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1º LIBRO - Realidad y Ficción





28.
El pasado de papá (2/5)

«Cuando cayó el atardecer, el hombre fortachón acudió puntual a su cita. Vino con ropa cómoda, con chándal y sudadera, y portaba una maleta grande y un barreño metálico. Entró en el callejón sonriente, esperando encontrar al niño de ojos grises muy aburrido y harto de matar el tiempo haciendo nada. Pero se le borró la sonrisa, porque se encontró con el callejón mucho más desordenado de lo habitual, con basura desperdigada por un lado, tablas y trozos de madera por otro, papeles, botellas, latas de aluminio cortadas… Y el niño estaba subido sobre uno de los cubos de basura, garabateando sin parar en la pared de cemento del fondo del callejón con una piedra. Se había subido al cubo para alcanzar más espacio libre donde escribir, porque el resto del muro ya lo había dejado lleno de un popurrí de líneas, palabras, números y dibujos.

El hombre, con una mueca de gran confusión, se adentró despacio en el callejón, preguntándose qué demonios estaba haciendo ese niño, si es que su iris sin tratar ya lo había vuelto loco o algo. Al acercarse al cartón de siempre donde el chico solía dormir, encontró los tres libros que le había prestado apilados, muy rectos e impecables, junto a un cubo de Rubik con los colores desordenados y la caja puzle intacta.

—Oh… Supongo que al final no te han gustado mucho estos pasatiempos —comentó el hongkonés, cogiendo el cubo de Rubik con desilusión.

El niño se giró de golpe nada más oírlo, poniéndose en alerta como de costumbre. Pero al ver que se trataba de ese tipo, volvió a relajar los músculos. Era su cuarto encuentro con él y su instinto realmente parecía estar desarrollando un poco de eso que llamaban confianza. Eso jamás le había pasado antes. Y no todos los adultos con los que se había cruzado eran malos, es sólo que él nunca quiso relacionarse con nadie, sobre todo porque temía que descubrieran su ojo de luz y lo trataran como a un monstruo, un fenómeno de circo o similar.

—Al contrario —dijo el niño, subido en el cubo y con su piedra en la mano—. Me han gustado. Pero después de terminarlos todos en un par de horas ya no me aportaban nada nuevo, y… he buscado otra cosa que hacer.

—Espera, espera —lo frenó el hombre, dejando su maleta y el barreño en el suelo—. ¿Cómo que terminarlos todos en un par de horas? —preguntó. El chico se quedó callado, encogiéndose de hombros—. A ver, niño —sonrió con sorna—. ¿Me estás diciendo que te has leído este cómic y estos dos libros gordísimos en dos horas, además de haber resuelto el cubo de Rubik y mi caja rompecabezas?

—Bueno, una hora y cincuenta y dos minutos, más bien.

—¿De dónde cuentas el tiempo? No tienes reloj.

—Lo cuento en mi cabeza.

—Vale, chaval, muy gracioso —volvió a sonreír, negando con la cabeza, mirando el cubo de Rubik entre sus manos. Pero cuando vio que el chico seguía callado y con esa cara de pura inocencia, se quedó pasmado—. ¿Estabas hablando en serio?

—Oye, no soy un pobre estúpido, si te creías que por vivir en la calle no sé leer, te equivocas, sé leer, ya he leído libros antes…

—Vale, vale, perdona. Nunca he pensado que fueras estúpido —lo calmó enseguida—. A lo que me refiero es… que ni siquiera yo puedo terminar de leer estos tres libros en un día.

—Yo leo rápido.

—Nadie lee tan rápido.

—Te puedo repetir todo lo que hay escrito en esos tres libros con todas sus palabras exactas y por orden.

—¡Uno de los libros tiene 1100 páginas y el otro más de 700! —exclamó incrédulo—. ¡Además del cómic de 250!

—De hecho, he aprendido algunas palabras nuevas, el autor de esas novelas usa un lenguaje muy culto. La historia de Los tres mosqueteros ha sido muy entretenida, aunque me ha gustado más el cómic, me ha hecho reír. Pero nada comparado con El conde de Montecristo, ¡eso sí que es una historia! La mitad del libro es pura rabia e injusticia, la segunda mitad una satisfacción tras otra conforme Edmundo va haciendo pagar a aquellos que lo traicionaron lo que se merecían. ¿Y además está basada en una historia real? ¡Es genial!

El hombre se quedó mudo. No podía creer que de verdad ese moco hubiera leído los tres libros enteros en el tiempo que decía.

—¿Y… qué hay de los puzles?

—Interesantes y entretenidos, al menos durante catorce minutos el cubo.

—¡Catorce minu-…! —brincó escandalizado—. Niño, deja ya de tomarme el pelo. No has resuelto el cubo de Rubik, ¿ves? —le mostró el objeto.

—Claro que sí —se bajó de la basura y se acercó a él, quitándole el cubo de las manos, y comenzó a girar sus partes a toda velocidad y ordenó todos los colores en dos segundos y medio—. Al principio tardé un poco en hacerme con el mecanismo y cumplir con el objetivo, pero después de unos minutos es fácil averiguar la lógica matemática de los movimientos. Lo estuve desordenando y reordenando unas cuantas veces más para ver cómo de rápido podía resolverlo, hasta que llegué al límite de los dos segundos y medio y me aburrí. Luego estuve indagando con tu caja —cogió la caja de madera y se la puso en las manos—. He descubierto y resuelto sus cinco aperturas, en el compartimento final había guardada una moneda dorada. Tranquilo, no la he robado. Me llevó veintidós minutos.

Eso último le sentó al hombre como una patada en el alma.

—Como me quedaban otras ocho horas para matar el tiempo, me volví a leer los tres libros. Después me puse a pensar, ¿y si hiciera el cubo de Rubik más interesante? —levantó un dedo con entusiasmo, y corrió de nuevo hacia el muro del fondo y le fue señalando los garabatos que había rayado en el cemento—. He estado diseñando algunos modelos más complejos, pero creo que me voy a quedar con este, ¿ves? En vez de un cubo de 3 por 3, es un híbrido de dodecaedro con icosaedro, tiene un mecanismo de rotación esférica sobre el eje central pero también rotación de los vértices individuales. ¿Lo ves? Si por ejemplo rotaras esta fila 45 grados, luego tienes que girar el vértice del icosaedro para que tanto su cara como la del dodecaedro justo al lado contengan sus propios colores. Ahora mismo estaba planteando otro diseño, añadiendo un movimiento de abducción, para que no sea todo de rotación.

El hombre estaba ojiplático. Empezó a ver que no eran garabatos sin sentido, sino dibujos geométricos y fórmulas. Estaba en shock.

—Además, he mejorado tu caja puzle.

—¿¡Que-qué!? —exclamó, a punto de darle un infarto.

—He usado algunos restos de basura para replicarla —le explicó, revolviendo entre los cartones y papeles de su lugar de dormir y cogió esa otra caja de madera que había hecho él mismo, idéntica a la que el hombre sostenía en sus manos—. He usado esos maderos que había ahí tirados, y la navaja que me diste, para tallar las piezas iguales a las tuyas. También he usado restos de metales y de las latas de aluminio para las bisagras, remaches y demás piezas para dar soporte al mecanismo interior. He replicado las cinco aperturas que tú habías diseñado, pero he añadido tres nuevas que se me han ocurrido.

El hombre estaba ahí plantado como un monigote esmirriado con su caja en las manos. Decir que estaba pasmado era poco. Hasta su iris estaba pasmado. En esos pocos minutos, el niño le había hablado sin parar, jamás había esperado oírle hablar tanto, y mucho menos sobre temas de lectura, geometría, matemáticas, construcción de rompecabezas…

«No es sólo que no sea estúpido como él decía antes» pensó el hombre. «Este criajo es un pequeño genio. De todas las cosas que me he encontrado por la vida…». Estaba absorto mirando al muchacho, al que en ese momento le brillaba el ojo izquierdo con una débil y parpadeante luz gris, normal en los iris sin entrenar.

Pero lo que más le conmovió fue ver esa gran sonrisa abierta en su cara, y esos ojos grises grandes devolviéndole la mirada con esa emoción que de repente había sacado de la nada, ese entusiasmo, esa ilusión. Era como si ese niño estuviera esperando su opinión ante todo lo que le había dicho y mostrado. Como si quisiera impresionarle, ganarse su aprobación. Eso al hombre le recordó a su propio hijo, Sai, cada vez que aprendía a hacer algo nuevo o conseguía hacer algo que antes no podía, como lograr montar en bicicleta, aprobar un examen difícil del colegio, nadar solo en el agua… Este chico buscaba su atención, y quizá no lo hacía conscientemente, pero eso demostraba que era un niño inocente igual a cualquier otro.

No hacía más que sorprenderle, pero también confundirle. Porque ayer y esta mañana era un niño agresivo y desconfiado hasta la médula, además de atormentado y lleno de miedos, y ahora era una máquina imparable de ideas, entusiasmo y parecía hasta feliz. Y todo porque había recibido un poco de estímulo intelectual con esos pasatiempos. Un reto. Un objetivo.

El hombre podía interpretar esto como signos normales de comportamiento de alguien que tenía dentro un iris sin tratar. Pero no era exactamente lo mismo. No es que este niño tuviera repentinos cambios de humor; es que parecía que le cambiaba la personalidad por completo.

Para el hombre no podía ser más intrigante. Sentía que este chico era especial. Lleno de luces y sombras que, por desgracia, no encontraban su lugar adecuado porque estaban perdidas. El muchacho no sólo necesitaba ir al Monte Zou para entrenar su iris y estabilizar su trauma y sus emociones; necesitaba también un guía en la vida, el guía que todo niño merece y que él no pudo tener.

—¿Te… gustaría probarla? —preguntó el niño entonces, mostrando su caja, algo más tímido, al ver que el otro no decía nada.

El fortachón se quedó un rato callado, recapacitando sobre varias cosas. Después sonrió al niño con calidez.

—Eres impresionante. ¿Lo sabías?

El chico se sorprendió por ese comentario y se sonrojó un poco sin darse cuenta.

—Claro que quiero probarla —respondió a su pregunta, cogiendo la caja replicada de sus manos—. Me has dejado muerto de curiosidad. A ver si es verdad que puedes igualarme en ingenio. Pero antes… —se agachó junto a su maleta, la abrió y sacó de ella una caja de zapatos, y se la dio al niño.

Cuando la abrió y vio dentro de ella unas zapatillas deportivas magníficas, dio un largo respingo y miró al hombre con preocupación.

—Pero esto es… están nuevas… Esto es un calzado demasiado caro… No puedes darme esto… Creía que me darías unos zapatos normales de segunda mano…

—¿Por qué te daría unos simples zapatos usados cuando puedo comprarte unos nuevos y mejores? Para un chaval tan activo como tú, necesitas un calzado deportivo resistente y cómodo.

—No puedo pagártelos, tardaría años en reunir el dinero…

—¡Pe…! —saltó el hombre, molesto—. ¿Pero se puede saber por qué esa manía con pagarme de vuelta lo que te doy? ¡Que no tienes que pagarme nada!

—Tal vez limpiando tu casa o tu coche, doce y dos veces por mes respectivamente, durante unos cinco meses… —se puso a hacer cálculos, empecinado en pagar su deuda—. O me puedes contratar también para tareas extra, como llevar tus trajes a la tintorería y…

—Y ahora me habla del trabajo infantil como si fuera lo normal… —gruñó el hombre—. ¿Qué tal si te contrato para que cierres la boca, te pongas los zapatos y sólo te preocupes de disfrutar?

El niño cerró la boca, nervioso, sin saber qué decir.

—Deja de preocuparte por el dinero. Un niño de tu edad no debería tener que preocuparse del dinero. No merece lidiar con ese tipo de problemas a tan temprana edad.

—La realidad es distinta para los niños que no tenemos padres —discrepó el muchacho—. No lo entiendo, tú has tenido también este tipo de infancia. ¿No? Por lo que me contaste. Los niños no deberían preocuparse por el dinero o por buscar comida, pero a los que estamos solos no nos queda más remedio.

—Lo sé —sonrió con pesar—. Eso es verdad. Pero eso así, hasta que deja de ser así. A veces, en la vida aparecen giros, cambios, novedades. Por eso, se dice que la vida tiene etapas. Se cierra una para comenzar otra. No tengo ni idea de por lo que has tenido que pasar durante tu vida, chico, y seguro que te han pasado cosas más importantes que esta. Pero creo que encontrarte conmigo se puede considerar un giro suficiente para que puedas permitirte a ti mismo cambiar esa mentalidad. Y sólo puedes permitirte eso cuando compruebas que el giro es real. Las cosas que te doy, son realmente para ti y totalmente gratis, porque yo quiero dártelas y no quiero que me des nada cambio, más que tu promesa.

—¿Qué promesa?

—Que nunca más volverás a rendirte. Nada más que eso.

El niño se quedó acongojado al entender a lo que se refería. Era sobre su primer encuentro, el motivo por el que ese hombre vino hasta él el otro día.

—Sé qué estarás pensando —continuó el hombre, acercando el barreño metálico que había traído y comenzando a sacar de la maleta un trapo limpio, dos bidones de agua y un bote de jabón—. ¿Quién soy yo para exigirte tal promesa? A pesar de que la vida y la muerte son fuerzas superiores que nadie puede dominar, todos merecemos, al menos, tener poder sobre las decisiones más personales e importantes. ¿Quién soy yo para que me jures que jamás volverás a intentar suicidarte? ¿Qué sé yo sobre tus sentimientos, tu sufrimiento y tu vida? —Dejó las cosas en el suelo un momento y lo miró a los ojos unos segundos—. Pero esa es la cosa. Que no sólo te estoy pidiendo a cambio que no te vuelvas a rendir, sino que te estoy pidiendo, más bien… que me dejes formar parte de una decisión tan grande como esa. Que me permitas compartir lo que sientes, lo que sufres y lo que vives. Para que así no tengas que volver a tomar decisiones tan grandes y difíciles tú solo. En resumen. A cambio de estas cosas que te estoy dando, solamente te pido… que cuentes conmigo cuando necesites cualquier cosa, ya sea una empanadilla de carne, ya sean unos oídos que te escuchen, antes de tomar decisiones drásticas tú solo.

Hacía un rato que al niño le caían algunas lágrimas por la cara. Estaba callado, escuchando todas esas palabras, y de algún modo entraron muy hondo en su alma. No dijo nada. No tenía una respuesta para él ahora. No sabía…

Como tenía la cara sucia, las lágrimas le dejaron marca. El hombre le sonrió tranquilamente y le limpió las mejillas con el trapo que había traído.

—Hagamos una cosa. Tengo un delicioso estofado de conejo esperando a ser devorado, en una cazuela dentro de esta maleta. Y sería una pena que te pusieras estas zapatillas tan geniales con esos pies tan sucios. Te he traído un barreño, agua y jabón para que puedas asearte un poco. Si quieres, claro.

—¡Sí! —exclamó enseguida el niño.

—¿Cuánto hace desde la última vez que pudiste bañarte?

—Eh… Bueno, la semana pasada, cuando llegué a esta ciudad, encontré un arroyo en un canal y me bañé en él. Intenté frotar la ropa sobre las rocas lo mejor que pude. Aunque acabé rompiendo más el pantalón y la camiseta.

—La ropa que llevas ya no tiene arreglo, te traeré nueva la próxima vez. ¿Y cuánto hace desde tu último baño caliente en una casa?

Esta vez el niño tardó en responder. Posiblemente el hombre había hecho esa pregunta a propósito, intentando averiguar cuánto tiempo llevaba lejos de su casa.

—Siete meses.

—Vaya —dijo el hombre, pero se esperaba algo así—. Lamento oír eso. Darse una ducha o un baño caliente es uno de los mayores placeres de la vida, ¿verdad? Un auténtico lujo, para muchas personas. En el orfanato, mi hermano y yo nos peleábamos todas las semanas con los demás niños por tomar las primeras duchas, porque sólo había agua caliente cinco minutos al día.

Llenó el barreño de agua y jabón, formando una espuma agradable. Después sacó de la maleta dos sillas plegables, y le dio una al niño para sentarse. Le arremangó el pantalón hasta las rodillas, y acercó el barreño frente a sus pies, sujetándolo con las dos manos bien abiertas a ambos lados.

—Verás que agradable.

—Pero estará fría.

El hombre le hizo un gesto apremiante. El niño, frunciendo el ceño, metió los pies dentro del agua enjabonada, y sintió una de las sensaciones más agradables del mundo. Insólitamente, el agua del barreño estaba caliente, y desprendía algunos vapores.

—¡Oh! ¿Cómo es posible? Las garrafas donde has traído el agua estaban a temperatura ambiente. ¿Cómo se ha podido calentar en…?

El muchacho se quedó mudo cuando, al volver a mirar al hombre a la cara, descubrió que su ojo izquierdo emitía una luz roja. En lugar de gritar o levantarse y salir corriendo, el niño se quedó inmóvil con una mueca de enorme sorpresa, porque en vez de tachar ese fenómeno como algo escalofriante y peligroso, lo primero que hizo su cabeza fue buscar miles de explicaciones y posibles respuestas, el porqué, el cómo.

—Así que… tú… también…

—Sí, chico. Yo también —asintió, y comenzó a lavarle los pies y las piernas frotando con el trapo.

—¿Pe…? ¿Cómo?

—Puede ser un tema de conversación bastante entretenido para la cena.

El niño no sabía cómo reaccionar a eso. Nunca había visto a nadie que también tuviera una luz en el ojo. Pero la suya era de color rojo, y parecía más fuerte y estable. Estaba muerto de la intriga. Luego miró el barreño. Se preguntó si tenía algo que ver con lo del agua calentándose mágicamente. Y luego se dio cuenta de que ese tipo le estaba lavando.

—¡A-…! ¡No, para! ¡Yo…! —lo apartó de sí, con la cara roja de vergüenza—. ¡Yo puedo lavarme solo! ¡N-no tienes por qué hacerlo tú! ¡No tengo 5 años!

El hombre lo miró algo sorprendido por ese repentino empujón, pero luego acabó sonriendo, entendiendo que el niño era lo suficientemente mayor para querer conservar su dignidad.

—Claro —le dio el trapo.

El niño lo cogió, todavía ruborizado, y fue lavándose piernas y también manos y brazos, y la cara.

—Yo, mientras, calentaré la cena.

El hombre, agachado en el suelo, acercó un cartón limpio y lo puso en el suelo entre ambos. Sacó de la maleta dos cuencos, dos cucharas y dos juegos de palillos, además de servilletas y dos hogazas de pan. Después sacó la cazuela, tapada y sujeta con unas pinzas, y la dejó sobre el suelo de cemento. El niño volvió a observar, anonadado, cómo el hombre ponía las manos a ambos lados de la cazuela, y cuando su ojo brilló otra vez, la cazuela comenzó a echar vapor.

—¿Qué es lo que haces? ¿Cómo lo haces? ¿Yo puedo hacerlo?

—Bueno, eso dependerá del elemento con el que seas compatible —le acercó una toalla seca.

—¿Elemento?

—Voy a empezar a servir. No sé tú, pero yo me muero de hambre —sonrió el hombre, empezando a llenar los cuencos con un cazo de un contenido que no sólo tenía una pinta increíble, sino que además olía increíble.

Al niño casi le cayó una baba por la boca. Se terminó de secar con la toalla lo más rápido que pudo. Cogió su calzado nuevo. Encontró dentro, también, un par de calcetines nuevos. Estaba emocionado. Se puso los calcetines. Ya casi había olvidado esa agradable sensación de protección y abrigo en los pies. Y se puso las zapatillas. Eran cálidas, muy cómodas. Eran perfectas. Todo aquello… parecía demasiado perfecto para ser cierto.

El hombre le dio un cuenco con comida caliente después de sentarse también en su silla frente a él. Le hizo un gesto indicándole que era libre de empezar a comer. El niño lo hizo. Estaba tan rico que no podía ser real. Mientras se llevaba una cucharada tras otra a la boca, volvieron a caerle lágrimas silenciosas de los ojos. Pero a él le daba igual. Ni siquiera parecía darse cuenta. El hombre vio esas lágrimas y sonrió con tristeza. Era la mala energía y el dolor saliendo del cuerpo.

Tras un rato comiendo en silencio, el hombre pensó que era buen momento.

—Vi morir a Kai Shen —rompió el silencio, mientras le cogía al niño el cuenco vacío de las manos y le servía una segunda ración.

—¿Eh?

—Mi hermano. Presencié su muerte. Una muerte injusta, a manos de la maldad humana. Ese día nos habíamos peleado, porque por primera vez en nuestros 10 años de vida, un matrimonio que no podía tener hijos había venido al orfanato y querían adoptarnos. Yo nunca deseé tener padres. Ya odiaba a los míos, y los sigo odiando, por habernos abandonado a Kai Shen y a mí al nacer. Y eso que no los conocí. Pero entonces supe que tener padres sólo podía traerte problemas. Yo tenía muy claro que no los necesitaba tener para vivir, que yo solito sabía cuidarme muy bien y buscarme las castañas sin ayuda. Que Kai Shen y yo, juntos, éramos suficientes el uno para el otro.

»Pero Kai Shen cambió de opinión. Sentía curiosidad por saber qué se sentía. Yo no lo entendí en ese momento, pero él no sólo quería saber qué se sentía al vivir en una casa normal, con unos padres adoptivos que te compraban comida y ropa y te decían cuándo ordenar tu habitación, lavarte los dientes o estudiar para el colegio; él quería saber qué se sentía al ser parte de una familia.

—¿Cuál es la diferencia?

—Los sentimientos que se cultivan y las experiencias que se comparten dentro de una familia. Lo de tener comida, ropa, y normas de aseo o de estudios que cumplir, ya lo teníamos en el orfanato. Pero vivir eso en una familia era diferente. Se crea un vínculo especial. Yo no fui capaz de verlo aquel día. Me enfadé con Kai Shen y le dije que era un traidor y un mal hermano. Lo acusé de querer abandonarme igual que hicieron nuestros padres para irse con ese matrimonio a vivir feliz, lo culpé de preferirlos a ellos antes que a mí.

»Yo estaba equivocado, obviamente, pero yo era un niño entonces, un niño que había estado enfadado con el mundo desde el día en que nació. Después de la pelea, Kai Shen se fue a dar una vuelta por las calles. Pasaron unas horas, y yo empecé a preocuparme, porque estaba atardeciendo y él no volvía. Salí a buscarlo. Y lo encontré, acorralado en un callejón por un grupo de maleantes. Y lo mataron ahí mismo, antes de que yo pudiera hacer o decir nada.

El niño dejó de comer un momento, posando el cuenco sobre su regazo, y se quedó mirando el reflejo de la luz de una farola de la calle sobre el caldo del estofado, imaginándose en la cabeza esa terrible historia que, sin embargo, le era totalmente familiar.

—De ahí adquirí un trauma severo. Tan severo que algo dentro de mí se rompió y se transformó. Quedé invadido por la mayor ira, rabia y tristeza que había sentido jamás. Eran tan fuertes que el cuerpo me dolía y me ardía. Y mi ojo izquierdo comenzó a emitir esa misma luz gris —señaló el ojo del niño.

—Pero ahora es roja.

—Sí, ahora es roja.

—¿Por qué ha cambiado?

—Porque logró encontrar su lugar. Encontró ayuda, y un objetivo sobre el que apoyarse, para no volver a caerse.

—¿Cómo lo lograste? —preguntó con una fuerte emoción.

—Alvion.

—¿Qué es eso?

—Es el nombre de la persona que me ayudó —casi rio—. Un hombre bueno. Con un corazón inmenso. Un poco gruñón a veces, pero… un amigo en el que todo el mundo puede confiar. Para mí… fue lo más parecido a un padre que pude tener.

—¿Y qué hiciste desde entonces hasta ahora? ¿Cómo vives con normalidad con esa luz en el ojo? ¿Qué hizo ese Alvion para ayudarte?

El hombre sonrió ante sus incesantes preguntas.

—Esa es una historia más larga. Te la puedo contar otro día. Pero digamos que, en resumen, comencé a trabajar en el trabajo más honorable y alucinante del mundo. Me reencontré con una amiga de la infancia de la que me enamoré perdidamente y me casé con ella. Y fuimos bendecidos con un hijo maravilloso.

—Hm… ¿Un trabajo alucinante? Yo pensé que serías relojero o algo así, pero esa profesión suena aburrida. —El hombre lo miró sin entender—. Por lo de la caja puzle —le señaló.

—Oh, ya veo —se rio, y cogió la caja que había construido el niño—. No, no soy relojero, pero soy algo parecido. El caso es que tengo dos trabajos, el alucinante por un lado, y por otro lado soy un ingeniero industrial explotado en una empresa donde los directores no tienen ni idea de innovar y de crear. Pero, en fin, me pagan un buen sueldo, y para mí es más importante mantener a mi familia sin carencias ni penurias. Darles lo mejor.

El hombre, que ya había terminado su cena, se puso a resolver las aperturas de la caja hecha por el niño. Al lograr abrir la primera pieza y más fácil, asintió para sí mismo con aprobación, viendo que hasta ahí el niño lo había construido bien. Mientras estaba entretenido con la caja, el niño también terminó de cenar y se quedó un rato mirando las musarañas, pensando.

Se puso un poco nervioso. Quería contárselo, pero, al mismo tiempo, se le encogía el estómago sólo por recordarlo. Sin embargo, no podía contenerlo más dentro. No cuando ese tipo le había contado su propia y dura historia. Hacía demasiado tiempo que no podía hablar así con alguien.

—Ahm… Yo… —murmuró un poco—. Vi morir a mi hermana mayor —comenzó a explicarle, haciendo un esfuerzo. El hombre levantó la vista del puzle y le escuchó—. Monique. Era la mejor persona del mundo. Era la única que fue buena conmigo y que cuidó de mí… porque… nuestro padre y nuestra madre no eran… no eran buenos.

—Ya veo. ¿Problemas de alcohol? ¿Drogas?

—Sí… No, bueno… Mi madre sí tenía problemas de esos… pero mi padre… Jean… directamente era un monstruo. Lo más aterrador de él era lo imprevisible que era… nunca sabías cuándo se le cruzarían los cables, siempre sucedía de repente, sin motivo aparente, o por cosas nimias. Otras veces estaba simplemente calmado, pero siempre quería estar solo… en una habitación oscura.

El niño permaneció un par de minutos en silencio, mirando fijamente la cazuela en el suelo, abstraído.

—Fue mi padre quien mató a mi hermana.

El hombre dio un pequeño respingo y se quedó sin aliento. Oír aquello fue espantoso para él. Se había estado imaginando que quizá la hermana murió porque fue atacada por algún atracador en la calle, o por un depredador sexual, o atropellada por un conductor borracho. Pero que el asesino fuera alguien tan cercano y no cualquier extraño de la calle, eso lo cambiaba todo. No era lo mismo ser un iris creado y tener que vengarse de un criminal o algún cabrón de por ahí, que tener que vengarse de su propio padre.

—¿Qué… hiciste cuando lo viste?

—Ahm… pues… —se movió incómodo sobre su silla—. No lo sé muy bien… No lo recuerdo bien… Sólo recuerdo ese dolor intenso, y que el cuerpo me ardía, como tú dijiste antes. Creo que perdí la cabeza, y… me invadió la furia… y creo que tal vez lo maté a golpes.

—¿Crees que lo mataste? ¿No estás seguro de si está muerto?

El niño negó con la cabeza.

—Tenía miedo de que la policía me metiera en la cárcel por ello. Así que me fui corriendo. Creo que no lo pensé muy bien, me costaba pensar en ese momento, pero… no di marcha atrás. Me largué del país, y… seguí y seguí… hasta llegar aquí.

El hombre estaba realmente asombrado con eso.

—Has experimentado un largo viaje por medio planeta durante meses. Tú solo, sin dinero ni nada. Y has sobrevivido.

—Apenas. Casi me muero unas cuantas veces, han intentado matarme otras tantas. Algunos adultos me… me han hecho cosas… que no están bien —agachó la cabeza, con un nudo en la garganta, pero luego volvió a levantar la mirada—. Pero siempre me he defendido muy bien. Aunque no lo parezca, soy muy fuerte.

—Y muy listo —sonrió.

—Por eso, no hace falta que sientas lástima por mí, ¿vale? —dijo con un tono más arrogante, pero hizo un gesto tímido, tocándose las puntas de su cabello largo—. No hace falta que me des tantas cosas. Ni que me hables para hacerme sentir mejor. No es necesario que sigas haciendo esto. No quiero ser un problema para ti. Yo ahora estoy bien, no tienes que preocuparte. Puedo cumplir esa promesa.

El hombre supo a qué promesa se refería. Le estaba diciendo que no volvería a rendirse ni a volver a intentar acabar consigo mismo.

Y además le decía que no quería ser más un problema para él del que preocuparse. Cuanto más lo oía hablar y cuanto más lo conocía, el hombre estaba desarrollando en su cabeza una idea cada vez más y más sólida; cada vez más y más convencido. Le estaba creciendo dentro un fuerte deseo, alimentado por ese lazo afectivo tan especial que había entablado con ese niño.

Se dio cuenta de que ahora mismo empezaba a tener las ideas más claras, sobre las cosas que quería y las que no quería. Quería ayudar a este niño a toda costa. No quería que sufriera nunca más. Quería que durmiera en una casa, en una cama de verdad. No quería que jamás volviera a estar a merced de los peligros callejeros. Quería que nunca le faltase comida en la mesa. No quería que tuviera que ir a buscarla cada día y pelear con la probabilidad de no encontrarla o no encontrar suficiente. Quería enseñarle cosas que debía aprender, sobre la vida, los sentimientos, el mundo. No quería que viviera con miedo e ignorancia toda la vida.

Quería hacerlo feliz. Quería ser su guía. Su cuidador. Quería quererlo, arroparlo, protegerlo y darle una buena vida, como si fuese su propio hijo.

Pero a lo mejor lo asustaba si le expresaba estos deseos de repente. Quizá el niño no pudiera tener las ideas claras tan fácilmente como él. Sólo había que seguir acercándose, poco a poco.

—No te he preguntado aún cómo te llamas —le dijo el hombre.

—Sí, lo hiciste, cuando me encontraste aquí antes de ayer. Pero no te respondí. Lo que me extraña es que, siendo tú el más insistente en venir a verme y a hablarme, no te hayas presentado tú primero.

—Soy un hombre muy celoso de mi identidad —le explicó, mientras abría la cuarta apertura de la caja puzle—. Y tú deberás hacer lo mismo a partir de ahora.

—Creía que uno debía ser celoso de su identidad ante los desconocidos —dijo el niño, encogiéndose un poco de hombros.

El hombre lo miró arqueando una ceja.

—¿Y no lo somos? —le sonrió.

El niño no dijo nada, pero se encogió de hombros otra vez, como si le diera algo de reparo decir lo que él pensaba al respecto. Quizá se había precipitado un poco al pensar que, tal vez, con ese hombre podía tener algo más que una relación de “desconocidos que se ayudan”, pero él parecía querer mantener esa distancia de desconocidos. Sin embargo, eso, en realidad, no le cuadraba mucho. El niño frunció el ceño. Después de las cosas que el hombre le había contado, todo lo que le había dicho, lo que había hecho por él, y su insistencia en ayudarlo, y, sobre todo, lo que le dijo antes sobre considerarle alguien con quien contar a cambio de la comida y la ropa y no seguir enfrentándose solo a los problemas…

El niño volvió a levantar la vista hacia él. El hombre seguía mirándolo con esa sonrisa. Se dio cuenta de que no había hecho esa pregunta de forma retórica. Estaba esperando una respuesta. Su respuesta. Lo que ese tipo quería era saber qué pensaba el niño respecto a él.

—Ayer querías arrastrarme a algún lado —le comentó el muchacho.

—Bueno, arrastrarte…

—Parecías muy preocupado en el momento en que descubriste la luz de mi ojo. Decías que me tenías que llevar a un sitio enseguida. Pero ahora parece que no te preocupa y que no tienes tanta prisa.

—No estás tan mal como había esperado ayer. Pero tarde o temprano deberás ir a ese sitio.

—¿A dónde?

—Al Monte Zou. Al templo de Alvion. Lo que has despertado en tu mente es una energía inestable que puede acabar convirtiéndose en algo muy peligroso para ti y para los demás.

—¿Cómo de peligroso?

—Como que te dé un brote de ira espontáneo, pierdas el control de tu juicio y de tu voluntad y después te despiertes con un cadáver entre tus manos.

El niño se puso algo pálido al oír eso. No pudo evitar recordar de inmediato a Jean. ¿Podía llegar a convertirse en un loco como él? ¿Podía llegar a hacer daño… o matar a alguien inocente sin darse ni cuenta?

—No sé cómo tu iris ha sobrevivido medianamente cuerdo durante 7 meses sin ser tratado. Debes de tener una mente especialmente fuerte. Aunque eso no es garante de evitar que suceda una desgracia.

Iris… —repitió, aprendiendo esa palabra.

—Tienes que ir a entrenarlo durante un año en el Monte Zou. Como hice yo. Y millones de personas más a lo largo de cuatro siglos.

—¿¡Hay millones más!? —se quedó desconcertado—. No lo entiendo. Si dices que soy un peligro, ¿por qué no me has agarrado sin más y arrastrado a ese lugar?

—Lo acabaré haciendo… si tú al final te negaras a ir.

—¿Eh?

—Niño. Incluso los mocosos de 10 años como tú merecen un mínimo de respeto y compasión. Antes que arrastrarte a otro lugar sin explicaciones, prefiero tratarte como a una persona y darte la oportunidad de hablarlo. Conversar juntos sobre ello. Y que expreses tu opinión al respecto.

—¿Qué importa entonces mi opinión si, en caso de negarme, me llevarías a la fuerza igualmente a ese lugar?

—A mí me importa. Sí, acabaría llevándote a la fuerza si te negaras, porque es un deber que yo debo cumplir sí o sí. Pero me importa saber si ir o no ir era tu deseo o no.

—Bueno… Aun así… ¿cómo voy a forjar una opinión y tomar una decisión tan importante que puede cambiar toda mi vida sin apenas saber de qué se trata todo ese lugar y ese entrenamiento?

—Realmente eres un niño inteligente —sonrió con satisfacción—. Pero vas tener que enfrentarte a este tipo de decisiones toda la vida. Muchas veces, no tendrás toda la información y sólo te quedará arriesgar, o dar un salto de fe. Podrías aceptar ir a ese lugar simplemente porque yo te lo pido y te digo que es lo mejor para ti.

—Te estoy agradecido por toda la comida, la ropa y todo lo demás que has hecho por mí estos tres días. ¿Pero cómo sé que, pese todo esto, puedo confiar en ti? Una parte de mí ya lo hace, en respuesta a estos regalos. Pero otra parte de mí no, porque conozco la existencia de las trampas y los engaños. Aún no sé qué siento respecto a ti. ¿Cuántos días más tendrías que venir a traerme comida, obsequios y amabilidades para que mi mente, tan rota y múltiples veces traicionada, confíe en ti? ¿Un par de días más? ¿Una semana? ¿Meses?

—A tan temprana edad, y ya has aprendido que la confianza no se forja sólo con los hechos, sino también con el tiempo —casi rio, y resolvió la quinta apertura de la caja, que era la última de las que él había diseñado, por lo que se puso a indagar cuál sería la sexta, de las tres que el niño había añadido—. Sabes hacerte las preguntas adecuadas, y con eso ya vas por buen camino. Pero nunca la vida nos ha puesto fácil este eterno juego de la confianza. Siempre estamos lidiando con ella, cada día que tratamos con otra persona, ya sea tu padre, o tu mujer, tu hermano, una amiga, el vecino, el policía de la calle, el desconocido de más allá… Nunca se puede confiar al cien por cien en absolutamente nadie, porque la mente humana es una poderosa fuerza inestable e imprevisible.

»Sai, mi hijo, tiene miles de razones para confiar en mí y en su madre, porque nosotros lo amamos y lo protegeríamos a muerte siempre. Nuestro amor por él es innegable. Y, aun así, no debe ni deberá confiar en nosotros siempre al cien por cien, porque, ¿qué pasa si de repente a mí me da una crisis nerviosa fruto de un estrés acumulado y le hago daño sin querer? ¿O y si su madre sufre un desajuste químico hormonal imprevisto por su antiguo tratamiento médico y le hace algo malo sin querer? Antes hablabas de que lo más aterrador sobre tu padre era lo imprevisible de sus ataques. Pero es que eso es así con todo y con todos en este mundo —empezó a darle vueltas a la caja entre sus manos, porque no veía manera de descubrir la séptima apertura—. La vida entera está llena de cosas imprevistas y nosotros no tenemos más remedio que navegarla con lo que tenemos.

»Ta ma de… —blasfemó en chino, al intentar probar mover una pieza, pero la caja no obedeció—. Ay… —suspiró—. Yo no puedo mostrarte más de lo que ya te he mostrado, chico. Lo máximo que puedo hacer es traerte comida, ropa, curar tus heridas, mostrarte mi amabilidad y preocupación y decirte que todas estas cosas son cien por cien sinceras desde mi corazón. A partir de ahí… creerme y confiar en mí o no ya depende de ti. Yo no soy quien decide si soy alguien bueno y confiable para ti. Eso lo decides tú.

El niño guardó un sobrecogido silencio durante varios largos minutos. Su respeto por ese hombre no hacía más que crecer y con él, tal vez, la confianza también. Pero esta nunca podía ser completa o permanente, como él bien le había explicado. Tenía razón. La confianza no era una respuesta inmediata a cambio de unos cuantos gestos amables. Era un poderoso sentimiento humano que se forjaba con el tiempo y que debía ser trabajado continuamente.

Entonces, en el tiempo presente, ya que no quedaba más remedio que seguir navegando con lo que se tenía, quedaba decidir si tomar un paso a izquierda o a derecha. Darle a este hombre un primer voto de confianza o seguir dejándolo en la zona de desconocido.

—Tú quieres llevarme contigo porque confías en mí, ¿no? Para ti es más fácil. Porque yo soy una cuarta parte de tu tamaño y no supongo ninguna amenaza para ti.

—No, chaval. Yo lo que quiero es que tú quieras venir conmigo.

—Entonces eso es ponértelo a ti mismo más complicado.

—Forzar a otros a hacer lo que tú quieres es el camino fácil porque es el camino cobarde. Y del camino cobarde nace el odio, el resentimiento, el rencor y los problemas. Así que, al final, el camino fácil y cobarde está destinado a convertirse en el más complicado de todos. ¿Sabes por qué este estofado de conejo estaba tan bueno? Porque mi mujer lo ha estado cocinando a fuego lento durante seis horas. Yo lo podría haber comprado en cualquier restaurante y librar a mi mujer del trabajo de cocinarlo. Pero entonces no sería tan especial, ¿verdad?

—Es la mejor comida que he probado en mi vida —le aseguró el niño—. Sin excepción. Es lo mejor que he comido. Pero es extraño, porque mientras lo comía, he estado intentando imaginar en mi cabeza a tu mujer haciéndolo. Imaginármela a ella, su rostro, hablando...

—Estabas pensando en ella mientras lo comías —entendió.

—Sí.

—Fíjate. A eso me refiero. No la has visto nunca ni la conoces. Pero has estado pensando en ella, por el estofado que ella ha cocinado pensando en ti. Forjar buenos sentimientos con otras personas es más costoso y lleva más tiempo. Pero precisamente por eso acaban siendo los sentimientos más fuertes, imbatibles y duraderos. Por eso, quiero que mi relación contigo sea cocinada a fuego lento y no dé paso a odios, rencores ni problemas. ¿Lo entiendes?

El niño asintió de nuevo, y le creció una tímida sonrisa. El hombre también lo miró, complacido por sentirse de esa manera hacia su mujer, y siguió intentando averiguar la dichosa séptima apertura de la caja.

—Me llamo Neuval Vernoux —le dijo el niño al fin.

El hombre levantó la vista hacia él con cierta sorpresa. Esto quería decir que el niño había decidido que él ya no era un desconocido para él.

—Yo me llamo Kei Lian Lao —le tendió la mano, y el niño se la estrechó—. Neuval Vernoux, me temo que no estoy siendo del todo honesto contigo y estoy tratando de engañarte.

Al niño se le quedó la cara de disgusto.

—Porque llevo como diez minutos intentando hacerme el machote experto y sabiondo, pero, francamente, no tengo ni la menor puñetera idea de averiguar la séptima apertura, y mi orgullo se está viniendo tan abajo que me voy a poner a llorar.

A Neuval casi le dio un telele por tamaña ridícula revelación. Por un momento se quedó sin aliento.

—Eso es porque estás usando sólo las manos.

—¡Anda! ¿Y qué sino voy a usar?

—¿Qué clase de ingeniero eres? Tienes que intentar mirar más allá de las posibilidades.

Lao se lo quedó mirando con una mueca mosqueada, ese crío le estaba dando lecciones de ingenio y creatividad. Pero entonces giró la cabeza y miró el muro del fondo del callejón, todos esos garabatos, y ese insólito mega cubo de Rubik que el niño había ideado.

—Más allá de las posibilidades… Lo único que veo nuevo en esta caja es un agujerito aquí en esta esquina que he conseguido abrir con la sexta apertura, y esos cuatro palitos de metal incrustados en la cara superior. Pero por más que muevo la caja entera y todas las piezas posibles, no hay reacción. Si has diseñado el agujerito para que haya que meter algún palo o algo, lo has hecho mal. La idea de estas cajas rompecabezas es resolverlas sin herramientas extra. —Neuval seguía mirándolo con una sonrisa presuntuosa, sin decir nada, y Lao se mosqueó más—. Pero eso ya lo sabías. Hmmm… Esta es la arrogancia de los franceses de la que he oído hablar.

—Si quieres que lo haga yo… —hizo un gesto para coger la caja.

—¡Aparta esas manitas esmirriadas y tápate esa sonrisilla de demonio listillo! Ten un poco de respeto —refunfuñó el hombre, empecinado en proteger su orgullo, mientras el niño se reía a escondidas.

Lao estuvo un par de minutos más indagando con la caja, no se iba a rendir aunque tuviera que pasarse toda la noche así. Pero entonces, volvió a recordar lo que Neuval le había dicho. No tenía que usar las manos, ni meter ningún otro objeto por ese agujerito. Pero ese agujerito estaba ahí por algo, y solían estar hechos para meter cosas. Si no podía meter un objeto extra y sólo podía valerse de su propio cuerpo y de las propias piezas de la caja…

Se le ocurrió una idea de repente. No estaba muy seguro, pero… Se llevó esa esquina de la caja a los labios, y sopló con fuerza dentro del agujerito. ¡Clac! Los cuatro palitos metálicos incrustados en la cara superior sobresalieron hasta la mitad. Lao miró al niño. Este seguía sonriéndole.

Creyó que ya lo tendría, que la octava y última apertura estaría chupada, pero estuvo intentándolo durante otros cinco minutos. Ya estaba desesperado.

—Se supone que la gente se toma su tiempo para resolver estos puzles, ¿no? Suelen llevar unas horas a veces. ¿Por qué te desesperas ya en unos pocos minutos?

—Porque sólo a los humanos les llevaría esas horitas que dices, pero yo soy un iris y además ingeniero, y debería saber resolverlo en cuestión de minutos —gruñó.

—Rompecabezas diseñados por humanos, quizá. Pero ¿habías hecho alguna vez un rompecabezas diseñado por otro iris?

—Tú aún no eres un iris. No uno oficial ni estabilizado. Los iris desarrollamos nuestra superior fuerza, agilidad e inteligencia después del entrenamiento.

—Oh… ¿Entonces yo podría haber hecho esta caja igual aunque no fuera un iris? Mi hermana me decía que ya desde pequeño era más listo que los demás.

—Da igual, sigue siendo un rompecabezas diseñado por un mocoso de 10 años, y yo con 32 años ¡no logro resolverlo! Hay cuatro palos de metal que han sobresalido de la superficie de la cara superior, pero sólo hasta la mitad, y están clavados de forma oblicua. No los puedo sacar, ni siquiera mover, ni volver a meterlos, ni reaccionan a diferentes posiciones y mecanismos de la caja… ¡Hasta les he soplado encima, por si acaso volvía a funcionar con estos trucos mágicos tuyos!

Neuval negó con la cabeza, viendo que este tipo era muy maduro y sabio para muchas cosas, pero se comportaba como un crío impaciente y orgulloso con estas cosas en concreto. Le quitó la caja, la sostuvo bocabajo a la altura del pecho, con los palitos hacia abajo, y la dejó caer al suelo.

—¡Eh, ¿por qué la rompes?! —se escandalizó Lao.

Pero se dio cuenta de que la caja hizo, más bien, un pequeño rebote. Ahora lo comprendió. Esos palos de metal clavados en oblicuo ejercieron como una especie de resorte ante el impacto. Y el compartimento secreto de la cara inferior, último que debía ser abierto, se abrió, y descubrió las semillas de manzana que Neuval había guardado dentro.

—Carajos… —murmuró Lao, sin salir de su asombro.

—Lo divertido de estos puzles es jugar un poco con las leyes de la Física —dijo Neuval, volviendo a sentarse en su silla, y se puso a juguetear con uno de los largos mechones de su cabello—. El uso de herramientas y piezas sólidas siempre es muy evidente. Pero el aire también es una materia, y puede ejercer una fuerza de presión y mover cosas. Y la atracción de la gravedad también es una fuerza que siempre damos por sentada, pero se puede usar y aprovechar también.

—Al final eran unas aperturas muy absurdas y simples —suspiró Lao, derrotado.

—Nunca se trató de hacer difícil activar esas aperturas, sino de hacer diferente el modo de pensarlas. Mucha gente está acostumbrada a pensar en línea recta. A mí… me gusta desviarme.

Una vez más, Lao observó al muchacho con una admiración que nunca había sentido con nadie. Excepto con una persona, quizá. No sabía por qué, este muchacho le recordaba un poco a Alvion. No se trataba de la inteligencia en sí, sino de pensar diferente a los demás. Ver otros caminos que los demás no saben, no pueden o no quieren plantearse. Miró de nuevo los garabatos del muro. Seguramente, resolver ese mega cubo de Rubik acabaría siendo, igual que el cubo normal, algo fácil, una vez que se averiguara la lógica o el truco. Pero el niño no buscaba crear un cubo de Rubik imposible de resolver. Tan sólo, crear algo diferente. No importaba si era difícil o sencillo. Simplemente, algo nuevo que no existía antes.

—Veo que ya te invade el sueño —comentó Lao, observando cómo al niño se le cerraban un poco los ojos, cómodamente sentado en su silla con la calidez de su sudadera nueva y sus zapatillas nuevas, y el estómago lleno.

—Sí… Hacía tiempo que no me sentía tan relajado. Puedes volver ya a casa con tu familia, no hace falta que te quedes más conmigo. Me acostaré en breves, así que no te preocupes.

—¿Quieres pasar otra noche más aquí, en este callejón?

—Claro. ¿Qué otra opción tengo? No me digas que me vaya a otro callejón mejor, porque he comprobado que este es el más tranquilo y seguro de la zona.

Lao se lo quedó mirando en silencio. Obviamente no se refería a sugerirle pasar la noche en otro callejón. A Lao le gustaría darle una cama de verdad y un techo esa noche. Pero sabía que el niño no lo iba a aceptar. Ya le había costado aceptar unas zapatillas y unas empanadillas… Le incomodaba que le dieran tantos regalos y amabilidades de golpe. Lao eso lo entendía. De niño le pasaba lo mismo.

—Gracias por todo esto —comentó el niño—. Es… lo mejor que ha hecho alguien por mí en toda mi vida… aparte de mi hermana, claro. Sólo ella me cuidaba y se preocupaba por mí de esa manera.

—¿Quieres que vuelva mañana a verte?

Neuval se encogió de hombros, le daba vergüenza decirle que sí quería porque entonces se sentiría como un niño caprichoso.

—Mañana pasaremos el día entero juntos, ¿de acuerdo? Me gustaría enseñarte la ciudad, sus gentes y costumbres. Y sus peligros, claro. Creo que es necesario. Me quedaré más tranquilo si aprendes cómo moverte por aquí adecuadamente, si tienes intención de quedarte a vivir aquí. —Neuval asintió en silencio, conforme—. Igualmente, pasado mañana es domingo y no tengo trabajo. Pasaré la tarde de ocio con mi familia como cada domingo. Pero por la mañana puedo estar contigo, si quieres. Podemos dar una vuelta por el puerto, conmigo estarías seguro, y podríamos ver algo de ropa para comprarte.

—No hace falta que lo ocultes —le dijo el niño—. Sé que no quieres dejarme mucho tiempo solo, por si mi iris o como se llame se descontrola o pasa algo malo.

—Pero eso no lo oculto. Eso es evidente. Sólo decía que, mientras me preocupo por el estado de tu iris, podemos dar un paseo mañana y pasado mañana. Para que salgas un poco de aquí, pero de forma segura, claro, acompañado por mí. Porque ya he visto que cinco pasatiempos que mantendrían ocupada a una persona normal durante cinco días al menos, a ti sólo te mantiene ocupado una hora y cincuenta y dos minutos.

—Heheh…

—Bueno —se desperezó y se levantó de su silla—. Te dejo descansar, Neu. ¿Te puedo llamar así? ¿Es correcta esta abreviatura?

—Monique también me llamaba así —sonrió—. ¿Cómo debo llamarte a ti? ¿Kei Lian Lao es el nombre entero? ¿Es una palabra entera? ¿Cuál es el apellido?

—Puedes llamarme como te sea más cómodo. Por mi nombre, Kei Lian, o por mi apellido, Lao. Como prefieras. Y puedes quedarte con la silla. Lo demás me lo llevo de vuelta —se agachó para ir recogiendo los bidones de agua vacíos, el trapo, el bote de jabón, el barreño vacío, la cazuela, los cuencos…

—¡Espera! —el niño se agachó frente a él—. Debo hacerlo yo. Tú lo has traído y preparado todo.

Lao lo observó en silencio un rato, mientras el muchacho lo recogía todo él solo y lo metía en la maleta grande. Le robó una sonrisa. Ese niño irradiaba una luz inmensa ahora mismo. Había una bondad increíble dentro de él. Es solo que el mundo y la vida no se lo estaban poniendo nada fácil para sacarla afuera más a menudo.

—Muchas gracias —le dijo Lao cuando el otro terminó de recoger—. ¿La sudadera te calienta lo suficiente? Esta noche está más fría que las anteriores.

—Suelo meterme hojas de periódico dentro de la ropa, pero desde luego la sudadera me salva mucho del frío. Y con calcetines y zapatillas, aún más.

—Aun así —Lao juntó las manos, y cuando su ojo izquierdo brilló de una luz roja, se formó una llama anaranjada flotando entre sus manos.

—¡Oh!

—Te dejaré aquí junto al cartón esta llama —la dejó flotando sobre el suelo al lado del cartón, pero lo suficientemente separado para que no quemara nada por accidente—. Te dará calor durante la noche y una luz suave. La mantendré viva hasta mañana.

—¿Cómo la mantienes?

—Con mi mente.

—¿Incluso a distancia?

—¿Con mi nivel? Es pan comido.

Neuval contempló a Lao con cara de gran admiración. Cada minuto que pasaba con él, le parecía un tipo cada vez más increíble. Y bueno.

Poco después, cuando ya se habían despedido y Lao ya se había marchado, no sin antes recordarle que tuviera la navaja a mano por si alguien indeseable entraba en el callejón y tenía que defenderse, Neuval se tumbó bocabajo sobre su cartón con la barbilla apoyada en las manos, sin poder dejar de contemplar esa llama que flotaba a pocos centímetros del suelo cerca de él. Era como tener una lamparita o una pequeña hoguera agradable al lado. No podía despegarse esa sonrisa de la cara. Hasta que cayó dormido. Y vinieron una vez más las pesadillas habituales.


Al día siguiente, el hombre y el niño volvieron a verse. Tal como quedaron, Lao lo vino a buscar al callejón, trayendo además el desayuno, y después se fueron a pasear por las calles.

Lao quería enseñarle a moverse por la ciudad de manera segura si tenía intención de quedarse en ella. Ese día, Neuval estuvo muy callado todo el tiempo, siempre pegado a Lao. Sólo miraba y escuchaba y se dejaba llevar por él. Lao no sabía decir si era porque el niño era muy aplicado a la hora de aprender bien los lugares, las gentes y las costumbres, o porque estaba desanimado, triste o se sentía tímido. Aun así, Lao intentó explicarle también algunas cosas más sobre los iris y la Asociación.

En este tema, el niño mostró algo más de interés e hizo algunas preguntas, pero mucho menos de lo que Lao esperaba. Le daba la sensación de que el muchacho aún no estaba muy convencido con lo de la Asociación y aún no se decidía si quería ir al Monte Zou por voluntad propia o no. Era como si la mitad de él la viera como una idea muy buena y lógica, la vía segura que le cambiaría la vida a mejor, y en cambio su otra mitad sintiera una especie de rechazo por ese lugar lleno de normas, órdenes que cumplir y responsabilidades.

Pero entonces, Lao descubrió cuál era la principal razón cuando Neuval le hizo una pregunta inesperada, mientras caminaban por un puente que cruzaba la bahía.

—Si voy a ese lugar, ¿significa que estaré un año entero sin verte?

Lao era un iris experto y sabía detectar perfectamente los sentimientos de los demás. Le conmovía saber que el niño no sólo ya confiaba bastante en él, sino que también le estaba cogiendo cariño, el mismo que Lao ya le tenía desde que lo encontró.

—Qué va —sonrió el hombre—. Te puedo ir a visitar a menudo.

—¿Tienes suficiente dinero para tantos billetes de avión?

—No hace ninguna falta. Los iris de cada país disponemos de varios aeródromos secretos situados cerca de las ciudades principales. Hong Kong tiene uno muy cerca de aquí, justo al otro lado de las montañas —le señaló dichas verdosas ondulaciones asomando a lo lejos detrás de los edificios de la ciudad costera—. Normalmente hay que reservar los aviones o los jets con antelación para que los iris podamos usarlos con orden. Pero yo dispongo de mi propio jet. Porque lo construí yo solito, con mis propias manos. Es mi vehículo propio.

—¿¡Construiste un jet tú solo!? —exclamó Neuval tan fuerte que Lao se dio un pequeño susto.

Pero luego el hombre sonrió. Quizá fuera por la intensa mirada de ojos abiertos como platos brillando de suma admiración y asombro, que parecía que a Neuval se le iban a salir de las cuencas y se le iba a desencajar la mandíbula, pero Lao se sintió henchido de orgullo por cómo ese niño lo contemplaba. Y mucho más cuando, a partir de ahí, el muchacho no paró de preguntarle por las piezas, los propulsores, el mecanismo… y el modo de juntarlo todo. Sin embargo, algo tuvo que admitir Lao, y es que, en definitiva, no estaba con un niño normal, cuando dicho niño le demostró comprender a la perfección cómo construir una aeronave y además comentándole alguna que otra mejora o innovación.

Al día siguiente, el domingo, Lao volvió a recogerlo a su callejón por la mañana, y la actitud de Neuval fue todo lo contrario a la de ayer. Estaba hiperactivo.

Hacía mucho que Neuval no se sentía como un niño normal. Había tenido pesadillas anoche, como todas las noches, pero esta vez se había despertado más descansado, relajado. Cuando pasearon por el mercado, Neuval no había parado de ir de un lado a otro, corriendo, saltando, mirándolo todo, señalando cosas, llamando a Lao para que mirase también… aunque no había querido que él le comprara ninguna, diciendo que no las necesitaba, que sólo le gustaba mirarlas. Y durante el paseo por el puerto, Neuval había estado todo el rato correteando de un lado a otro alrededor de Lao, subiéndose a bordillos, rampas, saltando escalones, con sus fantásticas zapatillas nuevas.

Lao estaba muy feliz de verlo así, comportándose como un niño de verdad, disfrutando de las cosas y divirtiéndose, no pasando hambre y miedo a cada segundo. Pero eso también incluía los problemas propios que podía traer cualquier niño. En medio de sus juegos, Neuval no miró por dónde iba y chocó con un hombre que llevaba una carretilla llena de naranjas. Se cayeron unas cuantas, en lo que el carretillero tardó en enderezarla para salvar el resto, pero se enfadó mucho y se puso a gritarle al niño como un energúmeno, señalando las naranjas del suelo. Esa actitud molestó a Neuval, el cual insultó al carretillero y pasó de largo.

Sin embargo, vio que Lao lo llamó con un gesto de la mano allá a unos metros. Su mirada se había tornado severa, y Neuval se acercó a él con timidez, con los hombros encogidos. Lao se agachó a su altura

—Eso no ha estado muy bien, ¿no te parece?

—Me choqué sin querer.

—Lo sé. Pero has sido descuidado, y la gente justa siempre debe disculparse por sus descuidos. Deberías pedirle disculpas a ese hombre.

—Podría hacerlo, ¡pero se ha puesto a gritarme como un idiota!

—Neuval. No importa si las demás personas son malas o groseras contigo. No tienes que ser como ellas, siempre debes disculparte si tú cometes un descuido o un error. Y si esa persona es idiota y no acepta tus disculpas, no importa. Tú debes mostrar una educación superior. No se trata sólo de hacer sentir bien al otro, sino también de ganarte el respeto. Y el respeto se gana cuando se hace lo correcto pese a las adversidades, y cuando se mantiene la calma pese a la mala actitud de los demás.

El niño se quedó callado, un poco avergonzado y pensativo.

—¿Qué le digo?

—Ven. Te enseñaré —lo acercó de nuevo hacia el carretillero, que seguía esperando indignado—. Ponte delante de él, mira al suelo y di: Yuen leung ngo laa. Y recoge sus naranjas.

La verdad es que, por un lado, a Neuval le daba rabia tener que disculparse con ese energúmeno. Pero, por otro, no quería defraudar a Lao. Así que, tragándose su orgullo, siguió sus indicaciones. Se puso frente al carretillero, miró a sus zapatos y apretó los puños.

Yu… yuen longo…

Yuen leung ngo laa —le repitió Lao.

Yuen… leung… ngo laa —consiguió pronunciar el niño, más o menos, y seguidamente recogió las seis naranjas del suelo y las devolvió al montón de la carretilla.

El otro tipo pareció conformarse, pero seguía mirando al niño con esa cara de perro y no le dedicó ningún gesto de conciliación. Dio un bufido despectivo y se marchó con su carretilla.

—¡Me ha bufado! —protestó Neuval.

—Sí. Ese tipo no tenía muy buena educación, que digamos. Pero tú has demostrado una educación mejor que la suya, y que eres capaz de hacer lo correcto. Y eso es lo que importa.

—Pero, por esa última mirada de desprecio que me ha echado, ¡está claro que no me he ganado su respeto!

—Pero te has ganado el mío —le sonrió Lao, y le clavó un dedo en el pecho—. Y tú, también, has demostrado tener respeto por ti mismo.

El niño se quedó en silencio. Estaba asombrado, aprendiendo a ver las cosas de esa forma, tal y como Lao le enseñaba. Y por este tipo de vivencias, Neuval no hacía más que sentir un mayor apego por él, y un mayor deseo de seguir estando con él, aprendiendo más cosas, de la vida cotidiana y también de los iris. Aunque Lao no le contó demasiadas cosas de la Asociación. Por ahora, sólo las necesarias, para que se fuera familiarizando con algunos términos y anticipándole algunas cosas sobre el entrenamiento y en qué consistía trabajar como iris









28.
El pasado de papá (2/5)

«Cuando cayó el atardecer, el hombre fortachón acudió puntual a su cita. Vino con ropa cómoda, con chándal y sudadera, y portaba una maleta grande y un barreño metálico. Entró en el callejón sonriente, esperando encontrar al niño de ojos grises muy aburrido y harto de matar el tiempo haciendo nada. Pero se le borró la sonrisa, porque se encontró con el callejón mucho más desordenado de lo habitual, con basura desperdigada por un lado, tablas y trozos de madera por otro, papeles, botellas, latas de aluminio cortadas… Y el niño estaba subido sobre uno de los cubos de basura, garabateando sin parar en la pared de cemento del fondo del callejón con una piedra. Se había subido al cubo para alcanzar más espacio libre donde escribir, porque el resto del muro ya lo había dejado lleno de un popurrí de líneas, palabras, números y dibujos.

El hombre, con una mueca de gran confusión, se adentró despacio en el callejón, preguntándose qué demonios estaba haciendo ese niño, si es que su iris sin tratar ya lo había vuelto loco o algo. Al acercarse al cartón de siempre donde el chico solía dormir, encontró los tres libros que le había prestado apilados, muy rectos e impecables, junto a un cubo de Rubik con los colores desordenados y la caja puzle intacta.

—Oh… Supongo que al final no te han gustado mucho estos pasatiempos —comentó el hongkonés, cogiendo el cubo de Rubik con desilusión.

El niño se giró de golpe nada más oírlo, poniéndose en alerta como de costumbre. Pero al ver que se trataba de ese tipo, volvió a relajar los músculos. Era su cuarto encuentro con él y su instinto realmente parecía estar desarrollando un poco de eso que llamaban confianza. Eso jamás le había pasado antes. Y no todos los adultos con los que se había cruzado eran malos, es sólo que él nunca quiso relacionarse con nadie, sobre todo porque temía que descubrieran su ojo de luz y lo trataran como a un monstruo, un fenómeno de circo o similar.

—Al contrario —dijo el niño, subido en el cubo y con su piedra en la mano—. Me han gustado. Pero después de terminarlos todos en un par de horas ya no me aportaban nada nuevo, y… he buscado otra cosa que hacer.

—Espera, espera —lo frenó el hombre, dejando su maleta y el barreño en el suelo—. ¿Cómo que terminarlos todos en un par de horas? —preguntó. El chico se quedó callado, encogiéndose de hombros—. A ver, niño —sonrió con sorna—. ¿Me estás diciendo que te has leído este cómic y estos dos libros gordísimos en dos horas, además de haber resuelto el cubo de Rubik y mi caja rompecabezas?

—Bueno, una hora y cincuenta y dos minutos, más bien.

—¿De dónde cuentas el tiempo? No tienes reloj.

—Lo cuento en mi cabeza.

—Vale, chaval, muy gracioso —volvió a sonreír, negando con la cabeza, mirando el cubo de Rubik entre sus manos. Pero cuando vio que el chico seguía callado y con esa cara de pura inocencia, se quedó pasmado—. ¿Estabas hablando en serio?

—Oye, no soy un pobre estúpido, si te creías que por vivir en la calle no sé leer, te equivocas, sé leer, ya he leído libros antes…

—Vale, vale, perdona. Nunca he pensado que fueras estúpido —lo calmó enseguida—. A lo que me refiero es… que ni siquiera yo puedo terminar de leer estos tres libros en un día.

—Yo leo rápido.

—Nadie lee tan rápido.

—Te puedo repetir todo lo que hay escrito en esos tres libros con todas sus palabras exactas y por orden.

—¡Uno de los libros tiene 1100 páginas y el otro más de 700! —exclamó incrédulo—. ¡Además del cómic de 250!

—De hecho, he aprendido algunas palabras nuevas, el autor de esas novelas usa un lenguaje muy culto. La historia de Los tres mosqueteros ha sido muy entretenida, aunque me ha gustado más el cómic, me ha hecho reír. Pero nada comparado con El conde de Montecristo, ¡eso sí que es una historia! La mitad del libro es pura rabia e injusticia, la segunda mitad una satisfacción tras otra conforme Edmundo va haciendo pagar a aquellos que lo traicionaron lo que se merecían. ¿Y además está basada en una historia real? ¡Es genial!

El hombre se quedó mudo. No podía creer que de verdad ese moco hubiera leído los tres libros enteros en el tiempo que decía.

—¿Y… qué hay de los puzles?

—Interesantes y entretenidos, al menos durante catorce minutos el cubo.

—¡Catorce minu-…! —brincó escandalizado—. Niño, deja ya de tomarme el pelo. No has resuelto el cubo de Rubik, ¿ves? —le mostró el objeto.

—Claro que sí —se bajó de la basura y se acercó a él, quitándole el cubo de las manos, y comenzó a girar sus partes a toda velocidad y ordenó todos los colores en dos segundos y medio—. Al principio tardé un poco en hacerme con el mecanismo y cumplir con el objetivo, pero después de unos minutos es fácil averiguar la lógica matemática de los movimientos. Lo estuve desordenando y reordenando unas cuantas veces más para ver cómo de rápido podía resolverlo, hasta que llegué al límite de los dos segundos y medio y me aburrí. Luego estuve indagando con tu caja —cogió la caja de madera y se la puso en las manos—. He descubierto y resuelto sus cinco aperturas, en el compartimento final había guardada una moneda dorada. Tranquilo, no la he robado. Me llevó veintidós minutos.

Eso último le sentó al hombre como una patada en el alma.

—Como me quedaban otras ocho horas para matar el tiempo, me volví a leer los tres libros. Después me puse a pensar, ¿y si hiciera el cubo de Rubik más interesante? —levantó un dedo con entusiasmo, y corrió de nuevo hacia el muro del fondo y le fue señalando los garabatos que había rayado en el cemento—. He estado diseñando algunos modelos más complejos, pero creo que me voy a quedar con este, ¿ves? En vez de un cubo de 3 por 3, es un híbrido de dodecaedro con icosaedro, tiene un mecanismo de rotación esférica sobre el eje central pero también rotación de los vértices individuales. ¿Lo ves? Si por ejemplo rotaras esta fila 45 grados, luego tienes que girar el vértice del icosaedro para que tanto su cara como la del dodecaedro justo al lado contengan sus propios colores. Ahora mismo estaba planteando otro diseño, añadiendo un movimiento de abducción, para que no sea todo de rotación.

El hombre estaba ojiplático. Empezó a ver que no eran garabatos sin sentido, sino dibujos geométricos y fórmulas. Estaba en shock.

—Además, he mejorado tu caja puzle.

—¿¡Que-qué!? —exclamó, a punto de darle un infarto.

—He usado algunos restos de basura para replicarla —le explicó, revolviendo entre los cartones y papeles de su lugar de dormir y cogió esa otra caja de madera que había hecho él mismo, idéntica a la que el hombre sostenía en sus manos—. He usado esos maderos que había ahí tirados, y la navaja que me diste, para tallar las piezas iguales a las tuyas. También he usado restos de metales y de las latas de aluminio para las bisagras, remaches y demás piezas para dar soporte al mecanismo interior. He replicado las cinco aperturas que tú habías diseñado, pero he añadido tres nuevas que se me han ocurrido.

El hombre estaba ahí plantado como un monigote esmirriado con su caja en las manos. Decir que estaba pasmado era poco. Hasta su iris estaba pasmado. En esos pocos minutos, el niño le había hablado sin parar, jamás había esperado oírle hablar tanto, y mucho menos sobre temas de lectura, geometría, matemáticas, construcción de rompecabezas…

«No es sólo que no sea estúpido como él decía antes» pensó el hombre. «Este criajo es un pequeño genio. De todas las cosas que me he encontrado por la vida…». Estaba absorto mirando al muchacho, al que en ese momento le brillaba el ojo izquierdo con una débil y parpadeante luz gris, normal en los iris sin entrenar.

Pero lo que más le conmovió fue ver esa gran sonrisa abierta en su cara, y esos ojos grises grandes devolviéndole la mirada con esa emoción que de repente había sacado de la nada, ese entusiasmo, esa ilusión. Era como si ese niño estuviera esperando su opinión ante todo lo que le había dicho y mostrado. Como si quisiera impresionarle, ganarse su aprobación. Eso al hombre le recordó a su propio hijo, Sai, cada vez que aprendía a hacer algo nuevo o conseguía hacer algo que antes no podía, como lograr montar en bicicleta, aprobar un examen difícil del colegio, nadar solo en el agua… Este chico buscaba su atención, y quizá no lo hacía conscientemente, pero eso demostraba que era un niño inocente igual a cualquier otro.

No hacía más que sorprenderle, pero también confundirle. Porque ayer y esta mañana era un niño agresivo y desconfiado hasta la médula, además de atormentado y lleno de miedos, y ahora era una máquina imparable de ideas, entusiasmo y parecía hasta feliz. Y todo porque había recibido un poco de estímulo intelectual con esos pasatiempos. Un reto. Un objetivo.

El hombre podía interpretar esto como signos normales de comportamiento de alguien que tenía dentro un iris sin tratar. Pero no era exactamente lo mismo. No es que este niño tuviera repentinos cambios de humor; es que parecía que le cambiaba la personalidad por completo.

Para el hombre no podía ser más intrigante. Sentía que este chico era especial. Lleno de luces y sombras que, por desgracia, no encontraban su lugar adecuado porque estaban perdidas. El muchacho no sólo necesitaba ir al Monte Zou para entrenar su iris y estabilizar su trauma y sus emociones; necesitaba también un guía en la vida, el guía que todo niño merece y que él no pudo tener.

—¿Te… gustaría probarla? —preguntó el niño entonces, mostrando su caja, algo más tímido, al ver que el otro no decía nada.

El fortachón se quedó un rato callado, recapacitando sobre varias cosas. Después sonrió al niño con calidez.

—Eres impresionante. ¿Lo sabías?

El chico se sorprendió por ese comentario y se sonrojó un poco sin darse cuenta.

—Claro que quiero probarla —respondió a su pregunta, cogiendo la caja replicada de sus manos—. Me has dejado muerto de curiosidad. A ver si es verdad que puedes igualarme en ingenio. Pero antes… —se agachó junto a su maleta, la abrió y sacó de ella una caja de zapatos, y se la dio al niño.

Cuando la abrió y vio dentro de ella unas zapatillas deportivas magníficas, dio un largo respingo y miró al hombre con preocupación.

—Pero esto es… están nuevas… Esto es un calzado demasiado caro… No puedes darme esto… Creía que me darías unos zapatos normales de segunda mano…

—¿Por qué te daría unos simples zapatos usados cuando puedo comprarte unos nuevos y mejores? Para un chaval tan activo como tú, necesitas un calzado deportivo resistente y cómodo.

—No puedo pagártelos, tardaría años en reunir el dinero…

—¡Pe…! —saltó el hombre, molesto—. ¿Pero se puede saber por qué esa manía con pagarme de vuelta lo que te doy? ¡Que no tienes que pagarme nada!

—Tal vez limpiando tu casa o tu coche, doce y dos veces por mes respectivamente, durante unos cinco meses… —se puso a hacer cálculos, empecinado en pagar su deuda—. O me puedes contratar también para tareas extra, como llevar tus trajes a la tintorería y…

—Y ahora me habla del trabajo infantil como si fuera lo normal… —gruñó el hombre—. ¿Qué tal si te contrato para que cierres la boca, te pongas los zapatos y sólo te preocupes de disfrutar?

El niño cerró la boca, nervioso, sin saber qué decir.

—Deja de preocuparte por el dinero. Un niño de tu edad no debería tener que preocuparse del dinero. No merece lidiar con ese tipo de problemas a tan temprana edad.

—La realidad es distinta para los niños que no tenemos padres —discrepó el muchacho—. No lo entiendo, tú has tenido también este tipo de infancia. ¿No? Por lo que me contaste. Los niños no deberían preocuparse por el dinero o por buscar comida, pero a los que estamos solos no nos queda más remedio.

—Lo sé —sonrió con pesar—. Eso es verdad. Pero eso así, hasta que deja de ser así. A veces, en la vida aparecen giros, cambios, novedades. Por eso, se dice que la vida tiene etapas. Se cierra una para comenzar otra. No tengo ni idea de por lo que has tenido que pasar durante tu vida, chico, y seguro que te han pasado cosas más importantes que esta. Pero creo que encontrarte conmigo se puede considerar un giro suficiente para que puedas permitirte a ti mismo cambiar esa mentalidad. Y sólo puedes permitirte eso cuando compruebas que el giro es real. Las cosas que te doy, son realmente para ti y totalmente gratis, porque yo quiero dártelas y no quiero que me des nada cambio, más que tu promesa.

—¿Qué promesa?

—Que nunca más volverás a rendirte. Nada más que eso.

El niño se quedó acongojado al entender a lo que se refería. Era sobre su primer encuentro, el motivo por el que ese hombre vino hasta él el otro día.

—Sé qué estarás pensando —continuó el hombre, acercando el barreño metálico que había traído y comenzando a sacar de la maleta un trapo limpio, dos bidones de agua y un bote de jabón—. ¿Quién soy yo para exigirte tal promesa? A pesar de que la vida y la muerte son fuerzas superiores que nadie puede dominar, todos merecemos, al menos, tener poder sobre las decisiones más personales e importantes. ¿Quién soy yo para que me jures que jamás volverás a intentar suicidarte? ¿Qué sé yo sobre tus sentimientos, tu sufrimiento y tu vida? —Dejó las cosas en el suelo un momento y lo miró a los ojos unos segundos—. Pero esa es la cosa. Que no sólo te estoy pidiendo a cambio que no te vuelvas a rendir, sino que te estoy pidiendo, más bien… que me dejes formar parte de una decisión tan grande como esa. Que me permitas compartir lo que sientes, lo que sufres y lo que vives. Para que así no tengas que volver a tomar decisiones tan grandes y difíciles tú solo. En resumen. A cambio de estas cosas que te estoy dando, solamente te pido… que cuentes conmigo cuando necesites cualquier cosa, ya sea una empanadilla de carne, ya sean unos oídos que te escuchen, antes de tomar decisiones drásticas tú solo.

Hacía un rato que al niño le caían algunas lágrimas por la cara. Estaba callado, escuchando todas esas palabras, y de algún modo entraron muy hondo en su alma. No dijo nada. No tenía una respuesta para él ahora. No sabía…

Como tenía la cara sucia, las lágrimas le dejaron marca. El hombre le sonrió tranquilamente y le limpió las mejillas con el trapo que había traído.

—Hagamos una cosa. Tengo un delicioso estofado de conejo esperando a ser devorado, en una cazuela dentro de esta maleta. Y sería una pena que te pusieras estas zapatillas tan geniales con esos pies tan sucios. Te he traído un barreño, agua y jabón para que puedas asearte un poco. Si quieres, claro.

—¡Sí! —exclamó enseguida el niño.

—¿Cuánto hace desde la última vez que pudiste bañarte?

—Eh… Bueno, la semana pasada, cuando llegué a esta ciudad, encontré un arroyo en un canal y me bañé en él. Intenté frotar la ropa sobre las rocas lo mejor que pude. Aunque acabé rompiendo más el pantalón y la camiseta.

—La ropa que llevas ya no tiene arreglo, te traeré nueva la próxima vez. ¿Y cuánto hace desde tu último baño caliente en una casa?

Esta vez el niño tardó en responder. Posiblemente el hombre había hecho esa pregunta a propósito, intentando averiguar cuánto tiempo llevaba lejos de su casa.

—Siete meses.

—Vaya —dijo el hombre, pero se esperaba algo así—. Lamento oír eso. Darse una ducha o un baño caliente es uno de los mayores placeres de la vida, ¿verdad? Un auténtico lujo, para muchas personas. En el orfanato, mi hermano y yo nos peleábamos todas las semanas con los demás niños por tomar las primeras duchas, porque sólo había agua caliente cinco minutos al día.

Llenó el barreño de agua y jabón, formando una espuma agradable. Después sacó de la maleta dos sillas plegables, y le dio una al niño para sentarse. Le arremangó el pantalón hasta las rodillas, y acercó el barreño frente a sus pies, sujetándolo con las dos manos bien abiertas a ambos lados.

—Verás que agradable.

—Pero estará fría.

El hombre le hizo un gesto apremiante. El niño, frunciendo el ceño, metió los pies dentro del agua enjabonada, y sintió una de las sensaciones más agradables del mundo. Insólitamente, el agua del barreño estaba caliente, y desprendía algunos vapores.

—¡Oh! ¿Cómo es posible? Las garrafas donde has traído el agua estaban a temperatura ambiente. ¿Cómo se ha podido calentar en…?

El muchacho se quedó mudo cuando, al volver a mirar al hombre a la cara, descubrió que su ojo izquierdo emitía una luz roja. En lugar de gritar o levantarse y salir corriendo, el niño se quedó inmóvil con una mueca de enorme sorpresa, porque en vez de tachar ese fenómeno como algo escalofriante y peligroso, lo primero que hizo su cabeza fue buscar miles de explicaciones y posibles respuestas, el porqué, el cómo.

—Así que… tú… también…

—Sí, chico. Yo también —asintió, y comenzó a lavarle los pies y las piernas frotando con el trapo.

—¿Pe…? ¿Cómo?

—Puede ser un tema de conversación bastante entretenido para la cena.

El niño no sabía cómo reaccionar a eso. Nunca había visto a nadie que también tuviera una luz en el ojo. Pero la suya era de color rojo, y parecía más fuerte y estable. Estaba muerto de la intriga. Luego miró el barreño. Se preguntó si tenía algo que ver con lo del agua calentándose mágicamente. Y luego se dio cuenta de que ese tipo le estaba lavando.

—¡A-…! ¡No, para! ¡Yo…! —lo apartó de sí, con la cara roja de vergüenza—. ¡Yo puedo lavarme solo! ¡N-no tienes por qué hacerlo tú! ¡No tengo 5 años!

El hombre lo miró algo sorprendido por ese repentino empujón, pero luego acabó sonriendo, entendiendo que el niño era lo suficientemente mayor para querer conservar su dignidad.

—Claro —le dio el trapo.

El niño lo cogió, todavía ruborizado, y fue lavándose piernas y también manos y brazos, y la cara.

—Yo, mientras, calentaré la cena.

El hombre, agachado en el suelo, acercó un cartón limpio y lo puso en el suelo entre ambos. Sacó de la maleta dos cuencos, dos cucharas y dos juegos de palillos, además de servilletas y dos hogazas de pan. Después sacó la cazuela, tapada y sujeta con unas pinzas, y la dejó sobre el suelo de cemento. El niño volvió a observar, anonadado, cómo el hombre ponía las manos a ambos lados de la cazuela, y cuando su ojo brilló otra vez, la cazuela comenzó a echar vapor.

—¿Qué es lo que haces? ¿Cómo lo haces? ¿Yo puedo hacerlo?

—Bueno, eso dependerá del elemento con el que seas compatible —le acercó una toalla seca.

—¿Elemento?

—Voy a empezar a servir. No sé tú, pero yo me muero de hambre —sonrió el hombre, empezando a llenar los cuencos con un cazo de un contenido que no sólo tenía una pinta increíble, sino que además olía increíble.

Al niño casi le cayó una baba por la boca. Se terminó de secar con la toalla lo más rápido que pudo. Cogió su calzado nuevo. Encontró dentro, también, un par de calcetines nuevos. Estaba emocionado. Se puso los calcetines. Ya casi había olvidado esa agradable sensación de protección y abrigo en los pies. Y se puso las zapatillas. Eran cálidas, muy cómodas. Eran perfectas. Todo aquello… parecía demasiado perfecto para ser cierto.

El hombre le dio un cuenco con comida caliente después de sentarse también en su silla frente a él. Le hizo un gesto indicándole que era libre de empezar a comer. El niño lo hizo. Estaba tan rico que no podía ser real. Mientras se llevaba una cucharada tras otra a la boca, volvieron a caerle lágrimas silenciosas de los ojos. Pero a él le daba igual. Ni siquiera parecía darse cuenta. El hombre vio esas lágrimas y sonrió con tristeza. Era la mala energía y el dolor saliendo del cuerpo.

Tras un rato comiendo en silencio, el hombre pensó que era buen momento.

—Vi morir a Kai Shen —rompió el silencio, mientras le cogía al niño el cuenco vacío de las manos y le servía una segunda ración.

—¿Eh?

—Mi hermano. Presencié su muerte. Una muerte injusta, a manos de la maldad humana. Ese día nos habíamos peleado, porque por primera vez en nuestros 10 años de vida, un matrimonio que no podía tener hijos había venido al orfanato y querían adoptarnos. Yo nunca deseé tener padres. Ya odiaba a los míos, y los sigo odiando, por habernos abandonado a Kai Shen y a mí al nacer. Y eso que no los conocí. Pero entonces supe que tener padres sólo podía traerte problemas. Yo tenía muy claro que no los necesitaba tener para vivir, que yo solito sabía cuidarme muy bien y buscarme las castañas sin ayuda. Que Kai Shen y yo, juntos, éramos suficientes el uno para el otro.

»Pero Kai Shen cambió de opinión. Sentía curiosidad por saber qué se sentía. Yo no lo entendí en ese momento, pero él no sólo quería saber qué se sentía al vivir en una casa normal, con unos padres adoptivos que te compraban comida y ropa y te decían cuándo ordenar tu habitación, lavarte los dientes o estudiar para el colegio; él quería saber qué se sentía al ser parte de una familia.

—¿Cuál es la diferencia?

—Los sentimientos que se cultivan y las experiencias que se comparten dentro de una familia. Lo de tener comida, ropa, y normas de aseo o de estudios que cumplir, ya lo teníamos en el orfanato. Pero vivir eso en una familia era diferente. Se crea un vínculo especial. Yo no fui capaz de verlo aquel día. Me enfadé con Kai Shen y le dije que era un traidor y un mal hermano. Lo acusé de querer abandonarme igual que hicieron nuestros padres para irse con ese matrimonio a vivir feliz, lo culpé de preferirlos a ellos antes que a mí.

»Yo estaba equivocado, obviamente, pero yo era un niño entonces, un niño que había estado enfadado con el mundo desde el día en que nació. Después de la pelea, Kai Shen se fue a dar una vuelta por las calles. Pasaron unas horas, y yo empecé a preocuparme, porque estaba atardeciendo y él no volvía. Salí a buscarlo. Y lo encontré, acorralado en un callejón por un grupo de maleantes. Y lo mataron ahí mismo, antes de que yo pudiera hacer o decir nada.

El niño dejó de comer un momento, posando el cuenco sobre su regazo, y se quedó mirando el reflejo de la luz de una farola de la calle sobre el caldo del estofado, imaginándose en la cabeza esa terrible historia que, sin embargo, le era totalmente familiar.

—De ahí adquirí un trauma severo. Tan severo que algo dentro de mí se rompió y se transformó. Quedé invadido por la mayor ira, rabia y tristeza que había sentido jamás. Eran tan fuertes que el cuerpo me dolía y me ardía. Y mi ojo izquierdo comenzó a emitir esa misma luz gris —señaló el ojo del niño.

—Pero ahora es roja.

—Sí, ahora es roja.

—¿Por qué ha cambiado?

—Porque logró encontrar su lugar. Encontró ayuda, y un objetivo sobre el que apoyarse, para no volver a caerse.

—¿Cómo lo lograste? —preguntó con una fuerte emoción.

—Alvion.

—¿Qué es eso?

—Es el nombre de la persona que me ayudó —casi rio—. Un hombre bueno. Con un corazón inmenso. Un poco gruñón a veces, pero… un amigo en el que todo el mundo puede confiar. Para mí… fue lo más parecido a un padre que pude tener.

—¿Y qué hiciste desde entonces hasta ahora? ¿Cómo vives con normalidad con esa luz en el ojo? ¿Qué hizo ese Alvion para ayudarte?

El hombre sonrió ante sus incesantes preguntas.

—Esa es una historia más larga. Te la puedo contar otro día. Pero digamos que, en resumen, comencé a trabajar en el trabajo más honorable y alucinante del mundo. Me reencontré con una amiga de la infancia de la que me enamoré perdidamente y me casé con ella. Y fuimos bendecidos con un hijo maravilloso.

—Hm… ¿Un trabajo alucinante? Yo pensé que serías relojero o algo así, pero esa profesión suena aburrida. —El hombre lo miró sin entender—. Por lo de la caja puzle —le señaló.

—Oh, ya veo —se rio, y cogió la caja que había construido el niño—. No, no soy relojero, pero soy algo parecido. El caso es que tengo dos trabajos, el alucinante por un lado, y por otro lado soy un ingeniero industrial explotado en una empresa donde los directores no tienen ni idea de innovar y de crear. Pero, en fin, me pagan un buen sueldo, y para mí es más importante mantener a mi familia sin carencias ni penurias. Darles lo mejor.

El hombre, que ya había terminado su cena, se puso a resolver las aperturas de la caja hecha por el niño. Al lograr abrir la primera pieza y más fácil, asintió para sí mismo con aprobación, viendo que hasta ahí el niño lo había construido bien. Mientras estaba entretenido con la caja, el niño también terminó de cenar y se quedó un rato mirando las musarañas, pensando.

Se puso un poco nervioso. Quería contárselo, pero, al mismo tiempo, se le encogía el estómago sólo por recordarlo. Sin embargo, no podía contenerlo más dentro. No cuando ese tipo le había contado su propia y dura historia. Hacía demasiado tiempo que no podía hablar así con alguien.

—Ahm… Yo… —murmuró un poco—. Vi morir a mi hermana mayor —comenzó a explicarle, haciendo un esfuerzo. El hombre levantó la vista del puzle y le escuchó—. Monique. Era la mejor persona del mundo. Era la única que fue buena conmigo y que cuidó de mí… porque… nuestro padre y nuestra madre no eran… no eran buenos.

—Ya veo. ¿Problemas de alcohol? ¿Drogas?

—Sí… No, bueno… Mi madre sí tenía problemas de esos… pero mi padre… Jean… directamente era un monstruo. Lo más aterrador de él era lo imprevisible que era… nunca sabías cuándo se le cruzarían los cables, siempre sucedía de repente, sin motivo aparente, o por cosas nimias. Otras veces estaba simplemente calmado, pero siempre quería estar solo… en una habitación oscura.

El niño permaneció un par de minutos en silencio, mirando fijamente la cazuela en el suelo, abstraído.

—Fue mi padre quien mató a mi hermana.

El hombre dio un pequeño respingo y se quedó sin aliento. Oír aquello fue espantoso para él. Se había estado imaginando que quizá la hermana murió porque fue atacada por algún atracador en la calle, o por un depredador sexual, o atropellada por un conductor borracho. Pero que el asesino fuera alguien tan cercano y no cualquier extraño de la calle, eso lo cambiaba todo. No era lo mismo ser un iris creado y tener que vengarse de un criminal o algún cabrón de por ahí, que tener que vengarse de su propio padre.

—¿Qué… hiciste cuando lo viste?

—Ahm… pues… —se movió incómodo sobre su silla—. No lo sé muy bien… No lo recuerdo bien… Sólo recuerdo ese dolor intenso, y que el cuerpo me ardía, como tú dijiste antes. Creo que perdí la cabeza, y… me invadió la furia… y creo que tal vez lo maté a golpes.

—¿Crees que lo mataste? ¿No estás seguro de si está muerto?

El niño negó con la cabeza.

—Tenía miedo de que la policía me metiera en la cárcel por ello. Así que me fui corriendo. Creo que no lo pensé muy bien, me costaba pensar en ese momento, pero… no di marcha atrás. Me largué del país, y… seguí y seguí… hasta llegar aquí.

El hombre estaba realmente asombrado con eso.

—Has experimentado un largo viaje por medio planeta durante meses. Tú solo, sin dinero ni nada. Y has sobrevivido.

—Apenas. Casi me muero unas cuantas veces, han intentado matarme otras tantas. Algunos adultos me… me han hecho cosas… que no están bien —agachó la cabeza, con un nudo en la garganta, pero luego volvió a levantar la mirada—. Pero siempre me he defendido muy bien. Aunque no lo parezca, soy muy fuerte.

—Y muy listo —sonrió.

—Por eso, no hace falta que sientas lástima por mí, ¿vale? —dijo con un tono más arrogante, pero hizo un gesto tímido, tocándose las puntas de su cabello largo—. No hace falta que me des tantas cosas. Ni que me hables para hacerme sentir mejor. No es necesario que sigas haciendo esto. No quiero ser un problema para ti. Yo ahora estoy bien, no tienes que preocuparte. Puedo cumplir esa promesa.

El hombre supo a qué promesa se refería. Le estaba diciendo que no volvería a rendirse ni a volver a intentar acabar consigo mismo.

Y además le decía que no quería ser más un problema para él del que preocuparse. Cuanto más lo oía hablar y cuanto más lo conocía, el hombre estaba desarrollando en su cabeza una idea cada vez más y más sólida; cada vez más y más convencido. Le estaba creciendo dentro un fuerte deseo, alimentado por ese lazo afectivo tan especial que había entablado con ese niño.

Se dio cuenta de que ahora mismo empezaba a tener las ideas más claras, sobre las cosas que quería y las que no quería. Quería ayudar a este niño a toda costa. No quería que sufriera nunca más. Quería que durmiera en una casa, en una cama de verdad. No quería que jamás volviera a estar a merced de los peligros callejeros. Quería que nunca le faltase comida en la mesa. No quería que tuviera que ir a buscarla cada día y pelear con la probabilidad de no encontrarla o no encontrar suficiente. Quería enseñarle cosas que debía aprender, sobre la vida, los sentimientos, el mundo. No quería que viviera con miedo e ignorancia toda la vida.

Quería hacerlo feliz. Quería ser su guía. Su cuidador. Quería quererlo, arroparlo, protegerlo y darle una buena vida, como si fuese su propio hijo.

Pero a lo mejor lo asustaba si le expresaba estos deseos de repente. Quizá el niño no pudiera tener las ideas claras tan fácilmente como él. Sólo había que seguir acercándose, poco a poco.

—No te he preguntado aún cómo te llamas —le dijo el hombre.

—Sí, lo hiciste, cuando me encontraste aquí antes de ayer. Pero no te respondí. Lo que me extraña es que, siendo tú el más insistente en venir a verme y a hablarme, no te hayas presentado tú primero.

—Soy un hombre muy celoso de mi identidad —le explicó, mientras abría la cuarta apertura de la caja puzle—. Y tú deberás hacer lo mismo a partir de ahora.

—Creía que uno debía ser celoso de su identidad ante los desconocidos —dijo el niño, encogiéndose un poco de hombros.

El hombre lo miró arqueando una ceja.

—¿Y no lo somos? —le sonrió.

El niño no dijo nada, pero se encogió de hombros otra vez, como si le diera algo de reparo decir lo que él pensaba al respecto. Quizá se había precipitado un poco al pensar que, tal vez, con ese hombre podía tener algo más que una relación de “desconocidos que se ayudan”, pero él parecía querer mantener esa distancia de desconocidos. Sin embargo, eso, en realidad, no le cuadraba mucho. El niño frunció el ceño. Después de las cosas que el hombre le había contado, todo lo que le había dicho, lo que había hecho por él, y su insistencia en ayudarlo, y, sobre todo, lo que le dijo antes sobre considerarle alguien con quien contar a cambio de la comida y la ropa y no seguir enfrentándose solo a los problemas…

El niño volvió a levantar la vista hacia él. El hombre seguía mirándolo con esa sonrisa. Se dio cuenta de que no había hecho esa pregunta de forma retórica. Estaba esperando una respuesta. Su respuesta. Lo que ese tipo quería era saber qué pensaba el niño respecto a él.

—Ayer querías arrastrarme a algún lado —le comentó el muchacho.

—Bueno, arrastrarte…

—Parecías muy preocupado en el momento en que descubriste la luz de mi ojo. Decías que me tenías que llevar a un sitio enseguida. Pero ahora parece que no te preocupa y que no tienes tanta prisa.

—No estás tan mal como había esperado ayer. Pero tarde o temprano deberás ir a ese sitio.

—¿A dónde?

—Al Monte Zou. Al templo de Alvion. Lo que has despertado en tu mente es una energía inestable que puede acabar convirtiéndose en algo muy peligroso para ti y para los demás.

—¿Cómo de peligroso?

—Como que te dé un brote de ira espontáneo, pierdas el control de tu juicio y de tu voluntad y después te despiertes con un cadáver entre tus manos.

El niño se puso algo pálido al oír eso. No pudo evitar recordar de inmediato a Jean. ¿Podía llegar a convertirse en un loco como él? ¿Podía llegar a hacer daño… o matar a alguien inocente sin darse ni cuenta?

—No sé cómo tu iris ha sobrevivido medianamente cuerdo durante 7 meses sin ser tratado. Debes de tener una mente especialmente fuerte. Aunque eso no es garante de evitar que suceda una desgracia.

Iris… —repitió, aprendiendo esa palabra.

—Tienes que ir a entrenarlo durante un año en el Monte Zou. Como hice yo. Y millones de personas más a lo largo de cuatro siglos.

—¿¡Hay millones más!? —se quedó desconcertado—. No lo entiendo. Si dices que soy un peligro, ¿por qué no me has agarrado sin más y arrastrado a ese lugar?

—Lo acabaré haciendo… si tú al final te negaras a ir.

—¿Eh?

—Niño. Incluso los mocosos de 10 años como tú merecen un mínimo de respeto y compasión. Antes que arrastrarte a otro lugar sin explicaciones, prefiero tratarte como a una persona y darte la oportunidad de hablarlo. Conversar juntos sobre ello. Y que expreses tu opinión al respecto.

—¿Qué importa entonces mi opinión si, en caso de negarme, me llevarías a la fuerza igualmente a ese lugar?

—A mí me importa. Sí, acabaría llevándote a la fuerza si te negaras, porque es un deber que yo debo cumplir sí o sí. Pero me importa saber si ir o no ir era tu deseo o no.

—Bueno… Aun así… ¿cómo voy a forjar una opinión y tomar una decisión tan importante que puede cambiar toda mi vida sin apenas saber de qué se trata todo ese lugar y ese entrenamiento?

—Realmente eres un niño inteligente —sonrió con satisfacción—. Pero vas tener que enfrentarte a este tipo de decisiones toda la vida. Muchas veces, no tendrás toda la información y sólo te quedará arriesgar, o dar un salto de fe. Podrías aceptar ir a ese lugar simplemente porque yo te lo pido y te digo que es lo mejor para ti.

—Te estoy agradecido por toda la comida, la ropa y todo lo demás que has hecho por mí estos tres días. ¿Pero cómo sé que, pese todo esto, puedo confiar en ti? Una parte de mí ya lo hace, en respuesta a estos regalos. Pero otra parte de mí no, porque conozco la existencia de las trampas y los engaños. Aún no sé qué siento respecto a ti. ¿Cuántos días más tendrías que venir a traerme comida, obsequios y amabilidades para que mi mente, tan rota y múltiples veces traicionada, confíe en ti? ¿Un par de días más? ¿Una semana? ¿Meses?

—A tan temprana edad, y ya has aprendido que la confianza no se forja sólo con los hechos, sino también con el tiempo —casi rio, y resolvió la quinta apertura de la caja, que era la última de las que él había diseñado, por lo que se puso a indagar cuál sería la sexta, de las tres que el niño había añadido—. Sabes hacerte las preguntas adecuadas, y con eso ya vas por buen camino. Pero nunca la vida nos ha puesto fácil este eterno juego de la confianza. Siempre estamos lidiando con ella, cada día que tratamos con otra persona, ya sea tu padre, o tu mujer, tu hermano, una amiga, el vecino, el policía de la calle, el desconocido de más allá… Nunca se puede confiar al cien por cien en absolutamente nadie, porque la mente humana es una poderosa fuerza inestable e imprevisible.

»Sai, mi hijo, tiene miles de razones para confiar en mí y en su madre, porque nosotros lo amamos y lo protegeríamos a muerte siempre. Nuestro amor por él es innegable. Y, aun así, no debe ni deberá confiar en nosotros siempre al cien por cien, porque, ¿qué pasa si de repente a mí me da una crisis nerviosa fruto de un estrés acumulado y le hago daño sin querer? ¿O y si su madre sufre un desajuste químico hormonal imprevisto por su antiguo tratamiento médico y le hace algo malo sin querer? Antes hablabas de que lo más aterrador sobre tu padre era lo imprevisible de sus ataques. Pero es que eso es así con todo y con todos en este mundo —empezó a darle vueltas a la caja entre sus manos, porque no veía manera de descubrir la séptima apertura—. La vida entera está llena de cosas imprevistas y nosotros no tenemos más remedio que navegarla con lo que tenemos.

»Ta ma de… —blasfemó en chino, al intentar probar mover una pieza, pero la caja no obedeció—. Ay… —suspiró—. Yo no puedo mostrarte más de lo que ya te he mostrado, chico. Lo máximo que puedo hacer es traerte comida, ropa, curar tus heridas, mostrarte mi amabilidad y preocupación y decirte que todas estas cosas son cien por cien sinceras desde mi corazón. A partir de ahí… creerme y confiar en mí o no ya depende de ti. Yo no soy quien decide si soy alguien bueno y confiable para ti. Eso lo decides tú.

El niño guardó un sobrecogido silencio durante varios largos minutos. Su respeto por ese hombre no hacía más que crecer y con él, tal vez, la confianza también. Pero esta nunca podía ser completa o permanente, como él bien le había explicado. Tenía razón. La confianza no era una respuesta inmediata a cambio de unos cuantos gestos amables. Era un poderoso sentimiento humano que se forjaba con el tiempo y que debía ser trabajado continuamente.

Entonces, en el tiempo presente, ya que no quedaba más remedio que seguir navegando con lo que se tenía, quedaba decidir si tomar un paso a izquierda o a derecha. Darle a este hombre un primer voto de confianza o seguir dejándolo en la zona de desconocido.

—Tú quieres llevarme contigo porque confías en mí, ¿no? Para ti es más fácil. Porque yo soy una cuarta parte de tu tamaño y no supongo ninguna amenaza para ti.

—No, chaval. Yo lo que quiero es que tú quieras venir conmigo.

—Entonces eso es ponértelo a ti mismo más complicado.

—Forzar a otros a hacer lo que tú quieres es el camino fácil porque es el camino cobarde. Y del camino cobarde nace el odio, el resentimiento, el rencor y los problemas. Así que, al final, el camino fácil y cobarde está destinado a convertirse en el más complicado de todos. ¿Sabes por qué este estofado de conejo estaba tan bueno? Porque mi mujer lo ha estado cocinando a fuego lento durante seis horas. Yo lo podría haber comprado en cualquier restaurante y librar a mi mujer del trabajo de cocinarlo. Pero entonces no sería tan especial, ¿verdad?

—Es la mejor comida que he probado en mi vida —le aseguró el niño—. Sin excepción. Es lo mejor que he comido. Pero es extraño, porque mientras lo comía, he estado intentando imaginar en mi cabeza a tu mujer haciéndolo. Imaginármela a ella, su rostro, hablando...

—Estabas pensando en ella mientras lo comías —entendió.

—Sí.

—Fíjate. A eso me refiero. No la has visto nunca ni la conoces. Pero has estado pensando en ella, por el estofado que ella ha cocinado pensando en ti. Forjar buenos sentimientos con otras personas es más costoso y lleva más tiempo. Pero precisamente por eso acaban siendo los sentimientos más fuertes, imbatibles y duraderos. Por eso, quiero que mi relación contigo sea cocinada a fuego lento y no dé paso a odios, rencores ni problemas. ¿Lo entiendes?

El niño asintió de nuevo, y le creció una tímida sonrisa. El hombre también lo miró, complacido por sentirse de esa manera hacia su mujer, y siguió intentando averiguar la dichosa séptima apertura de la caja.

—Me llamo Neuval Vernoux —le dijo el niño al fin.

El hombre levantó la vista hacia él con cierta sorpresa. Esto quería decir que el niño había decidido que él ya no era un desconocido para él.

—Yo me llamo Kei Lian Lao —le tendió la mano, y el niño se la estrechó—. Neuval Vernoux, me temo que no estoy siendo del todo honesto contigo y estoy tratando de engañarte.

Al niño se le quedó la cara de disgusto.

—Porque llevo como diez minutos intentando hacerme el machote experto y sabiondo, pero, francamente, no tengo ni la menor puñetera idea de averiguar la séptima apertura, y mi orgullo se está viniendo tan abajo que me voy a poner a llorar.

A Neuval casi le dio un telele por tamaña ridícula revelación. Por un momento se quedó sin aliento.

—Eso es porque estás usando sólo las manos.

—¡Anda! ¿Y qué sino voy a usar?

—¿Qué clase de ingeniero eres? Tienes que intentar mirar más allá de las posibilidades.

Lao se lo quedó mirando con una mueca mosqueada, ese crío le estaba dando lecciones de ingenio y creatividad. Pero entonces giró la cabeza y miró el muro del fondo del callejón, todos esos garabatos, y ese insólito mega cubo de Rubik que el niño había ideado.

—Más allá de las posibilidades… Lo único que veo nuevo en esta caja es un agujerito aquí en esta esquina que he conseguido abrir con la sexta apertura, y esos cuatro palitos de metal incrustados en la cara superior. Pero por más que muevo la caja entera y todas las piezas posibles, no hay reacción. Si has diseñado el agujerito para que haya que meter algún palo o algo, lo has hecho mal. La idea de estas cajas rompecabezas es resolverlas sin herramientas extra. —Neuval seguía mirándolo con una sonrisa presuntuosa, sin decir nada, y Lao se mosqueó más—. Pero eso ya lo sabías. Hmmm… Esta es la arrogancia de los franceses de la que he oído hablar.

—Si quieres que lo haga yo… —hizo un gesto para coger la caja.

—¡Aparta esas manitas esmirriadas y tápate esa sonrisilla de demonio listillo! Ten un poco de respeto —refunfuñó el hombre, empecinado en proteger su orgullo, mientras el niño se reía a escondidas.

Lao estuvo un par de minutos más indagando con la caja, no se iba a rendir aunque tuviera que pasarse toda la noche así. Pero entonces, volvió a recordar lo que Neuval le había dicho. No tenía que usar las manos, ni meter ningún otro objeto por ese agujerito. Pero ese agujerito estaba ahí por algo, y solían estar hechos para meter cosas. Si no podía meter un objeto extra y sólo podía valerse de su propio cuerpo y de las propias piezas de la caja…

Se le ocurrió una idea de repente. No estaba muy seguro, pero… Se llevó esa esquina de la caja a los labios, y sopló con fuerza dentro del agujerito. ¡Clac! Los cuatro palitos metálicos incrustados en la cara superior sobresalieron hasta la mitad. Lao miró al niño. Este seguía sonriéndole.

Creyó que ya lo tendría, que la octava y última apertura estaría chupada, pero estuvo intentándolo durante otros cinco minutos. Ya estaba desesperado.

—Se supone que la gente se toma su tiempo para resolver estos puzles, ¿no? Suelen llevar unas horas a veces. ¿Por qué te desesperas ya en unos pocos minutos?

—Porque sólo a los humanos les llevaría esas horitas que dices, pero yo soy un iris y además ingeniero, y debería saber resolverlo en cuestión de minutos —gruñó.

—Rompecabezas diseñados por humanos, quizá. Pero ¿habías hecho alguna vez un rompecabezas diseñado por otro iris?

—Tú aún no eres un iris. No uno oficial ni estabilizado. Los iris desarrollamos nuestra superior fuerza, agilidad e inteligencia después del entrenamiento.

—Oh… ¿Entonces yo podría haber hecho esta caja igual aunque no fuera un iris? Mi hermana me decía que ya desde pequeño era más listo que los demás.

—Da igual, sigue siendo un rompecabezas diseñado por un mocoso de 10 años, y yo con 32 años ¡no logro resolverlo! Hay cuatro palos de metal que han sobresalido de la superficie de la cara superior, pero sólo hasta la mitad, y están clavados de forma oblicua. No los puedo sacar, ni siquiera mover, ni volver a meterlos, ni reaccionan a diferentes posiciones y mecanismos de la caja… ¡Hasta les he soplado encima, por si acaso volvía a funcionar con estos trucos mágicos tuyos!

Neuval negó con la cabeza, viendo que este tipo era muy maduro y sabio para muchas cosas, pero se comportaba como un crío impaciente y orgulloso con estas cosas en concreto. Le quitó la caja, la sostuvo bocabajo a la altura del pecho, con los palitos hacia abajo, y la dejó caer al suelo.

—¡Eh, ¿por qué la rompes?! —se escandalizó Lao.

Pero se dio cuenta de que la caja hizo, más bien, un pequeño rebote. Ahora lo comprendió. Esos palos de metal clavados en oblicuo ejercieron como una especie de resorte ante el impacto. Y el compartimento secreto de la cara inferior, último que debía ser abierto, se abrió, y descubrió las semillas de manzana que Neuval había guardado dentro.

—Carajos… —murmuró Lao, sin salir de su asombro.

—Lo divertido de estos puzles es jugar un poco con las leyes de la Física —dijo Neuval, volviendo a sentarse en su silla, y se puso a juguetear con uno de los largos mechones de su cabello—. El uso de herramientas y piezas sólidas siempre es muy evidente. Pero el aire también es una materia, y puede ejercer una fuerza de presión y mover cosas. Y la atracción de la gravedad también es una fuerza que siempre damos por sentada, pero se puede usar y aprovechar también.

—Al final eran unas aperturas muy absurdas y simples —suspiró Lao, derrotado.

—Nunca se trató de hacer difícil activar esas aperturas, sino de hacer diferente el modo de pensarlas. Mucha gente está acostumbrada a pensar en línea recta. A mí… me gusta desviarme.

Una vez más, Lao observó al muchacho con una admiración que nunca había sentido con nadie. Excepto con una persona, quizá. No sabía por qué, este muchacho le recordaba un poco a Alvion. No se trataba de la inteligencia en sí, sino de pensar diferente a los demás. Ver otros caminos que los demás no saben, no pueden o no quieren plantearse. Miró de nuevo los garabatos del muro. Seguramente, resolver ese mega cubo de Rubik acabaría siendo, igual que el cubo normal, algo fácil, una vez que se averiguara la lógica o el truco. Pero el niño no buscaba crear un cubo de Rubik imposible de resolver. Tan sólo, crear algo diferente. No importaba si era difícil o sencillo. Simplemente, algo nuevo que no existía antes.

—Veo que ya te invade el sueño —comentó Lao, observando cómo al niño se le cerraban un poco los ojos, cómodamente sentado en su silla con la calidez de su sudadera nueva y sus zapatillas nuevas, y el estómago lleno.

—Sí… Hacía tiempo que no me sentía tan relajado. Puedes volver ya a casa con tu familia, no hace falta que te quedes más conmigo. Me acostaré en breves, así que no te preocupes.

—¿Quieres pasar otra noche más aquí, en este callejón?

—Claro. ¿Qué otra opción tengo? No me digas que me vaya a otro callejón mejor, porque he comprobado que este es el más tranquilo y seguro de la zona.

Lao se lo quedó mirando en silencio. Obviamente no se refería a sugerirle pasar la noche en otro callejón. A Lao le gustaría darle una cama de verdad y un techo esa noche. Pero sabía que el niño no lo iba a aceptar. Ya le había costado aceptar unas zapatillas y unas empanadillas… Le incomodaba que le dieran tantos regalos y amabilidades de golpe. Lao eso lo entendía. De niño le pasaba lo mismo.

—Gracias por todo esto —comentó el niño—. Es… lo mejor que ha hecho alguien por mí en toda mi vida… aparte de mi hermana, claro. Sólo ella me cuidaba y se preocupaba por mí de esa manera.

—¿Quieres que vuelva mañana a verte?

Neuval se encogió de hombros, le daba vergüenza decirle que sí quería porque entonces se sentiría como un niño caprichoso.

—Mañana pasaremos el día entero juntos, ¿de acuerdo? Me gustaría enseñarte la ciudad, sus gentes y costumbres. Y sus peligros, claro. Creo que es necesario. Me quedaré más tranquilo si aprendes cómo moverte por aquí adecuadamente, si tienes intención de quedarte a vivir aquí. —Neuval asintió en silencio, conforme—. Igualmente, pasado mañana es domingo y no tengo trabajo. Pasaré la tarde de ocio con mi familia como cada domingo. Pero por la mañana puedo estar contigo, si quieres. Podemos dar una vuelta por el puerto, conmigo estarías seguro, y podríamos ver algo de ropa para comprarte.

—No hace falta que lo ocultes —le dijo el niño—. Sé que no quieres dejarme mucho tiempo solo, por si mi iris o como se llame se descontrola o pasa algo malo.

—Pero eso no lo oculto. Eso es evidente. Sólo decía que, mientras me preocupo por el estado de tu iris, podemos dar un paseo mañana y pasado mañana. Para que salgas un poco de aquí, pero de forma segura, claro, acompañado por mí. Porque ya he visto que cinco pasatiempos que mantendrían ocupada a una persona normal durante cinco días al menos, a ti sólo te mantiene ocupado una hora y cincuenta y dos minutos.

—Heheh…

—Bueno —se desperezó y se levantó de su silla—. Te dejo descansar, Neu. ¿Te puedo llamar así? ¿Es correcta esta abreviatura?

—Monique también me llamaba así —sonrió—. ¿Cómo debo llamarte a ti? ¿Kei Lian Lao es el nombre entero? ¿Es una palabra entera? ¿Cuál es el apellido?

—Puedes llamarme como te sea más cómodo. Por mi nombre, Kei Lian, o por mi apellido, Lao. Como prefieras. Y puedes quedarte con la silla. Lo demás me lo llevo de vuelta —se agachó para ir recogiendo los bidones de agua vacíos, el trapo, el bote de jabón, el barreño vacío, la cazuela, los cuencos…

—¡Espera! —el niño se agachó frente a él—. Debo hacerlo yo. Tú lo has traído y preparado todo.

Lao lo observó en silencio un rato, mientras el muchacho lo recogía todo él solo y lo metía en la maleta grande. Le robó una sonrisa. Ese niño irradiaba una luz inmensa ahora mismo. Había una bondad increíble dentro de él. Es solo que el mundo y la vida no se lo estaban poniendo nada fácil para sacarla afuera más a menudo.

—Muchas gracias —le dijo Lao cuando el otro terminó de recoger—. ¿La sudadera te calienta lo suficiente? Esta noche está más fría que las anteriores.

—Suelo meterme hojas de periódico dentro de la ropa, pero desde luego la sudadera me salva mucho del frío. Y con calcetines y zapatillas, aún más.

—Aun así —Lao juntó las manos, y cuando su ojo izquierdo brilló de una luz roja, se formó una llama anaranjada flotando entre sus manos.

—¡Oh!

—Te dejaré aquí junto al cartón esta llama —la dejó flotando sobre el suelo al lado del cartón, pero lo suficientemente separado para que no quemara nada por accidente—. Te dará calor durante la noche y una luz suave. La mantendré viva hasta mañana.

—¿Cómo la mantienes?

—Con mi mente.

—¿Incluso a distancia?

—¿Con mi nivel? Es pan comido.

Neuval contempló a Lao con cara de gran admiración. Cada minuto que pasaba con él, le parecía un tipo cada vez más increíble. Y bueno.

Poco después, cuando ya se habían despedido y Lao ya se había marchado, no sin antes recordarle que tuviera la navaja a mano por si alguien indeseable entraba en el callejón y tenía que defenderse, Neuval se tumbó bocabajo sobre su cartón con la barbilla apoyada en las manos, sin poder dejar de contemplar esa llama que flotaba a pocos centímetros del suelo cerca de él. Era como tener una lamparita o una pequeña hoguera agradable al lado. No podía despegarse esa sonrisa de la cara. Hasta que cayó dormido. Y vinieron una vez más las pesadillas habituales.


Al día siguiente, el hombre y el niño volvieron a verse. Tal como quedaron, Lao lo vino a buscar al callejón, trayendo además el desayuno, y después se fueron a pasear por las calles.

Lao quería enseñarle a moverse por la ciudad de manera segura si tenía intención de quedarse en ella. Ese día, Neuval estuvo muy callado todo el tiempo, siempre pegado a Lao. Sólo miraba y escuchaba y se dejaba llevar por él. Lao no sabía decir si era porque el niño era muy aplicado a la hora de aprender bien los lugares, las gentes y las costumbres, o porque estaba desanimado, triste o se sentía tímido. Aun así, Lao intentó explicarle también algunas cosas más sobre los iris y la Asociación.

En este tema, el niño mostró algo más de interés e hizo algunas preguntas, pero mucho menos de lo que Lao esperaba. Le daba la sensación de que el muchacho aún no estaba muy convencido con lo de la Asociación y aún no se decidía si quería ir al Monte Zou por voluntad propia o no. Era como si la mitad de él la viera como una idea muy buena y lógica, la vía segura que le cambiaría la vida a mejor, y en cambio su otra mitad sintiera una especie de rechazo por ese lugar lleno de normas, órdenes que cumplir y responsabilidades.

Pero entonces, Lao descubrió cuál era la principal razón cuando Neuval le hizo una pregunta inesperada, mientras caminaban por un puente que cruzaba la bahía.

—Si voy a ese lugar, ¿significa que estaré un año entero sin verte?

Lao era un iris experto y sabía detectar perfectamente los sentimientos de los demás. Le conmovía saber que el niño no sólo ya confiaba bastante en él, sino que también le estaba cogiendo cariño, el mismo que Lao ya le tenía desde que lo encontró.

—Qué va —sonrió el hombre—. Te puedo ir a visitar a menudo.

—¿Tienes suficiente dinero para tantos billetes de avión?

—No hace ninguna falta. Los iris de cada país disponemos de varios aeródromos secretos situados cerca de las ciudades principales. Hong Kong tiene uno muy cerca de aquí, justo al otro lado de las montañas —le señaló dichas verdosas ondulaciones asomando a lo lejos detrás de los edificios de la ciudad costera—. Normalmente hay que reservar los aviones o los jets con antelación para que los iris podamos usarlos con orden. Pero yo dispongo de mi propio jet. Porque lo construí yo solito, con mis propias manos. Es mi vehículo propio.

—¿¡Construiste un jet tú solo!? —exclamó Neuval tan fuerte que Lao se dio un pequeño susto.

Pero luego el hombre sonrió. Quizá fuera por la intensa mirada de ojos abiertos como platos brillando de suma admiración y asombro, que parecía que a Neuval se le iban a salir de las cuencas y se le iba a desencajar la mandíbula, pero Lao se sintió henchido de orgullo por cómo ese niño lo contemplaba. Y mucho más cuando, a partir de ahí, el muchacho no paró de preguntarle por las piezas, los propulsores, el mecanismo… y el modo de juntarlo todo. Sin embargo, algo tuvo que admitir Lao, y es que, en definitiva, no estaba con un niño normal, cuando dicho niño le demostró comprender a la perfección cómo construir una aeronave y además comentándole alguna que otra mejora o innovación.

Al día siguiente, el domingo, Lao volvió a recogerlo a su callejón por la mañana, y la actitud de Neuval fue todo lo contrario a la de ayer. Estaba hiperactivo.

Hacía mucho que Neuval no se sentía como un niño normal. Había tenido pesadillas anoche, como todas las noches, pero esta vez se había despertado más descansado, relajado. Cuando pasearon por el mercado, Neuval no había parado de ir de un lado a otro, corriendo, saltando, mirándolo todo, señalando cosas, llamando a Lao para que mirase también… aunque no había querido que él le comprara ninguna, diciendo que no las necesitaba, que sólo le gustaba mirarlas. Y durante el paseo por el puerto, Neuval había estado todo el rato correteando de un lado a otro alrededor de Lao, subiéndose a bordillos, rampas, saltando escalones, con sus fantásticas zapatillas nuevas.

Lao estaba muy feliz de verlo así, comportándose como un niño de verdad, disfrutando de las cosas y divirtiéndose, no pasando hambre y miedo a cada segundo. Pero eso también incluía los problemas propios que podía traer cualquier niño. En medio de sus juegos, Neuval no miró por dónde iba y chocó con un hombre que llevaba una carretilla llena de naranjas. Se cayeron unas cuantas, en lo que el carretillero tardó en enderezarla para salvar el resto, pero se enfadó mucho y se puso a gritarle al niño como un energúmeno, señalando las naranjas del suelo. Esa actitud molestó a Neuval, el cual insultó al carretillero y pasó de largo.

Sin embargo, vio que Lao lo llamó con un gesto de la mano allá a unos metros. Su mirada se había tornado severa, y Neuval se acercó a él con timidez, con los hombros encogidos. Lao se agachó a su altura

—Eso no ha estado muy bien, ¿no te parece?

—Me choqué sin querer.

—Lo sé. Pero has sido descuidado, y la gente justa siempre debe disculparse por sus descuidos. Deberías pedirle disculpas a ese hombre.

—Podría hacerlo, ¡pero se ha puesto a gritarme como un idiota!

—Neuval. No importa si las demás personas son malas o groseras contigo. No tienes que ser como ellas, siempre debes disculparte si tú cometes un descuido o un error. Y si esa persona es idiota y no acepta tus disculpas, no importa. Tú debes mostrar una educación superior. No se trata sólo de hacer sentir bien al otro, sino también de ganarte el respeto. Y el respeto se gana cuando se hace lo correcto pese a las adversidades, y cuando se mantiene la calma pese a la mala actitud de los demás.

El niño se quedó callado, un poco avergonzado y pensativo.

—¿Qué le digo?

—Ven. Te enseñaré —lo acercó de nuevo hacia el carretillero, que seguía esperando indignado—. Ponte delante de él, mira al suelo y di: Yuen leung ngo laa. Y recoge sus naranjas.

La verdad es que, por un lado, a Neuval le daba rabia tener que disculparse con ese energúmeno. Pero, por otro, no quería defraudar a Lao. Así que, tragándose su orgullo, siguió sus indicaciones. Se puso frente al carretillero, miró a sus zapatos y apretó los puños.

Yu… yuen longo…

Yuen leung ngo laa —le repitió Lao.

Yuen… leung… ngo laa —consiguió pronunciar el niño, más o menos, y seguidamente recogió las seis naranjas del suelo y las devolvió al montón de la carretilla.

El otro tipo pareció conformarse, pero seguía mirando al niño con esa cara de perro y no le dedicó ningún gesto de conciliación. Dio un bufido despectivo y se marchó con su carretilla.

—¡Me ha bufado! —protestó Neuval.

—Sí. Ese tipo no tenía muy buena educación, que digamos. Pero tú has demostrado una educación mejor que la suya, y que eres capaz de hacer lo correcto. Y eso es lo que importa.

—Pero, por esa última mirada de desprecio que me ha echado, ¡está claro que no me he ganado su respeto!

—Pero te has ganado el mío —le sonrió Lao, y le clavó un dedo en el pecho—. Y tú, también, has demostrado tener respeto por ti mismo.

El niño se quedó en silencio. Estaba asombrado, aprendiendo a ver las cosas de esa forma, tal y como Lao le enseñaba. Y por este tipo de vivencias, Neuval no hacía más que sentir un mayor apego por él, y un mayor deseo de seguir estando con él, aprendiendo más cosas, de la vida cotidiana y también de los iris. Aunque Lao no le contó demasiadas cosas de la Asociación. Por ahora, sólo las necesarias, para que se fuera familiarizando con algunos términos y anticipándole algunas cosas sobre el entrenamiento y en qué consistía trabajar como iris





Comentarios

  1. En su momento ya me preguntaba a que abusos se vio so etido Neuval en su viaje. Algo me dice que hubo abuso sexuales tambien, pero pensar en ello me entristece.

    Es interesante ver como a pesar de su enorme inteligencia, aun tiene esa actitudes infantiles, esa luz y sombra en su forma de ser. Como si el fuese, en un tablero de ajedrez tanto la fichas blancas como las negra como ese jugador que juega consigo mismo usando ambas.

    A veces el lado bueno tomanla delantera sobre el malo, y a veces es al reves, que es cuando pierde el control.

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