1º LIBRO - Realidad y Ficción
Cleven y Kaoru se separaron tras un largo rato, aunque para ella había sido muy breve. Se miraron a los ojos, cogidos de la mano, sonriéndose.
—Nos vemos mañana —le susurró Kaoru con palabras cariñosas, le dio un beso en la mejilla y, dando media vuelta, se marchó en dirección al instituto.
Cleven lo siguió con la mirada hasta que se perdió de vista. Suspiró, permaneciendo un rato parada en el sitio, y bajó la vista al suelo. Se sentía extraña, sentía que algo raro pasaba. Intuía que algo no iba bien en aquella relación, era un presentimiento, pero no sabría decir si se trataba de ella o de Kaoru.
Necesitaba hablarlo con alguien, necesitaba contarle a alguien lo que sentía, estaba confusa. Pensó en Raven y en Nakuru, sin embargo, sabía de sobra que ellas le dirían que si no estaba segura o que si tenía alguna duda con respecto a su relación, lo dejase, cortara enseguida y que dejase de comerse el coco.
De lo que Cleven no estaba segura era de dejar a Kaoru o no aunque estuviera dudosa o incómoda con algo. Sólo habían pasado un par de semanas, ¿no? Acaban de empezar. Era pronto para decir si iba mal o bien. Y es que él era un chico que lo tenía todo, popular, guapo, buen estudiante, deportista... Todo el mundo quería estar con él, todos lo aclamaban. Pero ella, por primera vez en aquellas dos semanas se preguntaba si de verdad era eso lo que quería de Kaoru. ¿Qué buscaba ella realmente en un chico? Le daba rabia verse incapaz a estas alturas de responder a esa pregunta.
Hubo un tiempo, muy lejano, en el que ella ya encontró a alguien, alguien que la acompañaba por las lindes entre la vida y la muerte. Pero lo había olvidado. Y por eso, tal vez, se estaba haciendo las preguntas equivocadas. ¿Qué buscaba ella de sí misma, de la vida, de su futuro y del mundo que la rodeaba? Hace muchos años, lo tenía muy claro. Ahora ni siquiera tenía ganas ni de estudiar para un simple examen de Lengua ni de saber qué iba a comer mañana.
Dio media vuelta y bajó las escaleras hacia el metro para volver a casa. Los andenes estaban abarrotados de gente, como siempre. Esperó a que llegara el tren entre toda la masa de gente. Una más. Eso es lo que era, una persona más de entre millones, tan insignificante y normal como todas las demás.
Muchas veces había soñado con ser algo más que eso, como soñaban muchas personas de su edad. A veces deseaba ser más de lo que era, pero otras veces se resignaba a la comodidad de la rutina. Era como un deseo intermitente de volver a ser algo que ya fue una vez y que había olvidado, y una recóndita parte de ella lo añoraba. A diferencia de Nakuru, Cleven odiaba la rutina. Le parecía tan aburrida, tan repetitiva, siempre lo mismo, una y otra vez... Para ella, la vida consistía en cambios, evolución, novedades y avances. Si su vida ahora no tenía nada de eso, normal que sintiera que su vida no tenía sentido.
¿Por qué no me puede pasar algo emocionante algún día?, se preguntaba. Pero ¿qué era lo suficientemente emocionante para ella? Las cosas nuevas, sí, ¿pero en qué grado? Había empezado un nuevo curso, un nuevo año, con nuevos compañeros de clase, un nuevo tutor bastante extraño pero simpático, una nueva relación amorosa con un nuevo chico... No. No era capaz de considerar todo eso como algo emocionante. Lo seguía viendo dentro de la rutina. ¿Qué era, entonces, lo que esperaba que sucediese?
Se sentía vacía, desde hacía siete años, desde que murió su madre. No sabía por qué. Ella quería a su madre, y ya decidió firmemente que viviría la vida por ella. Pero sentía que, aparte de su madre, algo dentro de ella también se fue lejos. Algo, quizá, sobrenatural.
Llegó el tren, se metió en el vagón y se fue a sentar. Justo cuando fue a apoyar el trasero en el asiento, vio por el rabillo del ojo que otra persona hacía lo mismo al mismo tiempo, en la silla de al lado, la que aún quedaba libre.
Cleven giró la cabeza un momento para ver quién se había sentado a su lado, y se quedó algo abstraída. Era ese chico, el mismo que había visto en la sala de profesores. Seguía teniendo la capucha de su sudadera puesta, bajo un abrigo negro lleno de cremalleras. Sólo se le veía la cara de nariz para abajo, y a Cleven no se le ocurrió otra cosa que fijarse en sus labios. Se vio a sí misma ruborizándose, y apartó la mirada. Le sonaba de algo. Si no tuviese la capucha puesta seguro que lo reconocería de algo. De repente hacía mucho calor.
Las puertas se cerraron y el tren se puso en marcha. El vagón estaba muy lleno, pero, como de costumbre, los japoneses pasan el trayecto en silencio, mirando sus móviles, un periódico, un libro o las musarañas. El trayecto transcurrió tan normal como todos los días.
De vez en cuando, Cleven se atrevía a mirar de reojo al chico que tenía al lado. Estaba muy quieto, cabizbajo, de brazos cruzados y en silencio, casi tumbado en la silla e indiferente. Parecía muy serio, y pensó que tal vez se debía a la tediosa charla que el director le había dado esa tarde en la sala de profesores. ¿Qué habría hecho? ¿Se habría peleado con otros chicos? ¿Habría roto algo?
Cuando miró entre sus pies y vio su mochila, se sorprendió. «¡Ah, ya caigo!» pensó, reconociendo esa mochila, pues la había visto antes. «Este chico es de mi clase» recordó. Se acordaba de él vagamente. Era nuevo en su clase, y no pudo afirmar si era nuevo en el instituto o había estado antes en otra clase de su mismo curso. No recordaba haberlo visto antaño, por lo que supuso que sí, que era nuevo en el instituto. Intentó recordar su nombre, mencionado el primer día de clase junto con los de los otros nuevos alumnos.
Cleven miró hacia otro lado, pensativa, lo tenía en la punta de la lengua. El chico, a su vez, miró hacia el lado contrario, pasivo. Así fueron pasando los minutos, y las paradas. Cada vez el vagón estaba más vacío, y Cleven seguía mirando hacia arriba, hacia abajo, hacia los lados, como si fuera a encontrar el nombre que estaba buscando escrito en las paredes, techo y suelo del vagón. Lo sabía, juraría que sabía el nombre. Se mordió la lengua y cerró los ojos. Por un momento se sintió estúpida, ensimismada por recordar un simple nombre de un simple chico de su clase, pero entonces...
—¡Ah, Kyosuke! —exclamó de tal manera, dándose un puñetazo en la palma de la mano, que todos los presentes en el vagón se la quedaron mirando.
Cleven giró la cabeza hacia su derecha rápidamente y se cruzó con la mirada sorprendida del muchacho clavada en ella, aunque seguía de brazos cruzados. Había acertado, pero se sintió avergonzada de haber proclamado su nombre a los cuatro vientos de aquella manera. Seguro que lo había asustado, porque el chico seguía mirándola confuso.
Cleven fue a mirar a otro lado para disimular, como si no hubiese pasado nada, pero no pudo. No podía dejar de observarlo. A pesar de que los ojos de él estaban sumergidos en la sombra bajo la capucha, ella podía sentirlos apuntando hacia ella, y le daba una extraña sensación que le impedía reaccionar. La luz del vagón solamente se reflejaba en su ojo derecho, desprendiendo un diminuto brillo blanco, pero no en el izquierdo. Se dio cuenta entonces de que tenía su ojo izquierdo guiñado, y este hecho le resultaba inexplicablemente familiar.
No pudo resolver ese enigma, pues el vagón se paró en la siguiente parada y el chico volvió la cabeza hacia atrás en una fracción de segundo, observando el andén, afuera, como si hubiese explotado una bomba al lado. Se había sobresaltado, Cleven podía notar que estaba en tensión.
Confusa, miró hacia el mismo sitio a través del ventanal y, en las escaleras que descendían al andén, divisó a un grupo de personas, unos ocho hombres y un par de mujeres, vistiendo con las mismas sudaderas negras y todos encapuchados, que bajaron las escaleras a toda velocidad con una agilidad asombrosa.
Fue entonces cuando vio que el chico, Kyosuke, cogía su mochila rápidamente, se puso en pie de un salto y salió disparado por la puerta opuesta del vagón, perdiéndose de vista escaleras arriba del otro andén. Cleven, con un nudo en la garganta, vio a ese grupo entrar en el vagón y salir por el otro lado tan rápido que parecieron sombras. Vio cómo seguían el mismo camino que había tomado el muchacho para salir del metro. Tenía toda la pinta de ser una persecución, y Cleven se preguntó si estarían rodando alguna película de acción cerca o si había sido algo completamente real.
Trató de recapacitar sobre lo que había pasado. Los demás ocupantes del vagón también se habían sorprendido durante la escena, pero después habían seguido con lo suyo. Cleven, sin embargo, tenía todavía el corazón latiéndole con fuerza.
No obstante, algo consiguió apartarla repentinamente de lo sucedido. Miró a través de la ventana que tenía detrás, después de haber escuchado unas exclamaciones, y el corazón le latió con más violencia. Vio a un niño corriendo como un descosido por el andén, esquivando a la gente que caminaba por ahí también con una agilidad notable, y portaba al hombro una mochila grande, a la que aferraba como si dentro guardase su vida. Lo vio sonreír, reírse de los dos agentes de la policía de Tokio que lo seguían por detrás con las porras en alto, ordenándole a gritos que se detuviese.
—Ay, madre... —resopló Cleven con desasosiego, tapándose la cara con una mano.
—¡Detente, niño! —le gritaba uno de los agentes—. ¡Vuelve aquí, párate!
El niño se rio, parecía estar divirtiéndose, mientras era observado con sorpresa por la gente que iba por el andén. «Por favor, no entres aquí» rezaba Cleven por lo bajo, muerta de la vergüenza. Tenía la cara tapada con las manos, pero para su desgracia oyó los pasos del niño adentrándose en su vagón, y acto seguido las puertas se cerraron. Oyó cómo los agentes golpeaban la puerta con las manos, lanzándole gritos de enfado al niño.
—Au revoir, imbéciles! —exclamó el niño haciéndoles cortes de manga a los dos agentes mientras el vagón iba avanzando—. Idiotes!
—¡Yenkis! —gritó Cleven con enfado, tirando del brazo del niño hacia sí y haciéndole caer al suelo.
El chavalín alzó la vista de sus ojos grises claros hacia la chica que tenía al lado.
—¡Querida hermana! Comment ça va? —la saludó el niño, agrandando su encantadora sonrisa.
—No me vengas con esa cortesía, enano. ¿Se puede saber qué has hecho? ¿¡Por qué te estaban siguiendo esos maderos!?
—Néant... —murmuró, mirando a otro sitio para disimular.
—¿Qué pasa? ¿Me hablas en francés para que la gente del vagón no te entienda? ¡Respóndeme! ¿Qué has hecho esta vez?
Yenkis se la quedó mirando, sin hacer nada, sin borrar su sonrisa, sin saber qué decir. Fue entonces cuando Cleven le arrebató la mochila, la abrió y lo vio. Otra vez, cacharros de todo tipo: restos de teléfonos móviles, cables viejos, restos de otros aparatos tecnológicos, láminas de aluminio oxidadas... Toda la mochila rebosando de lo mismo. La dejó caer al suelo y volvió a clavar la mirada en el chico.
—¿Se puede saber qué haces con todas estas cosas? Has vuelto a entrar en la fábrica abandonada, ¿verdad? Donde hay montones de estas cosas tiradas por ahí. Es una propiedad privada todavía, ¿estás loco o qué? No puedes coger esta basura sin un permiso.
—Cleven, Cleven… —intentó tranquilizarla mientras se ponía en pie y se sacudía el pantalón del uniforme de su colegio de educación primaria—. Esta basura, como tú la llamas, es muy valiosa en realidad. Todas estas pobres piezas están destinadas a formar parte del olvido, a ser inútiles, pero yo las estoy salvando de ese cruel destino —le explicó poniendo un tono dramático—. Yo las aprovecho como se merecen.
—¿Transformándolas en esos raros aparatos que construyes? Loco, van para reciclaje. Un enano como tú no puede tener idea de cómo inventar aparatos útiles, tienes un estúpido hobby.
—Lo dices porque no has visto aún lo que ya tengo construido.
—Pues muéstramelo.
—No puedo, es alto secreto —le susurró poniendo un tono misterioso.
—Yenkis, que seas hijo de uno de los mejores ingenieros del mundo no significa que tú seas uno. Sólo tienes 12 años.
—Bueno, lo que tú digas —le sonrió tan simpático, agarrándose al barrote—. Pero no le digas nada a papá.
—Ja, no creo que a ese muermo le vaya a sentar bien al corazón saber que su hijo se dedica a escapar cada dos por tres de la policía.
—No me importa que sepa lo de la poli, lo que no quiero es que se entere de lo que hago con estos preciosos y destrozados aparatitos —dijo acariciando con la mejilla la mochila, mimoso.
—Y si se lo cuento a papá, ¿qué?
En ese momento vio que su hermano miraba por la ventana, hacia delante. Cleven se percató de que iban a entrar por el túnel que siempre hacía que se apagasen las luces del tren unos segundos, y al volver la vista hacia su hermano, lo vio cerrar su ojo izquierdo justo antes de que las luces se apagasen. Fue un momento breve, sólo se oía el ruido que emitían las ruedas del metro sobre las vías. Por un momento, se acordó del chico que había estado sentado a su lado.
Cuando volvió la luz, Yenkis volvió a mirar a su hermana con los dos ojos abiertos, tan alegre.
—Pues yo le contaré a papá que, en tu vocabulario, “ir a estudiar toda la tarde en casa de Raven o de Nakuru” significa en realidad “morrearte con Kaoru y meteros mano” —le espetó, y comenzó a hacer gestos obscenos, cerrando los ojos y moviendo las manos y los labios en el aire exageradamente—. Mm, sí, Kaoru... Qué lengua más larga tienes, mua, mua...
A Cleven se le hinchó la vena de la sien en un segundo.
—¡Te vas a enterar! —se abalanzó sobre él, pero las puertas del vagón se abrieron de nuevo tras haberse detenido en la parada donde ambos tenían que bajarse, y Yenkis había salido disparado riéndose a carcajadas—. ¡Te voy a cortar los morros! —exclamó, corriendo tras él.
El niño salió a la calle tras haber subido la escalinata del metro, y vio que su hermana, en mitad del trayecto, tenía la lengua fuera, jadeando, agotada. Al llegar junto a su hermano recuperó el aliento y pasó olímpicamente de vengarse. Yenkis, victorioso, emprendió la marcha junto a ella.
Se encontraban en un barrio de chalets de lujo, un barrio limpio y elegante. Todo estaba silencioso y tranquilo, como de costumbre. El asfalto de la carretera que se paseaba entre las casas estaba completamente negro, y sin ninguna grieta. Lo habían restaurado hace poco. Allí también existía el típico vecino que le tenía fobia a las grietas, a las abolladuras, a las farolas con manchas de óxido y a los céspedes mal cortados.
Las grandes casas descansaban sobre amplios jardines verdes que estaban limitados por vallas de hierro, muros blancos o simplemente no tenían limitación con la calle. Todo estaba tan cuidado al mínimo detalle como vigilado. Todas las farolas de cada esquina tenían cámaras de seguridad que se movían lentamente de un lado a otro. Posiblemente el único movimiento de todo el barrio.
A Cleven le parecía la zona más aburrida de Tokio, no le gustaba nada vivir ahí. No había ni un lugar divertido, tiendas o cine cerca. Lo odiaba. Siempre había deseado vivir en plena ciudad, le gustaba el ruido, verse envuelta de gente, coches, luces. Pero era algo imposible. Con 16 años su padre no la dejaría vivir sola en un apartamento en el centro de la ciudad.
Por un momento, mientras caminaban por la acera y pasaban junto a un chalet y bajo los árboles que recorrían toda la calle, se le vino a la cabeza un nombre: «Brey».
Miró al cielo, pensativa, asegurándose de que el dueño de ese nombre era el de un tío suyo. ¡Sí, era verdad! Recordó entonces, por primera vez en mucho tiempo, que tenía un tío llamado Brey, pero al que no conocía de absolutamente nada.
Sólo sabía su nombre, que era un hermano de su difunta madre y que vivía en Tokio. Se imaginó por unos segundos a sí misma yéndose a vivir con su tío, sin tener al lado a un padre que lo único que hacía era trabajar y regañar, sin estar en un barrio tan aburrido que de sólo mirarlo produjese sueño, lleno de viejos y de silencio, y sin tener encima de ella a Hana, la actual pareja de su padre desde hacía tres años, que era igual de aguafiestas que él.
Sí, sería maravilloso, pensó. Se preguntó por qué nunca había oído hablar de su tío Brey. Era familia, al fin y al cabo, pero tan sólo era consciente de su existencia desde que tenía 9 años, año en que murió su madre. Pero nada más, sólo lo oyó mencionar de bocas ajenas, no recordaba dónde ni cuándo, pero sabía que tenía un tío llamado Brey Saehara. No sabía cómo era, qué edad tenía, en qué trabajaba, si estaba casado y tenía hijos... La verdad es que a Cleven le entusiasmaría muchísimo la idea de tener primos.
Nada de nada, no obstante, le atraía la idea de irse a vivir con él, y así estaría más cerca del instituto, lo tendría todo más fácil. «Si es hermano de mamá, seguro que no le importará que me acople» pensó, sonriendo para sus adentros.
—¿Estás bien?
Cleven volvió la vista hacia su hermano, el cual la miraba a ella preocupado. Otra vez, ya era el Yenkis de siempre. En realidad, su hermano pequeño nunca se peleaba con ella, nunca. La actitud que había mostrado en el metro sólo eran sus bromas habituales porque era un niño inquieto y divertido, pero realmente nunca molestaba y ni le creaba problemas a Cleven. Todo lo contrario.
Cleven no lo comprendía. Todos sus amigos y amigas que tenían un hermano pequeño se quejaban de ellos a todas horas y los describían como insoportables y con los que siempre se estaban peleando. Pero ella apenas había tenido algún día malo con Yenkis. La mayor parte del tiempo, eran inseparables. Su hermano no era normal, ella lo sabía. Era tan maduro como un adulto, demasiado inteligente para su edad, y teniendo sólo 12 años, era algo insólito.
Ese niño había sido todo su apoyo desde que murió su madre. Quizá fuera porque Yenkis tenía unos 4 años y Cleven casi 9 cuando la perdieron que a Cleven la afectó mucho más que a él. Yenkis tenía pocos recuerdos de ella, era muy pequeño en ese entonces, pero para Cleven era distinto. Por eso, había sido él quien, desde la muerte de su madre, había cuidado de Cleven y no al revés, como si el hermano mayor fuera él y no ella.
Realmente, Yenkis era la persona que Cleven más quería en el mundo.
—Claro que estoy bien, como siempre —contestó al mismo tiempo que cruzaban la verja del jardín y se adentraban en la enorme casa.
—Si tú lo dices… —sonrió Yenkis, volviendo la vista al frente—. Si puedo ayudarte en algo, ya sabes dónde estoy.
La joven lo siguió con la mirada cuando este subía las escaleras al piso de arriba y se metía en su habitación. No pudo evitar sonreír con cariño. Pero, pese a la invitación del niño, Cleven se convenció a sí misma de que no tenía ningún problema, que estaba perfectamente.
Fue a subir a su cuarto para quitarse el uniforme y ponerse más cómoda, luego pensaba pasarse el resto de la tarde en el ordenador, su pasatiempo favorito, donde chateaba con los amigos, navegaba por Internet… y todas esas cosas a las que su padre llamaba pérdida de tiempo y estupideces. Al ir a dejar su chaqueta del uniforme en el perchero, al otro lado del vestíbulo, y al pasar junto a una puerta entreabierta al lado de las escaleras, oyó la frase que oía todos los días clavándose en sus oídos.
—Cleventine, ven aquí ahora mismo.
Era la voz de su padre, desde su despacho, que tenía la puerta entreabierta. No alzó la voz, pero aquel tono causaba el mismo impacto. Su padre tenía la voz más grave que conocía. «Maldición» masculló Cleven. Si su padre la había llamado por el nombre completo, significaba que no pasaba nada bueno.
—¿Tiene que ser ahora? Estoy cansada —replicó mientras colgaba la chaqueta en el perchero.
—Que vengas aquí —volvió a ordenarle desde su despacho.
Cleven lanzó un largo resoplido, no tenía ni pizca de ganas de oír otro sermón, y ni siquiera sabía de qué se trataba esta vez. De mala gana, entró en el amplio despacho, donde dos de las cuatro paredes, opuestas, estaban cubiertas por estanterías llenas de libros de todo tipo. En la pared de enfrente a la puerta había un ventanal enorme, por donde entraba la luz gris del cielo.
Su padre estaba sentado en un escritorio muy grande de espaldas al ventanal, y estaba escribiendo en varios folios que tenía sobre la mesa y bajo la luz de la lamparita encendida. Sobre la mesa también había montones de carpetas y dos tazas de café, además de un ordenador de última tecnología.
Su padre, en casa, encerrado en su despacho, trabajando. Era la misma escena de siempre, siempre trabajando. O si no, siempre en la empresa, también trabajando. Cleven lo observó de nuevo, mientras se adentraba en la estancia. Veía en él lo mismo que todos los días. Un cuarentón, siempre bien peinadito, pedante, arreglado y elegante, tan sofisticado… No se llevaba bien con él, porque siempre este la estaba regañando por todo. Pensaba que su padre sólo vivía para trabajar y para disciplinar a sus hijos, nada más.
Para ella no era más que un viejo despistado, algo torpe, débil, con miedo de hacerse un rasguño o de perder la cartera o el reloj. Incluso su forma de hablar la ponía enferma, siempre tan educado, sin decir un taco en su vida... Le daba escalofríos.
Lo único que ella no tenía en cuenta era su aspecto real. Neuval tenía más de 40 años, pero aparentaba unos 30. Era alto, y de complexión fuerte. Su pelo era castaño claro, sin ninguna mísera cana. Tenía algo de barba, y sus ojos podían ser los más extraños del mundo. Eran de un color completamente gris, un gris muy claro. Ni grises azulados, ni grises verdosos. Puro gris claro. Pero Cleven nunca había reparado en todo esto, sólo veía las cosas como quería verlas.
—¿Qué quieres ahora? —preguntó de mala gana, quedándose de pie al otro lado de la mesa—. No tengo tiempo para...
—Borra ese tono conmigo —interrumpió, alzando la vista de sus papeles—. ¿Quién era ese chico?
—¿Eh? —se sorprendió, y empezó a ponerse nerviosa—. ¿Qué chico?
—Ese que estaba tan pegado a ti, en Shibuya, junto a la entrada del metro —contestó severamente—. Sí, ese que te estaba violando con los ojos.
«Había olvidado lo exagerado que era» pensó Cleven y miró a otro lado. No sabía qué podía contestarle.
—Sólo es un chico, papá. Más bien… es mi novio. ¿Algún problema?
—Sí, unos cuantos. No quiero volver a verte con él.
—¿Perdona? —saltó, sin poder creer lo que estaba oyendo—. Oye, es mi novio, puedo hacer lo que me dé la gana con él, ¿sabes? No eres quién para meterte en mi vida.
—Soy la persona que más derecho tiene a meterse en tu vida —replicó, dejando la pluma sobre la mesa bruscamente—. ¿Qué crees que estabas haciendo con él?
—Sólo nos besábamos, lo más normal del mundo.
—Él no estaba sólo besándote, no creas que he pasado por alto dónde tenía las manos cuando os vi —dijo alzando la voz, cada vez más enfadado—. No voy a permitir que sigas saliendo con ese chico.
—¡Pero bueno! —saltó hecha una furia, apoyado las manos sobre la mesa con un manotazo—. ¿¡Quién te crees que eres!? ¡Él y yo nos queremos! ¡Llevamos tiempo ya juntos! ¡Yo puedo salir con el chico que me dé la gana!
—¡No me levantes la voz! —exclamó Neuval, aunque permaneció de brazos cruzados en su sitio—. Puedes salir con quien quieras, pero con ese chico en concreto, no te lo consiento.
—¡Ah! ¿No? ¿¡Y por qué razón, si puede saberse!?
—Porque no es más que un mujeriego, se está aprovechando de ti. Y además es peligroso... —añadió en voz baja.
—¿Qué? ¿¡Pero qué dices!? ¿¡Tú qué sabes!? Estás desvariando demasiado… ¡Él me quiere, y yo a él, y ni siquiera lo conoces! ¡No tienes ni idea de lo que estás hablando!
—¡Te he dicho que no quiero que vuelvas a salir con ese sujeto! Sé muy bien de lo que hablo, Cleventine, no es bueno para ti.
—¡No lo conoces! —repitió con lágrimas en los ojos—. ¿¡Crees que voy a cumplir tus órdenes!? ¡Estoy harta de esta casa, lo tengo todo prohibido! ¿¡Pero qué vas a saber tú de si se está aprovechando de mí!? ¡Nunca me dejas estar con nadie! ¡No me dejas acercarme a nadie!
—¡Cuidado con ese tono!
—¡No hay más que verte ti! —continuó Cleven—. ¡Esa arpía de Hana es 15 años más joven que tú! ¡Sólo está contigo por el dinero! ¿¡Por qué sino iba a estar con un muermo como tú!? ¡Eres un calzonazos, todo lo que dice ella que hagas lo haces! ¡Seguro que mamá debe de odiarte por haberla sustituido por una busca-tesoros después de su muerte!
Ya está. Había metido el dedo en la llaga. Se había pasado cien pueblos. Su padre se puso en pie de un salto, apoyado en la mesa, mirándola con tanto enfado que daba miedo. Cleven se arrepintió de haber dicho todo eso, no era justo. Pero se había dejado llevar por la rabia. En ese momento de tenso silencio, la joven pensó que su padre iba a gritar de todo.
—Vete de aquí —dijo sin más, con un frío susurro—. Vete a tu habitación.
Cleven permaneció un momento parada en el sitio, respirando con fuerza, pero enseguida dio media vuelta y salió del despacho, subió las escaleras y se encerró en su cuarto. Se arrepintió. Le había hecho el peor daño que podía hacerle a su padre. Sin embargo, seguía enfadada con él por haberle dicho que dejase de salir con Kaoru. Eso tampoco era justo, pero no era nada, nada comparado con la injusticia de mencionar a su madre en su contra. Se había pasado.
* * * *
Llegó la noche, y Misae, la anciana que tenían contratada para cocinar algunos días de la semana, después de haber preparado la cena, se marchó a su casa. Hana ya había vuelto de trabajar, y los cuatro comenzaron a cenar en el comedor. Nadie decía nada. Reinaba un silencio sepulcral. Sólo Yenkis se aventuró a abrir la boca.
—He invitado al grupo a tocar en el garaje un día de la semana que viene —dijo tan risueño, mirando a su padre—. Pueden venir, ¿verdad?
Neuval alzó la mirada perdida de su plato hacia él.
—Creía que tu guitarra estaba rota.
—Sí, pero la he conseguido arreglar, no era nada grave —sonrió el niño—. Una incisión por aquí, una inyección por allá…
—No hables como si fueses un médico —comentó Cleven, aún enfadada con el mundo—. Aquí el único médico de la familia es nuestro hermano mayor.
—Bueno —se encogió de hombros, y volvió a mirar a su padre—, pueden venir, ¿no, papá?
—Sí, pero te recuerdo que a partir de las ocho tendréis que dejar de tocar, no quiero más problemas con los vecinos.
Otro momento de silencio. Yenkis tan sólo pretendía romperlo y animar a los demás a hablar sobre algo, pero nada. «Vaya sosos» se dijo. No le gustaba comer con tanto callamiento. Cleven procuraba no mirar a nadie, no estaba de humor, y menos a su padre. Se sentía culpable, pero a la vez seguía enfadada con él. Hana fue consciente de que el aire estaba congelado entre los dos, y adivinó que habían vuelto a discutir. Estaba tan acostumbrada que no dijo nada al respecto.
—He admitido a un nuevo miembro en el grupo, un bajista. —Yenkis volvió a hacer su segundo intento de transformar la hora de la cena en algo mejor de lo que era.
—¿Ah, sí? —dijo Hana, mirándolo con interés—. ¿Alguien de tu clase?
—No, es dos años mayor que yo, de la secundaria inferior, y toca muy bien —contestó; el momento de silencio volvió a dar señales de vida, pero Yenkis miró de nuevo a su padre con detenimiento—. ¿Sabéis cómo se llama? —preguntó, poniendo un tono de misterio exagerado. Claramente estaba guardando unas extrañas intenciones hacia su padre.
—¿Cómo se llama, Yenkis? —preguntó su padre aburridamente, llevándose el vaso de agua a la boca.
—Daiya Miwa.
Hana y Cleven fueron las únicas que se sobresaltaron cuando Neuval empezó a toser, se había atragantado repentinamente. Yenkis sonrió astuto, sabía que reaccionaría nervioso ante ese nombre.
—Neu, ¿estás bien? —se preocupó Hana.
—Sí, sí, sólo me he atragantado.
«Torpe» pensó Cleven, volviendo con su plato.
—¿De qué lo conoces, papi? —preguntó Yenkis, que seguía mirando a este con una inocencia bien fingida.
—¿Qué? No sé quién es ese tal Daiya, ¿cómo voy a conocerlo de algo? —le dijo con naturalidad, pero miraba a Yenkis de reojo lanzándole claras advertencias para que cerrase la boca.
Yenkis lo captó y, sonriendo travieso para sus adentros, siguió comiendo.
Cleven se dio cuenta de que Yenkis y su padre habían vuelto a tener uno de esos extraños momentos que ya habían repetido unas veinte veces en los últimos seis meses, en los que Yenkis le hacía unas preguntas a su padre capaces de ponerlo nervioso, y este lo intentaba disimular. Se preguntaba qué clase de rollo se traían esos dos, le resultaba un tanto rara la relación que había entre su padre y su hermano. Hana no parecía darse cuenta de lo extraño de esos momentos, para ella era normal, pero para Cleven, que los conocía desde hace años, los consideraba muy misteriosos.
Poco antes de que todos acabasen de cenar, sonó el teléfono. Neuval se levantó de la silla, salió del comedor, cruzó el vestíbulo y entró en el salón para cogerlo.
—¿Diga?
—“Hey, Neu. Necesito hablar contigo.”
—¿Lao? —se sorprendió al oír la voz del enorme viejo musculoso que trabajaba con él—. Te oigo jadear sin aliento. ¿Te está dando un infarto?
—“¡No estoy tan viejo!” —se ofendió—. “Es porque acabo de recorrer unos 25 kilómetros en la última media hora.”
—Eso no es nada.
—“Oye, no estoy tan viejo, pero estoy más viejo que tú” —se ofendió de nuevo—. “¿Estás solo?”
Neuval dejó el teléfono sobre el sofá y fue rápidamente a cerrar la puerta del salón para evitar que su familia oyese algo. Volvió con premura, cogió el auricular y se sentó en el sofá.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó en voz baja, serio.
—“No por teléfono, no es seguro.”
En ese momento, Cleven, Hana y Yenkis habían acabado de cenar. Las dos chicas se levantaron para recoger, pues era el turno de ellas, y Cleven le lanzó una mirada de pocos amigos a Hana cuando esta le indicó que recogiera el plato de su padre también y no sólo el suyo. Hana le devolvió la misma mirada.
Yenkis, mientras tanto, salió al vestíbulo, decidido. Miró hacia atrás para asegurarse de que Hana y su hermana se habían perdido de vista en la cocina, y caminó haciendo el menor ruido posible hasta la puerta cerrada del salón. Espiar a su padre, uno de sus pasatiempos favoritos. Abrió unos pocos centímetros la puerta corrediza y vio a su padre sentado en el sofá, concentrado en lo que oía por el teléfono. Pegó la oreja.
—“Necesito verte en el Yoho Pub dentro de diez minutos, no quiero perder mucho tiempo” —le decía el viejo.
—Lao, ¿cómo esperas que esté allí en diez minutos? En coche se tarda media hora.
—“Pues de la manera más rápida y segura” —contestó como si fuera obvio—. “Abrígate, el cielo está helado esta noche.”
—Gracias por el consejo —dijo con cierto sarcasmo—. Voy para allá.
Colgó el teléfono y se apresuró a salir del salón. Yenkis, al verlo acercarse a la puerta, pegó un brinco y fue a irse pitando de ahí. No obstante, antes de que pudiese esconderse oyó la voz de su padre antes de que este saliera por la puerta.
—Yen —dijo sin más.
El niño se paró en seco, con los pelos de punta. Lo había pillado. Se dio la vuelta y miró a su padre cuando este abrió la puerta, con un nudo en la garganta. Neuval, de pie frente a él, lo miraba con extrema seriedad. Yenkis sabía perfectamente que su padre era consciente de que lo había estado escuchando. Sin embargo, a Neuval no pareció importarle demasiado, porque fue derecho a coger su abrigo y abrió la puerta principal para salir de la casa. Se detuvo antes de dar un paso afuera, y volvió a mirar a su hijo.
—Diles a Hana y a Cleven que he ido a resolver un asunto de trabajo en la empresa, procura que se lo crean —le dijo, dando media vuelta. Pero se paró de nuevo, mirando al niño otra vez—. Por cierto, ten cuidado con Daiya Miwa. No dejes que te meta en líos raros y no cotillees su vida. De hecho, ¡deja de meter las narices donde no debes! —le regañó en voz baja con el dedo.
Después cerró la puerta tras él y reinó el silencio en el vestíbulo. Yenkis sonrió, parado en el sitio. «Lo sabía» pensó. Tras unos segundos se quedó reflexivo, pensando qué podía hacer ahora para pasar el tiempo y sacar provecho a la ausencia de su padre.
Volvió a sonreír, malicioso, y se metió a hurtadillas en el despacho de este. Se sentó frente al ordenador personal de su padre, frotándose las manos, y sacó del bolsillo de su pantalón de pijama un extraño objeto pequeño con forma de cubo, algo más grande que un dado, que se notaba que estaba hecho con piezas distintas, pues una de sus caras era una lámina de plástico negro, otra era una lámina de acero, otra era de chapa de aluminio, etc. En algunas de sus caras había finos surcos hendidos, los cuales emitieron una luz naranja en cuanto Yenkis encendió el ordenador, y después, cuando el cubito se enlazó con él, las finas luces cambiaron a color azul. El niño celebró en silencio que su invento funcionaba.
* * * *
Neuval llegó a la zona de Ikebukuro cinco minutos antes de lo previsto. Salió de un callejón oscuro, mientras se arreglaba un poco el pelo que se le había despeinado, y se adentró en una gran avenida que recorría todo aquel distrito. Las calles estaban más vacías a esas horas de la noche, varios transeúntes caminaban bajo las luces que las iluminaban, y apenas pasaban coches por la carretera.
Dirigiéndose a un lugar determinado no muy lejos de donde estaba, Neuval se abrochó el abrigo hasta arriba, pues la noche se iba enfriando por momentos. La acera estaba mojada, había seguido lloviendo durante el resto de la tarde. Iba mirando a un lado y a otro, con atención, como si temiera que un atracador apareciese de entre las sombras, pues era un barrio algo peligroso. Pero si aparecían atracadores, no temía por él, sino por ellos.
Giró hacia la izquierda para adentrarse en un nuevo callejón donde predominaba la oscuridad, y se apresuró a guiñar su ojo izquierdo y a mantenerlo así, hasta que se detuvo frente a una puerta del fondo, de madera vieja y desgastada, con los cristales translúcidos por la suciedad. Miró una vez más a su alrededor, asegurándose de que no había ni un alma que pudiera verlo, e ingresó dentro del local, acompañado por el chirrido que soltaron las bisagras de la puerta.
Echó un vistazo a la estancia. Hacía tiempo que no iba a ese lugar, pero estaba tal y como lo recordaba, no se diferenciaba mucho del estado en el que estaba la misma puerta por la que había entrado. La pobre luz que desprendían las viejas lámparas del techo inundaba de penumbra todo el lugar; no obstante, había suficiente luz, la justa, por lo que pudo abrir de nuevo su ojo.
A medida que se iba adentrando, fue pasando entre las mesas centrales, vacías y sucias. Sólo en las que estaban en los rincones o pegadas a las paredes, lo suficientemente camufladas, se encontraban hombres de aspecto un tanto tétrico, bebiendo, disfrutando de su soledad, en silencio. Al fondo, tras la barra, la parte más iluminada del local, un camarero de pelo grasiento y bastante corpulento hacía un amago de limpieza con los vasos, con un entusiasmo que daban ganas de sentir pena por él.
Fue hasta la mesa más camuflada y solitaria, donde estaba sentado su viejo compañero, vicepresidente de su empresa, con una copa de whisky sobre la mesa y un cigarrillo consumiéndose lentamente sobre el cenicero. El viejo Lao llevaba otra ropa ahora, vaqueros y un jersey algo desgastado, muy diferente al elegante traje que llevaba hace unas horas al salir de la empresa. Con sus codos apoyados sobre la mesa, se podía apreciar el tamaño de sus enormes bíceps, así como el resto de su musculoso y fortachón cuerpo. Su pelo corto y blanco estaba desordenado, de haber estado llevando puesta la capucha de su parka. Jugueteaba con un mechero en una mano casi sin darse cuenta, mientras se mecía la barba con la otra. Estaba nervioso.
—Qué silencio, seguro que se puede dormir bien aquí, a lo mejor me instalo —le sonrió Neuval, sentándose frente a él; Lao lo miró sin comprender—. Cleven se pasa las noches gritando el nombre de guapos actores de Hollywood en sueños —le explicó en broma, pero sólo pretendía romper un poco la tensión que había en el ambiente—. Cuéntame.
Lao se incorporó un poco en su asiento, miró a su alrededor para asegurarse de que todo bicho viviente dentro del local estuviese lo bastante trompa para que no los oyeran.
—Se trata de mi nieto —le susurró.
Neuval, al oír eso, se le transformó la cara.
—¿Qué le ha pasado a Kyosuke? —preguntó inmediatamente, muy preocupado.
—No digas su nombre en alto, podría haber alguien aquí…
—¿Está bien o no? —insistió Neuval.
—Tranquilo, por ahora nada grave, que se sepa —contestó el viejo Lao—. Esta tarde he llamado a la casa donde vive con su hermana, como de costumbre, para saber cómo les iba, pero Mei Ling me dijo que el chaval no ha vuelto a casa y que no puede contactar con él. Le dije que me llamara cuando supiese de él, pero sigo sin recibir noticias. Antes de llamarte, había salido de casa para ir a la de mis nietos y hablar con Mei Ling con calma, y he tratado de captar algún rastro de Kyo por la ciudad. Pero nada. Y su móvil no da señal.
Se quedó en silencio, mirando a su jefe, esperando a que dijese algo.
—¿Se habrá metido en una misión imprevista? —caviló Neuval—. Para ayudar a alguien…
—Si fuera así, no tendría problema en contestar al teléfono, o tenerlo encendido al menos.
—Kyo tiene un móvil Hoteitsuba, los móviles que yo fabrico siempre tienen encendido el dispositivo localizador de seguridad, aunque se agote la batería.
—Entonces es que también lo ha desactivado.
—Sólo hay una razón por la que Kyo necesitaría desactivar el 100 % de las señales electromagnéticas que emite un móvil —concluyó Neuval entonces.
—Oh, no… ¿Crees que alguna RS la tiene tomada con él? —se preocupó el viejo.
—No lo descarto. Saquemos conclusiones de esto cuanto antes, Lao. Sé que él ya es mayorcito para cuidarse de la típica delincuencia que anda por las calles con navajas y armas, así que lo único que me queda por pensar es que alguna RS anda detrás de esto. En eso Kyo tiene poca experiencia, acaba de llegar de su año de entrenamiento, todavía está verde. Por lo que se ha visto obligado a improvisar. De ahí que no haya podido avisar a nadie con tiempo.
—Hahh… Ta ma de… —blasfemó el viejo en chino—. Supongamos que una de las RS enemigas la ha tomado con él, que, dadas las circunstancias, parece lo más probable. ¿Qué es lo que quieren de él? ¿Qué querrían de un novato recién convertido?
—Si lo quieren a él, puede ser porque quieren algo que él tiene encima y quitárselo, o bien, porque quieren tenerlo de rehén para pediros a vosotros algo que vosotros tenéis —le señaló Neuval, y aprovechó para robarle un trago de su copa de whisky.
—Siempre igual —rezongó Lao—. ¿Dónde ha quedado lo de “por favor” y “gracias”?
—¿Por un sorbito de tu bebida? —se sorprendió Neuval con tono defensivo.
—No —contestó con paciencia—. Cuando una RS quiere algo de otra RS. Ya no simplemente se piden las cosas.
—¿Entre RS enemigas? —Neuval casi soltó una risa escéptica—. ¿Desde cuándo en cuatro siglos?
—Se supone que estamos todas en el mismo barco, joder. Cuánta competencia hay hoy en día…
—No te alteres, Lao, si le han hecho daño lo habríamos “notado” al instante —lo tranquilizó—. Y si lo tienen de rehén para pedir algo a cambio, ya os lo habrían dicho... A no ser que haya estado huyendo y lo hayan atrapado recientemente. O eso, o quizá sigue huyendo de ellos.
—Lo que me toca las narices es por qué la han tomado con él —protestó el viejo, dando con el puño en la mesa—. ¿Qué tiene él, qué tenemos nosotros para dar? Nuestra RS está bastante fuera de servicio, da bastante pena, no tenemos nada interesante o de valor. —Neuval bajó la mirada al oír eso, incómodo—. Pero lo poco que tenemos está bien protegido, nadie puede averiguarlo así como así.
Surgió otro rato de silencio, los dos permanecieron pensativos.
—¿Y si han sido los del Gobierno quienes le han descubierto, y no es cosa de una RS? —preguntó Lao.
Neuval soltó una carcajada llena de sarcasmo.
—Por favor... Los bebés del Gobierno no han podido llegar tan lejos. Además, también lo habríamos sabido, recuerda que Agatha está muy al tanto de esas cosas.
Hubo otro momento de silencio.
—Entonces... —inquirió el viejo, dubitativo, haciendo girar su copa sobre la mesa—. Nos falta por saber si Kyo está en algún lugar de Tokio, huyendo todavía de la supuesta RS que lo persigue, o si lo han atrapado ya. En ese caso, ¿qué quieren de él o qué quieren de nosotros? Si no recibimos noticias significa que sigue huyendo de ellos.
—Lo primero que hay que hacer es descubrir cuál es su paradero —dijo Neuval.
—Tienes razón, vayamos paso a paso —intentó tranquilizarse a sí mismo, bebiéndose de golpe lo que le quedaba de su bebida.
—Pero toda la culpa de esto la tiene el rubio, sin duda —masculló Neuval.
—Hahh… Ya estamos… —suspiró Lao.
—Ese impresentable es el Guardián, se supone que tiene el deber de tener vigilados a los demás —gruñó, poniéndose de mal humor, intentando no elevar mucho la voz—. ¿Cuánto te apuestas a que aún no tiene ni idea de esta situación? Se está volviendo perezoso.
—Él tiene una vida bastante complicada, Neuval —trató de apaciguar el viejo.
—Que se ponga a la cola —replicó.
—Ahora no te pongas tú de mal humor —le reprochó el viejo—. ¿Cuándo vas a tomarte unas vacaciones? Últimamente estás bastante insoportable.
—¡Q…! ¿Disculpa? —Neuval lo miró con ojos como platos de incredulidad —. ¿No he venido ahora aquí para ayudarte?
—¿Comes lo suficiente? —insistió Lao, con tono severo—. ¿Qué tal duermes? Espero que estés tomando fruta a diario.
—Pe… —Neuval se puso algo rojo de vergüenza, mirando al sucio camarero y a los pocos borrachos de alrededor—. Para, no empieces con eso.
—Ah. Yo sólo lo digo —se defendió Lao, levantando las palmas con solemnidad.
—Mira, Lao... —resopló—. Que el rubio se encargue de esto contigo. Es su trabajo. Pero también se trata de tu nieto, así que supongo que tú también querrás estar involucrado. No te preocupes, seguro que Kyosuke estará bien.
—¿Tú no vas a involucrarte? —preguntó el viejo.
Neuval se quedó en silencio unos segundos, y bajó la mirada.
—Por favor, no me lo pidas —murmuró—. Sabes perfectamente que desde que murió Katya, por nada en el mundo quiero volver a esa vida, a esos asuntos. Te ruego que no me metas en esto si realmente no necesitas mi ayuda. Yo ya tuve suficiente —dijo levantándose de la silla, y Lao adivinó que iba a marcharse.
—Neu... ¿Cuánto tiempo más piensas seguir así? Ya han pasado siete años —dijo sin disimular tristeza.
—Mira, Lao, yo sólo... —suspiró con paciencia—. Sólo quiero seguir con la vida que tengo ahora, es lo único que me queda. Mi familia y mi trabajo en la empresa, nada más. Las cosas están así. De cara a la sociedad, tú tienes que seguir siendo Kei Lian Lao, y yo Neuval Vernoux. A veces las cosas acaban de una manera... y a veces es mejor dejarlas así. Así que, por favor, deja ya de hacerme esa pregunta, y de si como fruta, o si duermo bien o si me cuido lo suficiente.
—Nunca dejaré de hacerte esas preguntas —impugnó Lao con firmeza—. Nunca dejaré de preocuparme.
—Papá… —suspiró otra vez.
—Sólo quiero…
—Estoy bastante mayorcito para estas cosas, ¿no crees?
—No por ello tienes que apartarme.
Neuval se quedó callado tras esa respuesta. Se quedó un poco incómodo.
—Te veo la cara prácticamente todos los días en el trabajo, ¿cómo es eso apartarte?
—Sabes a qué me refiero —repuso el viejo.
—Oye —le cortó Neuval con un gesto tajante de las manos, cerrando los ojos un momento para serenarse—. Estoy bien. ¿De acuerdo? Me va bien. ¿Vas a ponerte así cada vez que yo denote un poco de mal humor? Hah… Parece que no me conoces —casi rio irónico—. Quizá seas tú quien necesita unas vacaciones.
—Sabes que a mí no puedes mentirme, Neuval. Me preocupas mucho —lo miró con cierta súplica—. Por favor. Yo no puedo seguir viéndote así, me duele verte así. Llevas siete años sin ser tú mismo, comportándote como un amargado, aburrido, torpe y débil... cuando en realidad eres todo lo contrario. ¿Qué ha pasado con eso, Neu? Echo de menos a ese chico perdido, ese niño francés que encontré en un callejón de Hong Kong, solo, sucio y hambriento, durmiendo sobre cartones, rodeado de gatos y de basura, y con un pasado oscuro. Y aun con todas esas precariedades que sufría, ese chico se aferró a la ilusión de vivir y dejó de estar perdido. A partir de entonces, la palabra “rendirse” nunca volvió a entrar en tu vocabulario.
—Dejé de estar perdido porque tú me encontraste —repuso Neuval, dándole la espalda y mirando afligido al suelo—. Y me aferré a la vida porque me rescataste de aquel lugar donde me subastaron, me compraron, y me... —no se permitió a sí mismo terminar la frase—. Tú me brindaste esa opción.
—Ya te aferraste a la vida antes de que yo llegara a ese lugar —impugnó Lao—. Lo que hiciste allí... y con todos esos otros niños cautivos...
—Déjalo.
—Esa fuerza salió de ti mismo, Neuval —insistió el viejo.
—Pues ya se me ha agotado, Lao —lo miró por encima del hombro, molesto—. Me he pasado la vida peleándome, luchando, y perdiendo a gente. Hasta que perdí a mi alma gemela. Ahí, yo ya me perdí con ella. Para siempre. Y a no ser que ella resucite, nadie volverá a encontrarme.
—Quien debe encontrarte, Neuval, eres tú mismo —le señaló Lao seriamente—. Da igual la edad que tengas. Tienes que aprender a hacerlo algún día. Como ya lo hiciste aquella vez hace 35 años. Puede que otros se hayan acostumbrado a que seas así ahora. Pero para mí es un tormento constante verte cada día en el trabajo sin ilusión por nada, como si fueras un muerto andante.
—Lo siento —bajó la mirada con pesar—. Pero… eso es lo que soy ahora.
—Neuval, eso no es... —rechistó, pero no supo exactamente qué decir; frunció los labios casi con aire resignado y volvió a mirarlo—. Sé que algún día recordarás quién eres realmente, las cosas que has hecho por la gente, por el mundo, a lo largo de toda tu vida. Crees que no, pero todavía sigues haciendo esas cosas, de un modo u otro, porque ese es quien eres y no puedes evitarlo.
—Yo ya no hago nada de eso, papá. Ya no ayudo a nadie, ya no salvo a nadie, ya no resuelvo los problemas de los demás desde hace siete años.
—Existen muchas formas de ayudar o salvar a alguien. Si fuera verdad lo que dices, Hana no estaría donde está ahora, en tu casa, en un hogar. Y nuestra multinacional no tendría ni la mitad de empleados que tiene ahora, con un sueldo, una vida digna, un futuro que nadie más les dio —replicó con seriedad—. Eres un buen hombre, Neu, pero has tenido mala suerte. Sé muy bien que siendo como eres ahora, ni tú mismo te soportas. Te acabarás cansando de seguir eligiendo esta tristeza y no la alternativa que ya sabes, ya lo verás —le dijo con voz firme—. Nadie te conoce mejor. Yo te he criado.
—Mira, contacta con el rubio y cuéntale lo que sucede sobre Kyo —le interrumpió Neuval de repente, dejando claro que no quería seguir escuchando más sobre ese tema, y se fue yendo hacia la puerta para salir—. Si necesitáis recurrir a alguien más, ponedme en el último lugar, por favor. Hasta mañana en el trabajo, señor Lao.
Lao lo vio marcharse por la puerta y se quedó solo, alicaído, cansado, rodeado de cinco borrachos somnolientos y de un camarero que iba por el mismo camino, bebiéndose una botella entera de su propia cosecha.
Cleven y Kaoru se separaron tras un largo rato, aunque para ella había sido muy breve. Se miraron a los ojos, cogidos de la mano, sonriéndose.
—Nos vemos mañana —le susurró Kaoru con palabras cariñosas, le dio un beso en la mejilla y, dando media vuelta, se marchó en dirección al instituto.
Cleven lo siguió con la mirada hasta que se perdió de vista. Suspiró, permaneciendo un rato parada en el sitio, y bajó la vista al suelo. Se sentía extraña, sentía que algo raro pasaba. Intuía que algo no iba bien en aquella relación, era un presentimiento, pero no sabría decir si se trataba de ella o de Kaoru.
Necesitaba hablarlo con alguien, necesitaba contarle a alguien lo que sentía, estaba confusa. Pensó en Raven y en Nakuru, sin embargo, sabía de sobra que ellas le dirían que si no estaba segura o que si tenía alguna duda con respecto a su relación, lo dejase, cortara enseguida y que dejase de comerse el coco.
De lo que Cleven no estaba segura era de dejar a Kaoru o no aunque estuviera dudosa o incómoda con algo. Sólo habían pasado un par de semanas, ¿no? Acaban de empezar. Era pronto para decir si iba mal o bien. Y es que él era un chico que lo tenía todo, popular, guapo, buen estudiante, deportista... Todo el mundo quería estar con él, todos lo aclamaban. Pero ella, por primera vez en aquellas dos semanas se preguntaba si de verdad era eso lo que quería de Kaoru. ¿Qué buscaba ella realmente en un chico? Le daba rabia verse incapaz a estas alturas de responder a esa pregunta.
Hubo un tiempo, muy lejano, en el que ella ya encontró a alguien, alguien que la acompañaba por las lindes entre la vida y la muerte. Pero lo había olvidado. Y por eso, tal vez, se estaba haciendo las preguntas equivocadas. ¿Qué buscaba ella de sí misma, de la vida, de su futuro y del mundo que la rodeaba? Hace muchos años, lo tenía muy claro. Ahora ni siquiera tenía ganas ni de estudiar para un simple examen de Lengua ni de saber qué iba a comer mañana.
Dio media vuelta y bajó las escaleras hacia el metro para volver a casa. Los andenes estaban abarrotados de gente, como siempre. Esperó a que llegara el tren entre toda la masa de gente. Una más. Eso es lo que era, una persona más de entre millones, tan insignificante y normal como todas las demás.
Muchas veces había soñado con ser algo más que eso, como soñaban muchas personas de su edad. A veces deseaba ser más de lo que era, pero otras veces se resignaba a la comodidad de la rutina. Era como un deseo intermitente de volver a ser algo que ya fue una vez y que había olvidado, y una recóndita parte de ella lo añoraba. A diferencia de Nakuru, Cleven odiaba la rutina. Le parecía tan aburrida, tan repetitiva, siempre lo mismo, una y otra vez... Para ella, la vida consistía en cambios, evolución, novedades y avances. Si su vida ahora no tenía nada de eso, normal que sintiera que su vida no tenía sentido.
¿Por qué no me puede pasar algo emocionante algún día?, se preguntaba. Pero ¿qué era lo suficientemente emocionante para ella? Las cosas nuevas, sí, ¿pero en qué grado? Había empezado un nuevo curso, un nuevo año, con nuevos compañeros de clase, un nuevo tutor bastante extraño pero simpático, una nueva relación amorosa con un nuevo chico... No. No era capaz de considerar todo eso como algo emocionante. Lo seguía viendo dentro de la rutina. ¿Qué era, entonces, lo que esperaba que sucediese?
Se sentía vacía, desde hacía siete años, desde que murió su madre. No sabía por qué. Ella quería a su madre, y ya decidió firmemente que viviría la vida por ella. Pero sentía que, aparte de su madre, algo dentro de ella también se fue lejos. Algo, quizá, sobrenatural.
Llegó el tren, se metió en el vagón y se fue a sentar. Justo cuando fue a apoyar el trasero en el asiento, vio por el rabillo del ojo que otra persona hacía lo mismo al mismo tiempo, en la silla de al lado, la que aún quedaba libre.
Cleven giró la cabeza un momento para ver quién se había sentado a su lado, y se quedó algo abstraída. Era ese chico, el mismo que había visto en la sala de profesores. Seguía teniendo la capucha de su sudadera puesta, bajo un abrigo negro lleno de cremalleras. Sólo se le veía la cara de nariz para abajo, y a Cleven no se le ocurrió otra cosa que fijarse en sus labios. Se vio a sí misma ruborizándose, y apartó la mirada. Le sonaba de algo. Si no tuviese la capucha puesta seguro que lo reconocería de algo. De repente hacía mucho calor.
Las puertas se cerraron y el tren se puso en marcha. El vagón estaba muy lleno, pero, como de costumbre, los japoneses pasan el trayecto en silencio, mirando sus móviles, un periódico, un libro o las musarañas. El trayecto transcurrió tan normal como todos los días.
De vez en cuando, Cleven se atrevía a mirar de reojo al chico que tenía al lado. Estaba muy quieto, cabizbajo, de brazos cruzados y en silencio, casi tumbado en la silla e indiferente. Parecía muy serio, y pensó que tal vez se debía a la tediosa charla que el director le había dado esa tarde en la sala de profesores. ¿Qué habría hecho? ¿Se habría peleado con otros chicos? ¿Habría roto algo?
Cuando miró entre sus pies y vio su mochila, se sorprendió. «¡Ah, ya caigo!» pensó, reconociendo esa mochila, pues la había visto antes. «Este chico es de mi clase» recordó. Se acordaba de él vagamente. Era nuevo en su clase, y no pudo afirmar si era nuevo en el instituto o había estado antes en otra clase de su mismo curso. No recordaba haberlo visto antaño, por lo que supuso que sí, que era nuevo en el instituto. Intentó recordar su nombre, mencionado el primer día de clase junto con los de los otros nuevos alumnos.
Cleven miró hacia otro lado, pensativa, lo tenía en la punta de la lengua. El chico, a su vez, miró hacia el lado contrario, pasivo. Así fueron pasando los minutos, y las paradas. Cada vez el vagón estaba más vacío, y Cleven seguía mirando hacia arriba, hacia abajo, hacia los lados, como si fuera a encontrar el nombre que estaba buscando escrito en las paredes, techo y suelo del vagón. Lo sabía, juraría que sabía el nombre. Se mordió la lengua y cerró los ojos. Por un momento se sintió estúpida, ensimismada por recordar un simple nombre de un simple chico de su clase, pero entonces...
—¡Ah, Kyosuke! —exclamó de tal manera, dándose un puñetazo en la palma de la mano, que todos los presentes en el vagón se la quedaron mirando.
Cleven giró la cabeza hacia su derecha rápidamente y se cruzó con la mirada sorprendida del muchacho clavada en ella, aunque seguía de brazos cruzados. Había acertado, pero se sintió avergonzada de haber proclamado su nombre a los cuatro vientos de aquella manera. Seguro que lo había asustado, porque el chico seguía mirándola confuso.
Cleven fue a mirar a otro lado para disimular, como si no hubiese pasado nada, pero no pudo. No podía dejar de observarlo. A pesar de que los ojos de él estaban sumergidos en la sombra bajo la capucha, ella podía sentirlos apuntando hacia ella, y le daba una extraña sensación que le impedía reaccionar. La luz del vagón solamente se reflejaba en su ojo derecho, desprendiendo un diminuto brillo blanco, pero no en el izquierdo. Se dio cuenta entonces de que tenía su ojo izquierdo guiñado, y este hecho le resultaba inexplicablemente familiar.
No pudo resolver ese enigma, pues el vagón se paró en la siguiente parada y el chico volvió la cabeza hacia atrás en una fracción de segundo, observando el andén, afuera, como si hubiese explotado una bomba al lado. Se había sobresaltado, Cleven podía notar que estaba en tensión.
Confusa, miró hacia el mismo sitio a través del ventanal y, en las escaleras que descendían al andén, divisó a un grupo de personas, unos ocho hombres y un par de mujeres, vistiendo con las mismas sudaderas negras y todos encapuchados, que bajaron las escaleras a toda velocidad con una agilidad asombrosa.
Fue entonces cuando vio que el chico, Kyosuke, cogía su mochila rápidamente, se puso en pie de un salto y salió disparado por la puerta opuesta del vagón, perdiéndose de vista escaleras arriba del otro andén. Cleven, con un nudo en la garganta, vio a ese grupo entrar en el vagón y salir por el otro lado tan rápido que parecieron sombras. Vio cómo seguían el mismo camino que había tomado el muchacho para salir del metro. Tenía toda la pinta de ser una persecución, y Cleven se preguntó si estarían rodando alguna película de acción cerca o si había sido algo completamente real.
Trató de recapacitar sobre lo que había pasado. Los demás ocupantes del vagón también se habían sorprendido durante la escena, pero después habían seguido con lo suyo. Cleven, sin embargo, tenía todavía el corazón latiéndole con fuerza.
No obstante, algo consiguió apartarla repentinamente de lo sucedido. Miró a través de la ventana que tenía detrás, después de haber escuchado unas exclamaciones, y el corazón le latió con más violencia. Vio a un niño corriendo como un descosido por el andén, esquivando a la gente que caminaba por ahí también con una agilidad notable, y portaba al hombro una mochila grande, a la que aferraba como si dentro guardase su vida. Lo vio sonreír, reírse de los dos agentes de la policía de Tokio que lo seguían por detrás con las porras en alto, ordenándole a gritos que se detuviese.
—Ay, madre... —resopló Cleven con desasosiego, tapándose la cara con una mano.
—¡Detente, niño! —le gritaba uno de los agentes—. ¡Vuelve aquí, párate!
El niño se rio, parecía estar divirtiéndose, mientras era observado con sorpresa por la gente que iba por el andén. «Por favor, no entres aquí» rezaba Cleven por lo bajo, muerta de la vergüenza. Tenía la cara tapada con las manos, pero para su desgracia oyó los pasos del niño adentrándose en su vagón, y acto seguido las puertas se cerraron. Oyó cómo los agentes golpeaban la puerta con las manos, lanzándole gritos de enfado al niño.
—Au revoir, imbéciles! —exclamó el niño haciéndoles cortes de manga a los dos agentes mientras el vagón iba avanzando—. Idiotes!
—¡Yenkis! —gritó Cleven con enfado, tirando del brazo del niño hacia sí y haciéndole caer al suelo.
El chavalín alzó la vista de sus ojos grises claros hacia la chica que tenía al lado.
—¡Querida hermana! Comment ça va? —la saludó el niño, agrandando su encantadora sonrisa.
—No me vengas con esa cortesía, enano. ¿Se puede saber qué has hecho? ¿¡Por qué te estaban siguiendo esos maderos!?
—Néant... —murmuró, mirando a otro sitio para disimular.
—¿Qué pasa? ¿Me hablas en francés para que la gente del vagón no te entienda? ¡Respóndeme! ¿Qué has hecho esta vez?
Yenkis se la quedó mirando, sin hacer nada, sin borrar su sonrisa, sin saber qué decir. Fue entonces cuando Cleven le arrebató la mochila, la abrió y lo vio. Otra vez, cacharros de todo tipo: restos de teléfonos móviles, cables viejos, restos de otros aparatos tecnológicos, láminas de aluminio oxidadas... Toda la mochila rebosando de lo mismo. La dejó caer al suelo y volvió a clavar la mirada en el chico.
—¿Se puede saber qué haces con todas estas cosas? Has vuelto a entrar en la fábrica abandonada, ¿verdad? Donde hay montones de estas cosas tiradas por ahí. Es una propiedad privada todavía, ¿estás loco o qué? No puedes coger esta basura sin un permiso.
—Cleven, Cleven… —intentó tranquilizarla mientras se ponía en pie y se sacudía el pantalón del uniforme de su colegio de educación primaria—. Esta basura, como tú la llamas, es muy valiosa en realidad. Todas estas pobres piezas están destinadas a formar parte del olvido, a ser inútiles, pero yo las estoy salvando de ese cruel destino —le explicó poniendo un tono dramático—. Yo las aprovecho como se merecen.
—¿Transformándolas en esos raros aparatos que construyes? Loco, van para reciclaje. Un enano como tú no puede tener idea de cómo inventar aparatos útiles, tienes un estúpido hobby.
—Lo dices porque no has visto aún lo que ya tengo construido.
—Pues muéstramelo.
—No puedo, es alto secreto —le susurró poniendo un tono misterioso.
—Yenkis, que seas hijo de uno de los mejores ingenieros del mundo no significa que tú seas uno. Sólo tienes 12 años.
—Bueno, lo que tú digas —le sonrió tan simpático, agarrándose al barrote—. Pero no le digas nada a papá.
—Ja, no creo que a ese muermo le vaya a sentar bien al corazón saber que su hijo se dedica a escapar cada dos por tres de la policía.
—No me importa que sepa lo de la poli, lo que no quiero es que se entere de lo que hago con estos preciosos y destrozados aparatitos —dijo acariciando con la mejilla la mochila, mimoso.
—Y si se lo cuento a papá, ¿qué?
En ese momento vio que su hermano miraba por la ventana, hacia delante. Cleven se percató de que iban a entrar por el túnel que siempre hacía que se apagasen las luces del tren unos segundos, y al volver la vista hacia su hermano, lo vio cerrar su ojo izquierdo justo antes de que las luces se apagasen. Fue un momento breve, sólo se oía el ruido que emitían las ruedas del metro sobre las vías. Por un momento, se acordó del chico que había estado sentado a su lado.
Cuando volvió la luz, Yenkis volvió a mirar a su hermana con los dos ojos abiertos, tan alegre.
—Pues yo le contaré a papá que, en tu vocabulario, “ir a estudiar toda la tarde en casa de Raven o de Nakuru” significa en realidad “morrearte con Kaoru y meteros mano” —le espetó, y comenzó a hacer gestos obscenos, cerrando los ojos y moviendo las manos y los labios en el aire exageradamente—. Mm, sí, Kaoru... Qué lengua más larga tienes, mua, mua...
A Cleven se le hinchó la vena de la sien en un segundo.
—¡Te vas a enterar! —se abalanzó sobre él, pero las puertas del vagón se abrieron de nuevo tras haberse detenido en la parada donde ambos tenían que bajarse, y Yenkis había salido disparado riéndose a carcajadas—. ¡Te voy a cortar los morros! —exclamó, corriendo tras él.
El niño salió a la calle tras haber subido la escalinata del metro, y vio que su hermana, en mitad del trayecto, tenía la lengua fuera, jadeando, agotada. Al llegar junto a su hermano recuperó el aliento y pasó olímpicamente de vengarse. Yenkis, victorioso, emprendió la marcha junto a ella.
Se encontraban en un barrio de chalets de lujo, un barrio limpio y elegante. Todo estaba silencioso y tranquilo, como de costumbre. El asfalto de la carretera que se paseaba entre las casas estaba completamente negro, y sin ninguna grieta. Lo habían restaurado hace poco. Allí también existía el típico vecino que le tenía fobia a las grietas, a las abolladuras, a las farolas con manchas de óxido y a los céspedes mal cortados.
Las grandes casas descansaban sobre amplios jardines verdes que estaban limitados por vallas de hierro, muros blancos o simplemente no tenían limitación con la calle. Todo estaba tan cuidado al mínimo detalle como vigilado. Todas las farolas de cada esquina tenían cámaras de seguridad que se movían lentamente de un lado a otro. Posiblemente el único movimiento de todo el barrio.
A Cleven le parecía la zona más aburrida de Tokio, no le gustaba nada vivir ahí. No había ni un lugar divertido, tiendas o cine cerca. Lo odiaba. Siempre había deseado vivir en plena ciudad, le gustaba el ruido, verse envuelta de gente, coches, luces. Pero era algo imposible. Con 16 años su padre no la dejaría vivir sola en un apartamento en el centro de la ciudad.
Por un momento, mientras caminaban por la acera y pasaban junto a un chalet y bajo los árboles que recorrían toda la calle, se le vino a la cabeza un nombre: «Brey».
Miró al cielo, pensativa, asegurándose de que el dueño de ese nombre era el de un tío suyo. ¡Sí, era verdad! Recordó entonces, por primera vez en mucho tiempo, que tenía un tío llamado Brey, pero al que no conocía de absolutamente nada.
Sólo sabía su nombre, que era un hermano de su difunta madre y que vivía en Tokio. Se imaginó por unos segundos a sí misma yéndose a vivir con su tío, sin tener al lado a un padre que lo único que hacía era trabajar y regañar, sin estar en un barrio tan aburrido que de sólo mirarlo produjese sueño, lleno de viejos y de silencio, y sin tener encima de ella a Hana, la actual pareja de su padre desde hacía tres años, que era igual de aguafiestas que él.
Sí, sería maravilloso, pensó. Se preguntó por qué nunca había oído hablar de su tío Brey. Era familia, al fin y al cabo, pero tan sólo era consciente de su existencia desde que tenía 9 años, año en que murió su madre. Pero nada más, sólo lo oyó mencionar de bocas ajenas, no recordaba dónde ni cuándo, pero sabía que tenía un tío llamado Brey Saehara. No sabía cómo era, qué edad tenía, en qué trabajaba, si estaba casado y tenía hijos... La verdad es que a Cleven le entusiasmaría muchísimo la idea de tener primos.
Nada de nada, no obstante, le atraía la idea de irse a vivir con él, y así estaría más cerca del instituto, lo tendría todo más fácil. «Si es hermano de mamá, seguro que no le importará que me acople» pensó, sonriendo para sus adentros.
—¿Estás bien?
Cleven volvió la vista hacia su hermano, el cual la miraba a ella preocupado. Otra vez, ya era el Yenkis de siempre. En realidad, su hermano pequeño nunca se peleaba con ella, nunca. La actitud que había mostrado en el metro sólo eran sus bromas habituales porque era un niño inquieto y divertido, pero realmente nunca molestaba y ni le creaba problemas a Cleven. Todo lo contrario.
Cleven no lo comprendía. Todos sus amigos y amigas que tenían un hermano pequeño se quejaban de ellos a todas horas y los describían como insoportables y con los que siempre se estaban peleando. Pero ella apenas había tenido algún día malo con Yenkis. La mayor parte del tiempo, eran inseparables. Su hermano no era normal, ella lo sabía. Era tan maduro como un adulto, demasiado inteligente para su edad, y teniendo sólo 12 años, era algo insólito.
Ese niño había sido todo su apoyo desde que murió su madre. Quizá fuera porque Yenkis tenía unos 4 años y Cleven casi 9 cuando la perdieron que a Cleven la afectó mucho más que a él. Yenkis tenía pocos recuerdos de ella, era muy pequeño en ese entonces, pero para Cleven era distinto. Por eso, había sido él quien, desde la muerte de su madre, había cuidado de Cleven y no al revés, como si el hermano mayor fuera él y no ella.
Realmente, Yenkis era la persona que Cleven más quería en el mundo.
—Claro que estoy bien, como siempre —contestó al mismo tiempo que cruzaban la verja del jardín y se adentraban en la enorme casa.
—Si tú lo dices… —sonrió Yenkis, volviendo la vista al frente—. Si puedo ayudarte en algo, ya sabes dónde estoy.
La joven lo siguió con la mirada cuando este subía las escaleras al piso de arriba y se metía en su habitación. No pudo evitar sonreír con cariño. Pero, pese a la invitación del niño, Cleven se convenció a sí misma de que no tenía ningún problema, que estaba perfectamente.
Fue a subir a su cuarto para quitarse el uniforme y ponerse más cómoda, luego pensaba pasarse el resto de la tarde en el ordenador, su pasatiempo favorito, donde chateaba con los amigos, navegaba por Internet… y todas esas cosas a las que su padre llamaba pérdida de tiempo y estupideces. Al ir a dejar su chaqueta del uniforme en el perchero, al otro lado del vestíbulo, y al pasar junto a una puerta entreabierta al lado de las escaleras, oyó la frase que oía todos los días clavándose en sus oídos.
—Cleventine, ven aquí ahora mismo.
Era la voz de su padre, desde su despacho, que tenía la puerta entreabierta. No alzó la voz, pero aquel tono causaba el mismo impacto. Su padre tenía la voz más grave que conocía. «Maldición» masculló Cleven. Si su padre la había llamado por el nombre completo, significaba que no pasaba nada bueno.
—¿Tiene que ser ahora? Estoy cansada —replicó mientras colgaba la chaqueta en el perchero.
—Que vengas aquí —volvió a ordenarle desde su despacho.
Cleven lanzó un largo resoplido, no tenía ni pizca de ganas de oír otro sermón, y ni siquiera sabía de qué se trataba esta vez. De mala gana, entró en el amplio despacho, donde dos de las cuatro paredes, opuestas, estaban cubiertas por estanterías llenas de libros de todo tipo. En la pared de enfrente a la puerta había un ventanal enorme, por donde entraba la luz gris del cielo.
Su padre estaba sentado en un escritorio muy grande de espaldas al ventanal, y estaba escribiendo en varios folios que tenía sobre la mesa y bajo la luz de la lamparita encendida. Sobre la mesa también había montones de carpetas y dos tazas de café, además de un ordenador de última tecnología.
Su padre, en casa, encerrado en su despacho, trabajando. Era la misma escena de siempre, siempre trabajando. O si no, siempre en la empresa, también trabajando. Cleven lo observó de nuevo, mientras se adentraba en la estancia. Veía en él lo mismo que todos los días. Un cuarentón, siempre bien peinadito, pedante, arreglado y elegante, tan sofisticado… No se llevaba bien con él, porque siempre este la estaba regañando por todo. Pensaba que su padre sólo vivía para trabajar y para disciplinar a sus hijos, nada más.
Para ella no era más que un viejo despistado, algo torpe, débil, con miedo de hacerse un rasguño o de perder la cartera o el reloj. Incluso su forma de hablar la ponía enferma, siempre tan educado, sin decir un taco en su vida... Le daba escalofríos.
Lo único que ella no tenía en cuenta era su aspecto real. Neuval tenía más de 40 años, pero aparentaba unos 30. Era alto, y de complexión fuerte. Su pelo era castaño claro, sin ninguna mísera cana. Tenía algo de barba, y sus ojos podían ser los más extraños del mundo. Eran de un color completamente gris, un gris muy claro. Ni grises azulados, ni grises verdosos. Puro gris claro. Pero Cleven nunca había reparado en todo esto, sólo veía las cosas como quería verlas.
—¿Qué quieres ahora? —preguntó de mala gana, quedándose de pie al otro lado de la mesa—. No tengo tiempo para...
—Borra ese tono conmigo —interrumpió, alzando la vista de sus papeles—. ¿Quién era ese chico?
—¿Eh? —se sorprendió, y empezó a ponerse nerviosa—. ¿Qué chico?
—Ese que estaba tan pegado a ti, en Shibuya, junto a la entrada del metro —contestó severamente—. Sí, ese que te estaba violando con los ojos.
«Había olvidado lo exagerado que era» pensó Cleven y miró a otro lado. No sabía qué podía contestarle.
—Sólo es un chico, papá. Más bien… es mi novio. ¿Algún problema?
—Sí, unos cuantos. No quiero volver a verte con él.
—¿Perdona? —saltó, sin poder creer lo que estaba oyendo—. Oye, es mi novio, puedo hacer lo que me dé la gana con él, ¿sabes? No eres quién para meterte en mi vida.
—Soy la persona que más derecho tiene a meterse en tu vida —replicó, dejando la pluma sobre la mesa bruscamente—. ¿Qué crees que estabas haciendo con él?
—Sólo nos besábamos, lo más normal del mundo.
—Él no estaba sólo besándote, no creas que he pasado por alto dónde tenía las manos cuando os vi —dijo alzando la voz, cada vez más enfadado—. No voy a permitir que sigas saliendo con ese chico.
—¡Pero bueno! —saltó hecha una furia, apoyado las manos sobre la mesa con un manotazo—. ¿¡Quién te crees que eres!? ¡Él y yo nos queremos! ¡Llevamos tiempo ya juntos! ¡Yo puedo salir con el chico que me dé la gana!
—¡No me levantes la voz! —exclamó Neuval, aunque permaneció de brazos cruzados en su sitio—. Puedes salir con quien quieras, pero con ese chico en concreto, no te lo consiento.
—¡Ah! ¿No? ¿¡Y por qué razón, si puede saberse!?
—Porque no es más que un mujeriego, se está aprovechando de ti. Y además es peligroso... —añadió en voz baja.
—¿Qué? ¿¡Pero qué dices!? ¿¡Tú qué sabes!? Estás desvariando demasiado… ¡Él me quiere, y yo a él, y ni siquiera lo conoces! ¡No tienes ni idea de lo que estás hablando!
—¡Te he dicho que no quiero que vuelvas a salir con ese sujeto! Sé muy bien de lo que hablo, Cleventine, no es bueno para ti.
—¡No lo conoces! —repitió con lágrimas en los ojos—. ¿¡Crees que voy a cumplir tus órdenes!? ¡Estoy harta de esta casa, lo tengo todo prohibido! ¿¡Pero qué vas a saber tú de si se está aprovechando de mí!? ¡Nunca me dejas estar con nadie! ¡No me dejas acercarme a nadie!
—¡Cuidado con ese tono!
—¡No hay más que verte ti! —continuó Cleven—. ¡Esa arpía de Hana es 15 años más joven que tú! ¡Sólo está contigo por el dinero! ¿¡Por qué sino iba a estar con un muermo como tú!? ¡Eres un calzonazos, todo lo que dice ella que hagas lo haces! ¡Seguro que mamá debe de odiarte por haberla sustituido por una busca-tesoros después de su muerte!
Ya está. Había metido el dedo en la llaga. Se había pasado cien pueblos. Su padre se puso en pie de un salto, apoyado en la mesa, mirándola con tanto enfado que daba miedo. Cleven se arrepintió de haber dicho todo eso, no era justo. Pero se había dejado llevar por la rabia. En ese momento de tenso silencio, la joven pensó que su padre iba a gritar de todo.
—Vete de aquí —dijo sin más, con un frío susurro—. Vete a tu habitación.
Cleven permaneció un momento parada en el sitio, respirando con fuerza, pero enseguida dio media vuelta y salió del despacho, subió las escaleras y se encerró en su cuarto. Se arrepintió. Le había hecho el peor daño que podía hacerle a su padre. Sin embargo, seguía enfadada con él por haberle dicho que dejase de salir con Kaoru. Eso tampoco era justo, pero no era nada, nada comparado con la injusticia de mencionar a su madre en su contra. Se había pasado.
* * * *
Llegó la noche, y Misae, la anciana que tenían contratada para cocinar algunos días de la semana, después de haber preparado la cena, se marchó a su casa. Hana ya había vuelto de trabajar, y los cuatro comenzaron a cenar en el comedor. Nadie decía nada. Reinaba un silencio sepulcral. Sólo Yenkis se aventuró a abrir la boca.
—He invitado al grupo a tocar en el garaje un día de la semana que viene —dijo tan risueño, mirando a su padre—. Pueden venir, ¿verdad?
Neuval alzó la mirada perdida de su plato hacia él.
—Creía que tu guitarra estaba rota.
—Sí, pero la he conseguido arreglar, no era nada grave —sonrió el niño—. Una incisión por aquí, una inyección por allá…
—No hables como si fueses un médico —comentó Cleven, aún enfadada con el mundo—. Aquí el único médico de la familia es nuestro hermano mayor.
—Bueno —se encogió de hombros, y volvió a mirar a su padre—, pueden venir, ¿no, papá?
—Sí, pero te recuerdo que a partir de las ocho tendréis que dejar de tocar, no quiero más problemas con los vecinos.
Otro momento de silencio. Yenkis tan sólo pretendía romperlo y animar a los demás a hablar sobre algo, pero nada. «Vaya sosos» se dijo. No le gustaba comer con tanto callamiento. Cleven procuraba no mirar a nadie, no estaba de humor, y menos a su padre. Se sentía culpable, pero a la vez seguía enfadada con él. Hana fue consciente de que el aire estaba congelado entre los dos, y adivinó que habían vuelto a discutir. Estaba tan acostumbrada que no dijo nada al respecto.
—He admitido a un nuevo miembro en el grupo, un bajista. —Yenkis volvió a hacer su segundo intento de transformar la hora de la cena en algo mejor de lo que era.
—¿Ah, sí? —dijo Hana, mirándolo con interés—. ¿Alguien de tu clase?
—No, es dos años mayor que yo, de la secundaria inferior, y toca muy bien —contestó; el momento de silencio volvió a dar señales de vida, pero Yenkis miró de nuevo a su padre con detenimiento—. ¿Sabéis cómo se llama? —preguntó, poniendo un tono de misterio exagerado. Claramente estaba guardando unas extrañas intenciones hacia su padre.
—¿Cómo se llama, Yenkis? —preguntó su padre aburridamente, llevándose el vaso de agua a la boca.
—Daiya Miwa.
Hana y Cleven fueron las únicas que se sobresaltaron cuando Neuval empezó a toser, se había atragantado repentinamente. Yenkis sonrió astuto, sabía que reaccionaría nervioso ante ese nombre.
—Neu, ¿estás bien? —se preocupó Hana.
—Sí, sí, sólo me he atragantado.
«Torpe» pensó Cleven, volviendo con su plato.
—¿De qué lo conoces, papi? —preguntó Yenkis, que seguía mirando a este con una inocencia bien fingida.
—¿Qué? No sé quién es ese tal Daiya, ¿cómo voy a conocerlo de algo? —le dijo con naturalidad, pero miraba a Yenkis de reojo lanzándole claras advertencias para que cerrase la boca.
Yenkis lo captó y, sonriendo travieso para sus adentros, siguió comiendo.
Cleven se dio cuenta de que Yenkis y su padre habían vuelto a tener uno de esos extraños momentos que ya habían repetido unas veinte veces en los últimos seis meses, en los que Yenkis le hacía unas preguntas a su padre capaces de ponerlo nervioso, y este lo intentaba disimular. Se preguntaba qué clase de rollo se traían esos dos, le resultaba un tanto rara la relación que había entre su padre y su hermano. Hana no parecía darse cuenta de lo extraño de esos momentos, para ella era normal, pero para Cleven, que los conocía desde hace años, los consideraba muy misteriosos.
Poco antes de que todos acabasen de cenar, sonó el teléfono. Neuval se levantó de la silla, salió del comedor, cruzó el vestíbulo y entró en el salón para cogerlo.
—¿Diga?
—“Hey, Neu. Necesito hablar contigo.”
—¿Lao? —se sorprendió al oír la voz del enorme viejo musculoso que trabajaba con él—. Te oigo jadear sin aliento. ¿Te está dando un infarto?
—“¡No estoy tan viejo!” —se ofendió—. “Es porque acabo de recorrer unos 25 kilómetros en la última media hora.”
—Eso no es nada.
—“Oye, no estoy tan viejo, pero estoy más viejo que tú” —se ofendió de nuevo—. “¿Estás solo?”
Neuval dejó el teléfono sobre el sofá y fue rápidamente a cerrar la puerta del salón para evitar que su familia oyese algo. Volvió con premura, cogió el auricular y se sentó en el sofá.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó en voz baja, serio.
—“No por teléfono, no es seguro.”
En ese momento, Cleven, Hana y Yenkis habían acabado de cenar. Las dos chicas se levantaron para recoger, pues era el turno de ellas, y Cleven le lanzó una mirada de pocos amigos a Hana cuando esta le indicó que recogiera el plato de su padre también y no sólo el suyo. Hana le devolvió la misma mirada.
Yenkis, mientras tanto, salió al vestíbulo, decidido. Miró hacia atrás para asegurarse de que Hana y su hermana se habían perdido de vista en la cocina, y caminó haciendo el menor ruido posible hasta la puerta cerrada del salón. Espiar a su padre, uno de sus pasatiempos favoritos. Abrió unos pocos centímetros la puerta corrediza y vio a su padre sentado en el sofá, concentrado en lo que oía por el teléfono. Pegó la oreja.
—“Necesito verte en el Yoho Pub dentro de diez minutos, no quiero perder mucho tiempo” —le decía el viejo.
—Lao, ¿cómo esperas que esté allí en diez minutos? En coche se tarda media hora.
—“Pues de la manera más rápida y segura” —contestó como si fuera obvio—. “Abrígate, el cielo está helado esta noche.”
—Gracias por el consejo —dijo con cierto sarcasmo—. Voy para allá.
Colgó el teléfono y se apresuró a salir del salón. Yenkis, al verlo acercarse a la puerta, pegó un brinco y fue a irse pitando de ahí. No obstante, antes de que pudiese esconderse oyó la voz de su padre antes de que este saliera por la puerta.
—Yen —dijo sin más.
El niño se paró en seco, con los pelos de punta. Lo había pillado. Se dio la vuelta y miró a su padre cuando este abrió la puerta, con un nudo en la garganta. Neuval, de pie frente a él, lo miraba con extrema seriedad. Yenkis sabía perfectamente que su padre era consciente de que lo había estado escuchando. Sin embargo, a Neuval no pareció importarle demasiado, porque fue derecho a coger su abrigo y abrió la puerta principal para salir de la casa. Se detuvo antes de dar un paso afuera, y volvió a mirar a su hijo.
—Diles a Hana y a Cleven que he ido a resolver un asunto de trabajo en la empresa, procura que se lo crean —le dijo, dando media vuelta. Pero se paró de nuevo, mirando al niño otra vez—. Por cierto, ten cuidado con Daiya Miwa. No dejes que te meta en líos raros y no cotillees su vida. De hecho, ¡deja de meter las narices donde no debes! —le regañó en voz baja con el dedo.
Después cerró la puerta tras él y reinó el silencio en el vestíbulo. Yenkis sonrió, parado en el sitio. «Lo sabía» pensó. Tras unos segundos se quedó reflexivo, pensando qué podía hacer ahora para pasar el tiempo y sacar provecho a la ausencia de su padre.
Volvió a sonreír, malicioso, y se metió a hurtadillas en el despacho de este. Se sentó frente al ordenador personal de su padre, frotándose las manos, y sacó del bolsillo de su pantalón de pijama un extraño objeto pequeño con forma de cubo, algo más grande que un dado, que se notaba que estaba hecho con piezas distintas, pues una de sus caras era una lámina de plástico negro, otra era una lámina de acero, otra era de chapa de aluminio, etc. En algunas de sus caras había finos surcos hendidos, los cuales emitieron una luz naranja en cuanto Yenkis encendió el ordenador, y después, cuando el cubito se enlazó con él, las finas luces cambiaron a color azul. El niño celebró en silencio que su invento funcionaba.
* * * *
Neuval llegó a la zona de Ikebukuro cinco minutos antes de lo previsto. Salió de un callejón oscuro, mientras se arreglaba un poco el pelo que se le había despeinado, y se adentró en una gran avenida que recorría todo aquel distrito. Las calles estaban más vacías a esas horas de la noche, varios transeúntes caminaban bajo las luces que las iluminaban, y apenas pasaban coches por la carretera.
Dirigiéndose a un lugar determinado no muy lejos de donde estaba, Neuval se abrochó el abrigo hasta arriba, pues la noche se iba enfriando por momentos. La acera estaba mojada, había seguido lloviendo durante el resto de la tarde. Iba mirando a un lado y a otro, con atención, como si temiera que un atracador apareciese de entre las sombras, pues era un barrio algo peligroso. Pero si aparecían atracadores, no temía por él, sino por ellos.
Giró hacia la izquierda para adentrarse en un nuevo callejón donde predominaba la oscuridad, y se apresuró a guiñar su ojo izquierdo y a mantenerlo así, hasta que se detuvo frente a una puerta del fondo, de madera vieja y desgastada, con los cristales translúcidos por la suciedad. Miró una vez más a su alrededor, asegurándose de que no había ni un alma que pudiera verlo, e ingresó dentro del local, acompañado por el chirrido que soltaron las bisagras de la puerta.
Echó un vistazo a la estancia. Hacía tiempo que no iba a ese lugar, pero estaba tal y como lo recordaba, no se diferenciaba mucho del estado en el que estaba la misma puerta por la que había entrado. La pobre luz que desprendían las viejas lámparas del techo inundaba de penumbra todo el lugar; no obstante, había suficiente luz, la justa, por lo que pudo abrir de nuevo su ojo.
A medida que se iba adentrando, fue pasando entre las mesas centrales, vacías y sucias. Sólo en las que estaban en los rincones o pegadas a las paredes, lo suficientemente camufladas, se encontraban hombres de aspecto un tanto tétrico, bebiendo, disfrutando de su soledad, en silencio. Al fondo, tras la barra, la parte más iluminada del local, un camarero de pelo grasiento y bastante corpulento hacía un amago de limpieza con los vasos, con un entusiasmo que daban ganas de sentir pena por él.
Fue hasta la mesa más camuflada y solitaria, donde estaba sentado su viejo compañero, vicepresidente de su empresa, con una copa de whisky sobre la mesa y un cigarrillo consumiéndose lentamente sobre el cenicero. El viejo Lao llevaba otra ropa ahora, vaqueros y un jersey algo desgastado, muy diferente al elegante traje que llevaba hace unas horas al salir de la empresa. Con sus codos apoyados sobre la mesa, se podía apreciar el tamaño de sus enormes bíceps, así como el resto de su musculoso y fortachón cuerpo. Su pelo corto y blanco estaba desordenado, de haber estado llevando puesta la capucha de su parka. Jugueteaba con un mechero en una mano casi sin darse cuenta, mientras se mecía la barba con la otra. Estaba nervioso.
—Qué silencio, seguro que se puede dormir bien aquí, a lo mejor me instalo —le sonrió Neuval, sentándose frente a él; Lao lo miró sin comprender—. Cleven se pasa las noches gritando el nombre de guapos actores de Hollywood en sueños —le explicó en broma, pero sólo pretendía romper un poco la tensión que había en el ambiente—. Cuéntame.
Lao se incorporó un poco en su asiento, miró a su alrededor para asegurarse de que todo bicho viviente dentro del local estuviese lo bastante trompa para que no los oyeran.
—Se trata de mi nieto —le susurró.
Neuval, al oír eso, se le transformó la cara.
—¿Qué le ha pasado a Kyosuke? —preguntó inmediatamente, muy preocupado.
—No digas su nombre en alto, podría haber alguien aquí…
—¿Está bien o no? —insistió Neuval.
—Tranquilo, por ahora nada grave, que se sepa —contestó el viejo Lao—. Esta tarde he llamado a la casa donde vive con su hermana, como de costumbre, para saber cómo les iba, pero Mei Ling me dijo que el chaval no ha vuelto a casa y que no puede contactar con él. Le dije que me llamara cuando supiese de él, pero sigo sin recibir noticias. Antes de llamarte, había salido de casa para ir a la de mis nietos y hablar con Mei Ling con calma, y he tratado de captar algún rastro de Kyo por la ciudad. Pero nada. Y su móvil no da señal.
Se quedó en silencio, mirando a su jefe, esperando a que dijese algo.
—¿Se habrá metido en una misión imprevista? —caviló Neuval—. Para ayudar a alguien…
—Si fuera así, no tendría problema en contestar al teléfono, o tenerlo encendido al menos.
—Kyo tiene un móvil Hoteitsuba, los móviles que yo fabrico siempre tienen encendido el dispositivo localizador de seguridad, aunque se agote la batería.
—Entonces es que también lo ha desactivado.
—Sólo hay una razón por la que Kyo necesitaría desactivar el 100 % de las señales electromagnéticas que emite un móvil —concluyó Neuval entonces.
—Oh, no… ¿Crees que alguna RS la tiene tomada con él? —se preocupó el viejo.
—No lo descarto. Saquemos conclusiones de esto cuanto antes, Lao. Sé que él ya es mayorcito para cuidarse de la típica delincuencia que anda por las calles con navajas y armas, así que lo único que me queda por pensar es que alguna RS anda detrás de esto. En eso Kyo tiene poca experiencia, acaba de llegar de su año de entrenamiento, todavía está verde. Por lo que se ha visto obligado a improvisar. De ahí que no haya podido avisar a nadie con tiempo.
—Hahh… Ta ma de… —blasfemó el viejo en chino—. Supongamos que una de las RS enemigas la ha tomado con él, que, dadas las circunstancias, parece lo más probable. ¿Qué es lo que quieren de él? ¿Qué querrían de un novato recién convertido?
—Si lo quieren a él, puede ser porque quieren algo que él tiene encima y quitárselo, o bien, porque quieren tenerlo de rehén para pediros a vosotros algo que vosotros tenéis —le señaló Neuval, y aprovechó para robarle un trago de su copa de whisky.
—Siempre igual —rezongó Lao—. ¿Dónde ha quedado lo de “por favor” y “gracias”?
—¿Por un sorbito de tu bebida? —se sorprendió Neuval con tono defensivo.
—No —contestó con paciencia—. Cuando una RS quiere algo de otra RS. Ya no simplemente se piden las cosas.
—¿Entre RS enemigas? —Neuval casi soltó una risa escéptica—. ¿Desde cuándo en cuatro siglos?
—Se supone que estamos todas en el mismo barco, joder. Cuánta competencia hay hoy en día…
—No te alteres, Lao, si le han hecho daño lo habríamos “notado” al instante —lo tranquilizó—. Y si lo tienen de rehén para pedir algo a cambio, ya os lo habrían dicho... A no ser que haya estado huyendo y lo hayan atrapado recientemente. O eso, o quizá sigue huyendo de ellos.
—Lo que me toca las narices es por qué la han tomado con él —protestó el viejo, dando con el puño en la mesa—. ¿Qué tiene él, qué tenemos nosotros para dar? Nuestra RS está bastante fuera de servicio, da bastante pena, no tenemos nada interesante o de valor. —Neuval bajó la mirada al oír eso, incómodo—. Pero lo poco que tenemos está bien protegido, nadie puede averiguarlo así como así.
Surgió otro rato de silencio, los dos permanecieron pensativos.
—¿Y si han sido los del Gobierno quienes le han descubierto, y no es cosa de una RS? —preguntó Lao.
Neuval soltó una carcajada llena de sarcasmo.
—Por favor... Los bebés del Gobierno no han podido llegar tan lejos. Además, también lo habríamos sabido, recuerda que Agatha está muy al tanto de esas cosas.
Hubo otro momento de silencio.
—Entonces... —inquirió el viejo, dubitativo, haciendo girar su copa sobre la mesa—. Nos falta por saber si Kyo está en algún lugar de Tokio, huyendo todavía de la supuesta RS que lo persigue, o si lo han atrapado ya. En ese caso, ¿qué quieren de él o qué quieren de nosotros? Si no recibimos noticias significa que sigue huyendo de ellos.
—Lo primero que hay que hacer es descubrir cuál es su paradero —dijo Neuval.
—Tienes razón, vayamos paso a paso —intentó tranquilizarse a sí mismo, bebiéndose de golpe lo que le quedaba de su bebida.
—Pero toda la culpa de esto la tiene el rubio, sin duda —masculló Neuval.
—Hahh… Ya estamos… —suspiró Lao.
—Ese impresentable es el Guardián, se supone que tiene el deber de tener vigilados a los demás —gruñó, poniéndose de mal humor, intentando no elevar mucho la voz—. ¿Cuánto te apuestas a que aún no tiene ni idea de esta situación? Se está volviendo perezoso.
—Él tiene una vida bastante complicada, Neuval —trató de apaciguar el viejo.
—Que se ponga a la cola —replicó.
—Ahora no te pongas tú de mal humor —le reprochó el viejo—. ¿Cuándo vas a tomarte unas vacaciones? Últimamente estás bastante insoportable.
—¡Q…! ¿Disculpa? —Neuval lo miró con ojos como platos de incredulidad —. ¿No he venido ahora aquí para ayudarte?
—¿Comes lo suficiente? —insistió Lao, con tono severo—. ¿Qué tal duermes? Espero que estés tomando fruta a diario.
—Pe… —Neuval se puso algo rojo de vergüenza, mirando al sucio camarero y a los pocos borrachos de alrededor—. Para, no empieces con eso.
—Ah. Yo sólo lo digo —se defendió Lao, levantando las palmas con solemnidad.
—Mira, Lao... —resopló—. Que el rubio se encargue de esto contigo. Es su trabajo. Pero también se trata de tu nieto, así que supongo que tú también querrás estar involucrado. No te preocupes, seguro que Kyosuke estará bien.
—¿Tú no vas a involucrarte? —preguntó el viejo.
Neuval se quedó en silencio unos segundos, y bajó la mirada.
—Por favor, no me lo pidas —murmuró—. Sabes perfectamente que desde que murió Katya, por nada en el mundo quiero volver a esa vida, a esos asuntos. Te ruego que no me metas en esto si realmente no necesitas mi ayuda. Yo ya tuve suficiente —dijo levantándose de la silla, y Lao adivinó que iba a marcharse.
—Neu... ¿Cuánto tiempo más piensas seguir así? Ya han pasado siete años —dijo sin disimular tristeza.
—Mira, Lao, yo sólo... —suspiró con paciencia—. Sólo quiero seguir con la vida que tengo ahora, es lo único que me queda. Mi familia y mi trabajo en la empresa, nada más. Las cosas están así. De cara a la sociedad, tú tienes que seguir siendo Kei Lian Lao, y yo Neuval Vernoux. A veces las cosas acaban de una manera... y a veces es mejor dejarlas así. Así que, por favor, deja ya de hacerme esa pregunta, y de si como fruta, o si duermo bien o si me cuido lo suficiente.
—Nunca dejaré de hacerte esas preguntas —impugnó Lao con firmeza—. Nunca dejaré de preocuparme.
—Papá… —suspiró otra vez.
—Sólo quiero…
—Estoy bastante mayorcito para estas cosas, ¿no crees?
—No por ello tienes que apartarme.
Neuval se quedó callado tras esa respuesta. Se quedó un poco incómodo.
—Te veo la cara prácticamente todos los días en el trabajo, ¿cómo es eso apartarte?
—Sabes a qué me refiero —repuso el viejo.
—Oye —le cortó Neuval con un gesto tajante de las manos, cerrando los ojos un momento para serenarse—. Estoy bien. ¿De acuerdo? Me va bien. ¿Vas a ponerte así cada vez que yo denote un poco de mal humor? Hah… Parece que no me conoces —casi rio irónico—. Quizá seas tú quien necesita unas vacaciones.
—Sabes que a mí no puedes mentirme, Neuval. Me preocupas mucho —lo miró con cierta súplica—. Por favor. Yo no puedo seguir viéndote así, me duele verte así. Llevas siete años sin ser tú mismo, comportándote como un amargado, aburrido, torpe y débil... cuando en realidad eres todo lo contrario. ¿Qué ha pasado con eso, Neu? Echo de menos a ese chico perdido, ese niño francés que encontré en un callejón de Hong Kong, solo, sucio y hambriento, durmiendo sobre cartones, rodeado de gatos y de basura, y con un pasado oscuro. Y aun con todas esas precariedades que sufría, ese chico se aferró a la ilusión de vivir y dejó de estar perdido. A partir de entonces, la palabra “rendirse” nunca volvió a entrar en tu vocabulario.
—Dejé de estar perdido porque tú me encontraste —repuso Neuval, dándole la espalda y mirando afligido al suelo—. Y me aferré a la vida porque me rescataste de aquel lugar donde me subastaron, me compraron, y me... —no se permitió a sí mismo terminar la frase—. Tú me brindaste esa opción.
—Ya te aferraste a la vida antes de que yo llegara a ese lugar —impugnó Lao—. Lo que hiciste allí... y con todos esos otros niños cautivos...
—Déjalo.
—Esa fuerza salió de ti mismo, Neuval —insistió el viejo.
—Pues ya se me ha agotado, Lao —lo miró por encima del hombro, molesto—. Me he pasado la vida peleándome, luchando, y perdiendo a gente. Hasta que perdí a mi alma gemela. Ahí, yo ya me perdí con ella. Para siempre. Y a no ser que ella resucite, nadie volverá a encontrarme.
—Quien debe encontrarte, Neuval, eres tú mismo —le señaló Lao seriamente—. Da igual la edad que tengas. Tienes que aprender a hacerlo algún día. Como ya lo hiciste aquella vez hace 35 años. Puede que otros se hayan acostumbrado a que seas así ahora. Pero para mí es un tormento constante verte cada día en el trabajo sin ilusión por nada, como si fueras un muerto andante.
—Lo siento —bajó la mirada con pesar—. Pero… eso es lo que soy ahora.
—Neuval, eso no es... —rechistó, pero no supo exactamente qué decir; frunció los labios casi con aire resignado y volvió a mirarlo—. Sé que algún día recordarás quién eres realmente, las cosas que has hecho por la gente, por el mundo, a lo largo de toda tu vida. Crees que no, pero todavía sigues haciendo esas cosas, de un modo u otro, porque ese es quien eres y no puedes evitarlo.
—Yo ya no hago nada de eso, papá. Ya no ayudo a nadie, ya no salvo a nadie, ya no resuelvo los problemas de los demás desde hace siete años.
—Existen muchas formas de ayudar o salvar a alguien. Si fuera verdad lo que dices, Hana no estaría donde está ahora, en tu casa, en un hogar. Y nuestra multinacional no tendría ni la mitad de empleados que tiene ahora, con un sueldo, una vida digna, un futuro que nadie más les dio —replicó con seriedad—. Eres un buen hombre, Neu, pero has tenido mala suerte. Sé muy bien que siendo como eres ahora, ni tú mismo te soportas. Te acabarás cansando de seguir eligiendo esta tristeza y no la alternativa que ya sabes, ya lo verás —le dijo con voz firme—. Nadie te conoce mejor. Yo te he criado.
—Mira, contacta con el rubio y cuéntale lo que sucede sobre Kyo —le interrumpió Neuval de repente, dejando claro que no quería seguir escuchando más sobre ese tema, y se fue yendo hacia la puerta para salir—. Si necesitáis recurrir a alguien más, ponedme en el último lugar, por favor. Hasta mañana en el trabajo, señor Lao.
Lao lo vio marcharse por la puerta y se quedó solo, alicaído, cansado, rodeado de cinco borrachos somnolientos y de un camarero que iba por el mismo camino, bebiéndose una botella entera de su propia cosecha.
¿COmo es psoible que aun recuerde cosas y al mismo tiempo todo me sea nuevo? Se siente como la priemra vez de algun modo xD
ResponderEliminarRecuerdo cosas de los libros ultimos que me lei asique vovler a recordar todod esto cuando la cosa aun estaba tranquila es increible, esos matices que estaban ahi y luego ves el motivo es increible.
Cleventine loquisima me encanta como personaje, es tan ella.
Neuval, dios mio gran personaje, de mis rpeferidos, junto a otros que aun quedan por salir mas adelante, como Drasik, le tengo tremendo cariño a ese personaje a pesar de de todo. Esta fue durante e mucho tiempo mi saga favorita y los egruai siendo y me he apsaod años recomendandosela al gente para leer sin descanso.
Espero que puedas seguir publicando las actualizaciones.