casa a veces, algunos días a la semana. Era una mujer de ya elevada edad, bajita y gordita, y con cara de buena gente. Dejó de remover en la cazuela para observar a su ayudante. Yenkis seguía quieto, intentando captar las palabras que se vociferaban desde el vestíbulo.

—Parece que ya vuelven a las andadas —lamentó Misae—. Otra vez discutiendo.

—Pero esta vez es diferente —dijo Yenkis, y la otra frunció el ceño—. Papá... Mi padre no está de humor.

—¿Que no está de humor? —repitió con ironía.

—Me refiero... a que pasa algo más, no es como siempre. No sé explicarlo. Mi padre últimamente parece… especialmente agotado. Siento como si algo fuera a… no sé… romperse.

Tras unos minutos, pareció que la discusión había acabado, peor que en otras ocasiones. Había sido más que suficiente para que Cleven subiese a zancadas a su habitación y cerrase la puerta de tal manera que tembló la casa.

—¿Estás preocupado por tu padre, o por tu hermana, pues? —le sorprendió la voz de Misae junto a él, y Yenkis la miró en silencio—. No te preocupes, ya me encargo yo de la cena —le sonrió, haciéndole un gesto con la cabeza.

Yenkis bajó de la banquetilla y salió de la cocina con premura, encontrándose con su padre en el vestíbulo. Hana se había ido al salón para calmarse, su papel de educar a Cleven con Neuval era demasiado para ella.

—¿A dónde crees que vas? —le preguntó su padre de malos humos.

—A ver a Cleven —contestó serio, parándose en el primer escalón.

—Ni hablar, está castigada, y nadie la va a ver el pelo en un buen rato. No vas a subir esas escaleras —le ordenó.

—¿Una nueva norma? Vaya, no se me había informado.

Yenkis subió las escaleras, directo, sin importarle lo que dijera su padre. Desde luego nada le impedía ver a su hermana, tenía todo el derecho del mundo.

Neuval se tapó la cara con las manos, apretando los dientes, intentando calmarse, pero fue en vano. Saltaba a la vista que estaba de los nervios, deseaba explotar. No podía explicarse con palabras cómo se sentía. Decir que estaba peligrosamente estresado no era nada comparado.

Se le había juntado todo, de golpe. Primero, los malditos miembros de la MRS habían vuelto a la carga y estaban molestando a Kyo. Y las cosas que el viejo Lao le dijo la otra noche en el pub no se le iban de la cabeza. Y Cleven, comportándose así, empezaba a no tener remedio. Por no hablar de Yenkis, volviendo a husmear en temas que no debía, en lo que también entraba Lex. Yenkis le había tenido que recordar la desastrosa situación en que se encontraba con su hijo mayor, y eso ya era la gota que colmaba el vaso. Estaba tan frustrado, tan... de todo, por todo.

Lao tenía razón y odiaba que la tuviera. Estaba harto. Esa máscara que llevaba siete años soportando le estaba pesando demasiado.

Entró rápidamente en su despacho, cerrando la puerta tras él, y se sentó en su silla, apoyando la cabeza en las manos y respirando varias veces. Fuera era de noche, y en esos momentos soplaba un fuerte viento por la zona, haciendo vibrar los cristales de la ventana. Un viento extraño.

«No me domines ahora, no ahora…» pensaba preocupado. «No salgas. Todo me está saliendo mal...» se dijo una y otra vez. Y entonces abrió un cajón falso, en el borde de su escritorio, lo hizo casi sin pensar. En él había varios papeles, algunas tarjetas gráficas… una pistola y una cajetilla de balas sin abrir… Pero en el rincón del fondo había una pequeña bolsa de plástico que contenía un polvo blanquecino que sin duda le quitaría la ansiedad. La vio, pero no abrió el cajón lo suficiente para cogerla, pues aunque no lo quiso, enseguida recordó las palabras del viejo Lao la última vez que tuvo problemas con ese asunto, hace sólo tres años.

Fue la última vez hasta ahora, pero no la primera en su vida. Y por eso, el viejo Lao le dio un ultimátum cuando descubrió su octava recaída aquella vez:

«—Tienes derecho a estar triste, Neuval —le hubo dicho Lao aquel día, apretándole la muñeca para impedirle recuperar lo que el viejo había encontrado en su cajón—. No te culpo por estar triste. Pero no podemos volver a esta situación otra vez, ¡ya no eres ese crío rebelde de 17 años! Esto ya no se arregla con charlas. Tienes que entender que ahora, en tu vida, hay algo que es más importante que tú mismo. Así que, si no dejas de consumir definitivamente, me llevaré de aquí a Cleven y a Yenkis, los alejaré de ti y vivirán conmigo aunque ellos no recuerden quién soy... hasta que elijas de una vez por todas qué te importa más. No dejaré que mis nietos vean la manera en que su padre huye de la realidad, como un hombre débil y cobarde que se ha rendido. Porque tú no eres ese tipo de hombre. Y estoy cansado de tener que recordártelo. No me mires así, Neu, como si no tuviera derecho a decirte esto. Porque el día en que te conocí, te prometí que sería un padre para ti, uno de verdad, no como el que tenías antes. Y eso es lo que estoy siendo ahora. Pero tú no. No te conviertas en Jean Vernoux, sabes que no eres como él.»

Finalmente, Neuval cerró el cajón, y miró con culpabilidad la foto que estaba junto a su ordenador, donde había una mujer de voluminoso pelo rojo oscuro, devolviéndole la mirada con sus ojos verdes. El viento que soplaba fuera fue cesando. Neuval inspiró aire profundamente una vez más, y después lo soltó con un largo suspiro para sosegarse.

No obstante, su suspiro, a pesar de ser suave, formó varios remolinos en el aire y sus papeles salieron volando por todo el despacho a su alrededor, algunos libros se cayeron de sus estanterías y los cuadros colgados en las paredes se torcieron. Se quedó quieto, tapándose la boca. «Mierda» pensó.


«Todo me sale mal...» pensó Cleven, justo antes de que alguien llamase a su puerta. Yenkis pasó adentro, discreto. Miró a su hermana, tendida sobre la cama sollozando con el rostro hundido en la almohada, y se sentó junto a ella. Sabía que Cleven se había percatado de él, pero dejó que un rato de silencio pasase antes de abrir la boca. Yenkis la miró con tristeza. Sabía que había hecho algo malo, pero no podía soportar verla así.

—No te preocupes, hermanita —le sonrió con cariño—. Ya sabes que en un día o dos todo se calma.

Cleven siguió sollozando, sin decir nada, sin moverse.

—Ya has hecho novillos otras veces —insistió—. Ya verás como papá y Hana lo acaban olvidando otra vez, y todo volverá a la normalidad. Los padres siempre son así de pesados. Puede que esta bronca haya sido peor que las otras, pero sigue siendo normal. Papá ya debería saber que no puede hacer nada contigo.

—No es eso... —se oyó la voz de la joven bajo la almohada, y Yenkis prestó atención—. Es eso y mucho más, Yen. Ya estoy harta. Soy tan estúpida...

Yenkis se inclinó un poco más hacia ella y le puso una mano sobre la espalda.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

—Kaoru...

Cleven no dijo nada más, y no fue necesario, porque Yenkis lo había entendido perfectamente, y Cleven lo sabía. Conocía a su hermano lo suficiente como para saber que con una sola palabra, su hermano era capaz de adivinar todas las demás. El niño clavó una seria mirada a la pared, pero no dijo nada.

—Me voy a ir, Yenkis —dijo Cleven; había dejado de sollozar, pero seguía hundida en la almohada.

—¿A dónde? —preguntó sorprendido.

—Lejos de aquí.

—¿De viaje?

—No... —casi rio con otro sollozo, y poco a poco se incorporó sobre la cama para mirar a su hermano, mientras se secaba las lágrimas—. A cualquier sitio lejos de esta casa.

—¿Por qué? —preguntó apenado.

—No soporto vivir aquí más. Estoy harta, cansada de esto, no puedo seguir así. No sé si lo entiendes, pero... en esta casa no puedo abrir los brazos y respirar hondo.

Yenkis la comprendió perfectamente. Su hermana era una persona diferente. Alguien que necesitaba ese espacio en el que poder abrir los brazos sin miedo. Alguien que no estaba hecho para vivir en esa casa, que para ella era una cajita con alambres de pincho. Era imprescindible para ella salir de allí, para tal vez poder encontrar la felicidad, para ser liberada. Su hermana era alguien que necesitaba otro tipo de vida que seguir.

Tal vez la norma de Neuval era demasiado estricta, tener completamente vigilados a Cleven y a Yenkis y saber en todo momento qué hacían o dónde estaban. Lo que estos no sabían, es que Neuval tenía esa norma por una muy buena razón.

—¿A dónde irás? —preguntó entonces Yenkis, cogiéndola de la mano, y Cleven pudo leer en sus ojos cierto miedo—. ¿A casa de Nakuru, o de Raven?

—No, no... —negó con tranquilidad—. Mudarme a sus casas no está bien, sería muy complicado.

—¿Entonces? No tienes otro lugar a donde ir en esta ciudad. ¿Piensas ir a la casa de Lex?

—Ni hablar. En cuanto Lex me vea allí y sepa por qué, llamará a papá y me mandará de vuelta.

—¿Vas a vivir en la calle, o qué?

—Yenkis —le detuvo, medio sonriendo—. Lo he estado pensando. Me quiero ir a vivir con el tío Brey.

Yenkis frunció los labios, abriendo los ojos como platos.

—¿Tenemos un tío?

—Sí, mamá tenía un hermano —le explicó—. Tú eras demasiado pequeño para saberlo. Bueno... Yo ni siquiera le conozco de nada, sólo sé que está por ahí, pero... Confío en que me acepte en su casa.

—Si es hermano de mamá, seguro que sí —le sonrió.

—Tendré que buscarlo por mis propios medios, puede que me lleve un tiempo, pero mientras tanto iré a un hotel. Pero si resulta que no... —titubeó—. En el caso de que no funcione lo del tío, tendré que reprimirme y volver aquí.

—Así que vas a arriesgarte. —Cleven le asintió, decidida, y su hermano asintió con la cabeza—. Si es lo que quieres, yo estoy contigo.

—Eso quiere decir que no le vas a decir ni una palabra a nadie.

—¿De que te vas a ir de casa e ir en busca del tío? —Cleven le asintió—. Soy una tumba.

Cleven lo abrazó con cariño. Desde que murió su madre, siempre se habían tenido el uno al otro.

—Me iré esta noche —le susurró Cleven.


* * * *


Yenkis salió de la habitación de su hermana cuando esta ya se había quedado dormida. Era casi media noche, y Hana también se había ido a dormir. Sin embargo, sabía que su padre estaba abajo, en su despacho, probablemente trabajando como siempre. Al parecer, la cena que había preparado Misae, la cual se había ido hace un rato a su casa, había tenido que ser guardada para otra ocasión. Misae ya había pasado por eso, sólo le entristecía el mal ambiente que reinaba en esa casa constantemente.

Misae trabajaba en esa casa desde hace siete años. Se encontró con una familia destrozada, compuesta por un padre con sus tres hijos, que recientemente habían perdido a su madre. El mayor se fue de casa pocos meses después de su llegada ahí, por lo que no llegó a conocerlo bien, y quedaban solamente tres personas. Descubrió lo que pasaba, que la señora Vernoux ya no estaba en el mundo, y su ausencia había sido un duro golpe para todos, muy duro, sobre todo para el señor Vernoux.

Neuval, poco después de que el mayor de sus hijos se fuera de casa repentinamente, se fue a un viaje de negocios, según dijo él, durante medio año. Y Misae cuidó mientras tanto, de buena gana, de Cleven y de Yenkis, por aquella época de 9 y 5 años de edad respectivamente. Durante esos seis meses, no tuvo noticia alguna del padre de aquellos niños, era como si hubiese desaparecido, pero volvió. Misae esperaba ver un cambio en él, una recuperación o una mejora. Pero Neuval seguía igual que antes de irse a ese viaje. Lo único distinto es que estaba más callado y más ausente. Ella seguía viendo en sus ojos el estremecedor e inmenso vacío que había dejado su difunta esposa.

Ella sólo se limitó durante esos siete años a hacer su trabajo, pero observando que, en efecto, esa familia no era lo que fue cuando la señora Vernoux estaba viva. Vio día tras día crecer a Cleven y a Yenkis, y cada día los apreciaba más, al igual que ellos a ella. Sin embargo, el padre seguía sin mostrar cambio o mejora alguna. Vacío, enteramente vacío.

Sin embargo, Hana apareció hace tres años, y fue cuando las cosas por fin cambiaron un poco, bien por Neuval, mal para Cleven, neutro para Yenkis. Misae se alegró entonces de que Hana fuese capaz de alejar a Neuval del pasado que tanto lo atormentaba. Y ahí seguía, cumpliendo con su trabajo en la casa de esa familia, esperando con todo su corazón que algún día todo se arreglase y fuese a mejor.

Yenkis bajó las escaleras y se paró en la puerta abierta del despacho de su padre. Neuval sabía que estaba ahí, pero ni levantó la mirada. Estaba medio tumbado en su silla, con la cabeza apoyada en una mano, contemplando el vacío en sumo silencio. Se sorprendió cuando vio todo el despacho desordenado como si hubiese pasado un pequeño tornado, pero de forma literal. Aun así no preguntó por ello.

Le había prometido a Cleven guardar el secreto de su fuga, pero no había dicho nada acerca de Kaoru.

—¿Sabes lo que en verdad le ha pasado a Cleven esta tarde? —le preguntó Yenkis, sin moverse de donde estaba.

Neuval siguió sin moverse, pero Yenkis sabía que le estaba escuchando.

—Kaoru. Le ha hecho daño a Cleven. Mucho daño.

Fue cuando Neuval clavó sus ojos grises en los idénticos de su hijo, y su rostro pareció volverse mucho más serio. Yenkis se sintió algo inquieto por aquella mirada siniestra, pero supo entonces que el enfado de su padre hacia Cleven desapareció, para centrarlo en ese chico, Kaoru. Cleven podía sacarle de quicio con su comportamiento, pero nadie, absolutamente nadie le hacía daño a su hija.


* * * *


Llegó la hora. Las seis en punto. Se había puesto la alarma del móvil bajo la almohada para amortiguar el sonido, por si acaso su padre o Hana pudieran oírlo y despertarse. Se puso en pie con determinación. Pero se quedó ahí quieta un rato.

Si tenía que ser sincera, no lo había pensado a fondo. Ayer se acostó con una simple idea: despertarse muy temprano, hacer una maleta e irse. Y ya. Nada más se había dejado llevar por el impulso enfadado del momento. Pero ahora mismo, después de haber dormido, descansado y levantado tan temprano, y viendo que la idea de ayer se estaba convirtiendo en realidad ya mismo, estaba empezando a hacerse el resto de preguntas necesarias: ¿dónde me alojo?, ¿cómo voy hasta mi alojamiento?, ¿de cuánto dinero dispongo?, ¿cómo siquiera comienzo a buscar a una persona por su solo nombre en una ciudad gigante?

Cleven se quedó recapacitando cinco minutos, hasta que se puso de acuerdo consigo misma. Después, se vistió, cogió una mochila de debajo de su cama y guardó en ella ropa y demás cosas imprescindibles. Bajó las escaleras como un felino, dejó la mochila en la entrada y miró hacia el piso de arriba, asegurándose de que no oía ni un solo ruido o señal de que alguien más estuviera despierto, porque ahora, lo que iba a hacer, sí que era de alto riesgo. Descendió la mirada un poco, hasta fijarla en una puerta en la base de las escaleras, que conducía hacia el sótano.

Su padre siempre les dijo a Yenkis y a ella que, si querían bajar al sótano alguna vez para buscar algo, que siempre lo avisaran, para que él fuera con ellos y los ayudara a buscar lo que fuera, pero nunca solos. Una parte de Cleven creía que su padre impuso esa norma porque creía que ella o Yenkis serían capaces de desordenar o de romper algo, pero otra parte de ella sentía que era porque su padre ocultaba algo ahí abajo que no se detectaba a simple vista.

No obstante, si pudiera existir alguna pista, señal o detalle relacionado con su tío Brey, por minúsculo que fuera, solamente podía encontrarse ahí, en la vitrina. La vitrina era un armario muy grande, de madera de roble y de puertas acristaladas, donde su padre había guardado todas, todas y cada una de las cosas que pertenecieron a su madre, excepto ropa, que había sido donada a otros o dada a Cleven, y joyas, que no eran muchas pero estaban guardadas en un lugar más seguro, claro. Se trataba de todos los libros, cuadernos, apuntes, archivos, documentos y algunos laptops viejos que su madre usó en vida para su trabajo.

Cleven no entendía por qué su padre quiso conservar tantos papeles viejos de su madre, y menos por qué dentro de una vitrina tan elegante. No comprendía qué podía haber tan importante sobre la Informática. Lo que pasa es que ella no lo sabía –o no lo recordaba–, pero ahí había muchos códigos de programación avanzada creados por su madre que tenían un altísimo valor para la Asociación, y para la multinacional Hoteitsuba de su padre, y de cuya ciberseguridad dependía mundialmente.

Lo que ese armario encerraba era todo el trabajo de su madre, que iba mucho más allá de la Informática común. Para Neuval, todos esos papelajos y cuadernos representaban una obra maestra, y guardaban el “alma” de casi toda la tecnología de Hoteitsuba.

Lo que Cleven sí sabía era que había una caja en específico, sólo una, donde supuestamente había papeles relacionados con los lugares donde su madre cursó sus estudios y también cosas sobre sus abuelos maternos. Tenía un vago recuerdo, de cuando era más pequeña, de ver a su padre ordenando algunos papeles de esa caja, y recordaba ver una hoja bonita que era el diploma universitario de su madre, junto a una foto de ella el mismo día de la graduación posando entre sus dos orgullosos padres. Quizá, tal vez, no del todo improbable, pudiera hallar ahí algo donde se mencionase el nombre de su tío. Con suerte, ¿una foto de él, a lo mejor? De lo que Cleven estaba segura era de que no iba a poder salir de casa sin intentar al menos comprobarlo, y quitarse de encima la duda.


Cinco minutos después, ya estaba en el sótano, frente a la vitrina abierta, con la caja en cuestión en el suelo y ella agachada delante, hurgando entre las docenas de papeles de su interior. Tenía que darse prisa. Casi todo eran documentos colegiales, academias, formularios, calificaciones, algunos trabajos de secundaria y apuntes de la universidad…

«¿Eh? Para el carro» pensó para sí misma, observando uno de esos papeles con enorme confusión. «¿Qué pone aquí…? ¿Hong Kong? Y este año… ¿Mamá estudió su último curso de secundaria en Hong Kong? No tenía ni idea…». Se encogió de hombros y continuó rebuscando. Encontró aquel diploma universitario, y aquella foto de su madre, vestida muy elegante y el diploma en su mano, posando entre sus abuelos. Tanto su madre como su abuelo Hideki tenían la misma cara seria, con una muy leve sonrisa, pero mayormente serios.

Se sabía que Katya había heredado el carácter serio y disciplinado de su padre, además del cabello rojizo, pero tampoco era un secreto que la mayor parte del tiempo era una apariencia que acostumbraban a tener, simplemente por mantener los buenos modales, pues en realidad Katya y su padre Hideki también sabían mostrar cariño y sonreír, y en esta foto se notaba que tenían muchas ganas de sonreír de puro orgullo, pero precisamente por no mostrarse tan orgullosos, mantenían una moderada y modesta sonrisa. La que sí sonreía con la boca abierta de par en par era su abuela Emiliya, que además estaba haciendo una pose estrafalaria y se le notaba toda su alegría por esos ojos verdes que tanto Katya como Cleven habían sacado de ella.

«¿Así que mamá se graduó con 20 años en una carrera que normalmente es de cuatro años? La terminó en dos años… Guau… Sí que era inteligente… ¿Por qué, si tengo dos padres tan listos, yo he tenido que nacer tan inútil?» se decía a sí misma. Pensando esto, se quedó algo alicaída. No era la primera vez que pensaba así de sí misma. Cada vez que veía este tipo de grandes logros en su padre, en su madre, en su hermano mayor, e incluso en su hermano menor, se sentía como una pieza que no encajaba en una familia tan perfecta en los estudios, en el deber, en el trabajo y la responsabilidad. En ser personas útiles, de algún u otro modo, en ese mundo.

«Según esta fecha… es el mismo año en que mamá se quedó embarazada. Sí… porque Lex nació 10 meses después de la fecha de esta foto. Y aun así, no fue ningún impedimento para mamá para seguir logrando avances en su carrera y su profesión. Ella podía con todo. Era increíble… y lo único que yo tengo de ella es el aspecto».

Decidió dejar de pensar en esas cosas y fue revisando los últimos papeles. «¿Más documentos del registro de mamá como alumna del Tomonari? Pero si ya los he visto… ¡Ah! ¡No! ¡Espera! ¡Este documento no es de mamá!». Cleven se fijó mejor. Era un grupo de hojas grapadas. Estaban encabezadas por el sello y el nombre del Tomonari, pero no era un documento de registro, sino que era un trabajo del colegio. Un trabajo final de primaria de escritura, algo que Cleven recordaba haber hecho también cuando iba a primaria. Solía ser una prueba muy importante, porque aprender a leer y escribir los kanjis japoneses era un reto incluso para los nativos. En el nombre del alumno, ponía “Brey Saehara”.

«¡Esto es un examen que hizo el tío Brey! ¡Y aprobado con la máxima nota!» pensó, con el corazón latiéndole con fuerza. «Aquí estás… una prueba de que de verdad existes, tío Brey. Fíjate… qué escritura tan perfecta y limpia, y qué cantidad de kanjis se sabía. ¿También era tan listo como mamá? ¿De qué año es esto? No lo pone… Pero debe de ser muy antiguo. Ni siquiera sé si el tío era mayor o menor que mamá. Pero… es raro, porque en la foto de la graduación de mamá con los abuelos, el tío no aparece con ellos. Quizá era él tomando la foto. Hm…».

Cleven aferró esas hojas contra su pecho con fuerza. «Fuiste al Tomonari, igual que mamá. Estudiaste allí. Lo que quiere decir… que el Tomonari debe de guardar información tuya en su registro, y la dirección en donde vivías entonces… Ni siquiera sé en qué parte de Tokio vivían los abuelos. Murieron poco antes de que yo naciera, por lo que, si murieron hace 16 años, quizá el tío se quedó con su casa, o se cambió a otra… Con suerte, espero que el tío siga viviendo en la misma dirección que ponga en el registro del Tomonari».

Esto para Cleven era un plus de esperanza. Técnicamente, su plan A era más simple y directo. Esas guías telefónicas tan gordas donde se podía encontrar el eterno listado de miles de personas y de negocios y sus números de teléfono de forma autorizada, las seguían vendiendo en kioscos especiales, y Cleven tenía pensado comprar una y encontrar el nombre de su tío y el supuesto número de teléfono de su vivienda, si es que tenía una línea fija. No debería ser demasiado difícil de encontrar en la lista, porque, aunque tenía un apellido japonés de lo más común, su nombre no lo era.

Pero había posibles inconvenientes con esto: no había una guía que contuviera el listado de todo Tokio porque no había forma humana de sostener en las manos semejante monstruoso libro, pero sí las había por zonas, y Cleven se iba a arriesgar con la zona de los “barrios especiales”, que era la mitad oriental de la prefectura de Tokio, básicamente la zona más famosa, así que más valía que su tío viviera en esa zona; y por otro lado, la guía podía no contener el nombre de su tío o ningún teléfono relacionado con él.

Por lo tanto, hallar esta pista sobre la estancia de su tío en el Tomonari abría otro posible camino de búsqueda, un plan B, y esto tranquilizaba más a Cleven.

Sin más dilación, lo dejó todo como estaba, subió de regreso a la entrada, comprobó que toda la casa seguía silenciosa, cogió sus llaves y su mochila y salió de la casa sin hacer ruido.

Era domingo, mejor momento imposible, pues solía ser el día en que Cleven salía con sus amigas desde la mañana hasta la tarde, y esto retrasaría las sospechas de su padre y de Hana sobre su ausencia. A esas horas, el cielo todavía estaba oscuro y hacía buen frío, así que, abrochándose el abrigo hasta arriba y sujetándose bien la mochila al hombro, salió del jardín. Caminando por su barrio de chalets de lujo, podía oír el silencio. Todo el mundo seguía dormido, no había ni un alma por las calles. Y no se diferenciaba mucho de cuando era de día, seguía siendo el mismo aburrido y silencioso barrio de siempre. Ni siquiera se molestó en despedirse de él.

Mientras andaba sola y en silencio hacia la estación más cercana, para tomar el tren que la acercaría hasta el centro de la ciudad, comenzó a pensar dónde alojarse. Había cogido todo el dinero que tenía en la hucha, que era realmente bastante, ventajas de tener un padre millonario. «Iré al Hotel Shibuya Excel Tokyu» se dijo, recordando el hotel que estaba en el distrito de Shibuya. «Puedo alojarme sin autorización paterna teniendo 16 años, lo cual es una suerte. Y está superbién comunicado, es una buena zona desde donde iniciar una búsqueda, sobre todo porque el Instituto Tomonari está en el mismo distrito».

Pensó también que mañana iría al instituto, como si fuera un lunes normal, pues sabía que no debía complicar más las cosas, y les contaría a sus amigas todo lo ocurrido haciéndoles prometer que guardarían el secreto. En el caso de que su padre empezara a localizarla al percatarse de su ausencia, restringiría las llamadas de él y de Hana de su móvil, incluso de la oficina de ambos.

Rezó por que todo saliese como esperaba, y antes de que su padre consiguiera arrastrarla de vuelta si la encontraba. Sólo se sintió un poco culpable al haber dejado a su hermano solo, pero confió en que Yenkis lo comprendería y en que estaría bien, ya que, de todas formas, Yenkis era un chico muy independiente y no tenía penas ni problemas con nadie.

Por fin. Estaba en el inicio de un importante cambio de su vida, que podía acabar bien, o podía acabar mal. No se iba a rendir, sin embargo, hasta que hubiese acabado.





Comentarios

  1. Hola, tengo una duda :) este capitulo dice que cleven termino con kaoru, y que le hizo mucho daño peeeero no sale que paso, osea se queda en que cleven lo estaba buscando en shibuya y luego pasa a que terminaron, tengo mucho leyendo esta historia y anteriormente si decia que se lo encontraba y que la estaba engañando o algo asi y le dice algo e hace algo malo ya no recuerdo bien y luego ya sale que terminan .
    Entonces queria saber si fue parte de los cambios de la historia que ya no diga que hizo kaoru o si sale mas adelante 😅😅
    Gracias esperare la respuesta 😁

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Holaa! Sí, sí, esa escena que dices donde Cleven discute con Kaoru diciéndole que lo encontró engañándola con otra chica y tal sucede unos capítulos más adelante ^^

      Eliminar

Publicar un comentario