1º LIBRO - Realidad y Ficción
—Bien —carraspeó Lex, y comenzó a contarle a Yenkis—. Lo primero de todo, como ya habrás deducido, Jean Vernoux es nuestro abuelo.
—¡Sí, lo deduje! —saltó. «Claro, lo que leí en ese periódico tiene datos que encajaban con eso» pensó, «El año en el que fue escrito ese artículo, papá debía de ser un niño, y la edad que ponía de Jean encaja para ser su padre...».
—Al parecer, nuestro abuelo paterno era una mala persona y estaba loco. Decían que tenía un trastorno mental. Y su mujer, nuestra abuela Lilian, era una alcohólica que se pasaba la vida ausente, fuera de casa, y las pocas veces que estaba, digamos que no se comportaba bien. Monique Vernoux, que la has mencionado, era la hermana mayor de papá. Eran una familia bastante miserable, como imaginarás. Si pensabas que papá tuvo una vida fácil y de lujo como la que tiene ahora, te equivocas.
»Vivían en un barrio mediocre de París, sin mucho dinero. Al haber crecido maltratado y desatendido, no era de sorprender que papá fuera un niño violento, hostil, y también peligroso. Esto, sumado a su inteligencia por encima de la media, le hizo convertirse con tan sólo 9 años en el cabecilla de una banda de jóvenes delincuentes callejeros. Se pasaba la vida en la calle más que en su casa, lo que es comprensible. Robaban, causaban destrozos, peleas con otras bandas… Y a pesar de ser uno de los más pequeños de su grupo, no había alma que se atreviera a plantarle cara, no había rival para su astucia, su agilidad y su sangre fría. Así, se ganó a pulso el respeto de las otras pandillas callejeras y el título de cabecilla de la suya.
»Pero papá tenía otra cara, otra faceta que mostraba de vez en cuando al exterior. No era todo maldad y violencia en él. No todas sus acciones eran porque sí o por capricho. Por lo que a mí me contaron, resulta que muchas de las peleas o delitos que él cometía eran por motivos más complejos. Porque aparte de peligroso y violento, también era protector. Protector de los suyos, de aquellos que eran sus amigos, que vivían en las mismas o en peores condiciones que él.
»Por eso, muchas veces robar dinero era para fastidiar, pero otras muchas veces era para ayudar a un amigo a comer; muchas veces, darle una paliza a gente adinerada era para desahogar su maldad, pero otras muchas veces era para vengarse de ella, cuando descubría que eran pedófilos o violadores que esquivaban la cárcel gracias a su dinero o estatus social. Y aunque podían librarse de la cárcel, no se libraban de los puños de papá y sus amigos.
»Así era su vida, rodeado de gente como él, gente que tenía que sobrevivir en las calles, que buscaba como meta una mejor vida, que soñaba con un mundo menos injusto. Buscaban inconscientemente la felicidad. Papá siempre tuvo sus dos caras enfrentadas en su interior. Una de ellas sólo quería caos y destrucción, placer, violencia y diversión sin sentido; la otra, soñaba con ser alguien importante para el mundo, alguien útil, alguien necesario.
»La única persona que alimentaba de esperanza su lado bueno era la tía Monique. A pesar de todos los problemas, a pesar de todos los errores, defectos y cosas horribles que pudiera hacer, papá siempre recibía de ella un amor incondicional y una gran paciencia. Ella nunca se rendía con él. Nunca se cansaba de hacerle ver el lado bueno de las cosas y de convencerlo para que no dejara de soñar con convertirse en un hombre grandioso algún día.
»Monique era cinco años mayor que él y siempre lo había cuidado ella. Ella misma tenía planes para mejorar su vida. Con 15 años estudiaba y trabajaba sin descanso, ahorraba dinero, y tenía un novio de 18 años muy bueno que estaba dispuesto a llevarse consigo a Monique y a papá a vivir a otra parte y empezar de cero los tres juntos.
»Sin embargo… una noche, papá volvió a casa muy tarde. Se encontró con su padre y con su hermana discutiendo. Al parecer, empezó porque Jean había vuelto a tener uno de sus brotes espontáneos de agresividad por su trastorno mental, y la tomó con Monique. Ella siempre había sido tan buena y tan fuerte que ya desde pequeña estaba acostumbrada a cuidar de su padre, a tratar de calmarlo cuando se le iba la cabeza. Pero… esta vez era diferente. Era peor que nunca. Jean había perdido totalmente la cordura. Se convirtió en un auténtico monstruo incontrolable.
»Según como me contaron la historia, al parecer ella no paraba de decirle cosas como: “¡Basta, tú no eres así! ¡Vuelve a ser quien eres en realidad! ¡No dejes que eso te domine!”. Sea lo que sea a lo que ella se refiriera, no funcionó. Jean ya no distinguía amigo de enemigo. Perdió los estribos, la golpeó, ella intentó defenderse, él cogió su escopeta de caza, ella trató de quitársela, forcejearon y… eso. Ella murió.
Yenkis tragó saliva, tras haber estado varios minutos con la garganta totalmente seca, imaginándose la escena.
—Papá lo presenció todo. Había ocurrido muy rápido. Vio a su hermana perder la vida, llena de sangre y de tristeza, mientras Jean seguía enloquecido destrozando los muebles de la casa. En aquel momento, algo dentro de papá se quebró. Se le paró el tiempo, y el pulso, y la respiración. Quedó traumatizado para toda la vida. Me has dicho que en ese artículo decían que la policía encontró al día siguiente a Jean tirado en el suelo, inconsciente. Pues no. Estaba en coma. Fue papá quien lo atacó brutalmente.
—Dios mío… —murmuró consternado.
—La abuela Lilian no estaba allí, es más, volvió a casa unos días después y se encontró con que su marido estaba en el hospital y destinado a prisión, su hija muerta y su hijo desaparecido. Pues bien, lo único que hizo fue seguir bebiendo, como si tal cosa, como si todo aquello no fuera con ella.
—¿Y papá?
—Se largó.
—¿De su casa?
—De Francia. Se largó de París esa misma noche, dejando atrás a sus amigos, su colegio, su casa... Dejando atrás su vida. Sin su hermana, lo había perdido todo, y ya estaba harto de toda aquella pesadilla. Huyó de ella, saliendo del país, y siguió huyendo, lejos, más lejos… Papá se cruzó toda Europa y toda Asia en siete meses, arreglándoselas para sobrevivir a ese viaje y soportando a cada segundo la imagen de su hermana muerta y las pesadillas interminables, comiéndolo por dentro, matándolo por dentro.
—¿Cómo pudo… un niño de 10 años cruzar medio planeta completamente solo, y sin dinero, sin nada, y seguir vivo?
—Lo que es más asombroso es cómo pudo desear seguir viviendo —repuso Lex, y Yenkis lo miró con horror—. Papá tenía apenas 10 años y estaba destrozado y acosado noche y día por las imágenes que presenció. Era esa parte de él, su lado de luz, la que se resistía a rendirse, la que luchaba por sobrevivir a toda costa, por seguir caminando, por seguir buscando lo que más ansiaba y necesitaba.
—¿Qué era lo que más ansiaba y necesitaba?
—Que alguien le diera un sentido a todo. Que le convenciera de que la vida seguía mereciendo la pena. Porque al paso de los meses, su lado de luz se iba apagando cada vez más, y su lado más oscuro lo consumía, a él y a todos los significados de las cosas. Aquel largo viaje por el mundo no fue fácil. Papá aprendió muchas cosas, conoció a mucha gente a su paso, pasó por penurias y aprietos. Y la última mota de luz que quedaba en él sobrevivió… hasta que llegó a Hong Kong.
«Aquel día de verano, en plena década de los 70, el mercadillo de la calle Fa Yuen de la ciudad de Hong Kong estaba abarrotado de gente como cada día. Había puestos donde se vendían gallinas y otras aves, pero sobre todo pescados. Otros vendían joyas, vasijas, hortalizas y frutas, prendas de vestir... Igual que un bazar. Los consumidores hacían tratos con los vendedores, estos negociaban con los comerciantes, niños corriendo de un lado a otro... Aquello era un pasaje de voces, risas, gritos, movimiento y empujones.
Caminando por allí, un niño pasaba desapercibido entre la gente pese a ser distinto a todos ellos. Mientras que todas esas personas eran de cabello y ojos negros y hablaban en una extraña lengua, él era algo más pálido, de cabello castaño muy claro y ojos del color de las nubes. Llevaba unos pantalones negros algo raídos por los bordes y rotos por una rodilla. Iba descalzo, pues hace tiempo que sus zapatos se quedaron sin suela. También llevaba una camiseta blanca medio rota y algo sucia, y por encima un jersey verde oscuro, que ahora llevaba atado a la cintura, pues hacía mucho calor. Su cabello estaba bastante largo, hasta la cadera, y un poco enmarañado.
Iba con cautela, consciente de que era pequeño y aquella gente iba tan atareada que no se preocuparía de evitar pisarlo o arrollarlo. Quería salir de ahí cuanto antes, pero, cuando le llegó hasta la nariz el olor del pescado asado, se agarró el estómago, que le rugía dolorosamente. Mientras se le hacía la boca agua, localizó aquel puesto mercante donde estaban asando pescado y se acercó rápidamente. Con cuidado y disimulo, esperó hasta que la dueña mirase hacia otro lado para alargar una mano y robar uno de esos sabrosos pinchos.
Sin embargo, del hambre y del cansancio, su agilidad y fuerza habían disminuido mucho, y fue demasiado lento, porque la dueña acabó descubriéndolo. La mujer lo agarró del brazo bruscamente y en la otra mano le enseñó un enorme cuchillo mientras le gritaba sin parar en ese idioma que no entendía, furiosa. El niño, asustado, tiró y tiró todo lo que pudo para soltarse de su mano, hasta que al final ella lo soltó de mala gana y el chico salió corriendo del mercado.
Temiendo que hubieran llamado a la policía o algo así, sin saber que en ese lugar era poco probable que se llamase a las autoridades por un ladronzuelo en el mercado, se escondió en un callejón cercano. Era un callejón cerrado entre tres altas paredes desnudas de ladrillo, solitario y algo oscuro, con un contendedor metálico grande de basura hacia la mitad y un par de cubos en el otro lado, también algunos montones de basura esparcidos por ahí y varios gatos merodeando entre estos.
Dejó tras él el ambiente bullicioso de la calle principal y se adentró en el fondo de ese rincón a paso lento. Cuando vio que se había hecho una herida en el brazo, un rasponazo que le sangraba, le vino a la cabeza una atroz idea. Fue cuando se planteó si hacer de ese lugar el final de su viaje... o de algo más. Ni siquiera sabía por qué se había molestado en tratar de robar ese pescado, si hace tiempo que comer dejó de tener sentido para él.
Espantó a un par de gatos que se lamían las patas sobre un cartón amplio que había junto al contenedor grande y se sentó en él, doblando las piernas, abrazándose las rodillas y apoyando la barbilla sobre sus brazos. Contempló a uno de los gatos, frente a él, buscando algo que comer entre uno de los cubos pequeños de basura. Se vio a sí mismo como ese gato callejero, con la única excepción de que el animal no estaba solo, y él sí. Suspiró, apesadumbrado. ¿Qué podía hacer ahora, a dónde podría ir?, se preguntaba. Pero luego pensó: ¿para qué?
Ya no había nada para él. Ya había huido bastante, París estaba muy lejos, y a pesar de eso su tormento seguía ahí, e iba a seguir ahí para siempre. Ya no quería sufrir más. Ya estaba harto. Desvió la mirada hacia una botella rota que había cerca de él, y se quedó observándola un rato, hasta que la cogió. Arrimó una muñeca hacia el filo del cristal.
Lo que iba a hacer podría ser un error o una solución, pero no veía motivos por los que fuera a ser un error. Cerró los ojos...
—¡Eh!
Volvió a abrir los ojos de golpe al oír esa voz. Vio allá en la entrada del callejón a un hombre asiático, joven, de cabello negro alborotado y unos redondos ojos azabaches. Sólo llevaba puesto un pantalón de chándal negro y tenía una camiseta roja colgando de la cintura por detrás, lo que no era de extrañar con el calor que hacía.
Parecía un simple tipo que ese día había salido a hacer ejercicio y se dio la casualidad de que pasó por ahí. Se podía ver claramente lo grande y musculoso que era, con el torso al descubierto, y tenía un extraño tatuaje en el costado izquierdo. El niño de ojos grises pensó que debía de tratarse de un luchador de boxeo o algo así.
—¿¡Qué diablos crees que vas a hacer, niña!? —exclamó el hombre, corriendo hacia él como un rinoceronte.
El chico se asustó al verlo venir de esa manera, y cuando fue a ponerse en pie para salir corriendo, aquel tipo lo agarró del brazo y le quitó la botella rota, tirándola lejos.
—Oh… —se sorprendió el hombre al verlo de cerca, sin soltar su brazo—. Pero si eres un chico. Me había confundido a lo lejos por tu cabello largo. Oye, ¿de dónde has salido, blancucho? ¿Cómo te llamas?
—Lâche moi, connard! —gritó este, pegándole un rodillazo en el estómago, con lo que consiguió soltarse de él.
—¡Guau, hey, tranquilito! —exclamó, frotándose sus fuertes abdominales por las cosquillas que le produjo ese rodillazo.
El niño se puso en guardia, dispuesto a atacar si volvía a acercarse a él. El otro le bloqueaba la salida del callejón.
—No voy a hacerte nada, pequeño forastero —lo calmó con gestos apaciguadores—. Deberías estarme agradecido, acabo de evitar que cometieses una estupidez con ese cristal.
El chico siguió clavándole la mirada, como si no lo oyera, con los puños en alto. Más bien, no entendía su idioma.
—¿Qué pasa con tus ojos? —se extrañó el hongkonés, observando ese inusual color gris claro, casi blanquecino—. ¿Eres ciego o algo…? —Movió una mano delante de su cara, pero el niño hizo enseguida un gesto amenazante—. Oh, ya veo que no —sonrió—. ¿No tienes familia, o casa? Vamos, dime algo. ¿Estás solo? ¿Cómo te llamas?
—Dégage!
—¡Ah! ¡Eso lo entiendo! Hablas francés. Tu parles français? Je le parle aussi.
El niño hizo un gesto sorprendido al oírle hablar en francés y entenderle. Pero no cambió su postura. El hombre, viendo que no conseguía hablar con él porque con cada movimiento que hacía el niño reaccionaba con desafío, lo observó en silencio, pensativo, y luego sonrió suspicazmente.
—Estás muerto de hambre, ¿verdad? —le dijo en francés—. Espera aquí un momento.
El hombre musculoso se fue del callejón. Cuando el niño lo perdió de vista, no dudó en echar a correr y huir de ahí. Salió a la calle principal y miró a un lado y a otro pensando dónde esconderse esta vez. Pero entonces vio al hombre de antes adentrándose en el mercado de allá, y se quedó quieto, indeciso. Cuando un minuto después el hombre salió de la zona de mercadillos y volvió hacia la callejuela con una bolsa de papel llena de bultos, el niño se escondió detrás de la columna de un portalillo de un edificio cercano y asomó la cabeza para observarlo.
El hombre, parándose en la entrada de la callejuela y viendo que el niño no estaba allí, hizo un gesto decepcionado, pero luego se quedó pensativo. Acabó entrando en el callejón, y a los pocos segundos volvió a salir, sin la bolsa. Y se marchó de allí.
El niño permaneció tras la columna un rato, quedándose dubitativo otra vez. Después, mirando a un lado y a otro, salió del portalillo y corrió hacia la callejuela de nuevo. Encontró la bolsa sobre el cartón en el que estaba sentado antes. Con la cautela de siempre, miró curioso dentro de la bolsa, y encontró tres grandes empanadillas de carne y tres manzanas rojas. Otra vez le rugió el estómago. Esas empanadillas olían muy bien…
Cuando cayó la noche y la temperatura, se quedó recostado y encogido sobre el cartón. Tiritaba del frío, su jersey lleno de agujeros no cumplía su función. Pero le daba igual. Se quedó mirando a las musarañas hasta que le invadió el sueño.
A la mañana siguiente, le despertó un escozor repentino en la cara. Cuando abrió los ojos, vio al hombre musculoso del día anterior sentado junto a él, aplicándole agua oxigenada en un arañazo que tenía en un lateral de la frente. Esta vez, el tipo venía con otro aspecto, bien peinado y vestido con traje negro, camisa blanca y corbata burdeos, elegante, como el empleado de una oficina. Llevaba al hombro una mochila.
El niño dio un brinco y se separó de él.
—Buenos días, niño majo —lo saludó el hombre con voz cantarina, en su idioma—. ¿Te has peleado con un oso o qué?
—¿¡Por qué tú…!? —exclamó descolocado por esa inesperada aparición—. Agh… —gruñó con rabia—. ¡Déjame en paz! ¡Me has dado un susto de muerte!
—Bien, bien, bien, ya hablas con frases largas —celebró alegremente, volviendo a acercar el algodón hacia la raspadura de su frente.
—¡No! ¡No me toques! —se apartó enseguida, poniéndose en pie, y mantuvo las distancias, mirándolo con fiereza.
—Tranquilo. Sólo es agua oxigenada, para desinfectar heridas. Estás lleno de suciedad, hay que limpiarte las heridas o se pondrán peor.
—¿¡Crees que soy estúpido!? ¡Ese bote puede contener cualquier cosa!
—Bueno…
—¡No te he dado ningún permiso para que me eches ninguna sustancia!
—Ya, pero…
—¡Si pretendes drogarme, no te dejaré!
—¿Qué? ¡No! ¡Para nada pretendo eso…!
—¡Aléjate! —gritó el niño una vez más, y esta vez le brotaron lágrimas de los ojos.
Su expresión seguía furiosa, pero también reflejaba miedo. Al hombre le sorprendió ese nivel de tormento que padecía. Se desquiciaba con facilidad. Debía tratar con él de un modo más cuidadoso.
Con tanta agitación, el niño notó algo en su brazo y vio que le colgaba un trozo de venda. Se quedó sorprendido al descubrir que tenía un vendaje ahí y se le había desatado. Al parecer, el hombre ya le había curado mientras dormía la fea herida que se hizo ayer en el antebrazo. Ya no le dolía. Además, la herida estaba limpia y tapada con una suave gasa, y el vendaje estaba hecho con cuidado. Era algo muy simple y, sin embargo, para el niño era algo desconcertante. Sentía una extraña calidez en su brazo, pero no física, sino que le evocaba un recuerdo, de las manos de su hermana, tiempo atrás, poniéndole una tirita en una herida.
—Vaya, se ha soltado. ¿Me dejas…? —le preguntó el hombre, dando un paso hacia él, despacio, pero el niño despertó de sus recuerdos y se puso de nuevo en guardia de un brinco, alzando los puños—. Tan sólo… déjame que te ate la venda de nuevo. Por favor. No haré nada más que eso, tienes mi palabra. Si hago algo que no te parece bien, podrás golpearme en la cara todo lo que quieras. ¿Vale?
El niño no contestó. En ese momento estaba muy confuso, porque recibir cualquier tipo de cuidado de un adulto y además desconocido era totalmente nuevo para él, y contradictorio con toda su experiencia de vida. Como no decía nada, el hombre se aventuró a acercarse más a él, con las manos medio alzadas, despacio y dócil. El niño no se movió. Seguía tenso, en alerta, pero lo dejó acercarse. El hombre se agachó junto a él y acercó las manos a su brazo. El niño respiraba aceleradamente, preparado para reaccionar si el otro lo sorprendía con un ataque. No obstante, el hongkonés cumplió su promesa y volvió a ponerle bien la venda en el brazo, atándola con un imperdible.
El muchacho parecía embelesado, mirando cómo ese extraño le trataba el vendaje, con paciencia, con cuidado, y sus enormes manos estaban inusualmente cálidas. Nada más terminar, el hombre bajó los brazos y se quedó ahí arrodillado frente al niño sin hacer nada. Sencillamente, le sonrió con simpatía. El chico pareció relajarse un poco por fin.
Sin embargo, se aferró el brazo contra el pecho y miró al hombre con rabia. El otro se quedó confuso.
—¿Por qué me detuviste…? —murmuró.
—¿Eh? ¿A qué te refieres?
—¡Me detuviste! ¿¡Por qué lo hiciste!? —exclamó el niño, y se derrumbó del todo. Se llevó las manos a la cara y se echó a llorar—. Sólo quería dejar de sentir… No tenías derecho… ¡No tenías derecho…!
—Niño… —se sorprendió al verlo así, pero no tardó en comprender a qué se refería. Lo miró con profundo pesar—. Niño, simplemente no podía dejarte hacer aquello. ¿Crees que después de verte con ese cristal en la mano, iba a pasar de largo y regresar a mi casa, pasándome el resto de mi vida perseguido por ese recuerdo de “el día que vi un niño a punto de suicidarse y no hice nada”?
El niño se quedó callado, sollozando, mirando al suelo.
—Bien por ti, me alegro de que tengas la conciencia tranquila —dijo entonces—. Al menos uno de los dos podrá seguir durmiendo en paz.
—¿Por eso querías hacerlo? ¿Porque llevas tiempo sin dormir bien? Hay otros remedios para eso.
—Ahora me siento incapaz de volver a intentarlo… —sollozó de nuevo—. Ayer era fácil… era la única oportunidad que tenía… pero ahora ya no me atrevo… Ahora tengo que seguir viviendo…
—¿Y eso es malo?
—¡No lo entiendes! ¡Ahora tengo que vivir con eso durante toda la vida! Con ese recuerdo... esas imágenes... día y noche... ¡Por tu culpa!
“Vivir toda la vida con ese recuerdo, esas imágenes”. Estas palabras le resultaron bastante familiares al hombre. Preocupantemente familiares. E hicieron crecer una sospecha en él. Con esa corazonada, el hombre, todavía agachado, se acercó más a él para intentar mirar su rostro entre sus manos. Mientras el niño se secaba las lágrimas, alcanzó a ver sus ojos, y se fijó atentamente. Le dio un vuelco el corazón al descubrir que el ojo izquierdo de ese niño emitía una triste luz gris, de forma intermitente, inestable, reprimida.
—¡Eres…! —brincó el hombre, sonriendo con emoción, pero no terminó la frase. De hecho, se le borró la sonrisa y puso una mueca muy contrariada—. Chico… ¿desde cuándo te brilla ese ojo?
El niño dio un respingo de disgusto y se tapó rápidamente el ojo izquierdo.
—No me brilla… No sé de qué hablas…
—Tranquilo. No es nada malo. ¿Cuántos días llevas con esa luz?
—¿Días? —repitió, pero luego agachó la cabeza, entre nervioso y tímido, sin destaparse el ojo.
El hombre supo descifrar esa respuesta y esa cara. No eran días, y probablemente semanas tampoco. Debía de haber pasado meses en ese estado. Se quedó horrorizado.
—Mierda… —murmuró—. Chaval, por casualidad… ¿no te has encontrado en algún momento con una anciana inglesa, no muy alta, de pelo largo y blanco recogido en una trenza, siempre con ojos cerrados?
El niño negó con la cabeza.
—¿Y con un hombre joven de cabello negro con tres mechones blancos, también con ojos cerrados todo el tiempo?
—¿Por qué? ¿Esas personas me buscan? ¿Qué quieren de mí?
El hombre no lo entendía. Tenía delante a un pequeño iris tohum, un iris sin elemento, y sin entrenamiento, y al parecer nacido hace meses, ¿y ninguno de los dos taimu lo había venido a recoger? ¿Acaso Alvion no había captado su nacimiento? Fuese el motivo que fuese, el hombre supo que no sólo tenía que ayudarlo, tenía que encargarse de él. Un iris recién nacido sin entrenar podía convertirse en un peligro para los demás y para sí mismo. Aunque Alvion no hubiese captado su nacimiento, el hombre debía tomar la responsabilidad de llevarlo al Monte Zou.
—Chico, oye… Sé que ahora no puedes entenderlo. Pero tienes que venir conmigo.
—¿Qué? —se puso en alerta de nuevo—. No…
—Es importante. Es por tu bien —dio un paso hacia él.
—¿Qué haces? ¡No! —fue retrocediendo, nervioso—. ¡No pienso irme a ningún lado contigo! ¡No te acerques! ¡Te partiré las piernas!
—No voy a hacerte nada, tan sólo… —siguió acercándose.
—¡Aléjate! —le advirtió el niño, pero ya no pudo retroceder más porque su espalda chocó con la pared del final del callejón, y comenzó a respirar otra vez con rapidez—. ¡Aléjate o te mataré! ¡Te dije que no podías engañarme! ¡Te mataré! ¡Si me tocas, te mataré!
El hombre se detuvo. Ese niño estaba aterrorizado por dentro. Traumatizado, destrozado. Y todo eso lo intentaba esconder bajo esa fachada hostil y amenazante, que de nada servía ante el astuto ojo de un iris que sabía leer perfectamente los gestos y comportamientos. Si se acercaba más a él, rompería algo muy frágil de su interior y desataría algo peor. Ese niño estaba al límite. Era una bomba a punto de estallar. Y él no podía soportar ver a un niño mirándolo con esos ojos llenos de terror y agotamiento, y de súplica, a pesar de que su boca soltase amenazas.
Era su forma de defenderse. Era como un animal callejero que no había conocido otra cosa. Si se tratara de cualquier otro adulto estándar, no tan musculoso y grande, el niño no habría tenido problema en abatirlo como muchas otras veces había hecho fácilmente. Pero el muchacho era consciente de su propio estado desnutrido y debilitado, y de los enormes músculos de ese tipo, y no era tonto, sabía que no podía cumplir esas amenazas contra él pero aun así no tenía otro camino que intentarlo.
—Está bien —dijo el hombre, haciendo un gesto apaciguador con las manos, y fue retrocediendo—. Lo siento, perdóname, me he precipitado. Escucha, voy a dejarte tranquilo por hoy, ¿de acuerdo? Pero no te alteres. Procura estar calmado. No pasa nada.
El muchacho se mantuvo firme. Aun así, antes de marcharse, el hombre sacó de su mochila una bolsa de plástico llena de bultos y una botella grande de agua, y lo dejó todo sobre el cartón, una vez más. Después de eso salió del callejón. El niño permaneció donde estaba unos pocos minutos más, sin bajar la guardia. Tras esperar un largo rato y comprobar que el hombre realmente se había marchado de allí, recuperó algo de calma y relajó los brazos. Se acercó con pasos titubeantes a su cartón; se puso de cuclillas y se abrazó las rodillas, observando en silencio esa bolsa que contenía más empanadillas de carne y más manzanas.
No podía dejar de darle vueltas a la cabeza. No entendía nada de lo que ese hombre decía, ni de lo que pretendía con él. Claramente, tal como había dicho, quería que se fuera con él, llevárselo a algún lado, eso el niño ya lo había vivido antes más de una vez. Sin embargo, esta vez, el adulto que quería raptarlo no lo estaba intentando por la fuerza. Ese hombre tenía músculos, tamaño y fuerza de sobra para levantar un coche sobre su cabeza sin problema. No le costaría nada agarrar al niño de un brazo como si fuera un muñeco de trapo y llevarlo a cualquier sitio. Pero cada vez que le gritaba que se apartara, él se apartaba; le pedía que no le tocase, y él retiraba las manos. Y siempre se mantenía tranquilo, siempre amable.
Además, ayer se comió las empanadillas y las manzanas que el hombre le dejó sin pensarlo. Eso había sido muy estúpido por su parte. Ya lo habían drogado antes mediante la comida, dos veces, durante su viaje por el mundo, hace unos meses. También lo habían raptado una vez, y lo habían intentado volver a hacer otras tantas. Lo habían engañado, golpeado, abusado de él… Pero las empanadillas y las manzanas de ayer estaban realmente ricas, y le habían sentado tan bien…
¿De verdad ese hombre tan pesado tenía buenas intenciones? Si quisiera hacerle daño o llevárselo a la fuerza, ya lo habría hecho. Y si quisiera drogarlo, también. Pero no, no, no… nunca jamás había que confiarse, seguro que se trataba de un truco. El niño había vivido suficientes experiencias como para saber que había adultos con malas intenciones de toda clase, que usaban diferentes tretas o metodologías para engañar o captar la atención de alguien. La comida de ayer podía haber sido inofensiva para hacerle confiar, pero tal vez, la de hoy, podría estar envenenada o drogada.
No tocó la bolsa en todo el día.
El niño salió de ese callejón durante aquel día para buscarse su propia comida. Estuvo rondando por aquel distrito varias horas hasta la tarde. Consiguió hacerse con un par de pescados cuando nadie miraba en el mercadillo. Se escondió en otro callejón cerca del puerto para asarlos, con un fuego que hizo con papeles de periódico y unas maderas y una caja de cerillas que también había robado de un puesto ambulante. Cayó algo de lluvia al mediodía, así que bebió el agua que goteaba del canalón del tejado de una casa.
Estuvo pensando durante todo el día, y decidió que no era buena idea volver a su callejón. Seguramente el hombre iba a volver a aparecer por allí para comprobar si ya estaba bajo los efectos de la droga, o muerto, preparado para extirparle los órganos o algo.
Y aun así, no se podía quitar de la cabeza ese incesante “¿y si…?”. Aquel hombre no era como otros con los que se había cruzado, ni en Francia ni en los otros muchos países que había pisado durante su viaje, y no entendía por qué… hasta que recordó por qué. Ese tipo había descubierto que su ojo brillaba, y en vez de reaccionar con miedo o desagrado o tratarlo como a un bicho raro, simplemente le hizo unas preguntas raras sobre unas personas de ojos cerrados. “Tranquilo, no es nada malo” le hubo dicho también.
El niño dejó de caminar y se paró en mitad de una calle concurrida, mirando fijamente al suelo, sin parar de pensar. Se preguntó entonces si cabía la imposible posibilidad de que ese hombre supiera algo sobre la luz de su ojo.
¿Y ahora qué? ¿Qué hago? ¿A dónde voy? No paró de repetirse estas preguntas. Aquí se estuvieron enfrentando su indestructible desconfianza contra su innata curiosidad por las posibilidades imposibles. Se miró el vendaje de su antebrazo.
De repente sintió un pequeño escalofrío. Tuvo una sensación que ya había tenido miles de veces. Notaba que alguien lo estaba observando, pero no se puso a mirar de un lado a otro para ver de quién se trataba. Él ya era experto.
Con disimulo, se apartó de la acera de la calle y se puso en una esquina. Esto le daba como mínimo dos flancos por los que huir si alguien de pronto venía a por él. La gente que pasaba por la calle lo ignoraba, parecía que estaban acostumbrados a ver a niños así por las calles, aunque atraía algunas miradas breves, seguramente por su color de pelo.
Cogió del suelo, cerca de un cubo de basura, una lata de cerveza vacía, y se puso a hacer lo que suelen hacer los niños de 10 años: jugar. Estuvo jugando a darle patadas a la lata, con sus pies descalzos, intentando hacer los más toques posibles sin que se le cayera. Y mientras lo hacía, lanzaba miradas de vez en cuando a su alrededor.
Localizó al mirón al otro lado de la calle. Era un local, un hombre joven, pero con muy malas pintas. Tenía la cabeza completamente rapada y un tatuaje de una serpiente le cubría la mitad hasta la frente. Vestía con una hortera camisa de estampado de leopardo arremangada y unos pantalones morados, con zapatos de piel de cocodrilo. Jugueteaba en una mano con un reloj de cadena, haciéndolo girar de un lado a otro. El niño lo miró varias veces con buen disimulo para cerciorarse de que, en efecto, ese sujeto no le quitaba los ojos de encima, y no se dio cuenta de que el niño lo había descubierto, porque este actuó muy bien, jugando con su lata.
¿Lo estaría mirando sin ningún motivo en especial, simplemente porque le entretenía ver a un niño dando toques de pie a una lata? ¿O porque estaba preocupado por él? ¿O porque lo estaba confundiendo con otro? ¿O porque quería raptarlo? Ninguna de estas preguntas importaba, nunca. Siempre había que cumplir una regla: ante la duda, alejarse.
El niño fingió una torpeza, dándole a la lata un golpe más fuerte de lo debido, y la lata se desvió al otro lado de la esquina de la calle. Cuando el niño, disimulando, se fue caminando hacia donde la lata había caído y desapareció detrás de la esquina, desapareciendo asimismo del campo de visión de aquel tipo, echó a correr por esa calle y se alejó de esa zona.
Estuvo un rato recorriendo la ciudad. Fue entre callejuelas, trepó por algunos muros, caminó sobre algunos tejados, se deslizó por algunas tuberías y túneles. Hacía rato que ya iba tranquilo, sabiendo que no había manera alguna de que ese tipo hortera lo hubiera podido seguir, y ya le restó importancia.
Al cabo de un rato, tras descolgarse de un muro y aterrizar en un nuevo callejón que tenía varios contenedores, se encontró con una niña intentando trepar dentro de uno de ellos. Debía de ser un par de años más pequeña que él. Tenía un pelo largo, negro y enmarañado, y ropas sucias. Estaba muy flaca y era demasiado bajita para llegar al borde del contenedor.
Él ya se había cruzado con varios niños callejeros o huérfanos muchas veces antes, tanto en Francia como en su viaje por el mundo, que estaban en una situación igual a la suya o similar. Esos niños habían sido las únicas personas en las que había podido depositar un poco de confianza, no en todos, pero sí en muchos. Cuando uno trataba de sobrevivir en las calles o en ciudades desconocidas, más de una vez era necesario confiar en otros niños que tuvieran en común el mismo interés, el de colaborar para conseguir comida, ropa o refugio.
Se quedó un rato observando a esa niña haciendo su vano intento de usar la pared de ladrillo para apoyar un pie y alargar una mano para garrarse al borde del contenedor, hasta que se resbaló y se cayó al suelo. El chico negó con la cabeza y siguió andando hacia la salida del callejón para seguir con lo suyo. Sin embargo, a los pocos pasos notó un tirón en su camiseta blanca. Se giró y vio a la niña agarrando su camiseta, mirándolo con ojos suplicantes y señalando al contenedor.
El niño suspiró. Pero, mirando bien ese callejón, se dio cuenta de que las puertas que ahí había, junto a cada contenedor, eran las puertas traseras de unas tabernas y tiendas. Y eso significaba que esos contenedores eran donde desechaban restos de comida o comida no usada o caducada. Volvió a meterse en el callejón y la niña lo acompañó muy ilusionada hasta el contenedor de antes. Se esperaba que el chico treparía al interior de él y conseguiría la comida para ambos. Pero el niño se quedó ahí parado de brazos cruzados, serio.
La niña le dijo algo en un idioma que no entendía y lo miraba confusa, y no paraba de señalar al contenedor. El niño la interrumpió y la señaló a ella con el dedo. Ella se quedó callada, sin saber qué hacer. Entonces, el niño se giró y señaló el resto del callejón.
—Busca en tu entorno algo que puedas usar —intentó explicarle el niño, pero ella no hablaba su idioma.
Aun así, él se lo puso algo más fácil, y señaló hacia unas cajas de plástico portabotellas apiladas junto a la puerta de otro local. Después de unos segundos, la niña pareció entenderlo y fue a coger una.
—No —dijo el chico de repente, con una voz tan severa que la niña se sobresaltó y lo miró con susto.
Él le enseñó dos dedos. Ella asintió con la cabeza obedientemente y, en lugar de una, trajo dos cajas, y las puso junto al contendor. Después de eso se quedó mirando al chico con una sonrisa, esperando.
—No. Hazlo tú —dijo el niño, haciendo claros gestos con las manos—. Tienes que practicar. Si esperas que alguien consiga la comida por ti, podrías acabar muriendo de hambre. Aprende a hacerlo sola.
A la niña no le hacía falta saber francés para entender lo que el chico trataba de decirle. Se puso tímida al ver que el chico no la iba a ayudar como ella esperaba y al oír ese tono tan estricto con que la hablaba. También sus ojos plateados le daban un poco de miedo. Pero el chico le hizo otro gesto con las manos, diciéndole “adelante, ¿a qué esperas?”.
La niña miró las cajas y luego la altura del contenedor. Con una caja bastaba para llegar. Pensó que el chico le había pedido dos cajas para ganar más altura, así que puso una sobre la otra.
—¡No! —volvió a sobresaltarla.
Ella se quedó cohibida, sin entender. Entonces, el chico agarró una de las cajas y la lanzó al interior del contenedor.
—Una para entrar, y otra para salir. Desde aquí no puedes saber si el contendedor está lleno de bolsas que te ayuden a trepar de vuelta. Si entras en el contenedor y está vacío, no tendrás donde apoyarte o subirte para volver a salir. Tienes que asegurarte un escalón fuera y otro dentro.
A la niña le costó más tiempo entender aquello porque ella se imaginaba o daba por sentado que el contenedor estaría lleno de bolsas. Aun así, obedeció al chico y se subió a la caja; se agarró por fin al borde y, con un impulso, saltó al interior. Descubrió que apenas había cuatro bolsas. Y se dio cuenta de que menos mal que tenía otra caja ahí dentro sobre la que subirse para salir. Comprobó el contenido de las bolsas, y cuando halló aquella que tenía los desechos de comida con el mejor aspecto, volvió a cerrar la rotura con un nudo, la lanzó fuera del contenedor, se subió a la caja portabotellas del interior y salió de ahí sin mayor problema.
Al posar los pies en el suelo, miró al chico tímidamente. Cuando vio que él le sonrió de forma satisfecha y orgullosa, a la niña le brillaron los ojos de ilusión y se rio con alegría.
Se pusieron juntos a buscar las mejores piezas de comida en la bolsa. No era tan asqueroso como podía esperarse, era una bolsa donde habían tirado los productos no consumidos del día, por lo que muchos seguían frescos o en buen estado, en su mayoría panes, cosas fritas y algunos envases con restos de membrillo. El chico nada más cogió uno de los panes y le dejó el resto a la niña. La dejó ahí con su festín y se marchó a otro lado.
Mientras caminaba y se comía ese pan duro y seco, se dio cuenta de que ya estaba anocheciendo. Y de que era peligroso para él deambular por esa ciudad por la noche. La verdad es que echó de menos su callejón y su cartón. En él se sentía más seguro. Y estaba lejos de la zona en donde había encontrado a ese tipo de cabeza rapada y camisa de leopardo tan inquietante.
Decidió regresar a su callejón. Estaba seguro de que el hombre musculoso no volvería a aparecer por ahí durante la noche. Si iba a volver, seguramente lo haría cuando ya fuera de día, así que pensó en despertarse muy temprano para largarse del callejón antes de que el tipo musculoso pudiera aparecer.
Cuando llegó, encontró su cartón y a los gatos habituales rondando por los cubos de basura. Al parecer, los gatos habían roto la bolsa de plástico y se habían comido las empanadillas de carne de dentro. Las manzanas y la botella de agua seguían intactas. Al chico le dio igual. Se recostó sobre su cartón, pensando si mañana encontraría a algún gato drogado o muerto. Ya lo descubriría. Ahora sólo le preocupaba combatir el frío de la noche, así que se metió todas las hojas de periódico que pudo encontrar por dentro de la camiseta y de los pantalones y se echó a dormir.
Horas después, entrada la madrugada, le despertó un horrible dolor de estómago. Estaba muerto de hambre y sentía que el estómago se estaba consumiendo a sí mismo. Miró la bolsa con las manzanas. A decir verdad, era más difícil que les hubieran inyectado alguna droga a las manzanas. Con las empanadillas de carne y la botella de agua, quizá. Al final su instinto de supervivencia lo obligó a comerse las manzanas.
Al amanecer del día siguiente, el hombre fortachón volvió a aparecer. Esta vez, entró en el callejón con más cautela, no quería asustar otra vez al niño. Vestía de nuevo con su traje y corbata, y también traía la mochila, algo más abultada que ayer.
—Hey… chaval, ¿sigues aquí? —dijo suavemente mientras se adentraba despacio en el callejón, mirando por los rincones de este, pues aún estaba algo oscuro. Pero no lo veía por ninguna parte, tampoco en su cartón, sólo había un montículo de trozos de más cartones, papeles arrugados y algunos trapos viejos—. Oh, no… —palideció el hombre, corriendo de un lado a otro para mirar bien por todos lados, empezando a asustarse—. ¡Niño! ¿¡Dónde estás!? ¡Niño!
De repente vio que el montículo de cartones y papeles se movía un poco. El hombre corrió ahí de inmediato. Apartó uno de los cartones y vio entre las sombras dos ojos de luz plateada bastante aterradores. El hombre llegó a asustarse un poco y se apartó con sorpresa, pero fue algo fugaz, y de pronto un par de gatos salieron corriendo de ahí. Después vio al niño ahí agazapado, mirándolo fijamente. El hombre entonces pensó que los escalofriantes ojos de luz que acababa de ver debían de haber sido los de uno de esos gatos que estaban ahí durmiendo con el niño.
—Oh… menos mal que estás aquí… —suspiró aliviado el hombre—. Creía que… ¡Eh!
El niño había echado a correr para escaparse por la salida del callejón, pero el otro lo agarró enseguida de la camiseta y lo volvió a poner contra la pared.
—¡Suéltame! —se agitó el niño.
—¡Espera! Tranquilo —lo soltó, pero siguió impidiéndole el paso—. Chico, cómo me alegro de verte sano y salvo. Al no encontrarte creía que te habían acabado raptando. Casi me da un infarto.
El niño se quedó callado. No lo hizo notar, pero le sorprendía oírle decir lo preocupado que estaba por él. Después hizo otro intento de esquivar al hombre y huir de allí.
—No. Para. Aguarda un momento, ¿quieres? —le taponó el paso.
El niño acabó rindiéndose, quedándose parado contra la pared, tenso. Maldecía por dentro por no haberse marchado del callejón antes de que ese tipo viniera, no esperaba que fuera a aparecer tan temprano en la mañana. Ahora no tenía escapatoria. En ese momento, observó de reojo a los gatos de siempre, por ahí a lo suyo. Ninguno estaba muerto ni drogado, de hecho, parecían más tranquilos y satisfechos que nunca, después del festín de empanadillas que se dieron ayer.
—Escucha, por favor —le rogó el hombre—. Las calles de este distrito no son seguras para ti. Están ocurriendo muchos raptos últimamente. No salgas solo de aquí.
—¡Sé perfectamente lo inseguras que son para mí! —replicó el niño con enfado—. ¡Hay un chino enorme acosándome sin parar y acorralándome en un callejón!
—Ah.
El hombre se quedó con cara de tonto, porque en eso el niño tenía razón.
—Bueno, pero te equivocas conmigo, niño. Porque lo que pretendo es protegerte.
—¡Mentiroso! ¡Sois todos iguales!
—¿Cuánto tiempo hace que no recibes un trato amable, sincero o amistoso de un adulto?
—¿Eso es lo que se supone que tú estás haciendo?
—¿Por qué lo dudas?
—¡No nací ayer, puto mentiroso! —gritó el niño—. ¡Así es como actuáis al principio y después llega el engaño, o los golpes! ¡No creas que tus músculos me dan miedo, porque si me pones la mano encima te partiré las putas piernas!
—¡Oye! —exclamó de pronto el hombre, tan fuerte y serio que el niño se estremeció un poco—. ¡Cuida ese lenguaje, jovencito!
—¿¡O si no, qué!? ¿¡Tú también me pondrás el ojo morado!? ¡Adelante! ¡Después de tantas veces, mi cara ya no lo nota! —se puso en postura de lucha, con los puños en alto—. ¡Vamos! ¿A qué esperas? ¡Pelea!
El hombre se quedó en silencio observándolo. Lo contempló con la mayor compasión que había sentido jamás. Ese niño violento y hostil le parecía entrañable, ahí, retándole a pelear con esos brazos flacuchos. Todavía no conocía a ese niño ni sabía gran cosa sobre él, pero ya entendía muchas cosas sobre su vida, el tipo de vida que había debido de tener.
Por un instante, el hombre se vio reflejado en él, se vio a sí mismo en su infancia, siempre desconfiado, alerta y preparado para luchar contra las incesantes amenazas que ese mundo tenía reservadas para niños huérfanos, aunque el enemigo lo superase en fuerza o número. Admiraba las agallas de este niño, pero no había aprendido aún que la vida tenía dos caras; que también existían personas buenas, y no sólo malas.
—Tienes razón —dijo el hombre entonces, y el chico arqueó una ceja—. Este mundo está lleno de adultos que les hacen cosas horribles a los niños. Y haces bien en no confiar, así es como se sobrevive. No obstante, tampoco se puede vivir así eternamente. Eso no es vida. A veces, puedes encontrar personas diferentes, que tienen realmente buenas intenciones —se llevó una mano al pecho.
—Eso es lo que diría un secuestrador para hacerme bajar la guardia —gruñó con fiereza.
—Exacto. Y por eso las palabras no bastan. Estas cosas se demuestran con hechos, acciones. Si me das la oportunidad, yo te demostraré que lo único que quiero de ti es ayudarte.
—¡Si eso fuera verdad, no estarías todo el rato bloqueándome la salida!
—¡No te dejo salir porque ahí fuera te esperan un sinfín de peligros, niño! Es ahí fuera donde están todas las amenazas que quieres evitar. ¿Sabes en qué ciudad estás? Con esa cara de ángel, y ese color de cabello y de ojos, eres un caramelo para la mafia y los traficantes. ¿Y encima eres francés? ¡Los depredadores sexuales querrán comerte vivo! Lo único que pretendo es ayudarte.
—¿Y por qué querrías eso? ¿Qué ganas tú?
—No todo el mundo espera algo a cambio de ayudar a alguien. Todavía hay personas en este mundo que ayudan a los demás simplemente porque es lo correcto. Y es intolerable que en este mundo los niños sufran.
El muchacho no pudo evitar ver la imagen de su hermana mayor en su mente. Ella solía decir cosas así. Pero él creció en un entorno que nunca le dio la opción de creerlo de verdad. Lo que él creía es que ya no existía ninguna persona así en el mundo porque la única que era así era su hermana y estaba muerta. Para él, la muerte de su hermana significaba que ya no había personas buenas en el mundo.
Era doloroso, demasiado doloroso recordarla. Durante meses había intentado aprender a aguantarlo, pero era cada vez peor. Su mente se le retorcía de agonía cada vez que recordaba la imagen de su hermana muerta, y sentía que su cordura era cada vez menor.
El hombre se dio cuenta de que el chico comenzó a respirar con rapidez y dificultad. Seguía en guardia, con los puños alzados, pero a veces se le cerraban los ojos y sacudía la cabeza, como si le estuvieran cegando fogonazos de luz, o espasmos. El hombre reconoció esos síntomas enseguida. El iris no entrenado de ese niño estaba trastornando y enloqueciendo su mente. La verdad, ya le parecía increíble que todavía estuviera así de cuerdo después de tantos meses con ese iris sin tratar, pero era cuestión de tiempo que acabara sucumbiendo a la locura.
—Déjame salir… —le suplicó el niño entonces. Su voz sonó derrotada, desesperada. Cada vez respiraba peor y parecía mareado, pero no bajaba los puños—. Déjame salir…
—Hey… tranquilo… —se acercó a él poco a poco.
—Déjame salir de aquí… Quiero salir de aquí…
—Calma, respira despacio…
—Necesito…
—Te está dando un ataque de ansiedad. Los conozco bien, yo también los sufría a tu edad —se agachó delante de él, pero manteniendo medio metro de distancia para no agobiarlo—. Tranquilo. No voy a tocarte ni a hacerte nada. Toma el control de tu respiración o acabarás desmayándote. Y no quieres acabar desmayado en un callejón de un país desconocido delante de un desconocido, ¿verdad?
El niño escuchaba sus palabras y no podía no hacer caso. Era como si ese tipo supiera lo que necesitaba oír. Porque tenía razón, no podía perder el control, tenía que mantenerse despierto, despejado y en forma para seguir sobreviviendo. Escuchó los consejos del hombre, acompañando su respiración. Los latidos de su corazón fueron aminorando y el mareo se fue disipando. El niño, aún con los puños en alto, comenzó a recuperar la calma. Su mirada seguía siendo desafiante y desconfiada, pero sus ojos plateados lloraban, abatidos. Y luchaba para reprimirse.
—No lo reprimas —le dijo el hombre—. Llorar es una reacción fisiológica que se da cuando tu mente y tu cuerpo necesitan desahogar altos niveles de estrés o angustia. Si te obligas a no llorar cuando tu cuerpo te lo pide con fuerza, lo estás maltratando y empeorando. Deja salir el veneno y la mala energía mediante las lágrimas. Sólo así tu cuerpo y mente recuperarán los niveles adecuados que necesita de oxígeno y tensión sanguínea.
Nunca unas palabras tan técnicas le habían hecho sentir tan aliviado y arropado al niño. Él siempre se había tragado las lágrimas más de una vez, pensando que llorar era de débiles. Pero ese hombre lo entendía tan bien… sus palabras fueron como una liberación. Y para mayor sorpresa, el niño no sintió ninguna vergüenza por llorar delante de él.
Al poco rato recuperó la calma. Se sentía mejor. El hombre le sonreía con tristeza y eso no paraba de confundir más y más al chico. Ese tipo era diferente. Se mostraba hostil y violento con él porque era el comportamiento que ya estaba acostumbrado a tener con todos los extraños que se le acercaban, lo hacía ya por inercia. Sin embargo, si debía ser franco, lo cierto es que, en realidad, ese hombre no le había infundido ninguna sensación de peligro o de malas intenciones en ningún momento, al menos no como el resto de cientos de extraños con los que se había cruzado por el mundo. Este hombre tenía algo tan cálido en la mirada y en la voz, y en su forma de mirarlo, de acercarse a él... Para el niño eso era tan raro y a la vez tan embriagador…
—¿Te sientes mejor? Es un buen consejo, ¿verdad? —le sonrió el hombre; se agachó a su lado y sacó unas nuevas gasas limpias y un bote de agua oxigenada de su mochila—. Tu herida necesita otra cura. ¿Podrías dejarme cambiarte las gasas, por favor?
La verdad es que el niño había pasado muy mala noche –como siempre– y no tenía más ganas de pelear. Se lo pensó un poco. Ese hombre no iba a dejar de insistirle, así que creyó que lo mejor era seguirle la corriente, pero no bajaría la guardia. Alargó el brazo hacia él, indicándole que le dejaba tratarlo. No supo por qué, pero cuando vio que el hombre le sonreía feliz por darle ese permiso, se sintió extraño.
—No tardaré nada, ya verás, soy un experto curando heridas, ¿sabes? —le decía, y comenzó a quitarle la venda—. En mi trabajo, son el pan de cada día.
—¿Cómo puede ser algo tan peligroso plantar arroz o cocinar rollitos primavera?
—Guau, ¿es eso alguna especie de comentario racista, so blancucho? —le gruñó, pero descubrió en la cara del niño una diminuta sonrisilla de burla—. Oooh… ¿Así que era una broma? ¡Vaya, fíjate, pero si el lobo solitario tiene sentido del humor! Dime, ¿también eras así de gracioso cuando vivías allá en Francia y te ponías a fabricar cruasanes y quesos y a pisar uvas? Oh, bueno… —se dijo de repente, pensativo, mientras le aplicaba yodo en la herida con el algodón—. Estoy dando por sentado que eres de Francia porque hablas francés, pero bien podrías ser de Canadá, o de Bélgica… o de algún país africano…
—Soy de París.
—Ah, mira por dónde, la capital del glamur, el lujo y el amor.
—No es así para todos.
El hombre guardó un rato de silencio después de esa respuesta, pero mantenía la sonrisa.
—¿Sabes? Yo también he tenido una infancia, digamos… como un puto mierdo.
—Hah, no se dice así —al niño se le escapó una risa, viendo que el hombre hablaba francés muy bien excepto cuando se trataba de palabras malsonantes. Pero luego lo miró con sorpresa y curiosidad—. ¿Tus padres también eran malos?
—Mm… no lo sé, pero supongo que sí.
—¿No lo sabes?
—Yo nunca conocí a mis padres. Soy huérfano desde que nací.
El chico no disimuló una mueca mayor de asombro. Después no pudo evitar volver a fijarse en cómo vestía, con ese traje y corbata, tan aseado y decente.
—¿Has vivido solo desde siempre? —quiso saber.
—No siempre. Yo tenía un hermano gemelo. Los dos fuimos abandonados en un orfanato de aquí, en Hong Kong, nada más nacer. Nos criamos en ese orfanato de mala muerte toda nuestra infancia. Te lo puedes imaginar. Peleas casi diarias con los otros niños, dormir con un ojo abierto para que no te roben los pocos bienes que te quedan, pasar hambre y frío porque muchas veces no había comida y abrigo para todos…
—Oh…
—Pero yo tenía a mi hermano y él me tenía a mí, y juntos éramos imparables. Cuando teníamos tu edad, soñábamos con largarnos algún día y tener nuestra propia vida. Planeábamos nada más cumplir la edad, los 15, irnos juntos a otro lugar. Buscaríamos un trabajo, ganaríamos dinero, viviríamos en nuestra propia casa…
—¿Por qué lo cuentas como si eso al final nunca pasó?
—Porque al final nunca pasó.
El niño se quedó mirándolo sin parpadear. Estaba atrapado en esa historia y esperando que el hombre continuara hablando. Pero no dijo nada más. Fue a preguntarle qué pasó entonces, pero enseguida supo percibir que, si él no había continuado hablando, era porque no quería hablar más de ello. Fue ahí cuando el niño aprendió que ese hombre había sufrido de forma similar a él, y que, igual que él, a veces era difícil hablar de ello.
—¿Sabes? Los humanos a menudo confunden las emociones y su causa —le dijo el hombre cuando ya terminó de vendarle de nuevo el brazo, y se quedó agachado frente a él, mirándolo con esos ojos negros—. Suelen interpretar como una debilidad lo que en verdad es una fortaleza. Como llorar, o perdonar una ofensa, o perdonarle la vida a alguien. Y como fortalezas lo que en verdad son debilidades. Como abusar de los demás, conseguir cosas por la fuerza o la violencia, o pensar que la supervivencia y la felicidad sólo dependen de uno mismo en solitario.
El niño no dijo nada. Estaba absorto con ese hombre y sus palabras.
—Tengo que irme a trabajar —se puso en pie de nuevo—. Sé que todavía no quieres salir de este callejón conmigo, pero te pido una cosa —se llevó la mochila por delante del pecho y sacó varias cosas—. Si no vas a dejarme que te proteja, por favor, te lo ruego, no salgas de este callejón. Estás más seguro aquí escondido que ahí fuera. Mira, te he traído dos botellas más de agua, y más comida. Empanadillas de carne y manzanas. Te gustaron, ¿verdad? —sonrió.
—Mm… —el niño miró para otro lado, no quiso decirle que había dejado que los gatos se comieran las empanadillas.
—Veo que no has dejado ni los corazones de las manzanas de ayer y de antes de ayer.
El chico se agarró la camiseta con aire tímido
—Es… Eso es porque me los como —murmuró.
—¿Eh? —no lo oyó bien.
—La gente siempre desecha esa parte de la manzana. Yo… siempre me la como entera. No se puede desperdiciar jamás una miga de comida. Cualquier bocado podría ser el último en mucho tiempo. Nunca se sabe.
El hombre volvió a sonreír al ver que, en definitiva, estaba más tranquilo con él y le estaba hablando con normalidad. Ya no había pizca de hostilidad en él. Ahora parecía un niño inofensivo, y por alguna razón que no comprendía, sentía una extraña aura en él completamente distinta a la de antes. Tenía como… una especie de luz, una energía cálida y gentil. Había algo en ese muchacho que le cautivaba y le conmovía poderosamente. Pero al mismo tiempo le apenaba descubrir el tipo de vida que parecía estar acostumbrado a tener. No llevaba perdido unos meses, no llevaba malviviendo unos meses; así había sido su entera corta vida. Lo único nuevo era el iris.
—Es por las semillas —le explicó el hombre—. Son venenosas, si consumes muchas. Aunque a la gente como tú y yo no nos afecta eso. También es porque algunos encuentran desagradable la textura y el sabor del corazón.
—Ya… no es una parte de la manzana tan agradable como la pulpa… pero sigue siendo comida —se encogió de hombros, mirando tímido hacia otro lado, retorciendo la camiseta sin un motivo en especial—. ¿Qué quieres decir con “la gente como tú y yo”?
—Mira —le mostró una prenda gris que había sacado también de la mochila—. Te he traído también esta sudadera. Abriga muy bien. Las noches aquí son frías, así que usa esta sudadera por la noche. Es de mi hijo, Sai. Debes de tener la misma edad que él.
—¿De tu hijo?
—Se la pedí prestada. Cuando le dije que era para un niño que había encontrado en la calle, no dudó en dármela. Es un buen chico. Seguro que os llevaríais bien si os conocierais.
El muchacho no dijo nada, no sabía qué decir. Una parte de él agradecía esos obsequios, pero sabía que todo en esta vida venía con un precio.
—No puedo quedármela.
—¿Eh?
—No puedo quedarme esta comida y esa sudadera.
—¿Y eso? ¿Por qué?
—Puedo pagarte las empanadillas y las manzanas de ayer y de antes de ayer dentro de unos días. Puedo conseguir el dinero haciendo algún trabajo eventual. Pero si me das más comida y esa prenda, mi deuda aumentará y no podré pagártela a corto plazo.
—Oh, niño… —suspiró con gran afecto, y le sonrió cálidamente—. No tienes que devolverme nada de lo que te doy. No te estoy prestando estas cosas. Te las estoy regalando.
—Yo siempre devuelvo lo que me dan. Yo me gano las cosas por mí mismo.
—Eso es honorable. Chico. De verdad que sí. Pero yo no quiero que me devuelvas nada. Lo único que quiero es que no te mueras de hambre ni de frío, nada más que eso. Si te comes la comida que te traigo y te abrigas bien con la ropa que te doy, ya me estás devolviendo el favor.
El niño estaba perplejo, una vez más.
—Por desgracia no he podido encontrarte unos zapatos, pero te prometo que te traeré unos nuevos para que dejes de andar descalzo. Había pensado… que quizá podríamos cenar juntos hoy.
—¿Qué?
—No tiene que ser en otro lugar si no quieres. Podemos cenar aquí mismo —señaló en derredor—. Este callejón tiene su encanto, quizá sea por tu influencia parisina.
—Hah… idiota… —bufó el niño por sus chistes malos.
—Traeré algo diferente. Las empanadillas de carne están muy ricas, pero cansan con el tiempo. Mi querida mujer hace un estofado de conejo, patatas y verduras espectacular, ¿has comido alguna vez conejo? Ella estará encantada de hacerlo para ti y para mí. A ella también le he hablado de ti, y me matará si te sigo dando empanadillas. Me ha pedido que te dé algo más nutritivo. ¿Qué te parece?
El niño tragó saliva sólo por escuchar sobre ese plato. Y se sonrojó un poco al oír sobre lo que su mujer le había dicho. Ese hombre tenía una familia, y los tres al parecer se preocupaban por él.
—Te prometo que eres libre de elegir lo que tú quieras sin condiciones. Si todavía estás incómodo o te parece un disparate hacer ese plan conmigo, dime que no y lo entenderé, no te insistiré. Pero por favor, te lo ruego en el alma. No salgas de este callejón. Hay mucha actividad criminal últimamente por esta zona y me llevará un tiempo encargarme de limpiarla. Hasta entonces, permanece aquí escondido y seguro, por favor.
—¿En… encargarte? —no entendió bien aquello.
—¿Te parece bien si vengo aquí al atardecer y cenamos juntos?
—Eh… —el chico no salía de su sorpresa, ese hombre era tan amable y confiable que le trastocaba y le inundaba de algo que nunca había sentido—. Sí… vale…
—¡Qué bien! —celebró felizmente, dándole un pequeño susto—. Sé que pedirle a un niño de tu edad estarse quieto en un lugar durante horas es una tortura, pero por eso te he traído esto —sacó tres libros de la mochila, un cubo de Rubik y una caja de madera extraña—. Son los únicos libros que tengo en francés. Cuando de joven me puse a estudiar inglés, francés, coreano y un poco de japonés, leer novelas en esos idiomas era bastante útil. No sé si los has leído, pero son Los tres mosqueteros, El conde de Montecristo y este es un cómic de tapa dura de Astérix y Obélix, edición especial. Son lecturas bastante densas, quizá puedas leerte algunas páginas.
»O entretenerte con esto —le señaló el cubo de colores—, ¿lo habías visto antes alguna vez? Se llama cubo de Rubik. Es un rompecabezas exclusivo, recién inventado, a mí me chifla. Me lo trajo un amigo desde Europa. Tienes que mover estas partes así, girándolas, y colocar todos los colores juntos en cada cara. Si te parece demasiado complicado, puedes intentar abrir esta caja de madera. Es un puzle, tiene un mecanismo especial. La he hecho yo. A ver si consigues averiguarlo. Son cosas bastante complejas, incluso yo tardé en resolver el cubo, pero seguro que te mantendrán ocupado toda la tarde. Eso sí, te pido que trates bien estos objetos y libros, son preciados para mí.
—Guau… —se quedó anonadado con esos obsequios tan interesantes.
—Ahora bien. Si alguien que no soy yo entrara aquí y te viera y se te acerca con unas malas intenciones que tú conoces muy bien… —dijo, sacando de la mochila una navaja, mostrándosela, y la dejó junto a las demás cosas sobre el cartón—… defiéndete y huye. ¿Vale?
El niño estaba perplejo al ver que le dejaba esa arma blanca ahí. Nunca había tenido tantas cosas valiosas juntas de una vez.
—Bien, voy a llegar tarde al trabajo —miró su reloj, apurado—. Por favor, espérame aquí hasta el atardecer. No sólo te traeré los zapatos y el estofado. Hablaremos más, si te sientes cómodo haciéndolo. Y te explicaré por qué tu ojo brilla. Te revelaré, además, la forma de afrontar la tragedia que sufriste de presenciar la muerte de un ser querido, para que en vez de dolor y tormento, te dé fuerzas para seguir adelante y tener una vida mejor.
—¿Eh? Espera… —se sorprendió—. ¿Cómo sabes que he…?
—Llego tarde. Explicaciones esta noche —le hizo un gesto de despedida con la mano, y se marchó de allí.
El niño se quedó ahí en el callejón parado largo rato. No podía cerrar la boca aún, de todo lo que acababa de suceder. Ese hombre… de verdad tenía algo que le intrigaba y al mismo tiempo le atraía. Se tocó la venda del brazo una vez más, tan bien puesta y cuidada, casi sin darse cuenta. Extrañamente, antes sólo quería que ese hombre se marchara y lo dejara solo, pero ahora que ese tipo no estaba aquí, se sintió más solo y desprotegido. No obstante, tenía todas esas cosas que él le había prestado para darle compañía y entretenimiento. Sinceramente, los libros y los rompecabezas eran su debilidad.
Se guardó la navaja en su pantalón y se sentó en su cartón. Esta vez, sus dudas fueron más breves, y decidió comer lo que acababa de traerle. Se sentía entusiasmado. No tardó en comenzar a abordar esos libros y esos rompecabezas. Y no paraba de pensar también en esa cena. Hacía mucho tiempo que no comía comida casera, y menos en compañía. Hacía mucho tiempo que nadie le daba una pizca de atención, preocupación, afecto y esperanza.»
—Bien —carraspeó Lex, y comenzó a contarle a Yenkis—. Lo primero de todo, como ya habrás deducido, Jean Vernoux es nuestro abuelo.
—¡Sí, lo deduje! —saltó. «Claro, lo que leí en ese periódico tiene datos que encajaban con eso» pensó, «El año en el que fue escrito ese artículo, papá debía de ser un niño, y la edad que ponía de Jean encaja para ser su padre...».
—Al parecer, nuestro abuelo paterno era una mala persona y estaba loco. Decían que tenía un trastorno mental. Y su mujer, nuestra abuela Lilian, era una alcohólica que se pasaba la vida ausente, fuera de casa, y las pocas veces que estaba, digamos que no se comportaba bien. Monique Vernoux, que la has mencionado, era la hermana mayor de papá. Eran una familia bastante miserable, como imaginarás. Si pensabas que papá tuvo una vida fácil y de lujo como la que tiene ahora, te equivocas.
»Vivían en un barrio mediocre de París, sin mucho dinero. Al haber crecido maltratado y desatendido, no era de sorprender que papá fuera un niño violento, hostil, y también peligroso. Esto, sumado a su inteligencia por encima de la media, le hizo convertirse con tan sólo 9 años en el cabecilla de una banda de jóvenes delincuentes callejeros. Se pasaba la vida en la calle más que en su casa, lo que es comprensible. Robaban, causaban destrozos, peleas con otras bandas… Y a pesar de ser uno de los más pequeños de su grupo, no había alma que se atreviera a plantarle cara, no había rival para su astucia, su agilidad y su sangre fría. Así, se ganó a pulso el respeto de las otras pandillas callejeras y el título de cabecilla de la suya.
»Pero papá tenía otra cara, otra faceta que mostraba de vez en cuando al exterior. No era todo maldad y violencia en él. No todas sus acciones eran porque sí o por capricho. Por lo que a mí me contaron, resulta que muchas de las peleas o delitos que él cometía eran por motivos más complejos. Porque aparte de peligroso y violento, también era protector. Protector de los suyos, de aquellos que eran sus amigos, que vivían en las mismas o en peores condiciones que él.
»Por eso, muchas veces robar dinero era para fastidiar, pero otras muchas veces era para ayudar a un amigo a comer; muchas veces, darle una paliza a gente adinerada era para desahogar su maldad, pero otras muchas veces era para vengarse de ella, cuando descubría que eran pedófilos o violadores que esquivaban la cárcel gracias a su dinero o estatus social. Y aunque podían librarse de la cárcel, no se libraban de los puños de papá y sus amigos.
»Así era su vida, rodeado de gente como él, gente que tenía que sobrevivir en las calles, que buscaba como meta una mejor vida, que soñaba con un mundo menos injusto. Buscaban inconscientemente la felicidad. Papá siempre tuvo sus dos caras enfrentadas en su interior. Una de ellas sólo quería caos y destrucción, placer, violencia y diversión sin sentido; la otra, soñaba con ser alguien importante para el mundo, alguien útil, alguien necesario.
»La única persona que alimentaba de esperanza su lado bueno era la tía Monique. A pesar de todos los problemas, a pesar de todos los errores, defectos y cosas horribles que pudiera hacer, papá siempre recibía de ella un amor incondicional y una gran paciencia. Ella nunca se rendía con él. Nunca se cansaba de hacerle ver el lado bueno de las cosas y de convencerlo para que no dejara de soñar con convertirse en un hombre grandioso algún día.
»Monique era cinco años mayor que él y siempre lo había cuidado ella. Ella misma tenía planes para mejorar su vida. Con 15 años estudiaba y trabajaba sin descanso, ahorraba dinero, y tenía un novio de 18 años muy bueno que estaba dispuesto a llevarse consigo a Monique y a papá a vivir a otra parte y empezar de cero los tres juntos.
»Sin embargo… una noche, papá volvió a casa muy tarde. Se encontró con su padre y con su hermana discutiendo. Al parecer, empezó porque Jean había vuelto a tener uno de sus brotes espontáneos de agresividad por su trastorno mental, y la tomó con Monique. Ella siempre había sido tan buena y tan fuerte que ya desde pequeña estaba acostumbrada a cuidar de su padre, a tratar de calmarlo cuando se le iba la cabeza. Pero… esta vez era diferente. Era peor que nunca. Jean había perdido totalmente la cordura. Se convirtió en un auténtico monstruo incontrolable.
»Según como me contaron la historia, al parecer ella no paraba de decirle cosas como: “¡Basta, tú no eres así! ¡Vuelve a ser quien eres en realidad! ¡No dejes que eso te domine!”. Sea lo que sea a lo que ella se refiriera, no funcionó. Jean ya no distinguía amigo de enemigo. Perdió los estribos, la golpeó, ella intentó defenderse, él cogió su escopeta de caza, ella trató de quitársela, forcejearon y… eso. Ella murió.
Yenkis tragó saliva, tras haber estado varios minutos con la garganta totalmente seca, imaginándose la escena.
—Papá lo presenció todo. Había ocurrido muy rápido. Vio a su hermana perder la vida, llena de sangre y de tristeza, mientras Jean seguía enloquecido destrozando los muebles de la casa. En aquel momento, algo dentro de papá se quebró. Se le paró el tiempo, y el pulso, y la respiración. Quedó traumatizado para toda la vida. Me has dicho que en ese artículo decían que la policía encontró al día siguiente a Jean tirado en el suelo, inconsciente. Pues no. Estaba en coma. Fue papá quien lo atacó brutalmente.
—Dios mío… —murmuró consternado.
—La abuela Lilian no estaba allí, es más, volvió a casa unos días después y se encontró con que su marido estaba en el hospital y destinado a prisión, su hija muerta y su hijo desaparecido. Pues bien, lo único que hizo fue seguir bebiendo, como si tal cosa, como si todo aquello no fuera con ella.
—¿Y papá?
—Se largó.
—¿De su casa?
—De Francia. Se largó de París esa misma noche, dejando atrás a sus amigos, su colegio, su casa... Dejando atrás su vida. Sin su hermana, lo había perdido todo, y ya estaba harto de toda aquella pesadilla. Huyó de ella, saliendo del país, y siguió huyendo, lejos, más lejos… Papá se cruzó toda Europa y toda Asia en siete meses, arreglándoselas para sobrevivir a ese viaje y soportando a cada segundo la imagen de su hermana muerta y las pesadillas interminables, comiéndolo por dentro, matándolo por dentro.
—¿Cómo pudo… un niño de 10 años cruzar medio planeta completamente solo, y sin dinero, sin nada, y seguir vivo?
—Lo que es más asombroso es cómo pudo desear seguir viviendo —repuso Lex, y Yenkis lo miró con horror—. Papá tenía apenas 10 años y estaba destrozado y acosado noche y día por las imágenes que presenció. Era esa parte de él, su lado de luz, la que se resistía a rendirse, la que luchaba por sobrevivir a toda costa, por seguir caminando, por seguir buscando lo que más ansiaba y necesitaba.
—¿Qué era lo que más ansiaba y necesitaba?
—Que alguien le diera un sentido a todo. Que le convenciera de que la vida seguía mereciendo la pena. Porque al paso de los meses, su lado de luz se iba apagando cada vez más, y su lado más oscuro lo consumía, a él y a todos los significados de las cosas. Aquel largo viaje por el mundo no fue fácil. Papá aprendió muchas cosas, conoció a mucha gente a su paso, pasó por penurias y aprietos. Y la última mota de luz que quedaba en él sobrevivió… hasta que llegó a Hong Kong.
«Aquel día de verano, en plena década de los 70, el mercadillo de la calle Fa Yuen de la ciudad de Hong Kong estaba abarrotado de gente como cada día. Había puestos donde se vendían gallinas y otras aves, pero sobre todo pescados. Otros vendían joyas, vasijas, hortalizas y frutas, prendas de vestir... Igual que un bazar. Los consumidores hacían tratos con los vendedores, estos negociaban con los comerciantes, niños corriendo de un lado a otro... Aquello era un pasaje de voces, risas, gritos, movimiento y empujones.
Caminando por allí, un niño pasaba desapercibido entre la gente pese a ser distinto a todos ellos. Mientras que todas esas personas eran de cabello y ojos negros y hablaban en una extraña lengua, él era algo más pálido, de cabello castaño muy claro y ojos del color de las nubes. Llevaba unos pantalones negros algo raídos por los bordes y rotos por una rodilla. Iba descalzo, pues hace tiempo que sus zapatos se quedaron sin suela. También llevaba una camiseta blanca medio rota y algo sucia, y por encima un jersey verde oscuro, que ahora llevaba atado a la cintura, pues hacía mucho calor. Su cabello estaba bastante largo, hasta la cadera, y un poco enmarañado.
Iba con cautela, consciente de que era pequeño y aquella gente iba tan atareada que no se preocuparía de evitar pisarlo o arrollarlo. Quería salir de ahí cuanto antes, pero, cuando le llegó hasta la nariz el olor del pescado asado, se agarró el estómago, que le rugía dolorosamente. Mientras se le hacía la boca agua, localizó aquel puesto mercante donde estaban asando pescado y se acercó rápidamente. Con cuidado y disimulo, esperó hasta que la dueña mirase hacia otro lado para alargar una mano y robar uno de esos sabrosos pinchos.
Sin embargo, del hambre y del cansancio, su agilidad y fuerza habían disminuido mucho, y fue demasiado lento, porque la dueña acabó descubriéndolo. La mujer lo agarró del brazo bruscamente y en la otra mano le enseñó un enorme cuchillo mientras le gritaba sin parar en ese idioma que no entendía, furiosa. El niño, asustado, tiró y tiró todo lo que pudo para soltarse de su mano, hasta que al final ella lo soltó de mala gana y el chico salió corriendo del mercado.
Temiendo que hubieran llamado a la policía o algo así, sin saber que en ese lugar era poco probable que se llamase a las autoridades por un ladronzuelo en el mercado, se escondió en un callejón cercano. Era un callejón cerrado entre tres altas paredes desnudas de ladrillo, solitario y algo oscuro, con un contendedor metálico grande de basura hacia la mitad y un par de cubos en el otro lado, también algunos montones de basura esparcidos por ahí y varios gatos merodeando entre estos.
Dejó tras él el ambiente bullicioso de la calle principal y se adentró en el fondo de ese rincón a paso lento. Cuando vio que se había hecho una herida en el brazo, un rasponazo que le sangraba, le vino a la cabeza una atroz idea. Fue cuando se planteó si hacer de ese lugar el final de su viaje... o de algo más. Ni siquiera sabía por qué se había molestado en tratar de robar ese pescado, si hace tiempo que comer dejó de tener sentido para él.
Espantó a un par de gatos que se lamían las patas sobre un cartón amplio que había junto al contenedor grande y se sentó en él, doblando las piernas, abrazándose las rodillas y apoyando la barbilla sobre sus brazos. Contempló a uno de los gatos, frente a él, buscando algo que comer entre uno de los cubos pequeños de basura. Se vio a sí mismo como ese gato callejero, con la única excepción de que el animal no estaba solo, y él sí. Suspiró, apesadumbrado. ¿Qué podía hacer ahora, a dónde podría ir?, se preguntaba. Pero luego pensó: ¿para qué?
Ya no había nada para él. Ya había huido bastante, París estaba muy lejos, y a pesar de eso su tormento seguía ahí, e iba a seguir ahí para siempre. Ya no quería sufrir más. Ya estaba harto. Desvió la mirada hacia una botella rota que había cerca de él, y se quedó observándola un rato, hasta que la cogió. Arrimó una muñeca hacia el filo del cristal.
Lo que iba a hacer podría ser un error o una solución, pero no veía motivos por los que fuera a ser un error. Cerró los ojos...
—¡Eh!
Volvió a abrir los ojos de golpe al oír esa voz. Vio allá en la entrada del callejón a un hombre asiático, joven, de cabello negro alborotado y unos redondos ojos azabaches. Sólo llevaba puesto un pantalón de chándal negro y tenía una camiseta roja colgando de la cintura por detrás, lo que no era de extrañar con el calor que hacía.
Parecía un simple tipo que ese día había salido a hacer ejercicio y se dio la casualidad de que pasó por ahí. Se podía ver claramente lo grande y musculoso que era, con el torso al descubierto, y tenía un extraño tatuaje en el costado izquierdo. El niño de ojos grises pensó que debía de tratarse de un luchador de boxeo o algo así.
—¿¡Qué diablos crees que vas a hacer, niña!? —exclamó el hombre, corriendo hacia él como un rinoceronte.
El chico se asustó al verlo venir de esa manera, y cuando fue a ponerse en pie para salir corriendo, aquel tipo lo agarró del brazo y le quitó la botella rota, tirándola lejos.
—Oh… —se sorprendió el hombre al verlo de cerca, sin soltar su brazo—. Pero si eres un chico. Me había confundido a lo lejos por tu cabello largo. Oye, ¿de dónde has salido, blancucho? ¿Cómo te llamas?
—Lâche moi, connard! —gritó este, pegándole un rodillazo en el estómago, con lo que consiguió soltarse de él.
—¡Guau, hey, tranquilito! —exclamó, frotándose sus fuertes abdominales por las cosquillas que le produjo ese rodillazo.
El niño se puso en guardia, dispuesto a atacar si volvía a acercarse a él. El otro le bloqueaba la salida del callejón.
—No voy a hacerte nada, pequeño forastero —lo calmó con gestos apaciguadores—. Deberías estarme agradecido, acabo de evitar que cometieses una estupidez con ese cristal.
El chico siguió clavándole la mirada, como si no lo oyera, con los puños en alto. Más bien, no entendía su idioma.
—¿Qué pasa con tus ojos? —se extrañó el hongkonés, observando ese inusual color gris claro, casi blanquecino—. ¿Eres ciego o algo…? —Movió una mano delante de su cara, pero el niño hizo enseguida un gesto amenazante—. Oh, ya veo que no —sonrió—. ¿No tienes familia, o casa? Vamos, dime algo. ¿Estás solo? ¿Cómo te llamas?
—Dégage!
—¡Ah! ¡Eso lo entiendo! Hablas francés. Tu parles français? Je le parle aussi.
El niño hizo un gesto sorprendido al oírle hablar en francés y entenderle. Pero no cambió su postura. El hombre, viendo que no conseguía hablar con él porque con cada movimiento que hacía el niño reaccionaba con desafío, lo observó en silencio, pensativo, y luego sonrió suspicazmente.
—Estás muerto de hambre, ¿verdad? —le dijo en francés—. Espera aquí un momento.
El hombre musculoso se fue del callejón. Cuando el niño lo perdió de vista, no dudó en echar a correr y huir de ahí. Salió a la calle principal y miró a un lado y a otro pensando dónde esconderse esta vez. Pero entonces vio al hombre de antes adentrándose en el mercado de allá, y se quedó quieto, indeciso. Cuando un minuto después el hombre salió de la zona de mercadillos y volvió hacia la callejuela con una bolsa de papel llena de bultos, el niño se escondió detrás de la columna de un portalillo de un edificio cercano y asomó la cabeza para observarlo.
El hombre, parándose en la entrada de la callejuela y viendo que el niño no estaba allí, hizo un gesto decepcionado, pero luego se quedó pensativo. Acabó entrando en el callejón, y a los pocos segundos volvió a salir, sin la bolsa. Y se marchó de allí.
El niño permaneció tras la columna un rato, quedándose dubitativo otra vez. Después, mirando a un lado y a otro, salió del portalillo y corrió hacia la callejuela de nuevo. Encontró la bolsa sobre el cartón en el que estaba sentado antes. Con la cautela de siempre, miró curioso dentro de la bolsa, y encontró tres grandes empanadillas de carne y tres manzanas rojas. Otra vez le rugió el estómago. Esas empanadillas olían muy bien…
Cuando cayó la noche y la temperatura, se quedó recostado y encogido sobre el cartón. Tiritaba del frío, su jersey lleno de agujeros no cumplía su función. Pero le daba igual. Se quedó mirando a las musarañas hasta que le invadió el sueño.
A la mañana siguiente, le despertó un escozor repentino en la cara. Cuando abrió los ojos, vio al hombre musculoso del día anterior sentado junto a él, aplicándole agua oxigenada en un arañazo que tenía en un lateral de la frente. Esta vez, el tipo venía con otro aspecto, bien peinado y vestido con traje negro, camisa blanca y corbata burdeos, elegante, como el empleado de una oficina. Llevaba al hombro una mochila.
El niño dio un brinco y se separó de él.
—Buenos días, niño majo —lo saludó el hombre con voz cantarina, en su idioma—. ¿Te has peleado con un oso o qué?
—¿¡Por qué tú…!? —exclamó descolocado por esa inesperada aparición—. Agh… —gruñó con rabia—. ¡Déjame en paz! ¡Me has dado un susto de muerte!
—Bien, bien, bien, ya hablas con frases largas —celebró alegremente, volviendo a acercar el algodón hacia la raspadura de su frente.
—¡No! ¡No me toques! —se apartó enseguida, poniéndose en pie, y mantuvo las distancias, mirándolo con fiereza.
—Tranquilo. Sólo es agua oxigenada, para desinfectar heridas. Estás lleno de suciedad, hay que limpiarte las heridas o se pondrán peor.
—¿¡Crees que soy estúpido!? ¡Ese bote puede contener cualquier cosa!
—Bueno…
—¡No te he dado ningún permiso para que me eches ninguna sustancia!
—Ya, pero…
—¡Si pretendes drogarme, no te dejaré!
—¿Qué? ¡No! ¡Para nada pretendo eso…!
—¡Aléjate! —gritó el niño una vez más, y esta vez le brotaron lágrimas de los ojos.
Su expresión seguía furiosa, pero también reflejaba miedo. Al hombre le sorprendió ese nivel de tormento que padecía. Se desquiciaba con facilidad. Debía tratar con él de un modo más cuidadoso.
Con tanta agitación, el niño notó algo en su brazo y vio que le colgaba un trozo de venda. Se quedó sorprendido al descubrir que tenía un vendaje ahí y se le había desatado. Al parecer, el hombre ya le había curado mientras dormía la fea herida que se hizo ayer en el antebrazo. Ya no le dolía. Además, la herida estaba limpia y tapada con una suave gasa, y el vendaje estaba hecho con cuidado. Era algo muy simple y, sin embargo, para el niño era algo desconcertante. Sentía una extraña calidez en su brazo, pero no física, sino que le evocaba un recuerdo, de las manos de su hermana, tiempo atrás, poniéndole una tirita en una herida.
—Vaya, se ha soltado. ¿Me dejas…? —le preguntó el hombre, dando un paso hacia él, despacio, pero el niño despertó de sus recuerdos y se puso de nuevo en guardia de un brinco, alzando los puños—. Tan sólo… déjame que te ate la venda de nuevo. Por favor. No haré nada más que eso, tienes mi palabra. Si hago algo que no te parece bien, podrás golpearme en la cara todo lo que quieras. ¿Vale?
El niño no contestó. En ese momento estaba muy confuso, porque recibir cualquier tipo de cuidado de un adulto y además desconocido era totalmente nuevo para él, y contradictorio con toda su experiencia de vida. Como no decía nada, el hombre se aventuró a acercarse más a él, con las manos medio alzadas, despacio y dócil. El niño no se movió. Seguía tenso, en alerta, pero lo dejó acercarse. El hombre se agachó junto a él y acercó las manos a su brazo. El niño respiraba aceleradamente, preparado para reaccionar si el otro lo sorprendía con un ataque. No obstante, el hongkonés cumplió su promesa y volvió a ponerle bien la venda en el brazo, atándola con un imperdible.
El muchacho parecía embelesado, mirando cómo ese extraño le trataba el vendaje, con paciencia, con cuidado, y sus enormes manos estaban inusualmente cálidas. Nada más terminar, el hombre bajó los brazos y se quedó ahí arrodillado frente al niño sin hacer nada. Sencillamente, le sonrió con simpatía. El chico pareció relajarse un poco por fin.
Sin embargo, se aferró el brazo contra el pecho y miró al hombre con rabia. El otro se quedó confuso.
—¿Por qué me detuviste…? —murmuró.
—¿Eh? ¿A qué te refieres?
—¡Me detuviste! ¿¡Por qué lo hiciste!? —exclamó el niño, y se derrumbó del todo. Se llevó las manos a la cara y se echó a llorar—. Sólo quería dejar de sentir… No tenías derecho… ¡No tenías derecho…!
—Niño… —se sorprendió al verlo así, pero no tardó en comprender a qué se refería. Lo miró con profundo pesar—. Niño, simplemente no podía dejarte hacer aquello. ¿Crees que después de verte con ese cristal en la mano, iba a pasar de largo y regresar a mi casa, pasándome el resto de mi vida perseguido por ese recuerdo de “el día que vi un niño a punto de suicidarse y no hice nada”?
El niño se quedó callado, sollozando, mirando al suelo.
—Bien por ti, me alegro de que tengas la conciencia tranquila —dijo entonces—. Al menos uno de los dos podrá seguir durmiendo en paz.
—¿Por eso querías hacerlo? ¿Porque llevas tiempo sin dormir bien? Hay otros remedios para eso.
—Ahora me siento incapaz de volver a intentarlo… —sollozó de nuevo—. Ayer era fácil… era la única oportunidad que tenía… pero ahora ya no me atrevo… Ahora tengo que seguir viviendo…
—¿Y eso es malo?
—¡No lo entiendes! ¡Ahora tengo que vivir con eso durante toda la vida! Con ese recuerdo... esas imágenes... día y noche... ¡Por tu culpa!
“Vivir toda la vida con ese recuerdo, esas imágenes”. Estas palabras le resultaron bastante familiares al hombre. Preocupantemente familiares. E hicieron crecer una sospecha en él. Con esa corazonada, el hombre, todavía agachado, se acercó más a él para intentar mirar su rostro entre sus manos. Mientras el niño se secaba las lágrimas, alcanzó a ver sus ojos, y se fijó atentamente. Le dio un vuelco el corazón al descubrir que el ojo izquierdo de ese niño emitía una triste luz gris, de forma intermitente, inestable, reprimida.
—¡Eres…! —brincó el hombre, sonriendo con emoción, pero no terminó la frase. De hecho, se le borró la sonrisa y puso una mueca muy contrariada—. Chico… ¿desde cuándo te brilla ese ojo?
El niño dio un respingo de disgusto y se tapó rápidamente el ojo izquierdo.
—No me brilla… No sé de qué hablas…
—Tranquilo. No es nada malo. ¿Cuántos días llevas con esa luz?
—¿Días? —repitió, pero luego agachó la cabeza, entre nervioso y tímido, sin destaparse el ojo.
El hombre supo descifrar esa respuesta y esa cara. No eran días, y probablemente semanas tampoco. Debía de haber pasado meses en ese estado. Se quedó horrorizado.
—Mierda… —murmuró—. Chaval, por casualidad… ¿no te has encontrado en algún momento con una anciana inglesa, no muy alta, de pelo largo y blanco recogido en una trenza, siempre con ojos cerrados?
El niño negó con la cabeza.
—¿Y con un hombre joven de cabello negro con tres mechones blancos, también con ojos cerrados todo el tiempo?
—¿Por qué? ¿Esas personas me buscan? ¿Qué quieren de mí?
El hombre no lo entendía. Tenía delante a un pequeño iris tohum, un iris sin elemento, y sin entrenamiento, y al parecer nacido hace meses, ¿y ninguno de los dos taimu lo había venido a recoger? ¿Acaso Alvion no había captado su nacimiento? Fuese el motivo que fuese, el hombre supo que no sólo tenía que ayudarlo, tenía que encargarse de él. Un iris recién nacido sin entrenar podía convertirse en un peligro para los demás y para sí mismo. Aunque Alvion no hubiese captado su nacimiento, el hombre debía tomar la responsabilidad de llevarlo al Monte Zou.
—Chico, oye… Sé que ahora no puedes entenderlo. Pero tienes que venir conmigo.
—¿Qué? —se puso en alerta de nuevo—. No…
—Es importante. Es por tu bien —dio un paso hacia él.
—¿Qué haces? ¡No! —fue retrocediendo, nervioso—. ¡No pienso irme a ningún lado contigo! ¡No te acerques! ¡Te partiré las piernas!
—No voy a hacerte nada, tan sólo… —siguió acercándose.
—¡Aléjate! —le advirtió el niño, pero ya no pudo retroceder más porque su espalda chocó con la pared del final del callejón, y comenzó a respirar otra vez con rapidez—. ¡Aléjate o te mataré! ¡Te dije que no podías engañarme! ¡Te mataré! ¡Si me tocas, te mataré!
El hombre se detuvo. Ese niño estaba aterrorizado por dentro. Traumatizado, destrozado. Y todo eso lo intentaba esconder bajo esa fachada hostil y amenazante, que de nada servía ante el astuto ojo de un iris que sabía leer perfectamente los gestos y comportamientos. Si se acercaba más a él, rompería algo muy frágil de su interior y desataría algo peor. Ese niño estaba al límite. Era una bomba a punto de estallar. Y él no podía soportar ver a un niño mirándolo con esos ojos llenos de terror y agotamiento, y de súplica, a pesar de que su boca soltase amenazas.
Era su forma de defenderse. Era como un animal callejero que no había conocido otra cosa. Si se tratara de cualquier otro adulto estándar, no tan musculoso y grande, el niño no habría tenido problema en abatirlo como muchas otras veces había hecho fácilmente. Pero el muchacho era consciente de su propio estado desnutrido y debilitado, y de los enormes músculos de ese tipo, y no era tonto, sabía que no podía cumplir esas amenazas contra él pero aun así no tenía otro camino que intentarlo.
—Está bien —dijo el hombre, haciendo un gesto apaciguador con las manos, y fue retrocediendo—. Lo siento, perdóname, me he precipitado. Escucha, voy a dejarte tranquilo por hoy, ¿de acuerdo? Pero no te alteres. Procura estar calmado. No pasa nada.
El muchacho se mantuvo firme. Aun así, antes de marcharse, el hombre sacó de su mochila una bolsa de plástico llena de bultos y una botella grande de agua, y lo dejó todo sobre el cartón, una vez más. Después de eso salió del callejón. El niño permaneció donde estaba unos pocos minutos más, sin bajar la guardia. Tras esperar un largo rato y comprobar que el hombre realmente se había marchado de allí, recuperó algo de calma y relajó los brazos. Se acercó con pasos titubeantes a su cartón; se puso de cuclillas y se abrazó las rodillas, observando en silencio esa bolsa que contenía más empanadillas de carne y más manzanas.
No podía dejar de darle vueltas a la cabeza. No entendía nada de lo que ese hombre decía, ni de lo que pretendía con él. Claramente, tal como había dicho, quería que se fuera con él, llevárselo a algún lado, eso el niño ya lo había vivido antes más de una vez. Sin embargo, esta vez, el adulto que quería raptarlo no lo estaba intentando por la fuerza. Ese hombre tenía músculos, tamaño y fuerza de sobra para levantar un coche sobre su cabeza sin problema. No le costaría nada agarrar al niño de un brazo como si fuera un muñeco de trapo y llevarlo a cualquier sitio. Pero cada vez que le gritaba que se apartara, él se apartaba; le pedía que no le tocase, y él retiraba las manos. Y siempre se mantenía tranquilo, siempre amable.
Además, ayer se comió las empanadillas y las manzanas que el hombre le dejó sin pensarlo. Eso había sido muy estúpido por su parte. Ya lo habían drogado antes mediante la comida, dos veces, durante su viaje por el mundo, hace unos meses. También lo habían raptado una vez, y lo habían intentado volver a hacer otras tantas. Lo habían engañado, golpeado, abusado de él… Pero las empanadillas y las manzanas de ayer estaban realmente ricas, y le habían sentado tan bien…
¿De verdad ese hombre tan pesado tenía buenas intenciones? Si quisiera hacerle daño o llevárselo a la fuerza, ya lo habría hecho. Y si quisiera drogarlo, también. Pero no, no, no… nunca jamás había que confiarse, seguro que se trataba de un truco. El niño había vivido suficientes experiencias como para saber que había adultos con malas intenciones de toda clase, que usaban diferentes tretas o metodologías para engañar o captar la atención de alguien. La comida de ayer podía haber sido inofensiva para hacerle confiar, pero tal vez, la de hoy, podría estar envenenada o drogada.
No tocó la bolsa en todo el día.
El niño salió de ese callejón durante aquel día para buscarse su propia comida. Estuvo rondando por aquel distrito varias horas hasta la tarde. Consiguió hacerse con un par de pescados cuando nadie miraba en el mercadillo. Se escondió en otro callejón cerca del puerto para asarlos, con un fuego que hizo con papeles de periódico y unas maderas y una caja de cerillas que también había robado de un puesto ambulante. Cayó algo de lluvia al mediodía, así que bebió el agua que goteaba del canalón del tejado de una casa.
Estuvo pensando durante todo el día, y decidió que no era buena idea volver a su callejón. Seguramente el hombre iba a volver a aparecer por allí para comprobar si ya estaba bajo los efectos de la droga, o muerto, preparado para extirparle los órganos o algo.
Y aun así, no se podía quitar de la cabeza ese incesante “¿y si…?”. Aquel hombre no era como otros con los que se había cruzado, ni en Francia ni en los otros muchos países que había pisado durante su viaje, y no entendía por qué… hasta que recordó por qué. Ese tipo había descubierto que su ojo brillaba, y en vez de reaccionar con miedo o desagrado o tratarlo como a un bicho raro, simplemente le hizo unas preguntas raras sobre unas personas de ojos cerrados. “Tranquilo, no es nada malo” le hubo dicho también.
El niño dejó de caminar y se paró en mitad de una calle concurrida, mirando fijamente al suelo, sin parar de pensar. Se preguntó entonces si cabía la imposible posibilidad de que ese hombre supiera algo sobre la luz de su ojo.
¿Y ahora qué? ¿Qué hago? ¿A dónde voy? No paró de repetirse estas preguntas. Aquí se estuvieron enfrentando su indestructible desconfianza contra su innata curiosidad por las posibilidades imposibles. Se miró el vendaje de su antebrazo.
De repente sintió un pequeño escalofrío. Tuvo una sensación que ya había tenido miles de veces. Notaba que alguien lo estaba observando, pero no se puso a mirar de un lado a otro para ver de quién se trataba. Él ya era experto.
Con disimulo, se apartó de la acera de la calle y se puso en una esquina. Esto le daba como mínimo dos flancos por los que huir si alguien de pronto venía a por él. La gente que pasaba por la calle lo ignoraba, parecía que estaban acostumbrados a ver a niños así por las calles, aunque atraía algunas miradas breves, seguramente por su color de pelo.
Cogió del suelo, cerca de un cubo de basura, una lata de cerveza vacía, y se puso a hacer lo que suelen hacer los niños de 10 años: jugar. Estuvo jugando a darle patadas a la lata, con sus pies descalzos, intentando hacer los más toques posibles sin que se le cayera. Y mientras lo hacía, lanzaba miradas de vez en cuando a su alrededor.
Localizó al mirón al otro lado de la calle. Era un local, un hombre joven, pero con muy malas pintas. Tenía la cabeza completamente rapada y un tatuaje de una serpiente le cubría la mitad hasta la frente. Vestía con una hortera camisa de estampado de leopardo arremangada y unos pantalones morados, con zapatos de piel de cocodrilo. Jugueteaba en una mano con un reloj de cadena, haciéndolo girar de un lado a otro. El niño lo miró varias veces con buen disimulo para cerciorarse de que, en efecto, ese sujeto no le quitaba los ojos de encima, y no se dio cuenta de que el niño lo había descubierto, porque este actuó muy bien, jugando con su lata.
¿Lo estaría mirando sin ningún motivo en especial, simplemente porque le entretenía ver a un niño dando toques de pie a una lata? ¿O porque estaba preocupado por él? ¿O porque lo estaba confundiendo con otro? ¿O porque quería raptarlo? Ninguna de estas preguntas importaba, nunca. Siempre había que cumplir una regla: ante la duda, alejarse.
El niño fingió una torpeza, dándole a la lata un golpe más fuerte de lo debido, y la lata se desvió al otro lado de la esquina de la calle. Cuando el niño, disimulando, se fue caminando hacia donde la lata había caído y desapareció detrás de la esquina, desapareciendo asimismo del campo de visión de aquel tipo, echó a correr por esa calle y se alejó de esa zona.
Estuvo un rato recorriendo la ciudad. Fue entre callejuelas, trepó por algunos muros, caminó sobre algunos tejados, se deslizó por algunas tuberías y túneles. Hacía rato que ya iba tranquilo, sabiendo que no había manera alguna de que ese tipo hortera lo hubiera podido seguir, y ya le restó importancia.
Al cabo de un rato, tras descolgarse de un muro y aterrizar en un nuevo callejón que tenía varios contenedores, se encontró con una niña intentando trepar dentro de uno de ellos. Debía de ser un par de años más pequeña que él. Tenía un pelo largo, negro y enmarañado, y ropas sucias. Estaba muy flaca y era demasiado bajita para llegar al borde del contenedor.
Él ya se había cruzado con varios niños callejeros o huérfanos muchas veces antes, tanto en Francia como en su viaje por el mundo, que estaban en una situación igual a la suya o similar. Esos niños habían sido las únicas personas en las que había podido depositar un poco de confianza, no en todos, pero sí en muchos. Cuando uno trataba de sobrevivir en las calles o en ciudades desconocidas, más de una vez era necesario confiar en otros niños que tuvieran en común el mismo interés, el de colaborar para conseguir comida, ropa o refugio.
Se quedó un rato observando a esa niña haciendo su vano intento de usar la pared de ladrillo para apoyar un pie y alargar una mano para garrarse al borde del contenedor, hasta que se resbaló y se cayó al suelo. El chico negó con la cabeza y siguió andando hacia la salida del callejón para seguir con lo suyo. Sin embargo, a los pocos pasos notó un tirón en su camiseta blanca. Se giró y vio a la niña agarrando su camiseta, mirándolo con ojos suplicantes y señalando al contenedor.
El niño suspiró. Pero, mirando bien ese callejón, se dio cuenta de que las puertas que ahí había, junto a cada contenedor, eran las puertas traseras de unas tabernas y tiendas. Y eso significaba que esos contenedores eran donde desechaban restos de comida o comida no usada o caducada. Volvió a meterse en el callejón y la niña lo acompañó muy ilusionada hasta el contenedor de antes. Se esperaba que el chico treparía al interior de él y conseguiría la comida para ambos. Pero el niño se quedó ahí parado de brazos cruzados, serio.
La niña le dijo algo en un idioma que no entendía y lo miraba confusa, y no paraba de señalar al contenedor. El niño la interrumpió y la señaló a ella con el dedo. Ella se quedó callada, sin saber qué hacer. Entonces, el niño se giró y señaló el resto del callejón.
—Busca en tu entorno algo que puedas usar —intentó explicarle el niño, pero ella no hablaba su idioma.
Aun así, él se lo puso algo más fácil, y señaló hacia unas cajas de plástico portabotellas apiladas junto a la puerta de otro local. Después de unos segundos, la niña pareció entenderlo y fue a coger una.
—No —dijo el chico de repente, con una voz tan severa que la niña se sobresaltó y lo miró con susto.
Él le enseñó dos dedos. Ella asintió con la cabeza obedientemente y, en lugar de una, trajo dos cajas, y las puso junto al contendor. Después de eso se quedó mirando al chico con una sonrisa, esperando.
—No. Hazlo tú —dijo el niño, haciendo claros gestos con las manos—. Tienes que practicar. Si esperas que alguien consiga la comida por ti, podrías acabar muriendo de hambre. Aprende a hacerlo sola.
A la niña no le hacía falta saber francés para entender lo que el chico trataba de decirle. Se puso tímida al ver que el chico no la iba a ayudar como ella esperaba y al oír ese tono tan estricto con que la hablaba. También sus ojos plateados le daban un poco de miedo. Pero el chico le hizo otro gesto con las manos, diciéndole “adelante, ¿a qué esperas?”.
La niña miró las cajas y luego la altura del contenedor. Con una caja bastaba para llegar. Pensó que el chico le había pedido dos cajas para ganar más altura, así que puso una sobre la otra.
—¡No! —volvió a sobresaltarla.
Ella se quedó cohibida, sin entender. Entonces, el chico agarró una de las cajas y la lanzó al interior del contenedor.
—Una para entrar, y otra para salir. Desde aquí no puedes saber si el contendedor está lleno de bolsas que te ayuden a trepar de vuelta. Si entras en el contenedor y está vacío, no tendrás donde apoyarte o subirte para volver a salir. Tienes que asegurarte un escalón fuera y otro dentro.
A la niña le costó más tiempo entender aquello porque ella se imaginaba o daba por sentado que el contenedor estaría lleno de bolsas. Aun así, obedeció al chico y se subió a la caja; se agarró por fin al borde y, con un impulso, saltó al interior. Descubrió que apenas había cuatro bolsas. Y se dio cuenta de que menos mal que tenía otra caja ahí dentro sobre la que subirse para salir. Comprobó el contenido de las bolsas, y cuando halló aquella que tenía los desechos de comida con el mejor aspecto, volvió a cerrar la rotura con un nudo, la lanzó fuera del contenedor, se subió a la caja portabotellas del interior y salió de ahí sin mayor problema.
Al posar los pies en el suelo, miró al chico tímidamente. Cuando vio que él le sonrió de forma satisfecha y orgullosa, a la niña le brillaron los ojos de ilusión y se rio con alegría.
Se pusieron juntos a buscar las mejores piezas de comida en la bolsa. No era tan asqueroso como podía esperarse, era una bolsa donde habían tirado los productos no consumidos del día, por lo que muchos seguían frescos o en buen estado, en su mayoría panes, cosas fritas y algunos envases con restos de membrillo. El chico nada más cogió uno de los panes y le dejó el resto a la niña. La dejó ahí con su festín y se marchó a otro lado.
Mientras caminaba y se comía ese pan duro y seco, se dio cuenta de que ya estaba anocheciendo. Y de que era peligroso para él deambular por esa ciudad por la noche. La verdad es que echó de menos su callejón y su cartón. En él se sentía más seguro. Y estaba lejos de la zona en donde había encontrado a ese tipo de cabeza rapada y camisa de leopardo tan inquietante.
Decidió regresar a su callejón. Estaba seguro de que el hombre musculoso no volvería a aparecer por ahí durante la noche. Si iba a volver, seguramente lo haría cuando ya fuera de día, así que pensó en despertarse muy temprano para largarse del callejón antes de que el tipo musculoso pudiera aparecer.
Cuando llegó, encontró su cartón y a los gatos habituales rondando por los cubos de basura. Al parecer, los gatos habían roto la bolsa de plástico y se habían comido las empanadillas de carne de dentro. Las manzanas y la botella de agua seguían intactas. Al chico le dio igual. Se recostó sobre su cartón, pensando si mañana encontraría a algún gato drogado o muerto. Ya lo descubriría. Ahora sólo le preocupaba combatir el frío de la noche, así que se metió todas las hojas de periódico que pudo encontrar por dentro de la camiseta y de los pantalones y se echó a dormir.
Horas después, entrada la madrugada, le despertó un horrible dolor de estómago. Estaba muerto de hambre y sentía que el estómago se estaba consumiendo a sí mismo. Miró la bolsa con las manzanas. A decir verdad, era más difícil que les hubieran inyectado alguna droga a las manzanas. Con las empanadillas de carne y la botella de agua, quizá. Al final su instinto de supervivencia lo obligó a comerse las manzanas.
Al amanecer del día siguiente, el hombre fortachón volvió a aparecer. Esta vez, entró en el callejón con más cautela, no quería asustar otra vez al niño. Vestía de nuevo con su traje y corbata, y también traía la mochila, algo más abultada que ayer.
—Hey… chaval, ¿sigues aquí? —dijo suavemente mientras se adentraba despacio en el callejón, mirando por los rincones de este, pues aún estaba algo oscuro. Pero no lo veía por ninguna parte, tampoco en su cartón, sólo había un montículo de trozos de más cartones, papeles arrugados y algunos trapos viejos—. Oh, no… —palideció el hombre, corriendo de un lado a otro para mirar bien por todos lados, empezando a asustarse—. ¡Niño! ¿¡Dónde estás!? ¡Niño!
De repente vio que el montículo de cartones y papeles se movía un poco. El hombre corrió ahí de inmediato. Apartó uno de los cartones y vio entre las sombras dos ojos de luz plateada bastante aterradores. El hombre llegó a asustarse un poco y se apartó con sorpresa, pero fue algo fugaz, y de pronto un par de gatos salieron corriendo de ahí. Después vio al niño ahí agazapado, mirándolo fijamente. El hombre entonces pensó que los escalofriantes ojos de luz que acababa de ver debían de haber sido los de uno de esos gatos que estaban ahí durmiendo con el niño.
—Oh… menos mal que estás aquí… —suspiró aliviado el hombre—. Creía que… ¡Eh!
El niño había echado a correr para escaparse por la salida del callejón, pero el otro lo agarró enseguida de la camiseta y lo volvió a poner contra la pared.
—¡Suéltame! —se agitó el niño.
—¡Espera! Tranquilo —lo soltó, pero siguió impidiéndole el paso—. Chico, cómo me alegro de verte sano y salvo. Al no encontrarte creía que te habían acabado raptando. Casi me da un infarto.
El niño se quedó callado. No lo hizo notar, pero le sorprendía oírle decir lo preocupado que estaba por él. Después hizo otro intento de esquivar al hombre y huir de allí.
—No. Para. Aguarda un momento, ¿quieres? —le taponó el paso.
El niño acabó rindiéndose, quedándose parado contra la pared, tenso. Maldecía por dentro por no haberse marchado del callejón antes de que ese tipo viniera, no esperaba que fuera a aparecer tan temprano en la mañana. Ahora no tenía escapatoria. En ese momento, observó de reojo a los gatos de siempre, por ahí a lo suyo. Ninguno estaba muerto ni drogado, de hecho, parecían más tranquilos y satisfechos que nunca, después del festín de empanadillas que se dieron ayer.
—Escucha, por favor —le rogó el hombre—. Las calles de este distrito no son seguras para ti. Están ocurriendo muchos raptos últimamente. No salgas solo de aquí.
—¡Sé perfectamente lo inseguras que son para mí! —replicó el niño con enfado—. ¡Hay un chino enorme acosándome sin parar y acorralándome en un callejón!
—Ah.
El hombre se quedó con cara de tonto, porque en eso el niño tenía razón.
—Bueno, pero te equivocas conmigo, niño. Porque lo que pretendo es protegerte.
—¡Mentiroso! ¡Sois todos iguales!
—¿Cuánto tiempo hace que no recibes un trato amable, sincero o amistoso de un adulto?
—¿Eso es lo que se supone que tú estás haciendo?
—¿Por qué lo dudas?
—¡No nací ayer, puto mentiroso! —gritó el niño—. ¡Así es como actuáis al principio y después llega el engaño, o los golpes! ¡No creas que tus músculos me dan miedo, porque si me pones la mano encima te partiré las putas piernas!
—¡Oye! —exclamó de pronto el hombre, tan fuerte y serio que el niño se estremeció un poco—. ¡Cuida ese lenguaje, jovencito!
—¿¡O si no, qué!? ¿¡Tú también me pondrás el ojo morado!? ¡Adelante! ¡Después de tantas veces, mi cara ya no lo nota! —se puso en postura de lucha, con los puños en alto—. ¡Vamos! ¿A qué esperas? ¡Pelea!
El hombre se quedó en silencio observándolo. Lo contempló con la mayor compasión que había sentido jamás. Ese niño violento y hostil le parecía entrañable, ahí, retándole a pelear con esos brazos flacuchos. Todavía no conocía a ese niño ni sabía gran cosa sobre él, pero ya entendía muchas cosas sobre su vida, el tipo de vida que había debido de tener.
Por un instante, el hombre se vio reflejado en él, se vio a sí mismo en su infancia, siempre desconfiado, alerta y preparado para luchar contra las incesantes amenazas que ese mundo tenía reservadas para niños huérfanos, aunque el enemigo lo superase en fuerza o número. Admiraba las agallas de este niño, pero no había aprendido aún que la vida tenía dos caras; que también existían personas buenas, y no sólo malas.
—Tienes razón —dijo el hombre entonces, y el chico arqueó una ceja—. Este mundo está lleno de adultos que les hacen cosas horribles a los niños. Y haces bien en no confiar, así es como se sobrevive. No obstante, tampoco se puede vivir así eternamente. Eso no es vida. A veces, puedes encontrar personas diferentes, que tienen realmente buenas intenciones —se llevó una mano al pecho.
—Eso es lo que diría un secuestrador para hacerme bajar la guardia —gruñó con fiereza.
—Exacto. Y por eso las palabras no bastan. Estas cosas se demuestran con hechos, acciones. Si me das la oportunidad, yo te demostraré que lo único que quiero de ti es ayudarte.
—¡Si eso fuera verdad, no estarías todo el rato bloqueándome la salida!
—¡No te dejo salir porque ahí fuera te esperan un sinfín de peligros, niño! Es ahí fuera donde están todas las amenazas que quieres evitar. ¿Sabes en qué ciudad estás? Con esa cara de ángel, y ese color de cabello y de ojos, eres un caramelo para la mafia y los traficantes. ¿Y encima eres francés? ¡Los depredadores sexuales querrán comerte vivo! Lo único que pretendo es ayudarte.
—¿Y por qué querrías eso? ¿Qué ganas tú?
—No todo el mundo espera algo a cambio de ayudar a alguien. Todavía hay personas en este mundo que ayudan a los demás simplemente porque es lo correcto. Y es intolerable que en este mundo los niños sufran.
El muchacho no pudo evitar ver la imagen de su hermana mayor en su mente. Ella solía decir cosas así. Pero él creció en un entorno que nunca le dio la opción de creerlo de verdad. Lo que él creía es que ya no existía ninguna persona así en el mundo porque la única que era así era su hermana y estaba muerta. Para él, la muerte de su hermana significaba que ya no había personas buenas en el mundo.
Era doloroso, demasiado doloroso recordarla. Durante meses había intentado aprender a aguantarlo, pero era cada vez peor. Su mente se le retorcía de agonía cada vez que recordaba la imagen de su hermana muerta, y sentía que su cordura era cada vez menor.
El hombre se dio cuenta de que el chico comenzó a respirar con rapidez y dificultad. Seguía en guardia, con los puños alzados, pero a veces se le cerraban los ojos y sacudía la cabeza, como si le estuvieran cegando fogonazos de luz, o espasmos. El hombre reconoció esos síntomas enseguida. El iris no entrenado de ese niño estaba trastornando y enloqueciendo su mente. La verdad, ya le parecía increíble que todavía estuviera así de cuerdo después de tantos meses con ese iris sin tratar, pero era cuestión de tiempo que acabara sucumbiendo a la locura.
—Déjame salir… —le suplicó el niño entonces. Su voz sonó derrotada, desesperada. Cada vez respiraba peor y parecía mareado, pero no bajaba los puños—. Déjame salir…
—Hey… tranquilo… —se acercó a él poco a poco.
—Déjame salir de aquí… Quiero salir de aquí…
—Calma, respira despacio…
—Necesito…
—Te está dando un ataque de ansiedad. Los conozco bien, yo también los sufría a tu edad —se agachó delante de él, pero manteniendo medio metro de distancia para no agobiarlo—. Tranquilo. No voy a tocarte ni a hacerte nada. Toma el control de tu respiración o acabarás desmayándote. Y no quieres acabar desmayado en un callejón de un país desconocido delante de un desconocido, ¿verdad?
El niño escuchaba sus palabras y no podía no hacer caso. Era como si ese tipo supiera lo que necesitaba oír. Porque tenía razón, no podía perder el control, tenía que mantenerse despierto, despejado y en forma para seguir sobreviviendo. Escuchó los consejos del hombre, acompañando su respiración. Los latidos de su corazón fueron aminorando y el mareo se fue disipando. El niño, aún con los puños en alto, comenzó a recuperar la calma. Su mirada seguía siendo desafiante y desconfiada, pero sus ojos plateados lloraban, abatidos. Y luchaba para reprimirse.
—No lo reprimas —le dijo el hombre—. Llorar es una reacción fisiológica que se da cuando tu mente y tu cuerpo necesitan desahogar altos niveles de estrés o angustia. Si te obligas a no llorar cuando tu cuerpo te lo pide con fuerza, lo estás maltratando y empeorando. Deja salir el veneno y la mala energía mediante las lágrimas. Sólo así tu cuerpo y mente recuperarán los niveles adecuados que necesita de oxígeno y tensión sanguínea.
Nunca unas palabras tan técnicas le habían hecho sentir tan aliviado y arropado al niño. Él siempre se había tragado las lágrimas más de una vez, pensando que llorar era de débiles. Pero ese hombre lo entendía tan bien… sus palabras fueron como una liberación. Y para mayor sorpresa, el niño no sintió ninguna vergüenza por llorar delante de él.
Al poco rato recuperó la calma. Se sentía mejor. El hombre le sonreía con tristeza y eso no paraba de confundir más y más al chico. Ese tipo era diferente. Se mostraba hostil y violento con él porque era el comportamiento que ya estaba acostumbrado a tener con todos los extraños que se le acercaban, lo hacía ya por inercia. Sin embargo, si debía ser franco, lo cierto es que, en realidad, ese hombre no le había infundido ninguna sensación de peligro o de malas intenciones en ningún momento, al menos no como el resto de cientos de extraños con los que se había cruzado por el mundo. Este hombre tenía algo tan cálido en la mirada y en la voz, y en su forma de mirarlo, de acercarse a él... Para el niño eso era tan raro y a la vez tan embriagador…
—¿Te sientes mejor? Es un buen consejo, ¿verdad? —le sonrió el hombre; se agachó a su lado y sacó unas nuevas gasas limpias y un bote de agua oxigenada de su mochila—. Tu herida necesita otra cura. ¿Podrías dejarme cambiarte las gasas, por favor?
La verdad es que el niño había pasado muy mala noche –como siempre– y no tenía más ganas de pelear. Se lo pensó un poco. Ese hombre no iba a dejar de insistirle, así que creyó que lo mejor era seguirle la corriente, pero no bajaría la guardia. Alargó el brazo hacia él, indicándole que le dejaba tratarlo. No supo por qué, pero cuando vio que el hombre le sonreía feliz por darle ese permiso, se sintió extraño.
—No tardaré nada, ya verás, soy un experto curando heridas, ¿sabes? —le decía, y comenzó a quitarle la venda—. En mi trabajo, son el pan de cada día.
—¿Cómo puede ser algo tan peligroso plantar arroz o cocinar rollitos primavera?
—Guau, ¿es eso alguna especie de comentario racista, so blancucho? —le gruñó, pero descubrió en la cara del niño una diminuta sonrisilla de burla—. Oooh… ¿Así que era una broma? ¡Vaya, fíjate, pero si el lobo solitario tiene sentido del humor! Dime, ¿también eras así de gracioso cuando vivías allá en Francia y te ponías a fabricar cruasanes y quesos y a pisar uvas? Oh, bueno… —se dijo de repente, pensativo, mientras le aplicaba yodo en la herida con el algodón—. Estoy dando por sentado que eres de Francia porque hablas francés, pero bien podrías ser de Canadá, o de Bélgica… o de algún país africano…
—Soy de París.
—Ah, mira por dónde, la capital del glamur, el lujo y el amor.
—No es así para todos.
El hombre guardó un rato de silencio después de esa respuesta, pero mantenía la sonrisa.
—¿Sabes? Yo también he tenido una infancia, digamos… como un puto mierdo.
—Hah, no se dice así —al niño se le escapó una risa, viendo que el hombre hablaba francés muy bien excepto cuando se trataba de palabras malsonantes. Pero luego lo miró con sorpresa y curiosidad—. ¿Tus padres también eran malos?
—Mm… no lo sé, pero supongo que sí.
—¿No lo sabes?
—Yo nunca conocí a mis padres. Soy huérfano desde que nací.
El chico no disimuló una mueca mayor de asombro. Después no pudo evitar volver a fijarse en cómo vestía, con ese traje y corbata, tan aseado y decente.
—¿Has vivido solo desde siempre? —quiso saber.
—No siempre. Yo tenía un hermano gemelo. Los dos fuimos abandonados en un orfanato de aquí, en Hong Kong, nada más nacer. Nos criamos en ese orfanato de mala muerte toda nuestra infancia. Te lo puedes imaginar. Peleas casi diarias con los otros niños, dormir con un ojo abierto para que no te roben los pocos bienes que te quedan, pasar hambre y frío porque muchas veces no había comida y abrigo para todos…
—Oh…
—Pero yo tenía a mi hermano y él me tenía a mí, y juntos éramos imparables. Cuando teníamos tu edad, soñábamos con largarnos algún día y tener nuestra propia vida. Planeábamos nada más cumplir la edad, los 15, irnos juntos a otro lugar. Buscaríamos un trabajo, ganaríamos dinero, viviríamos en nuestra propia casa…
—¿Por qué lo cuentas como si eso al final nunca pasó?
—Porque al final nunca pasó.
El niño se quedó mirándolo sin parpadear. Estaba atrapado en esa historia y esperando que el hombre continuara hablando. Pero no dijo nada más. Fue a preguntarle qué pasó entonces, pero enseguida supo percibir que, si él no había continuado hablando, era porque no quería hablar más de ello. Fue ahí cuando el niño aprendió que ese hombre había sufrido de forma similar a él, y que, igual que él, a veces era difícil hablar de ello.
—¿Sabes? Los humanos a menudo confunden las emociones y su causa —le dijo el hombre cuando ya terminó de vendarle de nuevo el brazo, y se quedó agachado frente a él, mirándolo con esos ojos negros—. Suelen interpretar como una debilidad lo que en verdad es una fortaleza. Como llorar, o perdonar una ofensa, o perdonarle la vida a alguien. Y como fortalezas lo que en verdad son debilidades. Como abusar de los demás, conseguir cosas por la fuerza o la violencia, o pensar que la supervivencia y la felicidad sólo dependen de uno mismo en solitario.
El niño no dijo nada. Estaba absorto con ese hombre y sus palabras.
—Tengo que irme a trabajar —se puso en pie de nuevo—. Sé que todavía no quieres salir de este callejón conmigo, pero te pido una cosa —se llevó la mochila por delante del pecho y sacó varias cosas—. Si no vas a dejarme que te proteja, por favor, te lo ruego, no salgas de este callejón. Estás más seguro aquí escondido que ahí fuera. Mira, te he traído dos botellas más de agua, y más comida. Empanadillas de carne y manzanas. Te gustaron, ¿verdad? —sonrió.
—Mm… —el niño miró para otro lado, no quiso decirle que había dejado que los gatos se comieran las empanadillas.
—Veo que no has dejado ni los corazones de las manzanas de ayer y de antes de ayer.
El chico se agarró la camiseta con aire tímido
—Es… Eso es porque me los como —murmuró.
—¿Eh? —no lo oyó bien.
—La gente siempre desecha esa parte de la manzana. Yo… siempre me la como entera. No se puede desperdiciar jamás una miga de comida. Cualquier bocado podría ser el último en mucho tiempo. Nunca se sabe.
El hombre volvió a sonreír al ver que, en definitiva, estaba más tranquilo con él y le estaba hablando con normalidad. Ya no había pizca de hostilidad en él. Ahora parecía un niño inofensivo, y por alguna razón que no comprendía, sentía una extraña aura en él completamente distinta a la de antes. Tenía como… una especie de luz, una energía cálida y gentil. Había algo en ese muchacho que le cautivaba y le conmovía poderosamente. Pero al mismo tiempo le apenaba descubrir el tipo de vida que parecía estar acostumbrado a tener. No llevaba perdido unos meses, no llevaba malviviendo unos meses; así había sido su entera corta vida. Lo único nuevo era el iris.
—Es por las semillas —le explicó el hombre—. Son venenosas, si consumes muchas. Aunque a la gente como tú y yo no nos afecta eso. También es porque algunos encuentran desagradable la textura y el sabor del corazón.
—Ya… no es una parte de la manzana tan agradable como la pulpa… pero sigue siendo comida —se encogió de hombros, mirando tímido hacia otro lado, retorciendo la camiseta sin un motivo en especial—. ¿Qué quieres decir con “la gente como tú y yo”?
—Mira —le mostró una prenda gris que había sacado también de la mochila—. Te he traído también esta sudadera. Abriga muy bien. Las noches aquí son frías, así que usa esta sudadera por la noche. Es de mi hijo, Sai. Debes de tener la misma edad que él.
—¿De tu hijo?
—Se la pedí prestada. Cuando le dije que era para un niño que había encontrado en la calle, no dudó en dármela. Es un buen chico. Seguro que os llevaríais bien si os conocierais.
El muchacho no dijo nada, no sabía qué decir. Una parte de él agradecía esos obsequios, pero sabía que todo en esta vida venía con un precio.
—No puedo quedármela.
—¿Eh?
—No puedo quedarme esta comida y esa sudadera.
—¿Y eso? ¿Por qué?
—Puedo pagarte las empanadillas y las manzanas de ayer y de antes de ayer dentro de unos días. Puedo conseguir el dinero haciendo algún trabajo eventual. Pero si me das más comida y esa prenda, mi deuda aumentará y no podré pagártela a corto plazo.
—Oh, niño… —suspiró con gran afecto, y le sonrió cálidamente—. No tienes que devolverme nada de lo que te doy. No te estoy prestando estas cosas. Te las estoy regalando.
—Yo siempre devuelvo lo que me dan. Yo me gano las cosas por mí mismo.
—Eso es honorable. Chico. De verdad que sí. Pero yo no quiero que me devuelvas nada. Lo único que quiero es que no te mueras de hambre ni de frío, nada más que eso. Si te comes la comida que te traigo y te abrigas bien con la ropa que te doy, ya me estás devolviendo el favor.
El niño estaba perplejo, una vez más.
—Por desgracia no he podido encontrarte unos zapatos, pero te prometo que te traeré unos nuevos para que dejes de andar descalzo. Había pensado… que quizá podríamos cenar juntos hoy.
—¿Qué?
—No tiene que ser en otro lugar si no quieres. Podemos cenar aquí mismo —señaló en derredor—. Este callejón tiene su encanto, quizá sea por tu influencia parisina.
—Hah… idiota… —bufó el niño por sus chistes malos.
—Traeré algo diferente. Las empanadillas de carne están muy ricas, pero cansan con el tiempo. Mi querida mujer hace un estofado de conejo, patatas y verduras espectacular, ¿has comido alguna vez conejo? Ella estará encantada de hacerlo para ti y para mí. A ella también le he hablado de ti, y me matará si te sigo dando empanadillas. Me ha pedido que te dé algo más nutritivo. ¿Qué te parece?
El niño tragó saliva sólo por escuchar sobre ese plato. Y se sonrojó un poco al oír sobre lo que su mujer le había dicho. Ese hombre tenía una familia, y los tres al parecer se preocupaban por él.
—Te prometo que eres libre de elegir lo que tú quieras sin condiciones. Si todavía estás incómodo o te parece un disparate hacer ese plan conmigo, dime que no y lo entenderé, no te insistiré. Pero por favor, te lo ruego en el alma. No salgas de este callejón. Hay mucha actividad criminal últimamente por esta zona y me llevará un tiempo encargarme de limpiarla. Hasta entonces, permanece aquí escondido y seguro, por favor.
—¿En… encargarte? —no entendió bien aquello.
—¿Te parece bien si vengo aquí al atardecer y cenamos juntos?
—Eh… —el chico no salía de su sorpresa, ese hombre era tan amable y confiable que le trastocaba y le inundaba de algo que nunca había sentido—. Sí… vale…
—¡Qué bien! —celebró felizmente, dándole un pequeño susto—. Sé que pedirle a un niño de tu edad estarse quieto en un lugar durante horas es una tortura, pero por eso te he traído esto —sacó tres libros de la mochila, un cubo de Rubik y una caja de madera extraña—. Son los únicos libros que tengo en francés. Cuando de joven me puse a estudiar inglés, francés, coreano y un poco de japonés, leer novelas en esos idiomas era bastante útil. No sé si los has leído, pero son Los tres mosqueteros, El conde de Montecristo y este es un cómic de tapa dura de Astérix y Obélix, edición especial. Son lecturas bastante densas, quizá puedas leerte algunas páginas.
»O entretenerte con esto —le señaló el cubo de colores—, ¿lo habías visto antes alguna vez? Se llama cubo de Rubik. Es un rompecabezas exclusivo, recién inventado, a mí me chifla. Me lo trajo un amigo desde Europa. Tienes que mover estas partes así, girándolas, y colocar todos los colores juntos en cada cara. Si te parece demasiado complicado, puedes intentar abrir esta caja de madera. Es un puzle, tiene un mecanismo especial. La he hecho yo. A ver si consigues averiguarlo. Son cosas bastante complejas, incluso yo tardé en resolver el cubo, pero seguro que te mantendrán ocupado toda la tarde. Eso sí, te pido que trates bien estos objetos y libros, son preciados para mí.
—Guau… —se quedó anonadado con esos obsequios tan interesantes.
—Ahora bien. Si alguien que no soy yo entrara aquí y te viera y se te acerca con unas malas intenciones que tú conoces muy bien… —dijo, sacando de la mochila una navaja, mostrándosela, y la dejó junto a las demás cosas sobre el cartón—… defiéndete y huye. ¿Vale?
El niño estaba perplejo al ver que le dejaba esa arma blanca ahí. Nunca había tenido tantas cosas valiosas juntas de una vez.
—Bien, voy a llegar tarde al trabajo —miró su reloj, apurado—. Por favor, espérame aquí hasta el atardecer. No sólo te traeré los zapatos y el estofado. Hablaremos más, si te sientes cómodo haciéndolo. Y te explicaré por qué tu ojo brilla. Te revelaré, además, la forma de afrontar la tragedia que sufriste de presenciar la muerte de un ser querido, para que en vez de dolor y tormento, te dé fuerzas para seguir adelante y tener una vida mejor.
—¿Eh? Espera… —se sorprendió—. ¿Cómo sabes que he…?
—Llego tarde. Explicaciones esta noche —le hizo un gesto de despedida con la mano, y se marchó de allí.
El niño se quedó ahí en el callejón parado largo rato. No podía cerrar la boca aún, de todo lo que acababa de suceder. Ese hombre… de verdad tenía algo que le intrigaba y al mismo tiempo le atraía. Se tocó la venda del brazo una vez más, tan bien puesta y cuidada, casi sin darse cuenta. Extrañamente, antes sólo quería que ese hombre se marchara y lo dejara solo, pero ahora que ese tipo no estaba aquí, se sintió más solo y desprotegido. No obstante, tenía todas esas cosas que él le había prestado para darle compañía y entretenimiento. Sinceramente, los libros y los rompecabezas eran su debilidad.
Se guardó la navaja en su pantalón y se sentó en su cartón. Esta vez, sus dudas fueron más breves, y decidió comer lo que acababa de traerle. Se sentía entusiasmado. No tardó en comenzar a abordar esos libros y esos rompecabezas. Y no paraba de pensar también en esa cena. Hacía mucho tiempo que no comía comida casera, y menos en compañía. Hacía mucho tiempo que nadie le daba una pizca de atención, preocupación, afecto y esperanza.»
Es super triste empezar a leer como fue la infancia de Neuval y todo lo que sufrio siendo apenas un niño.
ResponderEliminarEs normal que luego su mayor deseo fuese rescatar a cada niño y darles consuelo y ganas de luchar.
Dar ese voto de confianza Lei Lian tuvo que ser dificil, hay realmente muchas personas en el mundo traicioneras que no dudaria en abusar de un niño. Por suerte para él, Kei Lian es un pan de dios.
Literalmente le enviaron un angel a ese callejón para salvarlo.